CAPÍTULO 1

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Con el amanecer del primer día de primavera, mejoró el tiempo húmedo que habían padecido en la provincia de Wishet desde mediados del invierno. Hombres que se las daban de sabios y aseguraban que habían anunciado el cambio lo consideraron un buen augurio y, en la intimidad de sus hogares, los habitantes más piadosos de la provincia dieron gracias a Aeoris, el más grande de los Siete Dioses.

Siguiendo una tradición de siglos, todas las ciudades y los pueblos del país celebrarían ese día la llegada de la primavera. El pequeño distrito de Wishet, situado a unas siete millas tierra adentro de la capital de la provincia, Puerto de Verano, se había preparado con mucha anticipación para las largas ceremonias. Como siempre, una nutrida procesión, presidida por el Margrave provincial, con un séquito de ancianos y dignatarios locales, desfilaría por la ciudad hasta el río, donde se realizaría el revestimiento ritual y la adoración de las estatuas en madera de los Siete Dioses. Los ritos del Día Primero del Trimestre podían ser presenciados por toda la población, desde los más encumbrados personajes hasta los más humildes vecinos, incluso por Estenya, una viuda pobre que vivía con su hijo ilegítimo en el barrio más mísero de la ciudad y dependía para su sustento de la reacia caridad de los miembros más afortunados de su clan.

En un día como aquél, Estenya percibía más claramente que de costumbre su deplorable situación, mientras miraba su imagen en el espejo manchado por las moscas. Su vestido, el mejor que tenía, era viejo; ya estaba usado cuando llegó a su poder. Los repetidos lavados habían encogido tanto el tejido, que el dobladillo no le llegaba más abajo de las pantorrillas. Y el chal bordado que llevaba, en un intento por contrarrestar la monotonía del vestido, era muy fino; serviría de poco contra el crudo viento del este. Pero aquel día, el aspecto era más importante que la comodidad; tendría que soportar el frío si no quería avergonzar a sus parientes.. , aunque, reflexionó amargamente, lo más probable era que se limitasen a saludarla brevemente durante las fiestas. Ella representaba una mancha en su inmaculado historial, la linda y prometedora muchacha que, inexplicablemente, había cometido una falta y la había estado pagando desde entonces...

Estenya procuró dar a su cara una expresión que esperaba que disimulase las arrugas, que, a sus treinta años, empezaban a estropearle la tez, y maldijo en silencio los sucesos que, hacía doce años, la habían lanzado por ese camino. En aquella ocasión, agotada por el parto y en un agudo estado emocional, había querido conservar a su hijo con tra las presiones de su familia para que lo hiciese pasar por hijo de una criada. Se había salido con la suya... a costa de su propio futuro. El niño no tenía un padre que le diese el apellido de un clan, como era tradicional en los hijos varones, y la familia de ella se había negado rotundamente a quebrantar las normas para otorgar al pequeño el privilegio del apellido familiar. Así, desde su nacimiento, el muchacho no formaba parte de ningún clan y Estenya se había visto rechazada por la sociedad. Al principio, se había sometido de buen grado a las limitaciones que le eran impuestas, pero con el tiempo, al marchitarse el esplendor de su juventud, mientras el chico, al crecer, parecía que se separaba más y más de ella, empezó a lamentar amargamente la decisión que había tomado.

Pero aunque hubiese podido librarse de la carga del muchacho, dudaba mucho de que algún hombre pudiera pensar en casarse ahora con ella. Había demasiadas mujeres más jóvenes y más bellas; mujeres sin un pasado vergonzoso que malograse sus oportunidades. ¡Si no hubiese sido tan estúpida!, se decía.

Un débil ruido la sacó, de pronto, de su ensimismamiento, y se volvió, sobresaltada.

El muchacho había abierto la puerta y entrado en el dormitorio tan silenciosamente que ella no se había dado cuenta de su presencia. Quizás llevara allí diez minutos o más, observándola de aquella manera inexcrutable e inquietante, y su mirada parecía dar a entender, como siempre, que sabía exactamente lo que ella estaba pensando.

Le regañó, irritada:

— ¿Cuántas veces tengo que decirte que no entres de esta manera en mi habitación? Quieres matarme de un susto?

—Lo siento.

El brillo de los extraños ojos verdes del muchacho se extinguió momentáneamente cuando éste bajó la mirada. Estenya le observó preguntándose una vez más cómo había podido engendrar aquel chiquillo. Todos los clanes de Wishet tenían ciertas características comunes de constitución y de color, de las que eran ejemplo típico la robustez y la piel cetrina heredadas por Estenya de su padre y de su madre. Pero el muchacho... era ya más alto que ella, esbelto y vigoroso. Sus cabellos, negros como el azabache, caían en marañados sobre los hombros, y los ojos verdes, en contraste con su cara pálida y delgada, le daban un inquietante aire felino. Tal vez toda su herencia genética le venía de su padre... y, como siempre que Estenya pensaba en esto, la idea fue seguida del desagradable corolario: ¡Si por lo menos supiera quién era su padre! Ahí radicaba toda la tristeza del asunto: en el hecho de que la identidad del desconocido, cuyas ardientes insinuaciones durante una lejana fiesta de Primero del Trimestre había sido incapaz de resistir, fuera, y siguiera siendo, un misterio. Aquel único error había sido la causa de su desgracia... ¡y ni siquiera podía recordar la cara de aquel hombre!

Observó detenidamente a su hijo. No debía mostrarse irritable ni impaciente con él, se dijo; no podía echarle la culpa de la situación en que se hallaba; Pero, sin embargo, el resentimiento seguía presente, y cualquiera que tuviese corazón podría comprenderlo.

—No te has peinado —le acusó—. Sabes lo importante que es que tengas hoy un buen aspecto. Si haces que tenga que avergonzarme de ti...

Dejó que la amenaza flotase en el aire sin pronunciarla.

—Sí, madre.

Un destello de rebelión brilló en los extraños ojos verdes, pero se extinguió casi antes de que ella pudiese advertirlo. Al volverse él para salir de la habitación, le gritó:

—Y no quiero verte con Coran. ¡No lo olvides!

En su fuero interno, Estenya lamentaba tener que imponerle esta restricción. Coran, el hijo de su primo, era de la misma edad que el muchacho, y el único buen amigo que éste tenía. Pero los padres de Coran desaprobaban su relación, más allá de lo estrictamente necesario, con un bastardo, fuese cual fuere el vínculo de sangre, y ella no se atrevía a contrariarles. El muchacho no contestó, aunque ella sabía que la había oído, y un momento más tarde, sus pisadas resonaron en la escalera sin alfombrar de la destartalada y pequeña casa.

Estenya suspiró. No sabía si él tendría en cuenta su advertencia; siempre había sido reservado, pero últimamente su mente se había convertido en un libro cerrado para ella. Lo único que podía hacer era esperar, y tratar de pasar aquel día lo mejor posible.

La muchedumbre se agolpaba en las calles de la ciudad cuando el muchacho se encaminó a la plaza principal. Se alegraba de verse libre de la sofocante estrechez de su hogar, donde nunca parecía capaz de hacer algo a derechas, pero al mismo tiempo no se sentía muy entusiasmado por el día que le esperaba. A pesar de que se presumía que era una fiesta alegre, el Primero del Trimestre solía ser una celebración solemne y aburrida. La gente se preocupaba tanto por exhibir su posición y su dignidad que parecía haber olvidado el verdadero carácter de la celebración. Y aquel día con el sol trazando un arco bajo en el cielo y las últimas e hinchadas nubes cerniéndose todavía a lo lejos, tierra adentro, el Rito prometía ser más triste que nunca.

La procesión empezaba a desfilar cuando el chico llegó a la plaza, y los tambores rituales habían iniciado su fúnebre, lento y grave redoble. La larga comitiva, en doble fila, de los Consejeros de la Provincia, los religiosos y los ancianos, precedidos por la majestuosa figura del Margrave provincial, estaba iluminada por una débil luz roja, que era todo lo que el cielo podía ofrecer en esta época del año, y que hacía que hasta en la zona más próspera de la ciudad todo pareciera mezquino y pequeño. Incluso las siete estatuas de los dioses, adornadas con guirnaldas, que se bamboleaban sobre sus andas por encima de las cabezas de los que iban en procesión, parecían grotescas e indignas, desgastadas por el tiempo después de tantos años de gloria. El muchacho se movió despacio entre la muchedumbre, recordando la recomendación de su madre de que no se dejara ver demasiado, y se situó en la entrada de un estrecho pasadizo que conducía a un laberinto de callejuelas. Inquieto e indiferente a la ceremonia, sintió alivio cuando, como había casi esperado, oyó una voz que le llamaba:

— ¡Primo!

La cara del muchacho se iluminó con una sonrisa.

— Coran...

Olvidó inmediatamente la advertencia de Estenya y se abrió paso entre la apretujada muchedumbre para reunirse con el jovencito de cabellos castaños. El contraste entre la ropa elegante de Coran y la camisa, el jubón y los desgasta dos pantalones de su primo era algo que éste trataba, generalmente sin éxito, de no advertir. Las diferencias no habían sido nunca una barrera a la amistad, y ahora Coran se puso de puntillas para murmurar al oído de su primo:

—Aburrido como siempre, ¿no? Yo traté de encontrar alguna excusa para no venir, pero mi padre no quiso ni oír hablar.

El otro entornó los ojos verdes y esbozó una sonrisa lobuna.

—Hemos venido, como nos han mandado. Es suficiente, ¿no?

Coran miró rápidamente a su alrededor, para ver si alguien había oído esta invitación a la desobediencia.

— Nos darán una paliza si nos descubren — dijo, con inquietud.

El otro se encogió de hombros.

—Una paliza termina pronto —observó. Había sufrido demasiadas veces este castigo para que ya le importara —. Y si vamos al río, nadie se enterará de que no hemos seguido la procesión hasta el fin.

—Bueno...

Coran vaciló, menos inclinado que su primo a desafiar la autoridad, pero la tentación era demasiado grande como para resistirla. Se deslizaron juntos por el pasadizo y caminaron por los estrechos callejones hasta que alcanzaron el malecón del río, en el extremo este de la población. Aquí se celebraría el Rito Principal; las estatuas serían ceremoniosamente lavadas en la fangosa corriente, para simbolizar el renacimiento de la vida en la tierra, y se pronunciarían interminables discursos antes de que el baile, siempre formal y tedioso, pusiera término a la celebración.

Pero ahora el muelle estaba desierto. Pequeñas embarcaciones de carga recién llegadas de Puerto de Verano se balanceaban en la marea menguante, y el chico de cabellos negros se sentó en cuclillas cerca del agua, contemplándolas reflexivamente. Con frecuencia había soñado en escapar de su vida actual, subir disimuladamente a uno de aquellos barcos y navegar hacia otra parte del mundo donde pudiera vivir sin estigmas. Nadie le añoraría, ya que nadie se preocupaba de él. Era un estorbo, hasta para su madre; ni siquiera tenía apellido de clan y el nombre que le había dado Estanya raras veces era usado. En la soledad de su habitación se había inventado otro nombre, pero nadie lo conocía, pues nunca lo pronunciaba en voz alta, por miedo a que se lo quitasen si lo descubrían. Sin embargo, el muchacho sentía en el fondo de su ser que, por alguna razón, era distinto. Esta convicción era el único salvavidas que había mantenido a flote su ánimo solitario al acercarse a la adolescencia, y últimamente había empezado a empujar le cada vez más hacia la idea de escapar.

Lo habría dado todo por ver el mundo. Con frecuencia caminaba las siete millas hasta Puerto de Verano para hacer algún recado, y le habían dicho que, si aguzaba la vista, podía ver, desde los altos cantiles del Puerto, la Isla de Verano, residencia del Alto Margrave, gobernante de todo el país, en la brumosa lejanía, mar adentro. Lo había in tentado, pero nunca había conseguido verla. Ni había contemplado jamás lo que se decía que era la vista más impresionante del mundo: la Isla Blanca, muy hacia el sur, donde, según la leyenda, el propio Aeo-ris, el más excelso de los dioses, se había encarnado en forma humana para salvar a sus fieles de las fuerzas del Caos.

El muchacho tenía una afición insaciable por la mitología de su tierra; una afición frustrada por el hecho de que nadie había tenido tiempo o paciencia para contarle lo que él quería saber. Le habían enseñado, eso sí, a adorar a los dioses, había aprendido sus enseñanzas y rezaba todas las noches. Pero era mucho más lo que quería saber, lo que necesitaba saber. A veces asistían a los festivales las Hermanas de Aeoris, las religiosas encargadas de mantener vivas todas las tradiciones del culto, pero nunca había hablado con ninguna de ellas y, en todo caso, no habrían podido satisfacer su sed de conocimiento. Lo que realmente ansiaba era conocer a un Iniciado.

La mera palabra Iniciado provocaba un escalofrío de excitación en el muchacho. Sabía que aquellos hombres y mujeres eran la verdadera encarnación del poder en el mundo: misteriosos, inalcanzables, ocultos. Vivían en una fortaleza inexpugnable en la Península de la Estrella, muy hacia el norte, en el mismo borde del mundo, y cualquiera que desafiase su palabra atraía sobre sí toda la ira de los dioses. Los Iniciados eran filósofos y hechiceros, pero los hechos aparecían mezclados con rumores y habladurías: historias, le habían dicho, que no eran aptas para los oídos de un niño. Pero, fuese cual fuese la verdad, los Iniciados infundían respeto y miedo. Respeto, porque servían a los Siete; miedo, por la manera en que les servían. Se decía que los Iniciados comulgaban con el propio Aeoris y obtenían de él unos poderes que ningún mortal ordinario podía comprender, y menos ejercer. Un conjunto de especulaciones, medias verdades y fábulas.. , pero despertaban la imaginación del muchacho que deseaba saber más y más. Dando rienda suelta a su fantasía, se imaginaba que huía muy lejos, cruzando llanuras, bosques y montañas, hasta que encontraba a los Iniciados en su fortaleza...

Había sido esta fantasía la que le había metido la idea en la cabeza... El y Coran habían estado lanzando distraída mente piedras al río mientras se iba acercando lentamente el clamor de la procesión. La vanguardia todavía tardaría en llegar; quedaba el tiempo suficiente para poner en práctica el pensamiento que había inflamado súbitamente su imaginación.

Cuando sugirió el juego a Coran, su primo se asustó.

—¿Simular que somos Iniciados? —dijo, en voz baja—. ¡No podemos hacerlo! Es... ¡es una herejía!

Incluso hablar de los Iniciados sin la debida reverencia provocaba mala suerte, pero el muchacho de negros cabellos no sentía estos temores. El conocimiento de que estaba romp iendo un tabú excitaba algo en lo más profundo de su ser, daba más aliciente a un sentimiento ya medio formado y medio reconocido. No sabía nada de los poderes de los Iniciados, pero tenía una imaginación libre y desaforada. Coran era menos aventurero, pero maleable a la voluntad más fuerte de su primo, y al fin accedió, aunque muy turbado.

— Seremos hechiceros rivales — dijo el muchacho de cabellos negros—. Y lucharemos, ¡empleando nuestros poderes el uno contra el otro!

Coran se pasó la lengua por los labios, vaciló y asintió con la cabeza. Pero incluso su tímido espíritu acabó por entrar en el juego, al ser dominado por la imaginación.

Y entonces ocurrió.

Los chicos estaban tan absortos en su juego que no se dieron cuenta de que la vanguardia de la procesión doblaba una esquina y se aproximaba al muelle. El Margrave marchaba al frente de la larga cadena humana; detrás de él se alzaba la estatua imponente de Aeo-ris... y el dios y sus portadores lo vieron todo.

Coran, ahora tan sumergido como su primo en el mundo creado por su fantasía, había lanzado mil maldiciones sobre la cabeza de su rival. Éste, para no verse superado, levantó una mano y le apuntó con dramático ademán; al hacerlo, un pálido rayo de sol se reflejó con brillo impresionante en la piedra incolora que llevaba el chico en la mano izquierda. Un bonito anillo, muy impropio de un niño... Por un instante, al darle el sol, la piedra pareció cobrar vida, una vida resplandeciente y terrible...

Y, sin previo aviso, un rayo de fuego rojo como la sangre brotó del dedo con un estruendo que le ensordeció momentáneamente. Sólo por un momento, la cara de Coran quedó petrificada en una máscara de asombro e incredulidad... Después, su cuerpo carbonizado y roto se torció a un lado y cayó sobre las losas con un ruido sordo.

El muchacho de negros cabellos se echó violentamente atrás, como si le hubiese golpeado una mano monstruosa e invisible, y aunque quiso gritar, ningún sonido brotó de su garganta. Por un momento, al detenerse bruscamente la procesión, se hizo un silencio total; después estalló la ira. Manos rudas le agarraron, le zarandearon, dándole golpes y patadas, en una creciente oleada de horror y de cólera. Chillaron las mujeres, gritaron los hombres y, por fin, la confusión se resolvió en palabras que golpearon como ondas sus oídos, maldiciéndole, condenándole, llamándole impío y blasfemo, indigno de seguir viviendo. En unos momentos, la máscara de civilización se disolvió, dejando al descubierto la cara del miedo, en su primitiva desnudez, y entre aquel tumulto, el muchacho se cubrió la cabeza con las manos, demasiado impresionado y aturdido para comprender lo que le estaba sucediendo, lo que había hecho. Como en una pesadilla, sintió que le ataban las manos y que las cuerdas se hundían en su carne, y que le empujaban hacia el centro de un círculo de caras hostiles, vociferantes , gritaban, y él sólo podía mirarles, sin comprender.

El Margrave provincial, pálido y tembloroso, avanzó con pasos vacilantes. En alguna parte, detrás de él, una mujer chillaba histéricamente; la madre de Coran, que se resistía a que la apartasen del cadáver de su hijo. El Margrave se iba acercando al muchacho, con evidente miedo de aproximarse demasiado, mientras los ancianos de la ciudad prorrumpían en un nuevo clamor. Herejía y blasfemia, una fuerza demoníaca en acción; el hijo bastardo de Estenya estaba poseído por el diablo, no merecía vivir... Y el Margrave,espoleado por sus consejeros, señaló con dedo acusador al niño de cabellos negros que había traído tanto horror a la fiesta.

—Debe morir —dijo una voz temblorosa—. Ahora mismo... ¡antes de que pueda hacer cosas peores!

Como anticipándose a los otros, alguien lanzó una piedra que por poco no dio en la cabeza del muchacho. Éste empezó a recobrar un poco de razón después de la primera impresión, y pensó que iba a vomitar al recordar la cara de Coran antes de que cayera al suelo. ¿Qué había hecho? ¿Cómo había sucedido? ¡El no era un brujo!

—¡Matadle! —chilló una voz, y empezó de nuevo el griterío.

Él trató de protestar, de decirles que no había querido hacer daño a Coran, que estaban jugando, que no tenía poder para matar a nadie.

Pero sus palabras no significaban nada para aquella multitud. Habían visto lo que habían visto y, llevados de su miedo, estaban dispuestos a castigarle sin piedad. Y él, sin comprender lo que había ocurrido, iba a morir...

Aunque siempre había sido un niño solitario, ahora se sintió más solo que nunca en su vida. Ni siquiera Estenya podía ayudarle; había visto que unos hombres se llevaban de allí a una mujer que se había desmayado, y había reconocido el color del chal de su madre. Por un instante, su mirada se cruzó con la de los ojos, de madera, de la estatua de Aeoris; después, cerró con fuerza los suyos y rezó en desesperado silencio al dios, el único que debía conocer la naturaleza de la espantosa fuerza venida de ninguna parte y que había matado a su primo, para que acudiese en su ayuda.

Los hombres que le sujetaban se habían echado atrás, y el nu-chacho vio que la gente cogía piedras de los escombros de alrededor del muelle. Todos los músculos de su cuerpo se pusieron tensos... y, de pronto, una voz gritó horrorizada entre la multitud:

—¡Qué Aeoris nos ampare!

Una mano señaló hacia el norte, mucho más allá de la ciudad, y todos se volvieron a mirar. A lo lejos, el cielo estaba cambiando. Franjas de débiles colores cruzaban lentamente la bóveda vacía de los cielos, y el muchacho, fascina do, contó el verde, el escarlata, el naranja, el gris y un extraño negro-azul, antes de recobrar el sentido común y darse cuenta de lo que estaba presenciando.

-Un Warp...

Y había puro miedo en la voz del Margrave.

El muchacho sintió un débil temblor en la tierra, transmitido a través de las frías losas del muelle. Percibió una tensión eléctrica en el aire, y sus nervio s empezaron a crisparse por algo que le aterrorizaba mucho más que su fatal destino; algo que evocaba las peores pesadillas que podía experimentar un ser humano. Un Warp... ¡y la ciudad estaba directamente en su camino!

Los temporales Warp, misteriosos y horripilantes, asolaban la tierra a imprevisibles intervalos. Eran el fenómeno más espantoso conocido por el hombre. Algunos decían que los Warps eran una manifestación del propio Tiempo; que su poder desencadenado podía cambiar la estructura misma del mundo. Cuando estallaba un Warp, las personas prudentes se encerraban en sus hogares y se cubrían la cabeza hasta que pasaba el temporal y se agotaban las fuerzas de los elementos. Nadie sabía con certeza las consecuencias de verse atrapado en aquel torbellino, pues nadie había vuelto para contarlo. El muchacho se acordaba de un vecino que había desafiado la furia del temporal y había desaparecido. Habían estado buscando algún rastro de él durante siete días, pero no lo habían encontrado. El hombre había dejado simplemente de existir...

La misteriosa aurora que avanzaba hacia ellos desde el norte se estaba acercando rápidamente; ahora casi había eclipsado el sol y una refracción estaba deformando el globo solar, de manera que parecía una fruta madura aplastada, pálida y vieja. Colores extraños barrían los edificios y las caras de la muchedumbre; la gente parecía curiosamente inhumana y bidimensional, y la febril imaginación del muchacho creyó ver que la estatua de Aeoris cobraba un terrible aire de vida.

Ahora vibró en el cielo una nota muy fuerte que sofocó los gritos de terror. Era como el lamento atormentado de algún ser inhumano que galopase en las alturas sobre el viento. El chico recordó historias de almas condenadas a volar eternamente con los Warps y, por un instante, pensó:

«Una muerte cruenta en manos de los jueces humanos, ¡es mejor que esto!».

Pero la muerte que le habían prometido no había de producirse todavía. La multitud se estaba ya desperdigando, corriendo en busca de refugio, mientras aquella mis teriosa especie de aullido que sonaba en el cielo se iba acercando inexorablemente. Alguien agarró el brazo atado del muchacho, haciéndole perder casi el equilibrio y el chico se vio arrastrado hasta el centro de un grupo de Consejeros que se encaminaban al Palacio de Justicia, a poca distancia de allí. Este edificio que, además de tribunal, servía de contaduría y de centro comercial para los mercaderes de provincias, era la estructura más sólida de la ciudad, con sus puertas macizas y sus ventanas reforzadas. El muchacho se dio cuenta, mientras le empujaban hacia la escalinata, por debajo del alto portal, de que la mitad de los vecinos lo habían elegido como refugio.

—Cerrad las puertas... ¡de prisa! ¡Está casi encima de nosotros!

El Margrave había perdido toda su dignidad y estaba al borde del pánico. Seguía entrando más gente, y algunos se habían hincado de rodillas en el vasto salón de recepción y rezaban fervientemente a Aeoris por sus almas. El muchacho, temblando ahora violentamente por la impresión, se preguntó por qué estarían rezando, si seguramente había sido el propio Aeoris quien había enviado el Warp.

El propio Aeoris... el Warp había venido un momento después de que él hubiese elevado al cielo, en silencio, su última desesperada plegaria... No e'a posible, se dijo. El era un asesino; los dioses no tenían motivo alguno para salvarle...

Pero el Warp había venido de ninguna parte, sin previo aviso...

Sabía que, en el fondo, aquello era una locura. Pero era una oportunidad, la última oportunidad antes de que se cumpliese su castigo y sufriese la horrible muerte que le habían prometido. Era mejor... Pensó que, retorciendo sigilosamente las manos detrás de la espalda, podría desatarse; el que le había maniatado lo había hecho descuidadamente, y las cuerdas se estaban aflojando... Los últimos rezagados estaban entrando ahora en el Palacio de Justicia y, en la confusión reinante, nadie le prestaba atención. Un esfuerzo más... y su mano izquierda quedó libre. Las puertas se estaban cerrando; sólo tenía un momento para...

Con una rapidez y una agilidad que pilló a sus capturadores por sorpresa, el muchacho corrió hacia la puerta. Oyó que alguien le gritaba; una mano quiso detenerle, pero la esquivó y, a trompicones, llegó a la escalinata. Su propio impulso le hizo caer y, al levantarse, el Warp rugió sobre su cabeza.

Las siluetas de las casas, las embarcaciones y el muelle se confundieron en un caos inverosímil de colores y ruido. Le pareció que el suelo se hundía bajo sus pies, y que el cielo caía sobre él, escupiendo lenguas negras y brillantes. Entonces, con un ruido ensordecedor, el mundo estalló en la imagen de una estrella de siete puntas que resplandeció en su mente antes de...

Nada.

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