Tarod comprendió.
En el momento en que Yandros había pronunciado su nombre, había sabido finalmente la verdad, y este conocimiento era como una enfermedad que le roía el alma. Había caído en la trampa montada para él; había abierto la puerta que hubiese debido permanecer cerrada para siempre y, al dar vuelta a la llave, se había condenado. Había empleado el poder que poseía sin preguntarse acerca de su origen. Y durante todo el tiempo, el aiillo había sido el foco... Tarod se dio cuenta de que Keridil y Themila avanzaban lentamente para colocarse a su lado, y lamentó amargamente su decisión de comprometerles en lo que hubiese debido ser un enfrentamiento singular entre Yandros y él. Habría dado cualquier cosa para invertir el tiempo, para cambiar el ahora horrible e inevitable curso de los acontecimientos; pero era demasiado tarde.
Keridil fue el primero en hablar. Con una confianza que confirmó la creencia de Tarod de que el Sumo Iniciado no sabía con qué clase de ente tenía que habérselas, preguntó:
—¿Quién eres?
Yandros se echó a reír.
— Haces preguntas impertinentes, amigo mortal. Tal vez deberías mirar a Tarod para saber la respuesta.
Keridil miró rápidamente al hombre de cabellos negros que estaba a su lado. La cara de Tarod habla palidecido; éste no dijo nada y Keridil se enfrentó una vez más con Yandros, adoptando una actitud casi ritual y contemplando al ente con ojos firmes y fríos. Esto era muy adecuado en las ceremonias del Círculo, pero Tarod sabía que no produciría el menor efecto en Yandros.
—No solemos llamar a seres como tú para contestar nuestras preguntas — dijo severamente Keridil.
A pesar de su aparente aplomo, sentía que pisaba un terreno poco seguro; la insistencia de Tarod en que prescindiese de los procedimientos normales de evocación significaba que no podía confiar enteramente en que aquel ente obedeciese sus órdenes. Y sus dudas crecían a cada momento...
Yandros sonrió y arqueó, divertido, las cejas perfectas.
— ¿Cómo yo? Pero aquí está la cuestión, Sumo Iniciado. ¿Quién soy yo? Tú no me reconoces... , pero sí Tarod, ahora. —La expresión de afecto se pintó de nuevo en los ojos multicolores al mirar a Tarod, y añadió pausadamente—: Ha pasado mucho tiempo.
—¡Maldito seas! —dijo Tarod, volviéndose y cerrando los puños—. ¡Déjame en paz!
—¿En paz, hermano? Has tenido muy poca últimamente. Y tuviste poca antes de que yo te ofreciese la vida como parte de nuestro pacto.
Una mano se cerró sobre los dedos de Tarod, quien sintió que Themila se había acercado más a él.
— ¿Y quién ha sido el artífice del tormento de Tarod? — preguntó ella—. De no haber sido por ti, ¡no habría sufrido en absoluto!
Yandros le hizo una pequeña reverencia.
—Has dado en el clavo, Señora, pero debo corregirte. De no haber sido por nosotros, Tarod habría muerto en Wishet el día en que mató a su primo sin querer. —Sonrió—. Demasiado para el cuerpo y la mente de un niño, Tarod. Aquella vida temprana debió ser muy dura para ti.
Keridil aguzó la mirada.
— ¿Fuiste tú el instrumento de su llegada al Cas tillo?
—Fuimos nosotros. —Yandros se volvió de espaldas. Con naturalidad se acercó a la primera estatua sin rostro y apoyó una mano casi cariñosa sobre la piedra negra—. El parecido no es perfecto, pero fue aceptable para nosotros en su tiempo. Lástima que un esfuerzo tan abnegado fuese destruido por la ignorancia... ¿Recuerdas cuando estaban enteras, Tarod? ¿Recuerdas cómo dirigíamos a los artesanos, cómo inspirábamos sus sueños?
Se echó a reír y el sonido de su risa hizo que vacilase el valor de Keridil. Éste miró desesperadamente a Tarod, en busca de ayuda. Preguntas indecibles y sospechas y temores vagos y odiosos se agitaban en su mente, atizados por las crípticas referencias de Yandros; pero Tarod rehuyó su mirada.
— Mira las estatuas, Sumo Iniciado — ordenó Yandros, y Keridil tuvo que obedecerle a pesar suyo—. ¿Qué ves?
Keridil tragó saliva.
—Nada, salvo unas figuras de granito con las caras destruidas.
—¿Sabes lo que representan?
— No...
—Entonces, mira de nuevo.
El ente extendió con gracia una mano, y tanto Keridil como Themila lanzaron una exclamación ahogada al ver que, por un momento fugaz, los colosos de piedra tomaban otro aspecto. En aquel instante volvieron a estar enteros, como lo habían estado siglos antes, y Keridil sintió un terrible vértigo al reconocer dos de aquellas orgu-llosas pero espantosamente maléficas caras talladas en piedra.
—Tarod... —Se volvió de nuevo, desesperadamente, a su viejo amigo—. Tarod, ¡tienes que ayudarme! Si sabes lo que esto significa, lo que esto presagia...
— Lo sabe, mortal — le interrumpió Yandros —. ¿Cuánto tiempo ha pasado, Tarod, desde que tú y yo hicimos nuestro pacto? ¿Cuánto tiempo hace que quité la vida al Sumo Iniciado en pago de la tuya?
Themila lanzó un breve grito involuntario de angustia, y Keridil se puso rígido.
—¿Qm...?
Tarod había sabido que esto tenía que pasar. Yandros no desdeñaría la oportunidad, y sintió el frío de la desesperación en la boca del estómago. La cara de Keridil estaba gris a causa de la impresión, y cuando Tarod buscó comprensión en los ojos de su amigo, sólo encontró en ellos asco y una hostilidad que crecía lentamente. Se volvió furiosamente a Yandros.
—¡Aquello no fue un verdadero trato! Me engañaste, ¡me hiciste jurar antes de que yo supiera el precio que exigías!
—Sin embargo, el trato se cerró. —Yandros endureció su mirada—. Y tú sabes por qué. Ahora comprendes por qué hice lo que tenía que hacer... ¡a cualquier precio!
Lentamente, Keridil levantó una mano, señalando a Tarod como un acusador inseguro del delito. Todo su cuerpo se estremecía como en un ataque de epilepsia, y Tarod apenas reconoció su voz cuando por fin consiguió hablar.
—¿Me estás diciendo, maldito seas, que ese... que ese demonio mató a mi padre?
Cualquier intento de negar el hecho habría sido inútil, y Keridil se horrorizó al ver la calma con que Tarod levantaba la mirada y decía:
—Sí, Keridil; él mató a Jehrek Banamen Toln.
—Y tú... lo sabias...
—Lo sabía.
— Y ahora estás ahí plantado y lo confiesas, como si me estuvieses diciendo la hora que es... En nombre de Aeoris, Tarod, si sabías lo que ese monstruo estaba haciendo, ¿por qué no trataste de impedirlo?
Keridil no podía creer en la enormidad de aquella traición; toda su confianza se había venido abajo y se encontró, de pronto, como despojado de todo.
Pero Tarod sólo dijo, pausadamente:
— Si conocieses la verdadera naturaleza de Yandros, no me harías esta pregunta.
—Entonces, ¡dime cuál es su verdadera naturaleza! —El Sumo Iniciado agarró a Tarod de los hombros y le sacudió tan violentamente que, por un instante, la sorpresa le impidió reaccionar—. En nombre de todo lo sagrado, ¡dime lo!
Tarod se desprendió con un vivo e irritado movimiento, y ambos quedaron cara a cara, como dos adversarios. Tarod sabía que la respuesta a Keridil conduciría inevitablemente a la revelación última y más espantosa... , pero no podía rehuirla. Si no hablaba, lo haría Ya n-dros.
Dominando su voz con gran esfuerzo, dijo:
—Es Caos.
—Caos... —Keridil hizo la señal de Aeoris; fue un movimiento reflejo que no pudo evitar—. No..., ¡esto es insensato! Caos murió, sus gobernantes fueron destruidos; nuestras leyendas...
Se echó atrás.
— Fueron desterrados — le corrigió Yandros, con una malévola sonrisa—. No destruidos. No se puede destruir lo que es fundamental en el Universo, Keridil Toln; solamente se puede apartar del campo de conflicto durante un tiempo. Pero llegará inevitablemente el momento en que vuelva de nuevo y desafie el poder de los que fueron responsables de su exilio. —Una expresión divertida iluminó los ojos multicolores—. Podríamos decir que el círculo se cierra. Hemos estado esperando; ahora volvemos a ser fuertes. Y tu buen amigo Tarod va a representar un papel en nuestro renacimiento.
—¡No! —Antes de que Keridil pudiese reaccionar, Tarod había dado un paso adelante para enfrentarse con el ser de cabellos de oro—. ¡No sigas hablando de esto, Yandros!
—Estaba luchando contra una creciente ola de miedo, sabiendo que el Señor del Caos estaba logrando apartarle de Keridil y queriendo evitar desesperadamente las cada vez más amenazadoras consecuencias—. El pacto que hicimos no fue éste... Me engañaste, ¡y no tengo contigo ninguna obligación!
Yandros suspiró. La aureola de color que le envolvía tembló ligeramente al encogerse él de hombros.
—Realmente, esperaba más de ti, Tarod. ¡Estás pensando y hablando como un mortal!
— ¡Soy un mortal! Como lo son Keridil y Themila, que están a mi lado. Nací de una mujer mortal, igual que ellos, y moriré, ¡como morirán ellos! —replicó furiosamente Tarod.
Yandros frunció los párpados y sonrió de nuevo, de una manera que hizo estremecerse a Keridil y a Themila.
— ¿De veras? —preguntó, en tono tan bajo que la fría voz argentina fue apenas audible—. ¿O permitirás que tu verdadera naturaleza se libre al fin del miasma de la humanidad? Sabes lo que eres..., conoces tu poder y tu destino, hermano. ¿Puedes renunciar a esto, a cambio de los tristes y pocos años de envejecimiento y decadencia que puede ofrecerte la vida humana? ¿Puedes vivir como un esclavo del Orden, sabiendo que fuiste antaño un Señor del Caos?
— ¡Hazle callar, Keridil! —dijo Themila, incapaz de seguir guardando silencio—. Si alguien tiene poder para poner fin a esta pesadilla, ¡debes ser tú! —Había asido de nuevo la mano de Tarod, como una ave madre protegiendo a su polluelo contra un felino merodeador, y se había colocado entre Tarod y Yandros. Se dirigió al Señor del Caos, aunque no podía mirarle a los ojos—. Te dices pariente de un hombre que no es menos que un hijo para mí; dices que no es humano. ¡Yo digo que eres un embustero, Yandros del Caos!
—Y yo, Señora, ¡digo que eres tonta!
Yandros avanzó un paso y Themila se echó automáticamente atrás, apretándose contra Tarod. Éste le rodeó la cintura con un brazo, y sintió las rapidísimas pulsaciones de su sangre. Estaba aterrorizada, y él se sintió humillado por el valor que había mostrado ante un adversario semejante.
—Señora —dijo Yandros, mirando fijamente a Themila, que palideció—, sólo puedo admirar tu lealtad para con mi hermano, pero está fuera de lugar. Pues ¿qué clase de mortal es el que lleva su alma en la piedra de un anillo?
Se hizo un terrible silencio. Themila miró a Tarod, suplicándole con los ojos que lo negase, mientras Keridil sólo podía contemplar, pasmado, al hombre de negros cabellos. Tarod se esforzó en encontrar palabras que les tranquilizasen a los dos, pero éstas se negaron a brotar de sus labios. La mano izquierda le ardía como si la hubiese introducido en una hoguera, y podía sentir su anillo —el contorno de su base de plata, el peso de la extraña piedra incolora — como otro ente vivo en su dedo. Sabía la verdad, como la había sabido desde el momento en que Yandros le había llamado «hermano», en que había sentido que el antiguo poder volvía a sus venas y comprendido plenamente la naturaleza de su propio origen. Fragmentos de recuerdos a lo largo de un lapso de tiempo inverosímil se fundían en su mente para formar un todo; no podía mirar a la cara a Keridil o a Themila y negar las palabras de Yandros.
Suavemente, como en un sueño insinuante, la voz de Yandros aumentó la confusión.
— Tarod nació de una mujer mortal — dijo—. Pero su alma es la de un Señor del Caos. Y sabe, como sabemos nosotros, que Aeoris ya ha reinado bastante en este mundo. Ha llegado la hora de desviar su régimen, ¡y él es el instrumento a través del cual será lanzado el desafío!
Las afinidades.., los odiosos lazos que desde la remota antigüedad tiraban de él... Casi sin saber lo que hacia, Tarod empujó a Themila con tanta violencia que ésta se tambaleó y a punto estuvo de caer al suelo.
— ¡Soy humano! — dijo con voz áspera, apenas reconocible—. ¡Y sirvo a Aeoris, no al Caos! ¡Aquí está la prueba!
Con violento ademán, golpeó con un puño su propio hombro, donde habría tenido que llevar la insignia de su rango de Iniciado.
Pero allí no había más que el suave tejido de su ropa. Y entonces recordó que había dado la insignia a Sashka, como prenda y amuleto para mantenerla a salvo hasta que volviesen a encontrarse...
Tarod se echó a reír, pero sin el menor rastro de alegría en su risa. Era una amarga y cruel ironía que se hubiese desprendido del único, aunque pequeño, símbolo vital de su fidelidad al Círculo y a los poderes a los que el Círculo servía. Y aunque la explicación era sencilla y bastante inocente, no podía pasarse por alto la coincidencia.
—Parece una broma pesada... —Miró su propio puño, todavía apoyado en el hombro. El anillo resplandeció en su dedo índice a la luz del aura de Yandros, y Tarod añadió—:
Podría quitármelo, Yandros. Podría arrojarlo desde la punta norte de la Península y dejar que el mar hiciese lo que quisiera con mi ofrenda...
— ¿Podrías hacerlo?
La mano de Tarod se contrajo convulsivamente, porque conocía la respuesta a la insidiosa pregunta. Fuese cual fuere el coste, no podía abandonar su propia alma...
— Hermano, no puedes negar el destino que llevas contigo. — Yandros hablaba a media voz, pero con una energía y una convicción que hicieron que Themila se tapase los oídos con manos temblorosas —. Digas lo que digas en contra, sabes en tu corazón que debes tu existencia al Caos, pues eres parte de él. Y a pesar de la carne humana de la que estás revestido, nuestro reino es tu única y verdadera patria, y nosotros, tu única familia verdadera. Debes cumplir tu promesa, Tarod, ¡debes de traer de nuevo el Caos a este mundo!
— ¡Yo sirvo al Orden!
— No puedes servir al Orden, ¡porque eres del Caos!
— ¡Espera! —dijo súbitamente Keridil y el sonido de su voz sobresaltó a Tarod, que había estado tan absorto en su enfrentamiento con Yandros que casi había olvidado la presencia del Sumo Iniciado.
Keridil había apoyado una mano sobre la corta espada ceremonial que pendía de su cinto. Observaba a Tarod, con mirada de halcón, y parecía no saber de fijo lo que quería decir.
—Tarod..., esa criatura, ese... ese demonio, ha dicho muchas cosas de ti... que me espantan ¿Son verdad?
Tarod no podía mentir, pero tampoco podía responder a la pregunta con absoluta sinceridad. Con voz apenas audible, dijo:
—Yo sigo al Orden, Keridil. Siempre lo he hecho... y siempre lo
haré.
—¿Y si el Caos quiere lo contrario?
— Entonces lucharé contra ellos. Presté juramento a Aeoris al hacerme Adepto, y mi fidelidad es inquebrantable.
— Tu fidelidad, hermano, está mal orientada.
Tarod y Keridil se volvieron a Yandros, y Keridil fue el primero en hablar.
—¿Que sabe el Caos de fidelidad? —le desafio—. Vuestras consignas son engañosas y malévolas... ¡Conocemos vuestros procedimientos, Yandros del Caos! Nuestros archivos dicen...
Yandros le interrumpió con una carcajada que hizo temblar la niebla del Salón de Mármol.
— ¡Vuestros archivos dicen! — le imitó, con desdén burlón—. Entonces, si eres historiador además de líder, Keridil Toin, sabrás que vuestro querido régimen está volviendo al polvo seco del que nació. El Orden ha reinado sin control durante tanto tiempo que se ha estancado, y tú —añadió apuntando con un largo dedo a Keridil— ¡te has convertido en un anacronismo!
—¿Te atreves a... ? —empezó a decir Keridil, furiosamente.
Yandros hizo un ademán y el Sumo Iniciado guardó silencio.
—Sí, mortal, ¡me atrevo! Vuestro venerado Aeoris no significa nada para mí, pues también él es tan anacrónico como sus siervos. — Su voz bajó de tono, de pronto inhumanamente persuasiva—. El Orden ha arraigado tanto en este triste y pequeño mundo que sus servidores ya no tienen razón de existir. Sí, vuestro Círculo continúa, y sigue transmitiendo a nuestros nuevos Adeptos la suma total de vuestros siglos de conocimientos. Pero sin un adversario que os plante cara, todos estos conomientos son inútiles. Sin nada a lo que combatir, sin entuertos que enderezar, no tenéis ningún valor. ¿Qué eres tú, Keridil Toin? ¿Cuál es la justificación de tu existencia en un mundo donde reina Aeoris sin oposición? ¿Hacer su voluntad, imponer sus leyes? Su voluntad se hace y sus leyes se mantienen sin necesidad de que tú intervengas. ¡No tienes una razón legítima para existir!
Lo que decía aquel ente era como un eco horrible de las ideas que últimamente habían infestado los sueños más negros de Keridil, y éste se aterrorizó al descubrir que el insidioso argumento le había casi convencido. Y entonces recordó quien, con aparente inocencia, había despertado las primeras dudas y temores en su mente...
Luchando contra la incertidumbre, replicó:
—¿No hay una razón legítima, demonio? ¿Y qué me dices de las dificultades que afligen ahora a nuestra tierra? Los Warps, los bandidos, los...
— ¡Oh, sí! Los Warps. Desde que usurpasteis la fortaleza a nuestros antiguos servidores, jamás habéis comprendido su naturaleza, ¿verdad? Los Warps, amigo mío, son una manifestación de los procedimientos nuestros que os jactáis de conocer tan bien, como lo es el
Castillo donde vivís y, en particular, este Salón en que ahora nos hallamos. —Los labios finos y perfectos se torcieron ligeramente—. Nos enorgullecemos de no haber sido totalmente olvidados en este mundo.
Súbitamente, este concepto causó una terrible impresión a Keri-dil, al recordar los esfuerzos de generaciones en el Círculo de Adeptos para desentrañar los misterios que los Ancianos habían dejado tras ellos al ser finalmente enviados al infierno que Yandros y los suyos habían creado para sus seguidores. Ya no dudaba de que aquel ente de cabellos rubios fuese lo que afirmaba ser, pero la idea de que un Señor del Caos pudiese manifestarse en un mundo regido enteramente por el Orden le horrorizaba. Iba contra todas las doctrinas y creencias que le habían inculcado desde su infancia, según las cuales el Caos había sido expulsado y nunca volvería. Pero las anomalías de los Warps y el propio Castillo habían derrotado a las mentes más grandes del Círculo a lo largo de toda su historia... Sí, Yandros tenía razón.
— En consecuencia, Keridil Toin — siguió diciendo amablemente Yandros —, ¿no estás de acuerdo en que el Caos tiene que ocupar un sitio en vuestro mundo, y en que, sin el Caos, no puede haber un verdadero Orden?
El argumento de aquel ser era peligrosamente seductor, y Keridil sintió que su voluntad se estaba debilitando. Seguramente, una voceci-lla interior le estaba diciendo que, para las fuerzas del Orden, sería mejor tener un verdadero adversario contra el que luchar que limitarse simplemente a los torneos ceremoniales...
Bruscamente, rompió el hilo de sus pensamientos y sintió un escalofrío al darse cuenta de lo cerca que había estado de caer bajo el hechizo mortal de Yandros. Pensar que podía discutir contra un Señor del Caos... Keridil sofocó el estremecimiento que le había producido esta idea y comprendió que sólo podía hacer una cosa. Yandros era demasiado peligroso; tenía que ser sujetado y expulsado, antes de que su influencia lo dominase todo irreversiblemente.
Se obligó a apartar la mirada de aquel ser de rubios cabellos, aunque ello le exigió un tremendo esfuerzo de voluntad. Después sacó la espada ritual de su adornada vaina y la levantó delante de su cara. Estaba sudando copiosamente y una fuerza oculta, subterránea, parecía tratar de contenerle; pero habló a pesar de todo.
— Aeoris, Señor de la Luz, Guardián de las Almas y Dueño del Destino...
Oyó que alguien (pensó que debía ser Tarod) suspiraba profundamente, pero hizo acopio de todas sus fuerzas y prosiguió:
— Tú que tomaste forma mortal en la Isla Blanca, escucha a tu siervo en esta hora de aflicción... Escucha a tu siervo y portavoz, Aeoris, tú que atas y sujetas las fuerzas de la negra corrupción...
—Keridil, por tu vida, ¡no lo hagas!
Keridil se interrumpió antes de terminar la frase, saliendo del medio estado de trance en que había caído. Sintiéndose, de pronto, terriblemente mareado, miró a Tarod, que había roto la invocación ceremonial.
—¿Qué...?
Pero Keridil no pudo formular su pregunta.
Tarod estaba temblando. Había reconocido instantáneamente las primeras frases del rito más poderoso del Círculo, que solamente podía ser empleado por el Sumo Iniciado en persona en caso de extrema necesidad. La Séptima Exhortación de Destierro era un texto sagrado que sólo podía emplearse para combatir a una entidad astral que no respondiese a métodos más suaves.., y más seguros. Era una de las medidas más extremas conocidas por los altos Adeptos; pero Tarod sabía el efecto que podía producir en Yandros.
—Keridil —repitió, en tono apremiante—, no lo utilices, ¡no te atrevas a desafiarle!
Keridil miró a Tarod, con una mezcla de desconfianza y de incertidumbre en su expresión, mientras Yandros les observaba a los dos, al parecer divertido.
—¡Maldito seas, Tarod! ¿Qué te propones? —silbó Keridil—. ¡Ésta es la única manera!
— ¡Esto no es nada! ¿No te das cuenta, Keridil, de que los ritos del Círculo no significan nada para Yandros? Él no es un demonio astral... , ¡es el Caos! Y si quiere, ¡puede destruirte así!
Chascó los dedos delante de la cara del Sumo Iniciado.
Keridil no podía dejar de reconocer que esto era verdad; pero no tenía otra alternativa, y se irritó contra Tarod.
—Entonces, ¿qué quieres que haga? —preguntó—. ¿Que le dé la bienvenida? ¿Que me aparte a un lado y le deje actuar libremente? ¿O crees que tú tienes poder para poner fin a esta pesadilla?
Tarod miró reflexivamente a Yandros y sintió que el anillo de plata latía sobre su dedo. Se pasó la lengua por los labios, que se habían secado de pronto.
—Sí, tengo poder para ello...
La expresión de Yandros se ensombreció.
—No te atreverás... , ¡estás ligado por nuestro pacto! Y si intentas...
— No, Yandros, no me destruirás... No puedes destruirme, ahora.
El momentáneo destello de incertidumbre en los ojos de aquel ser
había confirmado lo que sospechaba Tarod. Con el reconocimiento de su verdadera naturaleza, y de la naturaleza del anillo que llevaba, el antiguo poder que había estado adormecido dentro de él había resurgido en toda su plenitud, con una fuerza mucho mayor de lo que él mismo habría podido imaginar. El poder que había tenido hacía años y que le había hecho matar primero a Coran y después al jefe de los bandidos era un juego de niños comparado con el que sentía en este momento en su interior. Ni el poder de Yandros, ni siquiera el del propio Caos, podían destruirle ahora. Y aunque podía odiar la naturaleza de esta fuerza, la emplearía en caso necesario...
También Keridil había visto las implicaciones de la respuesta de Tarod a su pregunta, y sabia que esto les había llevado a los dos al borde de la prueba definitiva y más crucial. Era tanto lo que estaba en juego que tenía que descubrir de parte de quién estaba la verdadera lealtad de Tarod.
—Tarod —le apremió, temblándole la voz—, si tienes este poder, debes emplearlo ahora. No puedes servir a dos señores. ¿Eres fiel al Orden, o al Caos?
Tarod tenía una mirada atormentada.
—¡Yo sirvo al Orden! —respondió, con áspera vehemencia.
—Entonces te ordeno, como Sumo Iniciado, ¡que expulses a Yandros de este mundo!
Los antiguos lazos tiraban de él: obedecer a Keridil sería traicionar a una parte de sí mismo..., pero en todos los años pasados en el Castillo, había aprendido a odiar y despreciar al Caos y todo lo que éste representaba. Permitir que aquellas afinidades le dominasen ahora sería una traición mucho más grande; una traición a la tierra y al pueblo que consideraba suyos.
Yandros adivinó las intenciones de Tarod antes de que éste se volviese a mirar al ser de cabellos de oro, y torció el gesto.
— ¡No seas imbécil! Estás atado por...
Tarod sintió aumentar aquella atracción; imágenes frenéticas y bellas pasaron por su mente. Hizo acopio de fuerzas para luchar contra ellas y declaró:
—¡No estoy atado por nada! Te rechazo, Yandros... ¡Ahora pertenezco al Círculo!
—Entonces te traicionas a ti mismo en aras de una ilusión. Tarod, hermano...
Antes de que pudiese seguir hablando, Tarod levantó la mano izquierda. La piedra de su anillo centelleó, cobrando vida, y él sintió surgir la fuerza en su interior, anegándole, mientras la joya reflejaba el aura del Señor del Caos, volviéndola contra sí misma.
—¡Véte! —ordenó Tarod, con voz tonante—. Vuelve al lugar del que has venido, Yandros del Caos. ¡Te rechazo y te destierro! ¡Aroint!
Yandros trató de hablar, pero ningún sonido brotó de sus labios. Su forma se torció, se alabeó; por un instante, la cara de Tarod se superpuso a la suya, y entonces, con un ruido como de cristales rotos, la refulgente figura pareció fundirse en una columna de fuego blanco, y se desvaneció.
Tarod permaneció rígido, respirando fatigosamente y teniendo que ejercer todo su dominio sobre sí mismo para impedir que le flaqueasen las piernas cuando la ola de poder se extinguió. El Salón de Mármol estaba ahora silencioso como una tumba, y Tarod sintió a Keridil y a Themila a su lado. No sabía lo que habían visto, ni lo que habían sentido al ser expulsado Yandros, pero sentía su miedo como una presencia tangible. Y, de pronto, supo que tenía que apartarse de ellos. No podía enfrentarse con su confusión y su incertidumbre, tenía un miedo horrible a que le condenasen.
Se volvió y se encaminó a la puerta con tanta rapidez que, cuando los otros se dieron cuenta, casi se había perdido entre la niebla movediza del Salón.
— ¡Tarod! — le llamó Themila, y su voz resonó en el silencio—. ¡Espera!
—No... —Keridil la detuvo, para que no corriese tras Tarod—. Deja que se vaya, Themila. Creo que es mejor así... Todos necesitamos recobrar nuestros sentidos.
La condujo a paso lento hasta la puerta de plata; salieron al pasillo y Keridil cerró la puerta a su espalda. Ninguno de los dos habló mientras volvían a la biblioteca y subían la escalera del sótano, y cuando al fin salieron a la noche, el cielo estaba tranquilo y sereno. El
Warp que había amena zado desde el norte cuando ellos empezaron su trabajo había desaparecido.
Themila escudriñó rápidamente el patio, por si había alguna señal de Tarod, pero nada se movió y no había luz en ninguna de las ventanas del Castillo.
—Si no estás demasiado cansada, puedo ofrecerte un vaso de vino en mis habitaciones —dijo Keridil —. El fuego estará todavía encendido; el anciano Gyneth no quiere apagarlo hasta que sabe que estoy durmiendo en mi cama.
Estaba tratando de mitigar la impresión que habían recibido, dando una apariencia de normalidad a su situación, y Themila le sonrió, agradecida.
—Gyneth es un buen hombre..., tu padre le tenía en alta estima. Sí, te acompañaré. Gracias. — Miró la cara tensa del Sumo Iniciado—
Y creo que nos conviene hablar de esto antes de que nos retiremos a descansar.
De nuevo en las habitaciones de Keridil, se acomodaron delante del fuego mientras Gyneth, que había estado esperando como una sombra el regreso de su señor, les servía vino caliente y bizcochos, y aguardaba, solícito, hasta que Keridil le ordenó que se fuese a la cama. Themila sorbió el vino, agradeciendo el calor que le daba, y después dijo:
—Bueno, Keridil, ¿qué vamos a hacer ahora?
Él la miró con ojos llenos de incertidumbre. Le intimidaba obligar a su mente a repasar los sucesos de la noche, que estaban tomando ya el aspecto de una pesadilla medio olvidada.
—Contéstame primero a esto —dijo—. ¿Crees que Yandros... era lo que decía ser?
—Sí. No lo he dudado un solo instante —dijo ella, estremeciéndose.
— ¿Y.... Tarod?
Themila no respondió, y Keridil suspiró. Su silencio era significativo: ella sabía la verdad lo mismo que él. Sí, Tarod había proclamado su lealtad al Círculo, y no había vacilado cuando Keridil le había pedido que demostrase su fidelidad. Pero no había negado en absoluto el parentesco que Yandros había dicho que les unía. Y el hecho de que él, y sólo él, tuviese poder para expulsar a aquel ser, era seguramente prueba de ello.
Un hombre, un mortal según todas las apariencias, pero que llevaba su alma en la piedra de un anillo..., el alma de un Señor del Caos..., ¡era absurdo! Pero Tarod no lo había negado... Y sabía, y había ocultado este conocimiento, que Yandros era responsable directo de la muerte del padre de Keridil. Le había quitado la vida a cambio de salvar la de Tarod... Ni siquiera la probada lealtad de Themila podía perdonar esto.
Keridil comprendió que ya no podía enfrentarse él solo con las preguntas sin respuesta. Necesitaba el apoyo y el saber de sus semejantes para decidir lo que tenía que hacer en vista de las revelaciones de esta noche. Y además, no podía mantener el asunto en secreto. Si llegaba a saberse, y estaba seguro de que sería así, su propia posición sería muy precaria.
Dejó el bizcocho que tenía en la mano, incapaz de comerlo.
—Tendré que convocar un pleno del Consejo —dijo.
— ¡Oh, Keridil...! ¿Crees que es necesario?
—Comprendo, Themila, los motivos que te impulsan a defender a Tarod, ¡pero hay que hacerlo! No puedo ocultar esto... y no puedo llevar todo el peso sobre mis hombros. Esta noche, un Señor del Caos ha aparecido entre nosotros, ¡y Tarod le ha llamado! Posiblemente es el suceso más siniestro con que nos hemos enfrentado en muchas generaciones, ¿y me preguntas si es necesario reunir al Consejo?
Ella apoyó una mano en su brazo.
— Lo siento, Keridil. Lo dije sin pensar. Pero tienes razón; hay que hacerlo. Aunque sólo los dioses saben lo que pensará Tarod de esto.
Fuesen cuales fueren las circunstancias, pensó Keridil con envidia, Themila ponía siempre en primer lugar el punto de vista de Tarod. Le había tomado bajo su protección desde el día en que llegó al Castillo, y nunca había dejado de preocuparse por él. De pronto, se sintió muy solo, además de un poco resentido, y estuvo a punto de recordar le a Themila que Tarod había sido, al menos indirectamente, responsable de la muerte de Jehrek. Pero dominó su impulso, consciente de que sería injusto, además de que no serviría de nada. En vez de ello, dijo:
—Desde luego, tendrá oportunidad de hablar. Pero si el peso de la opinión se inclina contra él...
—¿Qué quieres decir?
— Tarod tiene amigos, Thernila, pero también tiene enemigos. Como Rhiman Han, con su mezquina envidia. — Keridil prescindió de la vocecilla interior que le acusaba de ser bastante hipócrita—. Y hay muchos viejos miembros del Consejo que consideran con superstición casi obsesiva todo lo que se refiere al Caos. Querrán tomar todas las precauciones posibles.
A Themila no le gustó el rumbo que tomaba la argumentación de Keridil y dijo:
—Pero Keridil, ¿qué significa esto? Hablas de que el peso de la opinión se puede inclinar contra Tarod..., pero, ¿qué ocurriría entonces?
Hubo una larga pausa antes de que Keridil respondiese:
—En verdad, Themila, no lo sé. Esto ya no depende de mí. No tengo derecho a tomar decisiones por cuenta del Consejo de Adeptos.
— ¡Tú eres el Sumo Iniciado!
—Sí, y que Aeoris me valga, ¡lo soy! Pero, cuando fui investido de mi cargo, juré que gobernaría nuestro Círculo de acuerdo con la voluntad de sus miembros. En teoría puedo tener autoridad para anular las decisiones del Consejo, pero, en la práctica, no me atrevo a hacerlo. Sea cual fuere la decisión de la mayoría del Consejo, debo acatarla. Si no lo hiciese, ¡no sería digno de mi cargo!
A pesar de toda su preocupación por Tarod, Themila comprendió lo difícil que era la situación de Keridil. Ella podía defender a quien quisiera, según los dictados de su corazón y de su conciencia; pero Keridil no podía hacerlo, y estaba claro que las presiones contrarias de la amistad y el deber le ponían en un brete.
A menos que... pero no; Themila rechazó por absurda la idea que se le había ocurrido de pronto. Siempre había habido una amistosa y sana rivalidad entre Keridil y Tarod, pero no pasaba de aquí. A fin de cuentas, Keridil era el Sumo Iniciado. ¿De qué podía sentir envidia?
Se levantó.
—Perdóname, Keridil. Estoy cansada, a pesar de mis preocupaciones, y presumo que también tú lo estás. Tienes razón: hay que convocar un pleno del Consejo, y cuanto antes mejor. Sea cual fuere el resultado, es peremos y recemos para que quede pronto resuelta la cuestión.
Keridil se levantó también y se acercó a ella para besarla afectuosamente en la mejilla.
—Cuento con tu ayuda, Themila. A veces creo que tu voz es la única sensata en un mundo enloquecido.
—Buenas noches, querido hijo... Se volvió y salió de la estancia.
Cuando Themila se hubo marchado, Keridil se sentó a la rayada y gastada mesa que tantos Sumos Iniciados habían ocupado antes que él, y se tapó la cara con las manos. Sabía que, si su padre hubiese estado en su lugar, se habría arrodillado delante de la lámpara votiva y rezado a Aeoris para que le guiase, pero Keridil no tenía la serena convicción de Jehrek. Y había demasiadas ideas contradictorias en su cabeza que le impedían una clara reflexión.
Tarod... una criatura del Caos... El concepto todavía parecía absurdo, pero la prueba era irrefutable. Y eran demasiados los factores que convergían en el espantoso cuadro: la manera en que había llegado Tarod al Castillo, su extraordinario y rápido ascenso en las filas de los Iniciados, el fondo de rebeldía que le había opuesto a los sistemas del Círculo... Tarod era, y siempre había sido, diferente. Y ahora sabían cuál era en realidad la diferencia.
Esta noche, Tarod había afirmado su lealtad al Orden y al Círculo del que formaba parte. Pero Keridil había visto la lucha interior que sostenía su amigo mientras hacía esa afirmación, y esto le aterrorizaba. Tal vez, en un futuro próximo, Tarod se mantendría firme en su lealtad, y Keridil no dudaba en absoluto de que había sido sincero. Pero ¿no podía llegar un tiempo en que las otras fuerzas, las antiguas fuerzas, volviesen a tirar de él? Ya le habían marcado una vez, y el resultado había sido una tragedia. Si esto volvía a ocurrir, como era posible, incluso contra la voluntad de Tarod, ¿no podían ser aún peores las consecuencias?
Keridil consiguió a duras penas dominar el súbito y violento impulso de arrojar su copa de vino a la chimenea, llevado de su frustración. Le dolía la cabeza y le era imposible pensar con claridad; tal vez debería seguir el ejemplo de Themila e irse a dormir...
Estaba a medio camino de la puerta cuando se acordó de Sashka Veyyil.
Su boda con Tarod tenía que realizarse en cuanto se hubiesen hecho los últimos preparativos... El mismo tenía que oficiar, ligar a la joven, con un lazo indisoluble, a un hombre que...
Que no es del todo humano, dijo una vocecilla en el interior de Keridil. Un hombre cuya alma debe su existencia al Caos...
Bruscamente, Keridil se sentó de nuevo. ¿Era posible que Sashka supiese la naturaleza del hombre con quien se había prometido? No; ni siquiera el propio Tarod lo había sabido hasta esta noche, al menos de una manera consciente. Y si ella se enteraba, ¿qué pensaría y qué haría? Si abandonaba a Tarod, ahora, cuando él quizás la necesitaba más que nunca, podía destrozarle. Keridil conocía la intensidad de los sentimientos de su amigo con respecto a la joven. Y sin embargo... , ¿era justo permitir que contrajese matrimonio a ciegas, sin saber la verdad?
Un fastidioso gusanillo se agitó dentro de Keridil, des mintiendo sus motivos. ¿Trataba realmente de ser justo y altruista, o eran los antiguos celos los que se ocultaban detrás de sus pensamientos? ¿Le preocupaba el bienestar de Sashka, o era más bien su propio enamoramiento de una mujer que podía, de pronto, estar a su alcance, si le era revelada la verdad sobre Tarod?
Descargó un puñetazo sobre la mesa y se mordió el labio al sentir un fuerte dolor en el brazo. Él era el Sumo Iniciado, como todo el mundo parecía empeñado en recordarle. Tenía el deber de decir la verdad, de no ocultar nada, y este deber hacía que toda consideración personal fuese irrelevante. Y si no podía tranquilizar su propia conciencia en lo tocante a Sashka, al menos podía — debía, se dijo — informar a Kael Amion, su Superiora. Después, el asunto ya no dependería de él y podría vivir tranquilo.
Abrió un cajón de la mesa y sacó varias hojas de pergamino. Extendiendo una de ellas delante de él, mojó una pluma en el tintero que tenía al lado y poco a poco, cuidadosamente, empezó a escribir una carta. Trabajó sin parar durante un buen rato y, cuando al fin hubo terminado, espolvoreó con arena las tres hojas que había escrito y las introdujo en una pequeña bolsa de cuero marcada con la insignia personal del Sumo Iniciado.
¿Enviaría el mensaje? De nuevo le remordió la conciencia, y acarició la bolsa con la mano, a punto de extraer los pergaminos y arroja r-los al fuego. Pero una imagen mental de la cara de Sashka le contuvo. Acaso no estaba cumpliendo simplemente su deber al informar a Kael de lo que sucedía? Su padre no habría hecho menos...
Keridil vacilaba todavía cuando se abrió la puerta y vio el rostro sorprendido y preocupado de Gyneth.
—Señor..., creí que te habías acostado.
Las palabras del anciano tenían un ligero tono de reprimenda paternal, y Keridil sacudió la cabeza.
—Hay mucho que hacer, Gyneth. Esta noche.., bueno, no importa. Supongo que pronto te enterarás. —Miró de nuevo la bolsa—. Gyneth...
— ¿Señor?
Tenía que decidirse... Keridil se levantó.
—He de enviar un mensaje a la Señora Kael Amion, en la Residencia de la Hermandad de la Tierra Alta del Oeste. Es muy urgente...
—Despertaré inmediatamente a un mensajero, señor. Saldrá antes de una hora y estará allí en menos de dos días.
Gyneth avanzó y tomó la bolsa de manos de Keridil, y entonces sintió éste que le quitaban un gran peso de encima.
—Sí. —dijo, volviéndose para contemplar el fuego—. Sí. Creo que así estará bien.