Cinco días después de la fiesta de Primero del Trimestre, Tarod empezó a preguntarse en serio si estaba del todo cuerdo.
Los sueños se habían repetido, como se temía; cada noche eran peores y, aunque había empleado todos los re cursos de su fuerte voluntad para controlarlos, nada había conseguido. Por último, dándose cuenta de que el poder de su propia mente era incapaz de dominar las pesadillas, había recurrido desesperadamente a las prácticas ortodoxas del Círculo. Tal vez le faltaba fe en el complicado exorcismo que realizaba, o tal vez no; en todo caso, sus esfuerzos fracasaron, y la cara sonriente de su torturador sobrenatural había predominado sobre los furiosos y vocingleros habitantes de la pesadilla durante todas las horas de la noche.
El sexto día, a media mañana, se levantó tambaleándose de la cama, ojeroso y agotado, y mientras se vestía, tratando de ignorar el hecho de que sus manos estaban temblorosas, miró casualmente su propia imagen en un espejo.
Apenas se reconoció. Sus ojos verdes habían perdido el brillo y estaban empañados, tenía los cabellos desgreñados y parecía haber envejecido diez años.
—¡Por todos los dioses!
Se apartó del espejo y descargó un puñetazo sobre la mesa, indiferente al dolor de su brazo. La tensión de su mente se estaba acercando al límite soportable, y estaba tan lejos como siempre de hallar la solución. No podía siquiera presumir por qué era atacado por aquellos sueños y por el ser que parecía dirigirlos, pero, a menos de que pudiese encontrar respuesta a esa pregunta o conseguir algún alivio del tormento de sus pesadillas, sabía que podía perder la razón.
Como había hecho en las tres mañanas anteriores, buscó la botella que estaba sobre la mesilla de noche. El vino no era un remedio contra los sueños, pero le ayudaba a pasar los días, y llenó con él una copa, derramando bastante líquido al hacerlo. Estaba a punto de llevarse la copa a los labios, cuando alguien llamó a la puerta exterior. Por un instante, recordó Tarod la experiencia astral de unas noches atrás; pero entonces una voz conocida le llamó desde el pasillo.
— Soy Keridil. ¿Estás ahí?
Tarod dejó la copa, de mala gana. En los últimos días, su estado de ánimo le había impulsado a evitar toda compañía, a menos que fuese absolutamente necesaria, pero sabía que tendría que enfrentarse con el mundo alguna vez, si no quería llamar la atención sobre él y su condición mental. Poco a poco se acercó a la puerta y descorrió el cerrojo.
—¡Tarod! —Keridil entró en la habitación y observó con inquietud la cara de su amigo—. Hace una hora que te estoy buscando; no esperaba encontrarte aquí a estas horas.
Tarod hizo un ademán que era medio de rechazo y medio de disculpa.
—Lo siento, Keridil. He estado... preocupado.
—Y no era una preocupación sin importancia, por lo que veo. Por el amor de Aeoris, Tarod, ¿qué te sucede?
Tarod iba a volverse, pero Keridil le agarró de un brazo.
—¡No eludas la pregunta! Hace días que apenas te dejas ver y, cuando lo haces, te muestras taciturno e inquieto. Si puedo hacer d-go...
Tarod le interrumpió.
—Nadie puede hacer nada, Keridil. Agradezco tu interés, pero es algo que me afecta a mí y a nadie más.
— ¡No estoy de acuerdo! Y no lo digo solamente por la amistad que te profeso. — La irritación brilló un instante en los ojos de Keridil; fuese cual fuere la causa, Tarod no había aceptado de buen grado el ofrecimiento de ayuda—. Como mi padre, tengo el deber de velar por tu bienestar como Iniciado, aparte de otras consideraciones. Que te ausentes constantemente del Círculo no es bueno para ti ni para nadie.
Tarod se soltó el brazo con un movimiento brusco.
—Mi intervención no sería beneficiosa para nadie en este momento, puedes creerme.
Keridil se mordió la lengua para no replicar con acritud, al darse cuenta de que, contrariamente a su primera impresión, no era un estado de ánimo transitorio. Tarod era casi siempre imprevisible, pero ahora... Recordó una conversación con Themila, en que ella le había dicho que su amigo estaba preocupado por los sueños. ¿Sueños? Seguramente hacía falta algo más que una pesadilla para producir un cambio semejante.
Tarod estaba de pie junto a la ventana, contemplando el patio, y Keridil decidió que era mejor mostrarse discreto que intentar seguir sondeando a su amigo. Dijo:
—Pienses lo que pienses sobre tu valor para el Círculo en la actualidad, Tarod, lo cierto es que ahora eres necesario.
—Se acercó también a la ventana—. ¿No has notado el cambio?
—¿El cambio? —dijo Tarod, sin prestar demasiada atención a la pregunta.
Keridil se estremeció.
—La tensión en el aire. Ha estado aumentando durante toda la mañana. Nadie se lo explicaba, hasta que el centinela de la torre informó que había visto las Luces del Espectro.
Se sintió aliviado cuando sus últimas palabras atrajeron finalmente toda la atención de Tarod.
— ¿Luces del Espectro? ¿Y son visibles a esta hora del día?
—Claramente visibles. Yo mismo he subido a la torre para observarlo. —Keridil hizo una mueca al recordar el esfuerzo que había tenido que hacer para subir aquella escalera de caracol que parecía interminable—. Sólo puede significar una cosa: se acerca un Warp, y de los grandes; tal vez el más grande que habremos visto en muchos años. Por esto he tratado de encontrarte. Mi padre ha ordenado que todos los Adeptos, del quinto grado para arriba, se reúnan en el Salón de Mármol. Tenemos que celebrar un Rito Superior y tratar de averiguar algo sobre la naturaleza del Warp. —Keridil guiñó un ojo a Ta-rod—. Pensé que te interesaría más que a nadie participar en esto... ¿O acaso te falla la memoria?
Un antiguo recuerdo de su último día en la provincia de Wishet... Pero aquello no le había ocurrido a Tarod, sino a un niño sin nombre y sin clan que desconocía su propia fuerza latente. Aquel niño había muerto hacía mucho tiempo.
Tarod sonrió, breve pero afectuosamente.
—No eres muy diplomático, Keridil, pero has conseguido recordarme mis obligaciones. Adelántate; yo me reuniré contigo lo antes que pueda.
Al cruzar el patio vacío cinco minutos más tarde, Tarod se reprendía en silencio por no haber advertido el cambio en la atmósfera. Como había dicho Keridil, había una tensión que iba en aumento; incluso las losas sobre las que andaba parecían cargadas con ella, y el aire estaba denso y extraña mente inmóvil. Al mirar al cielo, vio las primeras señales delatoras; un débil matiz indescriptible enturbiaba el azul propio del verano, y los primeros juegos de luz empezaban a percibirse a lo lejos. Estuvo tentado de subir a la alta torre y ver con sus ojos las Luces del Espectro, aquella extraña aurora que resplandecía a veces en el horizonte del norte y que normalmente sólo era vis i-ble en plena noche; pero la urgencia del llamamiento de Keridil le hizo renunciar. Y quizás el trabajo que le esperaba le permitiera olv i-dar durante un tiempo sus preocupaciones y obtener el ansiado alivio.
La atmósfera sofocante se estaba intensificando rápidamente y, al llegar Tarod a la columnata, se detuvo y miró atrás a través del patio. Casi todas las ventanas habían sido cerradas; no se veían señales de vida, y solamente la fuente, que seguía manando, daba algún movimiento a la escena. Mientras observaba, empezó a camb iar la luz; de pronto, el agua de la fuente perdió su brillo y se hizo incolora y muerta. Y una sombra misteriosa y de origen desconocido pareció llenar el patio. Escuchando atentamente, Tarod pudo distinguir el primer y débil zumbido de la tormenta que se acercaba, un eco casi imperceptible para la percepción humana. Se estremeció con lo que podía ser una sensación de premonición, o un recuerdo, se volvió y echó a andar rápidamente a lo largo del pasillo.
Hasta en el laberinto de pasadizos de los sótanos del Castillo podía sentirse la inexorable aproximación del Warp. La ligera distorsión del tiempo y el espacio que aislaba al Castillo del mundo exterior servía también de barrera contra la furia de aquellas tormentas, aunque, como ocurría con muchas de las propiedades del Castillo, nadie sabía exactamente cómo ni por qué; pero la presencia de un Warp producía siempre un efecto inquietante en sus habitantes. Los viejos temores y supersticiones eran difíciles de eliminar incluso dentro del Círculo, y todos aquellos que no habían sido llamados por el Sumo Iniciado habían cerrado sus puertas y ventanas con cerrojo hasta que pasase el temporal.
La propia actitud de Tarod frente a los Warps era una extraña mezcla de inquietud y fascinación. Su miedo a las tormentas había terminado el día en que se había enfrentado a una de ellas y sobrevivido; sin embargo, su mero poder titánico seguía inspirándole respeto. Hubiera querido saber algo más sobre la naturaleza de estos terribles fenómenos, pero sentía instintivamente que los intentos del Círculo por descorrer el velo del misterio estaban condenados al fracaso. Era ésta la tercera vez en poco más de un año que Jehrek había convocado a los Adeptos superiores para procurar averiguar algo sobre la fuerza que se ocultaba detrás de los Warps. Hasta ahora, sus esfuerzos habían resultado vanos, y Tarod estaba convencido de que en esta ocasión pasaría lo mismo.
Si la herencia dejada por los Ancianos hubiese consistido en algo más que leyendas y fragmentos, el Círculo habría podido comprender la verdadera naturaleza de estas tormentas sobrenaturales y posiblemente descubrir la manera de aprovechar su energía. Pero en los días que siguieron a la caída definitiva de la antigua raza, se perdieron virtualmente todos sus inimaginables conocimientos, cuando los nuevos amos del Castillo procedieron a borrar todo posible rastro de sus vencidos enemigos.
Según los pocos datos históricos que se conservaban, los Ancianos habían sido servidores de los poderes del Caos y, por ello, defendían todo lo que era anatema para los fieles de Aeoris. Era imposible imaginar cómo debía ser este mundo en los tiempos en que había sido dominado por los tenebrosos dioses del Caos: un miasma infernal de salvajismo, locura, demencia; un reinado de terror al que sólo pudo poner fin la intervención directa de los Señores del Orden.
Pero, fuese cual fuere la magnitud de su maldad, nadie podía negar que el dominio de la hechicería que tenían los Ancianos había sido extraordinario; el propio Castillo, construido por los servidores del Caos con el poder del Caos, daba testimonio de ello. En comparación con ellos, los Iniciados del Círculo eran pálidas sombras, que luchaban en vano por comprender cosas que habían sido sencillas para la antigua raza. Al destruir su herencia, el Círculo había destruido muchos elementos que, sólo con que hubiesen sido limpiados de su aspecto pernicioso, habrían podido tener un valor incalculable. Y de nuevo sintió crecer Tarod en su interior el sentimiento de frustración. Tantos conocimientos perdidos, que nunca podrán recuperarse...
Al llegar a una pesada puerta al final del pasadizo, se rompió el hilo de sus pensamientos. Pero esta vez pudo sentir la intensidad del Warp que se acercaba, con una sensación casi física; incluso las paredes parecían vibrar con una energía extraña, y Tarod estuvo seguro de que la tormenta sería anormalmente fuerte. Si esta vez pudiesen romper la barrera...
La puerta daba a una estancia subterránea, con columnas y débilmente iluminada, situada debajo del salón principal, y que era la biblioteca del Castillo. Ésta tenía dos secciones: una de ellas estaba a disposición de los eruditos y contenía todos los conocimientos ocultos del Círculo, acumulados durante innumerables generaciones desde la destrucción de los dueños primitivos del Castillo. Tarod había pasado más horas de las que hubiese querido recogiendo datos de los libros y los pergaminos, buscando una solución a su dilema personal; pero ahora no se detuvo allí, sino que cruzó la vacía y sombría estancia hacia una pequeña puerta de aspecto insignificante que permanecía abierta al fondo. Daba a otro pasadizo que descendía en fuerte pendiente, y Tarod lo recorrió con rapidez. La luz débil y nacarina que se filtraba desde el extremo se hizo más intensa al acercarse Tarod a la puerta, de la que procedía. Estaba hecha de un metal del color de la plata que el Círculo no había podido identificar ni analizar, y brillaba con fosforescencia propia y peculiar. Era la entrada al Salón de Mármol, en el centro mismo de los cimientos del Castillo.
El Salón de Mármol era el enigma más grande del Castillo. Los eruditos creían que contenía entre sus paredes el secreto último del poder de los Ancianos, pero, como con tantos otros aspectos del Castillo, habían sido incapaces de descubrir el misterio. Enterrado en el sólido granito del acantilado, desafiaba todas las leyes espaciales conocidas, y parecía actuar como foco y amplificador de toda actividad oculta. Algunos datos fragmentarios indicaban que contenía también una clave vital para descubrir la naturaleza del propio tiempo. El Salón de Mármol solamente tenía una puerta, cuya llave era guardada por el Sumo Iniciado, que era el único que podía autorizar su uso. Tarod había entrado en el Salón cuatro veces en su vida, dos de ellas con sus compañeros Adeptos para misiones semejantes a ésa, y las otras dos con Jehrek y los altos miembros del Consejo para someterse a la prueba de iniciación para el sexto y séptimo grados, y cada vez había sentido una fascinación lindante con la obses ión. Ahora, al abrir la puerta plateada, la expectación por ver de nuevo aquella cámara imponente hizo que se estremeciesen todos los nervios de su cuerpo.
Los Adeptos de más alto rango estaban allí, esperándole; una veintena de hombres y mujeres que parecían enanos en aquel increíble escenario. El Salón de Mármol se extendía de una manera inverosímil en todas direcciones, difumina das sus paredes, si realmente había paredes, por una pálida neblina que vibraba con una luz que era una mezcla inquietante de colores pastel. Esbeltas columnas se elevaban desde el suelo y se perdían en la bruma allá en lo alto, y las baldosas de mosaico sobre las que andaba Tarod parecían moverse y cambiar sutilmente debajo de sus pies.
Keridil, a un lado del grupo, saludó la llegada de Tarod con una sonrisa, y el Sumo Iniciado inclinó gravemente la cabeza en su dirección.
— Taros, creo que ahora estamos todos. Si quieres seguirme...
Caminó hacia un lugar donde el dibujo del mosaico había sido roto bruscamente por un gran círculo negro. Se presumía que marcaba el centro exacto del Salón de Mármol y, por consiguiente, el corazón del poder del Círculo. Al ocupar los Iniciados los lugares prescritos a su alrededor, con Jehrek en el situado más al sur, la mirada de Tarod fue, como otras veces, atraída hacia otra parte del Salón que casi se confundía con la neblina débilmente cambiante. A duras penas podía distinguir los vagos perfiles de siete estatuas colosales que surgían de la penumbra como en una pesadilla. Aunque toscamente talladas, representaban claramente formas humanas; pero todas las caras habían sido completa y concienzudamente destruidas, dejando las cabezas estropeadas y mutiladas. Y, como las otras veces, sintió un estremecimiento irracional al contemplar aquellas figuras arruinadas. Según la leyenda, eran estatuas de Aeoris y sus seis hermanos, pues inicialmente los Ancianos habían sido fieles a los Señores del Orden y habían levantado aquellos colosos en su honor; pero después de pasarse al Caos habían destrozado sus caras como deferencia a sus nuevos señores. Pero si las estatuas no eran más que esto, ¿por qué atraían su mente como jamás lo habían hecho otras representaciones de los dioses?, se preguntó Tarod.
Fue bruscamente sacado de su ensimismamiento por un comp añero Adepto situado a cierta distancia de él y que habló en voz baja a su vecino:
— ... pensando sin duda en cuestiones más importantes que los meros asuntos del Círculo...
Tarod levantó la cabeza y se encontró con la mirada hostil de Rhiman Han, un Adepto del quinto grado unos diez años mayor que él. Al hacer cada vez más ostensibles sus facultades de hechicero, Tarod se había dado cuenta de que éstas provocaban reacciones diferentes en sus compañeros. Algunos admiraban su talento y lo apreciaban en lo que valía; otros lo envidiaban y mostraban su resentimiento por el hecho de que un hombre tan joven hubiese alcanzado el último grado con tanta facilidad. Rhiman había adquirido más fama con la espada en los torneos de esgrima que la que probablemente alcanzaría jamás como Adepto, y aunque ocupaba un sitio poco importante en el Consejo, no perdía ocasión de manifestar que consideraba a Tarod un advenedizo.
Tarod dirigó al pelirrojo una de sus miradas más despectivas.
—Te doy las gracias por recordarme mi deber, Rhiman —dijo fríamente, sin preocuparse de bajar la voz—. Pero tal vez si tú quisieras centrar tu atención en asuntos más importantes no tendríamos que hacer perder más tiempo al Sumo Iniciado.
Rhiman se sonrojó y Jehrek dirigió una severa mirada a los dos hombres. Tarod observó por el rabillo del ojo que Keridil disimulaba una sonrisa. Entonces el Sumo Iniciado dijo con ligera acritud:
— ¿Podemos empezar...?
Los Adeptos inclinaron la cabeza al unísono y Jehrek empezó a entonar la Oración y Exhortación con que siempre se iniciaba el Rito Superior. Tarod se esforzó en prestar atención a las conocidas frases que se perdían en la inmensidad del Salón, pero le resultaba difícil. Algo tiraba de su mente, apartándola de lo que hubiese debido ser centro esencial de la ceremonia, y tuvo que confesarse que todo aquello le fastidiaba. El ritual era de una gravedad excesiva; demasiados preparativos innecesarios antes de que pudiese hacerse algo... Consciente de que debía armonizar sus sentidos con los de los otros, se concentró en el círculo negro alrededor del cual se hallaban reunidos, tratando de emplearlo como punto focal. Pero todavía una distracción persistente e insidiosa le apartaba de lo que hubiese debido ser su objetivo. La voz de Jehrek se hizo ahora hipnótica, ai pasar el Sumo Iniciado al estado próximo al trance que señalaba el momento en que comenzaba el ritual propiamente dicho. Alrededor de Tarod, todos sus compañeros murmuraban las respuestas a la Exhortación y él movía los labios al mismo tiempo, pero ningún sonido brotaba de su garganta. De pronto, vio su anillo y pareció que la piedra había cobrado vida propia, reflejando colores imposibles y mirándole como un ojo deslumbrador e inhumano. Pudo sentir que empezaba a emanar energía del círculo de Adeptos, al tiempo que sus mentes se unían y entrelazaban, pero la suya propia permanecía extrañamente apartada, como observando.. , y el círculo negro del suelo parecía crecer, extenderse, como una flor oscura...
Vuelve...
Esta palabra entró tan inesperadamente en su cabeza que tuvo que morderse la lengua para no lanzar un grito.
Vuelve... Recuerda... Tiempo...
Tiempo... Decían que el Salón de Mármol tenía la llave del Tiempo... Tarod cerró los ojos, tratando de anular la inoportuna interferencia y de concentrarse en la tarea inmediata; pero era imposible. Tiempo. La clave, la llave...
Su vecino inmediato sintió su estremecimiento y le dirigió una mirada rápida y ansiosa. La cara de Tarod estaba petrificada como una máscara, reflejando su lucha contra aquella influencia en su mente, que se hacía cada vez más fuerte y agobiante. Por un instante, tuvo la impresión de que las miradas de las siete estatuas sin rostro convergían sobre él, de que las paredes y el techo del Salón se le venían encima, y entonces abrió los ojos, esforzándose en vencer su desorientación, y vio el círculo negro del suelo. Pero ya no era un simple mosaico; era un vórtice, un torbellino que había surgido del suelo, proyectándose hacia el infinito y tratando de arrastrarle con él. El zumbido del Warp, allá en lo alto, parecía estar en su cerebro y empujarle en su ruidosa carrera, y Tarod se tambaleó, perdiendo el equilibrio...
El sueño, aquel ser..., tenían algo que ver con el, algo que ver con este Salón...
—¡Tarod! —oyó vagamente que le llamaba una voz. Pensó que era Keridil, pero el tono parecía diferente. ¡Espera, padre! ¡Debemos interrumpir la ceremonia! Tarod se está...
Tarod no oyó lo que siguió diciendo Keridil. En ese momento, un muro de oscuridad, surgido de ninguna parte, cayó de lleno sobre él. Al recibir el golpe, percibió la imagen fugaz de una estrella de siete puntas y luz cegadora, antes de caer inconsciente al suelo.
—Casi no has comido nada. —Themila Gan Lin le hablaba como a un niño rebelde—. Vamos, come. Ya oíste lo que dijo Grevard.
Tarod levantó la cabeza y le sonrió irónicamente.
—Falta de vitalidad en la sangre, causada por no tomar el alimento necesario para conservar la buena salud, tanto mental como física.
Y demasiado consumo de vino.—Su imitación del tono severo del médico la hizo sonreír—. Sí, Themila, oí que decía Grevard.
Ella no se dejó intimidar.
—Entonces, come. O te obligaré a hacerlo a la fuerza, ¡y no creas que no soy capaz de ello!
Él volvió su atención al plato bien surtido que le había puesto delante. No tenía apetito, pero comería para complacerla. Y, sin duda, Grevard tenía razón: había descuidado sus propias necesidades durante los últimos días, y el diagnóstico del médico podía, en buena lógica, explicar su desvanecimiento en el Salón de Mármol.
Pero Tarod no estaba seguro de que la lógica pudiese aplicarse a su caso. Y cuando miró a Keridil por encima de la mesa, supo que su amigo estaba pensando, más o menos, lo mismo que él.
— ¡Keridil! — dijo suavemente Tarod, pero algo en su voz puso sobre aviso al otro. Decidió ser franco—. Por la cara que pones, diría que no estás más de acuerdo que yo con el diagnóstico de Grevard.
Keridil le miró fijamente.
—No, no lo estoy. Pero tú tienes una ventaja sobre mí, Tarod. Yo no puedo conocer tus pensamientos más íntimos... ni tus recientes experiencias.
Themila los miró a los dos.
—Si sugieres, Keridil, que Tarod está...
Keridil levantó una mano, imponiéndole silencio.
—Aprecio tus instintos maternales, Themila. Yo mismo he sido objeto de ellos con frecuencia; pero sabes tan bien como yo que aquí hay algo más que la sencilla explicación de Grevard. Y te diré, con el debido respeto, que tú no estuviste hoy en el Salón de Mármol, no viste su cara...
Tarod lamentó que no estuviesen en lugar distinto del atestado comedor. Aquí había demasiado ruido, demasiadas charlas y risas, demasiadas interrupciones. Él había pasado la última hora sometido al reconocimiento de Grevard y al consiguiente sermón, y sólo había aceptado las prescripciones del médico porque discutirlas le habría pues to en mayor aprieto con el Sumo Iniciado. Jehrek, tan preocupado por el bienestar de sus Adeptos como por el éxito de los ritos del Circulo, se había puesto furioso al enterarse de la negligencia de Tarod en el cuidado de su salud. Keridil le había dicho que, después de que se lo hubieran llevado apresuradamente del Salón, los restantes Adeptos habían intentado continuar el Rito Superior, pero habían perdido el ímpetu y nada habían conseguido. Pero ahora, Tarod tenía la impresión de que había cumplido con su deber, y lo único que deseaba era escapar.
Pero Keridil y Themila no se lo permitirían. Themila sabía ya lo de los sueños, aunque no con detalle; Keridil sospechaba lo suficiente para querer ahondar más en el asunto. Y no pasaría mucho tiempo antes de que atasen cabos.
Él no había querido confiar en nadie. Desde que Kael Amion había rechazado sorprendentemente su petición de ayuda, se había mordido la lengua, sintiéndose demasiado inseguro para arriesgarse a una segunda negativa. Pero Keridil y Themila eran sus más íntimos y queridos amigos. Si no podía confiar en ellos, no podía confiar en nadie. Y tal vez, a fin de cuentas, podrían tranquilizar su mente...
Ellos estaban esperando que hablase. Tarod dijo, pausadamente:
—Tienes razón, Keridil. Hay algo..., pero éste no es lugar para contarlo. Venid conmigo a mis habitaciones y os explicaré todo lo que pueda.
A Tarod le sorprendió el alivio que sintió cuando, al fin, hubo acabado de contar su historia. Sus dos compañeros habían escuchado, sin interrumpirle, su relato de cómo los sueños le atormentaban cada noche y su descripción del desastroso intento de observar el fenómeno desde el plano astral. Cuando terminó de hablar, Themila asintió lenta mente con la cabeza.
—Ahora veo por qué estabas tan ansioso de conseguir la ayuda de Kael Amion —dijo gravemente.
— ¿La Señora Kael? —Keridil miró sorprendido a Themila—. ¿Estuvo metida en esto?
—No. Ella... —Themila miró a Tarod como pidiéndole permiso y él se lo dio con un ligero ademán—. Ella.., no quiso aconsejarle.
— ¡Por los dioses! ¡Esto es inaudito!
—Sí, Keridil, lo es. —La expresión de Themila le dio a entender que se había mostrado impertinente—. Sin embargo, toda vidente tiene derecho a mantener la reserva, si lo considera oportuno... y es lo que hizo Kael. Lo que debe preocuparnos es la opinión que tiene del asunto el propio Tarod.
Éste encogió los hombros, en ademán de impotencia.
—Yo no tengo opinión..., o al menos no lo bastante formada para que valga la pena expresarla. Pero apreciaría mucho la vuestra..., la de los dos.
Si Keridil no captó el matiz de desesperación en su voz, éste no pasó inadvertido a Themila, cuyos ojos adoptaron una expresión compasiva.
—Yo no puedo darte una respuesta clara, Tarod. Esto escapa a mi competencia; soy historiadora, no vidente. Pero me gustaría hacerte una pregunta...
—Hazla —dijo Tarod, perplejo por su vacilación.
— Muy bien. Es simplemente ésta: en todos los años que han pasado desde que llegaste al Castillo y empezaste tu adiestramiento con nosotros, ¿te ha defraudado el Círculo?
Vio reflejarse la respuesta en los ojos verdes de Tarod, sin que éste pudiera hacer nada por ocultarla, y no le dio tiempo a inventar una negativa:
—Durante los primeros tiempos de tu estancia aquí — prosiguió—, llegué a conocerte más de lo que te imaginas. Vi un niño que anhelaba ser parte de algo que creía grande, espléndido y arcano.
Y he visto cómo te convertías en un hombre que sigue teniendo el mis mo afán, pero que se ha encontrado con que sus héroes no son más que hombres, tan inseguros y vacilantes como él. ¿Soy injusta contigo, hijo mío?
Keridil contuvo el aliento para no protestar contra una franqueza tan brutal, pero los ojos de Tarod se animaron.
—No, Themila. Eres muy perspicaz.
— Entonces contesta sinceramente mi pregunta.
Keridil no pudo contenerse más.
—Themila, ¡esto no tiene nada que ver con la cuestión! — argu-yó—. Los sueños, el incidente de hoy... Themila le interrumpió severamente.
—Sí, Keridil, los sueños. Yo creo, y pienso que Tarod estará de acuerdo conmigo, que los sueños están tratando de decirnos algo que hubiésemos debido comprender hace mucho tiempo. Dime una cosa: ¿Cuántos Iniciados alcanzan el séptimo grado? ¿Cuántos lo consiguen a los diez años de empezar su instrucción en el Circulo? ¿Cuántos tendrían capacidad suficiente para alcanzar un grado todavía mayor, si éste existiese?
Keridil la miró fijamente; después miró a Tarod como si le viese claramente por primera vez. Despacio, se pasó la lengua por los labios, repentinamente secos.
—Sí..., sí, empiezo a comprenderte.
—Yo no pretendo saber lo que hay detrás del.., digamos, desacostumbrado talento de Tarod —siguió diciendo Themila sin amb ages, ahora que había sido aceptada su premisa mayor—. Pero una cosa es cierta: él no tendrá paz en la mente hasta que la haya explorado lo suficiente para saber a donde quiere llevarle. Y en esto debemos ayudarle todo lo que podamos.
—Sí... —Keridil frunció el ceño, todavía no del todo seguro de sí mismo —. Y sin embargo...
—Sin embargo, ¿qué?
La pregunta de Themila era un desafío.
— No lo sé... Tal vez es algo instintivo, pero... tengo la impresión de que hay algo más que esto. Mucho más.
—Miró a Tarod, a la luz menguante de la habitación, y supo, por la expresión de su amigo, que había dado en el blanco—. Desde luego, haré todo lo que pueda para ayudarte, pero... no sé si servirá de algo.
Tarod se movió inquieto en la penumbra.
—Sirva o no sirva, os lo agradezco... a los dos.
—Bueno..., tres mentes piensan más que una. —Sin embargo, Keridil no podría desechar la inquietud que acechaba en el fondo de la suya—. Pensaré en ello, Tarod. Tiene que haber una respuesta: una solución al misterio, o una manera de evitar que éste siga atormentándote.
Se hizo un silencio que se prolongó unos momentos; un silencio opresivo. Por fin, lo rompió Tarod.
—Sí —dijo—. Tiene que haber una respuesta, en alguna parte...
Cuando Keridil y Themila se hubieron marchado, Tarod se sentó en su habitación mientras se extinguían las últimas luces de la tarde. Abajo, en el patio, había llegado una caravana de suministros procedente de la provincia de Chaun, pero el ruido de la descarga y las voces de los conductores que se dirigían al comedor no le distraían de sus pensamientos.
Themila había dado en el blanco con su pregunta sobre si el Círculo le había defraudado, aunque Tarod no había hablado nunca de esto directamente a nadie. Pero, al mismo tiempo, ella estaba equivocada, o al menos así lo creía él, al presumir que su frustración era la de los sueños. En todo caso, Keridil había acertado más cuando había dicho que había muchas más cosas de las que cualquiera de ellos podía siquiera imaginarse. Pero Tarod estaba convencido de que los mayores esfuerzos de sus amigos (estaba seguro de que harían todo lo posible) no servirían ni para empezar a descubrir el enigma. Y mientras ellos reflexionaban, el espectro de la pesadilla seguía cerniéndose sobre él como una espada suspendida y a punto de caer, contra la que no podía hacer nada. Y después de lo que había ocurrido hoy en el Salón de Mármol, sabía que las fuerzas desconocidas redoblarían su ataque...
La botella de vino que ahora tenía siempre sobre la mesita de noche estaba intacta. Alargó instintivamente una mano para tomar un trago, pero la retiró en seguida. Hasta ahora, el vino no le había dado ningún alivio, y no había motivo para que esto cambiase. Estaba cansado; el alimento que Grevard y Themila se habían empeñado en hacerle consumir le había fortalecido, pero las noches siempre intranquilas seguían produciendo en él terribles efectos. Si pudiese dormir sin soñar... Pero esto era imposible. Lo único que podía hacer, lo único que podía esperar hacer, era enfrentarse con la noche haciendo acopio de valor.
El patio había quedado en silencio después de que los últimos suministros fueran llevados al almacén del Castillo. Tarod se tumbó en la cama y, al cerrar sus ojos verdes, trató de no pensar en las negras horas que le esperaban.