CAPÍTULO 13

Sentado en sus habitaciones y esforzándose en relajar los músculos, Tarod no podía dejar de pensar en las horas que le esperaban. La espera era lo peor. La reunión del Consejo había sido convocada para la puesta del sol y, desde el mediodía, había sentido crecer su tensión interior, hasta que alcanzó un punto en que creyó que sería irresistible. Una y otra vez se había levantado y caminado inquieto hasta la ventana, para observar el sol que permanecía obstinadamente en lo alto del cielo y deseando, inútilmente, que se hundiese en el ocaso. Y una y otra vez había repasado mentalmente lo que había pensado decir cuando compareciese ante el Consejo de Adeptos para ser juzgado.

Estaba seguro de que esta noche le someterían a juicio, aunque oficialmente se había disimulado este término. Incluso Keridil había parecido reconocerlo cuando, temprano por la mañana, había venido a las habitaciones de Tarod para informarle de la reunión. Había algo extraño en los modales de su viejo amigo; lo había visto inmediatamente en el rostro de Keridil, y era lo que él había temido. Se había abierto un abismo entre los dos, separándoles, y en este abismo estaba el espectro de Yandros.

Ahora se había acostumbrado ya Tarod a la mezcla de repugnancia y confusión que sentía cuando pensaba en aquel ente de cabellos de oro. Era lo bastante sincero para no negar que tenía una deuda con Yandros, aunque la hubiese contraído por las malas artes de éste; pero como Adepto al Círculo, que había jurado servir a Aeoris, todo lo que representaba Yandros era anatema para él.

Y sin embargo, por mucho que lo intentase, no podía negar el poder que residía en él, extraído del alma-Caos que estaba dentro de la piedra del anillo de plata, como tampoco podía negar la verdad de las revelaciones de Yandros acerca de su naturaleza. El conocimiento de que su propia alma era del Caos había sido al principio como una pesadilla real. La noche pasada, había alcanzado su nadir, una profunda crisis en la que todas las implicaciones de lo que había sabido le habían provocado tanta aflicción y tanta desesperación que se había hincado de rodillas, al lado de su cama, rezando en silencio a Aeoris para que viniese la muerte a liberarle. Pero Aeoris no le había escuchado; él no había tenido valor para quitarse la vida, y la crisis había pasado al llegar la aurora, dejándole un débil pero seguro destello de esperanza. Fuese cual fuese su origen, era lo bastante humano para guardar fidelidad y sentir emociones y tener conciencia, y la noche pasada se había dado cuenta, en el Salón de Mármol, de que el control de los poderes caóticos de la piedra-alma estaban solamente en sus propias manos. Había desafiado a Yandros, se había librado de la influencia del Señor del Caos y, también, del pacto con el que Ya n-dros había pretendido obligarle. Si quería volver la espalda a las antiguas afinidades, dedicar su existencia a Aeoris, ninguna fuerza del mundo podría impedírselo.

Pero ¿vería el Círculo las cosas bajo la misma luz? Por mucho que afirmase Tarod su fidelidad, siempre habría facciones reacias a dejarse convencer. Sin embargo, él debía convencerles, y no solamente por su propio bien. En el fondo de su corazón, sabía que Yandros no aceptaría la derrota; había sido expulsado una vez, pero volvería y Tarod temía que, en un conflicto directo, el Círculo sería incapaz de plantarle cara. Yandros tenía razón en una cosa: los seguidores de Aeoris habían perdido buena parte de sus antiguas facultades, y éstas serían más necesarias que nunca si el Caos proyectaba recobrar su sitio en el mundo. Y si los Iniciados no podían recuperarlas a tiempo, posiblemente no necesitaría Yandros la ayuda de Tarod para lograr su malévolo objetivo.

Tarod miró fijamente su anillo pensando que era al mismo tiempo su más grande enemigo y su más grande aliado. Sin él, se vería libre de los antiguos lazos que habían tratado de ligarle a los poderes de las tinieblas. Pero, con él, tenía un arma que en definitiva podía ser la única fuerza lo bastante poderosa para luchar contra el Caos. Bueno, como hombre y hechicero por derecho propio, tenía fuerza; pero, con la piedra-alma, esta fuerza era infinitamente mayor. No se atrevía a prescindir de ella. Y con la ayuda de los otros Adeptos, creía que podía eludir su influencia maléfica y permanecer fiel a sí mismo y al Círculo.

Tenía que convencer al Consejo de que estaba en lo cierto. Tenía que vencer las sospechas y los prejuicios con que tendría que enfrentarse esta noche, y creía que podría lograrlo. Con el apoyo de Keridil y Themila (nadie más capacitado que ellos para hablar en su favor, ya que solamente ellos habían visto a Yandros en persona), el Consejo se convencería, fuesen cuales fueren los esfuerzos de...

Entonces llamó alguien a la puerta y él levantó la cabeza, sorprendido. Una rápida mirada a la ventana le mostró que el cielo se estaba tiñendo de rojo al empezar a ponerse el sol, y el pulso de Tarod se aceleró.

— Adelante...

Dos jóvenes Iniciados de segundo grado, vistiendo la librea de ordenanzas del Consejo y llevando sendas antorchas, entraron en la habitación, y uno de ellos hizo una reverencia.

—Nos han enviado para escoltarte, Señor. Se está reuniendo el Consejo de Adeptos.

Tarod se levantó, sorprendido y un poco desconcertado de que Keridil prestase tanta atención al ceremonial. Normalmente no se seguía un protocolo minucioso, a menos que se tratase de un asunto realmente grave, y la idea de que Keridil lo hubiese considerado necesario inquietó a Tarod. Pero si quería ganarse la confianza del Consejo, era mejor que acatase las órdenes...

Buscó su capa de gala y se la echó sobre los hombros; después se alisó los revueltos cabellos con las manos.

—Muy bien —dijo—. Estoy dispuesto.

Había pocas personas en el Castillo, aparte de los criados, cuando los jóvenes Iniciados, marcando el paso, escoltaron a Tarod hasta la cámara del Consejo, contigua a las habitaciones del Sumo Iniciado en el ala central. Al acercarse a la cámara por el pasillo cada vez más oscuro, Tarod se sorprendió todavía más al ver una guardia ceremonial de siete hombres, con las espadas desenvainadas, delante de la doble puerta. Esperó con creciente aprensión a que se cumpliesen las formalidades de identificación y admisión, después de las cuales se abrieron al fin las puertas y se les permitió la entrada.

Tarod se detuvo en seco en el umbral. La cámara del Consejo era una de las salas más grandes del Castillo, y ahora estaba llena a rebosar. Sobre un estrado, al fondo hallábase sentado Keridil, y, a su lado, los Consejeros de más categoría. La capa de oro y la cinta en la cabeza, propias de su rango, le hacían parecer remoto y un poco irreal. En una plataforma más baja, delante del estrado, estaban los otros mie m-bros del Consejo; entre ellos reconoció Tarod a Themila, de afligido aspecto, y a dos asientos de distancia, los rojos cabellos de Rhiman Han.

Y llenando el resto del salón, en las plazas tradicionalmente reservadas a los no consejeros que deseaban asistir a las reuniones, estaban otros Iniciados. Tarod presumió que casi todo el Círculo debía de estar presente, sentados o de pie, según el espacio de que disponían, y dejando sólo un estrecho pasillo entre la puerta y el estrado de los Consejeros. Todas las caras estaban vueltas hacia él, mirándole con curiosidad, y Tarod dominó un estremecimiento.

Keridil se levantó en el fondo del salón.

— Tarod, Adepto de séptimo grado del Círculo, aproxímate.

Todo el espectáculo empezaba a tomar el aspecto de un mal sueño... o de un juicio. Tarod avanzó entre las expectantes filas de Iniciados hasta que llegó a una silla que había sido colocada en el pasillo delante del estrado. Miró a Keridil y vio inquietud en los ojos de su amigo. Keridil trató de dirigirle una sonrisa tranquilizadora, pero fracasó en su intento. Carraspeó.

—Se abre el pleno del Consejo de Adeptos.

Hizo una señal con la cabeza y los guardias cerraron la puerta de golpe. Al extinguirse el ruido, alguien revolvió unos papeles con innecesaria minuciosidad y Keridil miró los documentos que tenía delante de él.

—Como sabéis muchos de vosotros, esta reunión ha sido convocada para que el Consejo y el Círculo puedan tener perfecto conocimiento de las circunstancias que rodearon un suceso acaecido la noche pasada en el Salón de Mármol —dijo.

Por consiguiente, el Consejo estaba ya enterado, cosa que explicaba la insistencia de las formalidades. Tarod se sintió desconcertado, pero conservó su expresión enigmática.

— Debemos —prosiguió Keridil — valorar las implicaciones y posibles consecuencias de este acontecimiento, y decidir la acción que hay que tomar, si es que hay que tomar alguna. Por consiguiente, propongo que iniciemos la sesión con un relato detallado de lo que sucedió la noche pasada, de manera que todos estéis perfectamente informados de los hechos. — Levantó la mirada una vez más e hizo una seña con la cabeza a Tarod—. Ten la bondad de sentarte.

Tarod obedeció mecánicamente, sabiendo, con una terrible impresión de fatalismo, que su esperanza de inclinar al Consejo en favor de su manera de pensar era casi vana. Les habían dicho ya lo bastante para influenciarles; al mirar las hileras de caras, casi podía leer las mentes detrás de las expresiones cuidadosamente controladas. Aunque fuese el mejor orador del mundo, habría sido ridícula la idea de ganarlos para su causa.

Y así escuchó en silencio el relato entero del encuentro con Ya n-dros. Keridil hizo una explicación escrupulosamente completa y exa c-ta, sin omitir detalle, pero, mientras hablaba, Tarod vio que se nublaban y endurecían las caras de los Consejeros. Con frecuencia hacían la señal de Aeoris, como para librarse de alguna presencia maligna, y Tarod tuvo que dominar el impulso de levantarse y salir de la cámara, sabiendo que su comportamiento impertinente sólo podría perjudicar su causa.

Por fin terminó Keridil y, durante lo que pareció una eternidad, la sala permaneció en silencio. Entonces, al principio despacio y después con creciente intensidad, empezaron las preguntas.

— Hemos oído que evocaste consciente y deliberadamente a un Señor del Caos. ¿Es verdad?

Tarod miró fijamente al viejo Consejero que había hecho la pregunta.

—Lo hice. Pero entonces no sabía a quién... a qué... estaba evocando.

— ¿Y ahora no tienes dudas?

—No tengo ninguna duda.

Era una confesión peligrosa, pero tenía que convencerles de que la amenaza de Yandros era real.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —replicó rápidamente el que le estaba interrogando—. Han existido casos comprobados de Adeptos de alto rango que han sido engañados por entes astrales; sin embargo, tú pareces completamente seguro del terreno que pisas...

Contestar estas preguntas era como andar sobre ascuas. Tarod dijo prudentemente:

—Creo, Señor, que ya has oído la opinión personal del Sumo Iniciado sobre la... autenticidad de la manifestación. Ni él ni yo ni The-mila Gan Lin dudamos un solo instante de la naturaleza de Yandros y, con todo respeto, tampoco tú habrías dudado si hubieses estado presente.

El interrogador frunció los labios y murmuró algo a su vecino, y otro hombre dijo:

— Sin embargo, conociendo la naturaleza de aquel ente, según tú le llamas, cuando el Sumo Iniciado comenzó la Séptima Exhortación de Destierro, impediste que terminase el rito. ¿Por qué?

— ¡Por qué no iba a quedarme allí parado, viendo cómo le mataban! — respondió furiosamente Tarod —. Yandros habría podido destruirle antes de que se diese cuenta, y lo habría hecho si...

—¡Con que has tenido una visión privilegiada de la mente de un Señor del Caos, Tarod! —le interrumpió una voz nueva y conocida. Desde la plataforma inferior, Rhi man Han miró con hostilidad a su antiguo rival y, al no responder Tarod inmediatamente, el pelirrojo prosiguió—: Creo, amigos míos, que nos estamos acercando al meollo del asunto. Tarod afirma conocer las intenciones de Yandros, y Yandros, según acabamos de oír, sostiene que tiene un parentesco, en el sentido literal de la palabra, con Tarod. Si esto es verdad, sólo hemos de responder a una pregunta, y ésta es: ¿qué clase de serpiente hemos estado albergando entre nosotros durante todos estos años?

La cara de Tarod palideció de ira, y Themila replicó a Rhiman:

— ¿Cómo te atreves a hablar así? Si no se te ocurre un comentario más constructivo, Rhiman, ¡será mejor que te muerdas la lengua!

—Mi querida Themila, ¡estoy siendo más constructivo que todos nuestros distinguidos colegas juntos! —repuso Rhiman—. Y repito: si Tarod es pariente del demonio Yandros, ¡no es un verdadero mortal!

Se levantó y Tarod se dio cuenta de que todos los que se hallaban en el salón estaban escuchando atentamente. Por un momento, esperó que Keridil atajase el exabrupto de Rhiman, pero Keridil permaneció inmóvil.

—¿Este hombre —siguió diciendo Rhiman— lleva su alma en una joya? Qué hombre es visitado en sueños por monstruos que no han andado por este mundo desde los tiempos de los Ancianos y charla con ellos como si de antiguos amigos se tratase? —Señaló con un dedo acusador a Tarod, que también se puso en pie—. Nosotros no supimos nunca de dónde había venido nuestro amigo del séptimo grado. Era un expósito, un niño abandonado, sin apellido de clan ni parientes que le reclamasen. ¡No era de raza humana! Bueno, amigos míos, parece que ahora hemos resuelto el enigma. Tarod no es un hombre... , ¡es un demonio!

Hubo un gran alboroto, en el que cada Consejero parecía querer llevar la voz cantante. Muchos se habían puesto en pie y gesticulaban, queriendo llamar furiosamente la atención, y no eran pocos los espectadores que unían sus voces a aquella algarabía. Keridil gritaba también, esforzándose por hacerse oir, pero sólo cuando descargó su bastón de mando como una maza sobre la mesa consiguió acallar el griterío.

— ¡No toleraré este desorden! — dijo Keridil con voz serena, pero todos percibieron la cólera que trataba de disimular—. Esto es una reunión de Adeptos, ¡no una riña de taberna! Rhiman, lejos de mi intención negarte el derecho de hablar, ¡pero debes medir tus palabras! Este no es un problema emocional, y no quiero que nadie se deje llevar por prejuicios personales.

—Rhiman Han no te comprende, Keridil —terció Tarod, y su voz resonó claramente en la sala—. Por experiencia, ¡sé que no sabe juzgar las cosas de otra manera!

Keridil se volvió y le miró fijamente. Tarod estaba de pie, con la mano apoyada en la empuñadura de su cuchillo, como dispuesto a sacarlo y a atacar a la menor provocación. La piedra de su anillo resplandecía a la luz de las antorchas, y la ira brillaba en su semblante. Nunca le había parecido tan peligroso y, de pronto, recordó involuntariamente la breve visión que le había dado Yandros de las siete estatuas colosales del Salón de Mármol, con sus caras restauradas y demasiado reconocibles.

— Siéntate — dijo, furiosamente.

Los ojos verdes de Tarod le desafiaron, y Keridil repitió:

—¡He dicho que te sientes!

Volvía a tener a la asamblea bajo control, pero a duras penas. Y ahora sabía que lo que había esperado y temido era verdad: el Consejo estaba casi unánimemente en contra de Tarod. Las palabras de Rhiman habían dado en el blanco, e incluso el propio Keridil se preguntaba si el pelirrojo no tendría razón en su afirmación de que Tarod era, por naturaleza, poco digno de confianza. Aquel anillo.., habría podido destruirlo, tirarlo; pero no lo había hecho. Y si había tenido poder para expulsar a Yandros, esto quería decir que también lo tenía para volver a llamarle, si así lo deseaba.

Pero Tarod no quería hacerlo. Había jurado fidelidad al Círculo, y Keridil no podía negar que, a pesar de su naturaleza errante, había sido siempre escrupulosamente honrado. En realidad, le inquietaban sus propias dudas: habían sido íntimos amigos desde la infancia, y empezar ahora a desconfiar de un íntimo amigo era casi tanto como una traición.

Pero Tarod no era realmente humano... Nada podía borrar este hecho. Y Keridil se debía ante todo al Círculo...

De pronto, se dio cuenta de que todo el mundo esperaba que dijese algo, y sacudió apresuradamente las turbadoras ideas de su cerebro. Tarod se había sentado de nuevo, lo mismo que Rhiman, y Keridil miró cansadamente a su alrededor.

— ¿Tiene que hacer alguien alguna otra pregunta o comentario?

—Sí, Sumo Iniciado.

Themila se levantó, menuda pero con aire resuelto.

— Habla, Themila.

—He oído a Rhiman condenar gratuitamente a Tarod, y deseo refutar su acusación. Creo que tal vez ninguno de los que estamos aquí esta noche sabe toda la verdad acerca de Tarod y del parentesco que afirmó Yandros. No tenemos experiencia directa del Caos, porque hemos estado libres de su funesta influencia desde que fueron destruidos los Ancianos. Pero conocemos a Tarod desde que apenas tenía trece años. ¿Pueden negar, incluso sus enemigos —y al decir esto miró severamente a Rhiman —, que es un hombre de honor? ¿Pueden negar que siempre ha permanecido firme en su lealtad a Aeoris y al Círculo?

Rhiman, dándose cuenta de que su ventaja estaba siendo contrarrestada por Themila, replicó rápidamente:

—Yo no quiero difamar a nadie, Themila. Mi argumento es claro: Tarod no es uno de los nuestros. Y aunque él diga lo contrario, no podemos confiar en él. Por el bien del Círculo, ¡no nos atrevamos a confiar en él!

Un murmullo de asentimiento recorrió el salón y Tarod sintió un sudor frío en toda su piel. Los esfuerzos de Themila eran inútiles; la inmensa mayoría estaba en favor de Rhiman, y Rhiman lo sabía. Pero Themila no quería ceder.

—¡Cómo puedes prescindir a tu antojo de las pruebas que nos ha dado a lo largo de tantos años! — protestó—. Tarod puede tener un poder inigualable, pero...

— si un día quiere emplearlo contra nosotros y llama a sus hermanos infernales para gobernar el mundo? ¿Qué pasará entonces, Themila Gan Lin? ¿Le recibirás con los brazos abiertos? ¿Abrazarás a tu precioso hijo adoptivo mientras el Caos destroza tu tierra?

—¡Esto es ridículo! —Themila estaba a punto de llorar—. Tarod es tan incapaz de hacer daño a nuestra comunidad como...

— ¿Puedes demostrarlo? — rugió Rhiman.

— ¡No necesito demostrarlo! Si tu envidia te ha cegado y te impide ver la verdad...

— Themila! ¡Eres tú la que está ciega! Esa criatura... —y señaló de nuevo a Tarod, temblándole la mano de rabia y de emoción— es un demonio, ¡que se ha encarnado entre nosotros! Tú misma has visto de lo que es capaz... ¿Vamos a arriesgarnos, permitiendo que permanezca en el Castillo?

—¡No! —gritaron muchas gargantas al unísono, tanto desde el estrado del Consejo como entre la multitud de espectadores.

Keridil se levantó una vez más. Parecía agotado, pero esta vez no tuvo que gritar para hacerse oír.

—Rhiman, ¡vas demasiado lejos y demasiado aprisa! —dijo—. No estamos juzgando a Tarod.

La confianza de Rhiman se había reforzado al sentirse firmemente respaldado por la opinión general.

— Entonces, ¡tal vez deberíamos hacerlo! — replicó.

—Ni siquiera ha podido decir diez palabras, ¡y menos defenderse de tus acusaciones! —protestó Themila.

— Muy bien. — Rhiman levantó ambas manos—. No quiero ser injusto. Dejemos que Tarod diga todo lo que quiera en su disculpa. Pero antes de que sigamos adelante, Sumo Iniciado, yo... y creo que la mayoría de los que estamos aquí..., quisiéramos que definieses la naturaleza de la decisión que hemos de tomar.

Era lo que Keridil había temido más, y comprendió que Rhiman le había situado hábilmente entre la espada y la pared. No podía eludir la cuestión; como Sumo Iniciado y presidente del Consejo, no podía hacerlo; pero pronunciarse en voz alta, en presencia de Tarod...

Tratando de ganar tiempo, dijo:

— No creo que esto sea necesario de momento, Rhiman.

—Pues yo... , nosotros... —dijo Rhiman, señalando a los otros

Consejeros, que asintieron con la cabeza— sí que lo creemos necesario.

Estaba atrapado. Keridil se lamió los labios.

—Está bien. El Consejo decidirá si Tarod debe continuar como Adepto del Círculo o ser formalmente expulsado de él y requerido para que salga de la Península de la Estrella.

No pudo mirar a Tarod, pero sintió la intensidad de su mirada pasmada. Rhiman sonrió friamente.

— ¿Y qué dices de la tercera alternativa, Sumo Iniciado?

— ¿Qué tercera alternativa...?

El pelirrojo salió despacio de detrás de la mesa. Nuevamente había captado la atención de todos los demás.

—Por desagradable que sea hablar de esto, existen precedentes, ¡y creo que ninguno tan grave como éste! Si esta asamblea se pronuncia contra el Adepto Tarod, pido formalmente que se considere la alternativa de la ejecución.

— ¿Qué ejecución? —repitió Keridil, casi incapaz de creer lo que acababa de oír—: No puedes hablar en serio. Eso es una locura, ¡y por los dioses que no voy a tolerarlo!

— No tendrás más remedio, Keridil — dijo Rhiman, prescindiendo del tratamiento para recalcar su posición—. Todos conocemos tu antigua amistad con Tarod y comprendemos que te resistas a considerar una medida tan drástica contra él. Pero no puedes oponerte al veredicto de la mayoría. Ni creo que lo pienses por un solo instante. —Hizo una ligera reverencia de cumplido y Keridil comprendió que estaba derrotado. Rhiman sonrió y lanzó su estocada definitiva—: Como Sumo Iniciado que eres, esperamos tus instrucciones sobre el asunto.

La amenaza era demasiado clara. Keridil comprendió que habían dado este rumbo a los acontecimientos combinando el miedo con la envidia, y aunque Rhiman era claramente el inductor, por un motivo puramente personal, había conseguido de los supersticiosos Consejeros el apoyo suficiente para alzarse con la victoria.

Como el Sumo Iniciado guardase silencio, Rhiman dijo amablemente:

— ¿Vamos a someter el asunto a votación, antes de que sigamos adelante?

Por fin se obligó Keridil a mirar en dirección a la silla solitaria del pasillo. Tarod estaba mortalmente pálido, inmóvil; sólo los ojos verdes mostraban alguna animación. Y Keridil no había visto nunca una cólera parecida en ningún mortal.

No podía vetar la petición de Rhiman. Aunque, según había dicho la noche pasada a Themila, tenía el poder teórico de revocar incluso las decisiones del Consejo en pleno, hacerlo equivaldría a su propia destrucción. Hacer abiertamente causa común con Tarod, frente a tanta oposición, sería confesar una parcialidad que, como Sumo Inicia do, no se atrevía a mostrar si quería conservar el respeto y la confianza del Círculo. Fuesen cuales fuesen las obligaciones morales de la amistad, tenía que autorizar la votación... y acallar lo mejor posible su conciencia.

Se levantó y apretó los dedos sobre el bastón de mando propio de su cargo, como para sacar de él fuerza y con suelo.

—El Consejero Rhiman Han pide que se ponga a votación la cuestión de si hay que considerar o no la posibilidad de la ejecución. Se acepta la petición, y pido a todos los Consejeros que emitan su voto de la manera formal.

Un ujier que había estado en pie junto a la silla de Keridil se adelantó, tomó el bastón de mando de su mano y lo llevó pausadamente alrededor de la mesa. Se detuvo delante del primer Consejero, el cual miró rápidamente a Keridil y después apoyó la mano en el bastón.

—Voto a favor del Consejero Rhiman.

Todos empezaron a murmurar y el susurro creció en intensidad. El ujier siguió adelante.

—Voto a favor del Consejero Rhiman.

—Voto a favor del Consejero Rhiman.

—Voto a favor del Consejero Rhiman.

Uno tras otro, fueron respondiendo lo mismo. Tarod no podía moverse, no podía pensar; sólo podía seguir mirando incrédulo a Ke-ridil. En el breve lapso de tiempo transcurrido desde que se abrió la sesión, el amigo en quien más confiaba le había vuelto la espalda, había roto los lazos de la amistad y se había puesto la máscara de un Sumo Iniciado que, según le parecía a Tarod, huía de todo compromiso. Incluso la formalidad del acto era una barrera segura, detrás de la cual podía resguardarse Keridil. La voluntad de la mayoría... Sólo Keridil tenía derecho a oponerse a esta voluntad, a anularla, en pro de la razón. Y no lo había hecho.

Por fin terminó la votación. Con sólo tres excepciones, Themila entre ellas, todos los miembros del Consejo de Adeptos se habían puesto de parte de Rhiman Han. Y Rhiman se regocijaba de su triunfo. Se volvió al ser devuelto el bastón de mando a Keridil, y dijo:

—Te quedo muy agradecido, Sumo Iniciado. ¿Quieres disponer lo necesario para que continúe el procedimiento?

— No.

Keridil se levantó bruscamente. Le dolía terriblemente la cabeza y los murmullos del salón resonaban en su cerebro. Necesitaba tiempo para pensar: hasta ahora, Rhiman había forzado la situación, y no estaba dispuesto a dejarse llevar más lejos.

—Continuaremos esta reunión mañana al mediodía —dijo, levantando la voz para que le oyesen todos los presentes —. Esta situación se ha producido con demasiada rapidez para que podamos juzgarla claramente en una noche, sobre todo cuando se han desatado las emociones. Os doy las gracias a todos por vuestra asistencia. Se levanta la sesión.

Rhiman se quedó perplejo y pareció que iba a discutir la decisión, pero la expresión del semblante de Keridil le hizo cambiar de idea. Permaneció sentado en su silla, rasgando contrariado unas hojas de papel, mientras la sorprendida y defraudada multitud empezaba a abandonar la sala. Al fin quedaron solamente un puñado de personas: Keridil, tres de los más viejos Consejeros, Rhiman, Themila... y Tarod.

Tarod se había acercado al estrado de los Consejeros, apartándose de los otros, y estaba haciendo unas muescas en la vieja madera con la punta de su cuchillo. Tenía que hablar con Keridil, pero, estando Rhiman presente, no podía confiar en conservar su aplomo. Oía fragmentos de conversaciones, dominadas por la voz de Rhiman, pero prestó poca atención hasta que Keridil dijo de pronto:

— ¡Estoy cansado, Rhiman! Continuaremos mañana. Mientras tanto conténtate con haberte salido con la tuya.

—Esto no es suficiente, Keridil —insistió Rhiman, enojado—. Por todos los dioses, ahora sabemos la verdad acerca de Tarod. ¡No es más humano que su maldito amigo Yandros! ¿Vas a decirme que defenderás a un demonio del Caos? ¿Al ser maligno que asesinó a tu padre?

Una especie de fuego interior, imposible de dominar, dio mayor fuerza a la cólera de Tarod y a su sentimiento de haber sido traicionado, hasta que no pudo contenerse. Se volvió, y Rhiman giró sobre sus talones, alarmado, cuando resonó furiosa la voz de Tarod:

— ¡Rhiman!

Rhiman trató de parecer despreocupado, pero su indiferencia no era un escudo suficiente contra la mirada asesina de Tarod. Éste levantó la mano izquierda, de manera que resplandeció la piedra de su anillo, casi cegando al otro hombre.

—Una vez juré, Rhiman Han, que permanecería fiel a nuestro Círculo — dijo suavemente Tirod, pero en un tono terriblemente amenazador—. Yo no quebranto mis juramentos, pues no los presto a la ligera. Recuérdalo bien, pues ahora voy a prestar otro. Si alguna vez tengo que utilizar los poderes que retengo, ¡serás el primero en comprender lo que es ser un juguete del Caos!

Bruscamente se extinguió la rabia que había hecho presa en él, y se dio cuenta de lo que acababa de decir. Con una sola frase se había condenado; pero las palabras habían brotado de sus labios antes de que pudiese detenerlas. Los otros le miraban, horrorizados. Themila inició un movimiento hacia él, pero Keridil la contuvo.

—Tarod... ¡tienes que retractarte de esto!

Tarod suspiró profundamente. Ahora ya no podía remediar la Situación.

— ¿Creería alguien en mi palabra si lo hiciese? — replicó con voz ronca.

— ¡Claro que te creería! Pero tu comportamiento añade leña al fuego de las acusaciones. ¡No puedo permitir que esto continúe! — exclamó el Sumo Iniciado.

— Entonces, ¡haz lo que sabes que es justo, Keridil! —Rhiman avanzó un paso hacia Tarod, sintiendo renacer su confianza—. ¡Tú mismo has visto lo que es él! ¡Has oído lo que ha dicho! ¿Podemos permitir que esta criatura siga viviendo, para que pueda lanzar a sus odiosos semejantes contra nuestro mundo cuando le venga en gana? El Círculo no puede tolerar la presencia de un diablo en su seno, y por Aeoris que si tú no le haces matar, ¡lo haré yo con mis manos!

Había empezado a desenvainar su espada, y al verle avanzar como un toro furioso, Tarod sacó el cuchillo de su vaina con rápido movimiento.

— Tarod! —le suplicó Themila. Se apartó de Keridil y corrió hacia Tarod interponiéndose en el camino de Rhiman—. No dejes que te provoque, ¡no le des una razón para atacarte!

Tarod se volvió al acercarse ella. Nunca sabría si Themila había pretendido apartar a Rhiman de su presa; todo ocurrió con demasiada rapidez. Rhiman no pudo detener su propio impulso y Themila se había movido también tan de prisa que Tarod no tuvo tiempo de apartarla a un lado. Themila y Rhiman chocaron, y la espada desenvainada de Rhiman se hundió hasta la empuñadura en la espalda de Themila, sin que él pudiese evitarlo.

Con un grito de incredulidad y de horror, Rhiman trató de sujetar a la mujer que caía, pero no había reaccionado con la suficiente rapidez y no pudo impedir que se derrumbase en el suelo con un ruido sordo. Poniéndose de rodillas, Rhiman trató de tomarla en sus brazos—. ¡Themila! ¡Oh dioses, no, no! ¡Themila!

Todavía estaba repitiendo su nombre cuando una mano le agarró de un hombro y le apartó violentamente. Rhiman se debatió y la mano apretó con increíble fuerza, casi hasta romperle la clavícula. Tarod lanzó a Rhiman rodando por el suelo, como si fuese un muñeco de trapo, y cayó de rodillas al lado de Themila.

—Themila...

Ella estaba consciente y levantó la cabeza, fijando en él una m-rada desenfocada.

—Ha sido una estupidez de mi parte... Lo siento, Tarod...

Consiguió sonreír débilmente.

Él la abrazó, dando mentalmente gracias a Aeoris por el hecho de que estuviese viva.

— No hables, Themila, y no discutas conmigo. Te llevaremos a Grevard...

— Estoy... bien. De veras. Estoy bien.

Themila tosió, y brotó sangre de entre sus labios, resbalando sobre su barbilla.

—¡Keridil! —gritó Tarod—. ¡Que avisen al médico!

Keridil y dos de los viejos Consejeros estaban ya improvisando una hamaca con sus capas, para poder transportar a Themila. Tarod no permitió que nadie tocase a la mujer; la levantó él mismo y la depositó sobre los pliegues de la hamaca, sujetándole con fuerza la mano mientras se dirigían a la puerta. Mientras tanto, Rhiman se había incorporado y permanecía tristemente solo en el fondo del salón. Al llegar a la puerta, Tarod se volvió.

—Si muere... —empezó a decir.

—No sigas, Tarod. —Keridil apoyó casi temerosamente una mano en su brazo—. Ha sido un accidente..., ya has visto el dolor de Rhiman. —Hizo una pausa—. Themila no querría que te pusieses en peligro por ella.

Tarod le miró con ojos que brillaron cruelmente.

— ¿Acaso no estoy ya en peligro, Sumo Iniciado? — su tono era amargo—. Tal vez sería mejor para todos si pusiese fin a las dudas que aún podáis tener, mostrándoos de qué soy realmente capaz.

— ¡Tarod!

La súplica de Keridil cayó en oídos sordos. Tarod se había vuelto ya y caminaba por el pasillo detrás de los dos apresurados Consejeros y su carga.

Durante toda la larga noche, Tarod permaneció sentado en el corredor vacío, delante de las habitaciones de Grevard, esperando. Para su alivio, el médico no había perdido tiempo haciendo preguntas, sino que, con su brusquedad acostumbrada, había hecho que tendiesen a Themila en una cama y que despertasen inmediatamente a sus dos primeros ayudantes. Su gato, un descendiente del original, estaba sentado en el antepecho de la ventana, observando con interés, y Ta-rod había querido quedarse también; pero el médico se había mostrado inflexible.

—Fuera. Ya tengo bastante que hacer, sin que manos inexpertas se interpongan en mi camino. — Vio el semblante de Tarod y le sonrió débilmente—. Comparto tu preocupación, Tarod, puedes creerme. Todos queremos a Themila. Espera fuera, si no puedes irte a dormir; te informaré en cuanto pueda darte alguna noticia de su estado. Y haré todo lo que esté en mi poder.

Tarod había asentido con la cabeza, dolorosamente.

—Sé que lo harás... Te doy las gracias.

Ahora, bajo la pobre luz de una antorcha que se iba consumiendo poco a poco en su soporte de la pared, la vigilia fue larga y triste. La primera luz fría y gris de la aurora empezaba a filtrarse por la alta ventana del fondo del pasillo cuando al fin se abrió la puerta del médico.

Salió el propio Grevard. Su aspecto era macilento, y Tarod supo lo que iba a decir antes de que abriese la boca, se levantó, tambaleándose.

—Saben los dioses que hice todo lo posible, Tarod... —Grevard sacudió tristemente la cabeza—. Pero no fue suficiente. Ya no era joven y no tuvo vigor para reaccionar. Murió hace diez minutos.

Tarod guardó silencio. Grevard le miró, preguntándose si debía insistir en que tomase un sedante. Después decidió que era mejor no hacerlo.

—¿Puedo verla? —preguntó amablemente.

— No.

Tarod sacudió la cabeza, cubrió su mano izquierda con la derecha y acarició el anillo de plata; un extraño ademán, pensó Grevard. Parecía estar sumido en alguna sombría meditación, que el médico se alegró de no poder compartir.

— Todos lloraremos su pérdida — dijo, nerviosamente.

— Murió innecesariamente, Grevard.

—Yo hice todo lo que pude.

—Lo sé. Gracias por haber tratado de salvarla —dijo Tarod, dando media vuelta y alejándose.

Siguió andando, aturdido, hasta que llegó a sus habitaciones. La puerta exterior se cerró de golpe detrás de él, y se quedó plantado, con las manos apoyadas en la mesa, mien tras su cuerpo se estremecía en incontrolables espasmos. Estaba como ciego; una niebla roja flotaba ante sus ojos mientras el dolor paralizador era eclipsado por una furia terrible y voraz. Esta creció hasta que pensó que su cabeza iba a estallar, produciéndole una insaciable sed de venganza.

Hoy le condenarían. Lo sabía con tanta certeza como que saldría el sol. Keridil le había traicionado; Themila había muerto, y él estaba solo contra el Círculo.

Pues bien, se dijo, sintiendo que la furia crecía más y más en su interior, si el Círculo creía que él era el mal, les mostraría lo que era el verdadero mal. Por la memoria de Themila. Ella le habría comprendido.

Tarod volvió hacia la puerta con la cautela de un gato. El cerrojo dio un chasquido cuando él hizo girar la llave y, con la lentitud y la deliberación del que se sabe no del todo cuerdo, se dirigió a su dormitorio y corrió las cortinas.

Загрузка...