CAPÍTULO 6

Fin Tivan Bruall, encargado de las caballerizas del Castillo, reprimió un bostezo mientras recorría las largas hileras de compartimientos a la enfermiza y pálida luz que precede a la aurora. Su inesperado visitante le seguía a un paso de distancia, observando cada animal y sacudiendo la cabeza cada vez que se volvía Fin para indicarle el que creía que podía convenirle.

Aunque estaba molesto porque le habían sacado de la cama a una hora tan intempestiva, Fin era tan incapaz de demostrarlo como de tratar de huir de las caballerizas del Castillo. Como la mayoría de los no Iniciados que servían aquí, respetaba al Círculo, aunque sus exigencias eran a menudo inesperadas o fastidiosas. Y aunque no podía recordar el nombre de su visitante, el hecho de que fuese un Adepto del séptimo grado era suficiente para que cuidase sus modales.

Cerca del final de una hilera, se detuvo frente a un compartimiento donde una yegua alazana de mayor altura que la corriente se movía inquieta y le miraba amenazadora.

— Si quieres un animal veloz y vigoroso, Señor, no encontrarás otro mejor que esta yegua. Su único defecto es que es muy resabiada. Capaz de tirarte de buenas a primeras, y con un genio de mil diablos... —Se encogió de hombros—. Depende de como le dé, ya sabes lo que quiero decir.

Tarod contempló la yegua. Era de buena raza: sangre del sur que le daba altura y rapidez, pero también la suficiente del norte para infundir vigor... y genio a la mezcla. Prescindiendo del rápido ademán de advertencia de Fin, entró en el compartimiento y puso una mano sobre el cuello del animal. La yegua mostró los dientes, amenazadora; pero él le habló rápidamente y en voz baja y, para sorpresa del cuidador, se calmó de inmediato.

—Bueno, Señor, por lo visto te ha tomado simpatía —dijo Fin, aceptando los hechos—. ¡Nunca la había visto así!

Tarod sonrió ligeramente.

—Me la llevaré. Haz que la ensillen y me la traigan al patio en media hora.

No dijo más, sino que dejó que el hombre cumpliese la orden y volvió rápidamente a sus habitaciones. El sol empezaba a salir, pero no era probable que ningún miembro del Círculo se levantase antes de que partiese él, que era precisamente lo que quería. Si Keridil o The-mila hubiesen sospechado que se disponía a marcharse, habría habido preguntas, discusiones, sugerencias y Tarod había estudiado ya todas las posibilidades hasta la saciedad. Este era el único camino.

Mientras recogía las pocas cosas que necesitaría para un viaje de dos o tres días, evitó cuidadosamente ver su propia imagen en el espejo. Los ojos de Fin Tivan Bruall le habían dicho todo lo que necesitaba saber acerca de su condición mental y corporal después de los estragos de las cuatro noches últimas, en las que los sueños habían brotado clamo rosos de la oscuridad para torturarle, dejándole agotado y destrozado al amanecer por fin el día. Desde el desgraciado episodio en el Salón de Mármol, los sueños, tal como había sospechado, habían redoblado su intensidad, hasta que, la última mañana, la solución había aparecido, fría y cruelmente clara, en su mente.

No podía luchar contra los sueños. Al menos no podía hacerlo de una manera ortodoxa. La ayuda de sus amigos era consoladora, pero no suficiente; había que tomar medidas mucho más drásticas, o la otra única alternativa se abriría pronto como un abismo delante de él. La otra única alternativa era el suicidio.

Un día de investigación en la biblioteca subterránea le había dicho todo lo que necesitaba saber para hacer sus planes. Tarod nunca había estudiado a fondo el arte de las hierbas medicinales, pero sabía lo bastante para orientarse entre los grandes volúmenes que había sobre el tema en la biblioteca y encontrar lo que buscaba: una pequeña planta que crecía escasamente en los acantilados de la costa Nor-occidental; uno de los narcóticos más fuertes que se conocían y que, manejado por un experto, podía combatir todos los horrores de la noche, fuese cual fuese su origen. También podía emplearse para abrir los canales psíquicos de la mente, y Tarod esperaba que pudiese romper las barreras que le habían impedido descubrir los orígenes de sus visitas.

Era una droga peligrosa, que podía matar a menos que se siguiesen estrictamente ciertas normas, pero a Tarod ya no le importaba el riesgo. En el Castillo no se guardaba ninguna Raíz de la Rompiente, que era el nombre vulgar que daban a aquella planta, pero, aunque la hubiese habido, no se habría atrevido a consultar a Grevard sobre ella.

Sabía donde hallarla, disponía de un caballo, e iría él mismo en busca de la planta.

Y así, llevando solamente un poco de comida, agua y un cuchillo, montó Tarod la caprichosa yegua alazana, mientras Fin Tivan Bruall le observaba con ansiedad.

—Ten cuidado con ella, Señor —le advirtió el hombre, al ver que la yegua daba un paso de lado, guiada ligera pero firmemente por Tarod —. O mucho me equivoco, o te derribará a la menor oportunidad.

Tarod tiró de la rienda, sintió que el animal se tranquilizaba bajo su sutil dominio, y sonrió.

—Lo tendré en cuenta. Y te la devolveré sana y salva dentro de tres días, más o menos.

Cuando se abrió la puerta de la caballeriza brillaban en el cielo los primeros resplandores del sol naciente. Clavó los talones en los flancos de la yegua y ésta emprendió fogosamente la carrera, dejando atrás el Castillo.

Dos días más tarde, al amanecer, Tarod guiaba por fin a la cansada y sudorosa yegua hacia los imponentes acantilados de la provincia de la Tierra Alta del Oeste. Un instinto de precaución le había inducido a tomar el camino más corto pero más difícil que pasaba directamente por las montañas, evitando ciudades y pueblos y, sobre todo, la gran Residencia de la Hermandad de la que era superiora Kael Amion y que se hallaba junto a la carretera principal. El camino de montaña era famoso por albergar toda clase de enemigos de los viajeros, desde los grandes felinos del norte hasta pandillas de insaciables bandoleros; pero nada había amenazado a Tarod. Este se había detenido a descansar solamente durante las breves noches de verano, impulsado por el miedo de dormirse y por la desesperada necesidad de alcanzar su meta. Y ahora, con los primeros rayos rojizos del sol brillan do en el este, salió a una vertiginosa pendiente cubierta de césped que llevaba a los acantilados de la Tierra Alta del Oeste.

La yegua resopló satisfecha cuando Tarod aflojó al fin las riendas y saltó de la silla para contemplar la magnífica vista que le ofrecían el mar y el cielo. La cabalgadura y el jinete se habían hecho amigos durante la larga y ardua carrera, y antes de bajar la cabeza para pacer la hierba, la yegua acarició la mano de Tarod mientras éste le frotaba el suave belfo.

Tarod se dejó caer sobre el césped, contento de dar descanso a sus doloridos músculos. El viento del oeste apartó los enmarañados cabellos negros de su cara y, durante un rato, Tarod no hizo más que contemplar el cielo que se iluminaba mientras la aurora daba paso al día. El mar, lejos, debajo de él, resplandecía como cristal licuado, y las negras gibas de miles de diminutos islotes emergían al empezar a levantarse la temprana niebla. El aire olía a sal, limpio y estimulante; a lo lejos, las velas de una pequeña barca de pesca que volvía a tierra brillaron al pasar los rayos del sol por encima del acantilado. Por primera vez en muchos días, tuvo Tarod una impresión de paz y, con gratitud, se aferró a este sentimiento. La urgencia de su misión seguía acuciándole, pero por un rato, un momento sólo, podía librarse de las negras influencias que le habían atosigado durante tanto tiempo.

Hizo un cojín con su capa y se tendió de espaldas, recibiendo de buen grado el calor del sol en la cara. Con el zumbido de los insectos mañaneros, el murmullo del mar y el tranquilizador ruido de su caballo pastando a pocos pasos de él, se quedó dormido.

La yegua le despertó con un fuerte relincho y él se incorporó, momentáneamente desorientado. Después recobró la memoria y volvió la cabeza.

El sol estaba casi en el cenit, aunque en este lejano norte era poca la altura que alcanzaba en el cielo. La luz inundaba las cimas de los acantilados y, a través de su resplandor, vio la silueta de un jinete que se acercaba por el camino que conducía tierra adentro. La yegua relinchó de nuevo y él le ordenó mentalmente que se callase. Pero el otro caballo le estaba ya respondiendo con otro largo relincho que terminó en resoplido, y Tarod suspiró. La soledad de este paraje era un bálsamo para su mente; no quería que le molestasen, pero, por lo visto, nada podía hacer para impedirlo.

El recién llegado le vio en aquel momento y detuvo su montura con una orden en voz ronca. Tarod se dio cuenta, de pronto, por la voz y por la ligereza del personaje que desmo ntaba, de que su primera suposición había sido errónea: el intruso era una mujer.

Ésta vino en su dirección vacilando un poco y, al moverse contra el sol, pudo verla claramente. Fuesen cuales fueren sus otras virtudes, no era hermosa. Joven, tal vez tres o cuatro años menos que él, pero no hermosa. Los cabellos, tan rubios que eran casi blancos, le caían sobre los hombros, y los extraños ojos ambarinos, que le miraban por entre unas pestañas sorprendentemente oscuras, eran demasiado grandes para su cara pequeña y su boca excesivamente gran de aunque solemne. Su cuerpo era menudo, casi infantil, y había algo más en ella, algo que solamente un Adepto podía ver; algo que él archivó en un rincón de su mente...

Ella no sonrió, sino que se dirigió a él con la misma solemnidad que toda su expresión reflejaba.

— Lo siento..., no pensaba encontrar a nadie aquí. Espero no haberle molestado.

Su cortesía innata hizo que Tarod se levantase y se inclinase ligeramente ante ella.

— En absoluto.

Difícilmente habría podido decir otra cosa... Los acantilados no eran propiedad de nadie.

La muchacha asintió con la cabeza; después se sentó sobre la hierba a pocos pasos de él.

—Hacía más de un año que no había estado aquí... Quería verlo de nuevo. —Vaciló y, entonces, una débil sonrisa iluminó sus vulgares facciones—. Tú no eres de los pueblos de pescadores, ¿verdad?

Aunque Tarod iba desaliñado y sin afeitar, sus modales revelaban bien a las claras un origen superior... Estuvo a punto de echarse a reír, sin saber por qué.

—No, no lo soy. Y por lo que dices, supongo que tú tampoco lo

eres.

La muchacha le miró de reojo, como si sospechase que la pregunta ocultaba otro motivo. Era una criatura extraña, pensó él; vestía pantalón y camisa más propios de un hombre y una capa manchada y echada descuidadamente sobre los hombros a pesar del calor del día. Su poni, de una peluda y arisca raza norteña, no llevaba más que una sencilla brida y una tosca manta, cosa que indicaba que la muchacha era una caballista experta, y la curiosidad de Tarod fue en aumento. Le tendió una mano.

—Me llamo Tarod.

Ella le estrechó brevemente los dedos, como si no estuviese acostumbrada a esta formalidad.

— Yo soy Cyllan.

— ¿ y tu clan... ?

Inmediatamente pensó que él era la persona menos adecuada para interesarse en el nombre del clan de otra.

La muchacha sonrió de un modo extraño.

—Abassan, aunque de poco sirve ya... hace mucho tiempo que nadie se preocupa de él.

El nombre del clan no le sonó a Tarod, y éste se disponía a preguntar su origen cuando ella añadió, casi como si leyese sus pensamientos:

—Somos de las Grandes Llanuras del Este. Mis padres se ahogaron en el mar hace cuatro años.. , y ahora estoy aprendiendo el oficio de boyero con mi tío.

¿Una muchacha, aprendiz de boyero? Parecía extraño.

— Hemos estado vendiendo ganado y cuero del sur de Chaun en la carretera de la costa —siguió diciendo ella—. Los hombres están durmiendo los efectos de un negocio afortunado en una posada a poca distancia de aquí, y yo he tenido ganas... —Bajó la cabeza como avergonzada de su estupidez—. He tenido ganas de ver el mar.

—Entonces soy yo el intruso —dijo amablemente Tarod, para tranquilizarla.

—No, no... , en absoluto. Estoy segura de que a ti te traen asuntos más importantes que mis caprichos.

Él sacudió la cabeza.

—Nada que no pueda esperar un rato.

Ella le dirigió una rápida mirada en la que se mezclaban la gratitud y la incertidumbre.

—Tienes una ventaja sobre mí. Yo no sé cuál es tu... ¡Oh!

Él siguió la dirección de la mirada de ella y vio, prendida en la capa que le había servido de almohada, la insignia de oro de Iniciado del Círculo.

—Lo siento —dijo, confusa, la muchacha—. No me había dado cuenta... Si lo hubiese sabido, no te habría molestado.

Tarod miró su insignia casi con disgusto.

— eso.. —dijo con indiferencia—. No tiene importancia. Mi venida aquí no tiene nada que ver con los asuntos del Círculo.

—Sin embargo, no hubiese debido... Bueno, me marcho. Estaba atemorizada, como lo habría estado él ante un Iniciado antes de conocerles mejor, y esto le irritó, pues creaba una barrera artificial entre los dos. Al empezar ella a levantarse, le dijo rápidamente:

—No; quédate, por favor. Tal vez puedas ayudarme.

— ¿Ayudarte?

—Sí. Tú conoces esta costa y yo soy forastero aquí. He venido en busca de una planta que solamente crece en esta región; una planta rara llamada Raíz de la Rompiente.

Cyllan frunció los ojos ambarinos.

— ¿Rompiente?

— ¿Sabes lo que es?

—Sé lo que hace. —Le miró fijamente y, en aquel momento, quedó confirmado lo que el instinto había dicho a Tarod acerca de ella. La muchacha prosiguó—: La ayuda que necesitas no es de las que yo podría darte.

Él sonrió ligeramente.

—Eres injusta contigo misma, Cyllan. Creo que, más que viajar por los caminos conduciendo bueyes, hubieses debido estar estos últimos años en una Residencia de Hermanas.

Cyllan se sonrojó. No había esperado que él viese a través de las barreras que había levantado. Y es que era la primera vez que veía a un Iniciado...

— Mis facultades no son merecedoras de la atención de nadie — dijo, y después añadió con una pizca de malicia disimulada por su expresión solemne—: Y menos aún de la de un Adepto de alta categoría.

Tarod inclinó la cabeza, agradeciendo el cumplido.

— Sin embargo, la Hermandad necesita personas que tengan una habilidad psíquica natural.

—Tal vez sí. Pero no miran con buenos ojos a las huérfanas campesinas de baja posición y pocos medios de fortuna.

Hablaba con bastante indiferencia, pero sus palabras dijeron a Tarod todo lo que necesitaba saber. A pesar de su teórica aceptación de cualquier muchacha que mostrase buenas aptitudes, la Hermandad de Aeoris se fundaba en la práctica en un rígido pragmatismo. Y esta extraña joven de cabellos pálidos se hallaría desplazada en el mundo cerrado de una Residencia de la Hermandad...

—¿Eres vidente? —pregunto él—. ¿O quizás intérprete de sueños?

Ella le miró con inquietud, como temiendo que fuese a burlarse o a censurarla por su pretensión. El sonrió para tranquilizarla, y ella dijo por fin:

—Yo... leo en las piedras y en la arena. A veces leo el futuro de una persona en los dibujos que forman; a veces, los hechos pasados... Pero no siempre puedo predecir.

Tarod se sintió intrigado.

—No conozco el método.

—Es una antigua técnica del Este. Pero no queda mucha gente que tenga esta habilidad, y los que la tienen... no son bien considerados.

Otra vez el tono de su voz daba a entender más cosas que sus palabras. Tarod no había visitado nunca las Grandes Llanuras del Este, pero había conocido en el Castillo a algunos mercaderes de la región. Eran de una raza austera y seria, supersticiosos y rígidamente convencionales; seguramente no recibían con los brazos abiertos a la gente dotada de talento psíquico. Presumió que Cyllan no debía sentirse muy feliz entre los de su clase.

Por un instante, se preguntó si podría convencerla de que leyese en las piedras para él, fuesen cuales fueren las consecuencias; pero rechazó rápidamente la idea. Una joven campesina no podía decirle nada que él no supiese ya, y, aunque ella viese su futuro, probablemente sería incapaz de interpretar lo que le dijese su instinto. ¿Acaso no le había dicho que no podía darle la clase de ayuda que él necesitaba? Tal vez era más perceptiva de lo que se imaginaba.

Quizás Cyllan estaba pensando lo mismo porque, de pronto, se puso en pie y dijo, con cierta brusquedad:

— Quieres encontrar la Raíz de la Rompiente. Yo puedo mostrarte donde crece, pero tendremos que trepar para alcanzarla.

Ahora contemplaba el mar con una mirada extraña, como sin ver, esperando que él se reuniese con ella. Tarod se levantó.

—Muy bien. Ve tú delante.

La yegua alazana relinchó, curiosamente, cuando él siguió a la muchacha cuesta abajo, en dirección al borde del acantilado. Desde allí, la vista requería unos nervios tranquilos y un estómago firme; el continuo oleaje había erosionado la costa convirtiéndola en una pared mellada de altos cantiles y profundas ensenadas cortadas a pico, que formaban vertiginosos abismos de centenares de pies. Tarod sintió que el viento le azotaba cruelmente la cara y levantaba los cabellos de Cyllan en una pálida aureola cuando ésta volvió la cabeza para llama r-le y señalarle un lugar al borde de un precipicio casi vertical.

—Hay un camino para bajar hasta allí. Los pescadores suelen emplearlo.

Él contempló el mar agitado, allá en lo hondo.

—Iré solo. No tienes por qué arriesgarte.

Ella sacudió la cabeza.

—He bajado otras veces; no hay peligro.

Y antes de que él pudiese detenerla, pasó sobre el borde del cantil y se perdió de vista.

Tarod maldijo en voz baja. La muchacha no tenía motivo para ponerse en peligro por él; si su temeridad acababa en tragedia, pesaría sobre su conciencia durante el resto de su vida. Pero cuando llegó al borde del acantilado, ella había descendido ya un buen trecho, moviéndose con rapidez y agilidad frutos de la práctica. Nada podía hacer él, salvo seguirla. El descenso era más fácil de lo que había parecido desde arriba; había toscos escalones y agarraderos tallados en el duro granito y, aunque estaban desgastados por el viento y por generaciones de escaladores, seguían siendo bastante seguros. Alcanzó a Cyllan en el momento en que ésta llegaba a una estrecha cornisa a unos doscientos pies por encima de la ensenada, y ambos se detuvieron para recobrar el aliento y descansar unos instantes los músculos. Ella no dijo nada cuando él se le acercó, sino que se agachó para contemplar el mar, como si esperase algo. El viento soplaba aquí más fuerte, al pasar a ráfagas entre las paredes del acantilado, y, de pronto, Cyllan levantó una mano.

— Están aquí... Yo creía que se habían ido, ¡pero todavía están aquí! Y están cantando...

Mientras ella hablaba, él oyó el sonido. Débil y lejano, era una serie dulce y estremecedora de notas musicales, traídas por el viento desde algún lugar del mar. Aquellas notas formaban una armonía fantástica y obsesionante, que subía y bajaba de una forma que produjo escalofríos en la espina dorsal de Tarod. Y sintió la extraña presencia de otras mentes, de unas mentes inhumanas que parecían llama rle.[

— Los fanaani... — dijo Cyllan, con voz entrecortada.

Entonces los vio Tarod. Desde aquella distancia, eran poco más

que oscuras siluetas alzándose sobre la cresta de una ola momentos antes de romper ésta contra las rocas. Se movían lentamente hacia la costa, y contó siete antes de mirar a Cyllan y ver las lágrimas que brillaban en sus oscuras pestañas y la expresión de pasmo hipnótico que se pintaba en su semblante. También él se sintió conmovido por la visión de aquellas extrañas criaturas marinas que moraban en la costa más salvaje del mundo. A veces, desde la Península de la Estrella, podían verse de lejos o se escuchaba el eco remo to de su canto agridulce, pero nunca las había visto tan de cerca como ahora. Los fanaani eran animales de sangre caliente, del tamaño de un hombre y de aspecto casi felino, pero de cuerpo largo y lustroso, patas cortas y palmeadas, adaptadas para la vida acuática. Y, como los felinos terrestres, eran telepáticos, aunque su inteligencia era muy superior, pero de otro orden. Tarod consideró un privilegio poder establecer este raro contacto con ellos. Ahora los fanaani habían casi llegado a la estrecha playa semicircular que la marea baja había dejado al descubierto, de manera que Tarod y Cyllan tuvieron que asomarse peligrosamente al abismo para verles. Una vez estuvo Cyllan a punto de perder el equilibrio, tanto era su interés por las criaturas de allá abajo, y Tarod tuvo que alargar una mano para sujetarla. El breve contacto rompió el hechizo y, de nuevo, los fanaani habían dado ya media vuelta y volvían a adentrarse en el mar, perdiéndose de vista entre las olas.

Cyllan suspiró y se enjugó disimuladamente los ojos.

—Un buen presagio para ti —dijo a media voz.

—Tal vez. —Tarod sintió el deseo irracional de creerla y este pensamiento suscitó en él un recuerdo que habría preferido olvidar en este tranquilo paraje. Incitado por él, añadió—: Creo que deberíamos seguir adelante.

— Sí...

Ella se levantó de mala gana y ambos abandonaron la cornisa para continuar el camino de descenso por el acantilado. Encontraron la Raíz de la Rompiente en una grieta casi invisible del acantilado, fuera del alcance de las más gran des olas del invierno. Era una planta carnosa, nada llamativa, de hojas verde-grises, y al principio resistió al cuchillo de Tarod. Pero al fin éste pudo hacerse con el tallo y la raíz, y los contempló en la palma de su mano. La planta era pequeña, pero debería bastar para sus necesidades.

Cyllan le estaba observando, con la inquietud reflejada en sus ojos ambarinos. Cuando él guardó la raíz en la bolsa que llevaba colgada del cinturón, le dijo en un murmullo:

— Por favor... , ten cuidado.

Sus palabras suscitaron de nuevo aquel recuerdo. Comprendió que el idilio había terminado y que, si bien había sido agradable, no había sido más que una ilusión. Volvía a imponerse la triste realidad, y la triste realidad le decía que no podía perder tiempo. Sin añadir palabra, ambos iniciaron la larga escalada hasta la cima del acantilado, donde les esperaban sus monturas. La yegua saludó a su amo con muchos resoplidos y movimientos de cabeza, mientras que el pony de Cyllan permanecía hosco e inmóvil.

Tarod tomó su capa y la dejó caer sobre sus hombros, advirtiendo la rápida mirada que dirigía Cyllan a la insignia de oro, como si con ello volviese a levantar la barrera. El sol empezaba a declinar, y Tarod quería llegar a las montañas al anochecer y cabalgar durante toda la noche; todo menos arriesgarse a dormir durante las horas de oscuridad.

—Gracias, Cyllan —dijo pausadamente—. Estoy en deuda contigo... Espero que volvamos a vemos.

Ella asintió con la cabeza.

— Yo también lo espero. Que tengas suerte, Tarod.

El protocolo exigía que la despidiese con la bendición de Aeoris, deber tradicional y formal del Iniciado para con los legos. Pero no podía hacerlo. Las palabras habrían sonado vacías y artificiales, y aumentado la distancia entre los dos. En vez de aquello, dijo simplemente:

—Que la tengas tú también. Adiós, Cyllan.

Cyllan se quedó mirándole hasta que la yegua alazana se perdió de vista. Se había abstenido de rezar para que Tarod se volviese a mirarla, pero, al ver que no lo hacía, se sintió profundamente dolida. En realidad, no había motivo para que lo hiciese, se dijo; él era un Adepto del Círculo, un Adepto de alto grado, y ella era una simple campesina conductora de ganado, sin cualidades intelectuales o físicas que pudiesen despertar en él más interés del que exigía la cortesía. Sus caminos se habían cruzado brevemente; no volverían a encontrarse. Y había sido una tonta al alimentar, siquiera por un instante, inútiles fantasías sobre lo que había pasado o podía haber pasado; ésta era una lección que había aprendido hacía tiempo y que volvía a aprender en las raras ocasiones en las que se miraba a un espejo.

Pero, a pesar de todo, la imagen de aquel desconocido alto y de cabellos negros, con sus verdes ojos felinos y su alma turbada, permanecería largo tiempo en su me moria. A pesar de sus diferencias, él la había tratado como a una igual, casi como a un espíritu hermano, y por un breve, ilógico y glorioso momento, había esperado que pudiesen ser algo más. La esperanza se había desvanecido, como una parte de su mente le había dicho que debía ocurrir inevitablemente, cuando él se alejó sin mirar atrás. Pero Cyllan no le olvidaría.

Montó sobre el ancho lomo de su pony. Mientras guiaba al animal hacia el oeste, le escocían los ojos a causa de unas lágrimas que —se decía— no eran más que el efecto de la fuerte luz del sol.

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