CAPÍTULO 16

— Estamos en deuda contigo, Hermana Novicia Sashka Vey yil. —El anciano Consejero tomó la mano de Sashka y se inclinó sobre ella de una manera normalmente reservada a las mujeres de alta categoría... y de edad avanzada—. Nos has prestado un gran servicio, y el Círculo te está sumamente agradecido.

Sashka disimuló su orgullo y su satisfacción bajo una máscara de adecuada modestia e hizo una reverencia.

— Creo que no he hecho más que cumplir mi deber con Aeoris, Señor. Pero me halaga mucho tu amabilidad.

Mientras hablaba, miró brevemente y de reojo al hombre de rubios cabellos que estaba un poco apartado de los otros en la habitación elegantemente amueblada. Era el único que todavía no le había dicho una palabra, y esto la disgustaba e inquietaba al mismo tiempo, haciendo que se preguntase si le había molestado u ofendido en algo. A fin de cuentas, había sido amigo íntimo del hombre que ahora yacía inconsciente en una habitación fuertemente custodiada de otra ala del Castillo... Pero la carta, su carta, había parecido tan prometedora...

Keridil vio que la joven le miraba y su pulso se aceleró desagradablemente. Había una combinación de súplica y desafío en aquella mirada; pero, aunque creía haber interpretado bien su significado, todavía se sentía reacio a hablar. Hasta ahora había dejado que los ancianos del Consejo ofreciesen a Sashka los plácemes que le eran debidos, prefiriendo mantenerse él en segundo término hasta que estu-vie se más seguro de sí mismo.

No podía borrar enteramente de su memoria la impresión que había sentido cuando, hacía apenas una hora, había llegado al Castillo el grupo de la Tierra Alta del Oeste. De momento, al ver la figura inmóvil de Tarod atada sobre el lomo de la yegua, sin el menor respeto ni consideración, un sentimiento de culpa había roído sus entrañas como una rata hambrienta. Pero entonces había visto a Sashka, y aquel sentimiento había sido superado por otras y más fuertes emociones.

Al escuchar su relato, hecho con un aplomo que le impresionó en gran manera, empezaron a renacer las viejas esperanzas en la mente de Keridil. Ya no tenía motivos para estar celoso: Sashka había roto todos los lazos con Tarod por su propia voluntad, y volvía a ser libre. Si su cambio de actitud era auténtico, y Keridil no tenía razón alguna para pensar de otra manera, lo que antes le había parecido inalcanzable se había convertido, de pronto, en una posibilidad.

Se dio cuenta de que la estaba mirando como un vulgar mozo de cuadra y desvió rápidamente la mirada. Si pudiera encontrar una oportunidad de hablar con ella a solas...

También Sashka abrigaba ideas parecidas. Aunque halagada por los encomios que le prodigaban los Consejeros, deseaba que los ancianos terminasen sus discursos y se marchasen. Deseaba tener ocasión de mirar abiertamente aquella estancia que presumía que era el estudio particular del Sumo Iniciado, y también de hablar con éste sin la engorrosa presencia de tantos observadores y, sobre todo, de su carabina.

Sashka no disimulaba la aversión y el desprecio que sentía por la Hermana Erminet Rowald. Podía ser muy buena herbolaria, pero, en opinión de Sashka, era también como un sargento de cara arrugada y lengua viperina, cuya mente recelosa y cuyos ojos de ave de presa observaban la menor infracción de sus severas normas. Podía estar segura de que la Hermana Erminet informaría a Kael Amion de todos los detalles de su encuentro con el Sumo Iniciado, enriqueciendo el relato con sus propias y acerbas observaciones. Y no era probable que la Hermana Erminet la perdiese de vista un solo instante...

Sashka pegó un salto cuando la vieja Hermana habló, de pronto, como activada por sus agrios pensamientos.

—Señores, si me lo permitís, creo que debería volver junto a mi paciente. —Durante todo el viaje, se había referido remilgadamente a Tarod como a un paciente—. Vuestro médico es, desde luego, un hombre excelente, pero como hasta ahora me he cuidado yo de él... — Frunció los labios en elocuente rechazo de la capacidad de Grevard y añadió—: Si algo se estropease ahora, nunca me lo perdonaría.

Antes de que cualquiera de los Consejeros pudiese contestar, Ke-ridil se adelantó.

—Lo siento, Hermana —dijo, con una sonrisa de disculpa—. Hemos sido egoístas al entretenerte; has hecho un viaje largo y difícil. En cuanto te hayas asegurado de que todo marcha bien, debes tomarte un tiempo de descanso. Caballeros —prosiguió, dirigiéndose a los Consejero—, debemos despedirnos de las buenas Hermanas hasta más tarde.

La Hermana Erminet era insensible a los halagos. Repitió con firmeza:

—Ante todo debo atender a mi paciente, Sumo Iniciado. Si me lo permites, tal vez una de vuestras mujeres podría encargarse de Sas h-ka...

—Con mucho gusto. Pero quisiera, desde luego con tu permiso, poder hablar con ella a solas durante unos minutos. —Se llevó a la Hermana aparte, para que los otros no pudiesen oírle—. Lamento tener que hacerlo, pero he de interrogarla más a fondo; puede haber detalles que sola mente ella conoce y que pueden tener importancia en este lamentable asunto. Y supongo que se sentirá menos intimidada si no está rodeada de inquisidores.

La Hermana Erminet inclinó la cabeza.

—Naturalmente, se hará lo que deseas, Sumo Iniciado. — Entonces levantó la cabeza y sus ojos parecieron cándidos—. No pretendo comprender los motivos de la joven para hacer lo que hizo, aunque fuese en cumplimiento de un deber. Hay algo antinatural en una traición de esta naturaleza.

Keridil sintió que se sonrojaba.

—Sin embargo, nosotros tenemos buenas razones para estarle agradecidos, Hermana. Posiblemente las causas y los motivos son menos.. , importantes de lo que habrían podido ser en otro caso.

Ella bajó la mirada.

—Así es.

Sashka dio gracias en silencio a los dioses al ver que la Hermana Erminet salía del estudio, seguida de los Consejeros. Se había producido el pequeño milagro que casi no se había atrevido a esperar: estaba a solas con Keridil.

Durante lo que le pareció un rato muy largo, permanecieron frente a frente sin hablar. Por último, fue Keridil quien rompió el silencio.

— Me alegro de tener esta oportunidad de hablar contigo en privado —dijo pausadamente.

Sashka miró sus propias manos cruzadas.

—Aprecio tu amabilidad, Sumo Iniciado. Dadas las circunstancias, me preguntaba si... tal vez no sentirías...

Se interrumpió, humedeciéndose los labios con inquietud.

Keridil suspiró.

—Tarod y yo éramos amigos desde la infancia —dijo—. No negaré que la decisión que tuve que tomar fue una de las más duras de mi vida.. , pero la tuya debió ser mil veces peor.

Sashka comprendió que él la ponía a prueba. Keridil quería, tal vez necesitaba, saber que la rotura de sus lazos con Tarod era definitiva. Su respuesta podía ser crucial..., y esperó no haber juzgado mal sus motivos. Volviéndose hacia la ventana, dijo:

—Tarod y yo nos habríamos casado aquí, en el Castillo. Me dijo que tú habías accedido a oficiar en la ceremonia.

—Sí... ¿Lamentas que no pueda ser, Sashka?

—No. —Su respuesta fue tan inmediata y tan firme que él se sorprendió. Después añadió, todavía sin mirarle —: Mira, él me dijo... mucho más de lo que había en tu carta. En realidad, creo que no me ocultó nada.

— Entonces, ¿sabes lo de... Rhiman Han?

—¿El hombre a quien mató? Si. También me dijo esto.

Keridil creyó que estaba empezando a comprender. Hacía sólo unos días que, en esta misma habitación, había preguntado lisa y llanamente a Tarod si Sashka tenía algo que temer de é1. Tarod había negado con vehemencia esta posibilidad; pero parecía que Sashka no sentía lo mismo, y Keridil sabía que el miedo era un sentimiento sumamente destructor. De pronto, compadeció a la muchacha y, con la compasión, resurgieron otras emociones.

— Sashka...

Se acercó a ella y, a modo de tanteo, apoyó una mano en su hombro. Había pretendido que el ademán fuese, o al menos pareciese ser, solamente amable; pero ella se volvió hacia él, de manera que Keridil pudo ver el calor y la esperanza en sus ojos oscuros.

—Lo siento... —dijo él, con voz confusa—. Tienes que haber sufrido tanto...

Ella encogió ligeramente los hombros.

—Ahora esto parece importar poco. Es como si todo hubiese sido un mal sueño... Además, mis preocupaciones no tienen que importarte, Sumo Iniciado.

—Llámame Keridil —la corrigió amablemente él—. Y eres injusta contigo misma, Sashka: tus preocupaciones me importan mucho.

Todavía tenía la mano apoyada en su hombro, y ella no intentó apartarse. En una voz tan baja que apenas era audible, preguntó:

— ¿Qué le ocurrirá a Tarod?

Keridil vaciló. No quería trastornarla, pero no podía demorar para siempre la respuesta. Ella tardaría poco en descubrir la verdad, aunque él tratase ahora de ocultársela.

—El Consejo de Adeptos le ha condenado, Sashka —dijo—. No había alternativa.

—Entonces, ¿morirá?

— Sí...

Ella asintió lentamente con la cabeza, como tomándose tiempo para asimilar la noticia. Después dijo:

—¿Cómo?

—Será mejor que no lo sepas. — Keridil se alegró, en este momento, de que ella no le estuviese mirando a la cara—. Esto es cuestión del Círculo. Yo no hubiese querido que fuese así, pero... hay que observar ciertas normas.

Sashka se volvió a mirarle, frunciendo los negros ojos.

— ¿Aunque se trate de un demonio?

Keridil la miró, consternado, y la expresión de Sashka se hizo casi desafiante.

— Es la verdad, ¿no, Keridil? Por favor, no te esfuerces en no herir mis sentimientos. Un hombre cuya alma reside en la piedra de un anillo no puede ser realmente humano, ¿verdad? —Se acercó de nuevo a la ventana—. He pensado mucho en esto durante el viaje desde la Residencia, y creo ser lo bastante fuerte para enfrentarme con los hechos. Si me hubiese casado con Tarod, me habría casado con un demonio. —Le miró nuevamente—. ¿No es verdad?

Si, es verdad, pensó Keridil, o casi verdad... Y en voz alta, dijo:

— Eres muy valerosa, Sashka. Pocas mujeres podrían considerar esta idea con tanta ecuanimidad.

Ella sonrió fríamente.

—¿Qué ganaría con engañarme? Prefiero dar gracias a mi buena suerte, por no haberme enterado demasiado tarde.

—Sin embargo, debes lamentarlo.

—Oh, lamentarlo, sí. Aunque tal vez no tanto como tú te imaginas, Keridil.

Él sintió que su pulso se aceleraba y deseó que no fuese tan sofocante el ambiente de aquella habitación.

—¿No?

Sashka sacudió la cabeza.

—Incluso antes de esto, me había preguntado si hacía bien en prometerme a Tarod. Y la respuesta me había trastornado mucho.

—Pero tú le amabas —le recordó Keridil, porque alguna parte perversa de su mente tenía que desafiar todas las declaraciones, dudar de toda esperanza.

Sashka sonrió.

—Le admiraba, y creía que admiración y amor eran lo mismo. Estaba equivocada. Y ahora creo que los dos habríamos sido muy desgraciados.

Era una declaración que, ni siquiera en sus sueños más alocados, había esperado Keridil oír de sus labios. En alguna parte, en lo más recóndito de su cerebro, una vocecilla le dijo que aquel cambio era demasiado repentino, o incluso cruel; pero su enamoramiento hizo que cerrase los oídos y rechazase aquella voz.

—¿Puedo tal vez ayudarte a mitigar un poco tu sufrimiento? — dijo amablemente.

Ella bajó tímidamente la mirada.

— Eres muy amable.

— No es amabilidad; es egoísmo. — Le asió la mano—. Si me hicieses el honor de cenar conmigo esta noche... Haría que nos sirviesen la cena aquí, a solas.

Una expresión divertida brilló en los ojos de Sashka.

— La Hermana Erminet se escandalizaría.

—Le diré a la Hermana Erminet que quiero librarte de la atención del público. Puedo valerme de mi rango para obtener su consentimiento.

Sashka rió entre dientes, tapándose la boca con la mano, y el Sumo Iniciado sonrió y dijo:

—Bueno, ¡te he hecho reír a pesar de tus tribulaciones! Es un buen comienzo.

—Sí —convino ella, más seriamente, pero con una cálida sonrisa—. Un buen comienzo.

— Sashka...

La Hermana Erminet se volvió, sorprendida por aquella voz inesperada, y vio que el hombre que estaba en la cama empezaba a moverse. Lanzó una imprecación en voz baja y se acercó a una serie de frascos y botes que había sobre la mesa. Normalmente, aquél hubiese debido estar inconsciente al menos hasta la noche; debía tener la constitución de un caballo del norte para que la última dosis de narcóticos hubiese dejado de surtir efecto con tanta rapidez.

Se arremangó y empezó a mezclar distintos polvos y a disolverlos en una copa de vino. Su larga experiencia le había enseñado que ni siquiera los pacientes más recalcitrantes solían rehusar una copa de vino...

— Sashka...

La voz fue ahora más fuerte, aunque todavía confusa por los efectos de la droga. La Hermana Erminet interrumpió sus preparativos y se acercó a la cama, donde miró un momento a Tarod antes de levantarle un párpado con dedos expertos. El ojo estaba vidrioso; sin duda no podía ver nada, y la mujer dudó de que él tuviese algún control sobre los miembros, lo cual hacía que fuese bastante inofensivo.

Estaba a punto de volver a la mesa, cuando una mano la agarró de un brazo, débilmente pero con firmeza.

— Por favor...

— ¡Aeoris!

A Erminet le dio un salto el corazón, y Tarod abrió los ojos.

No podía verla. Su mente trataba inútilmente de luchar contra una niebla que confundía sus pensamientos. No tenía más fuerza que un niño pequeño, pero se daba cuenta de la presencia de ella, y un instinto infalible le decía que estaba de nuevo en el Castillo. Sin que pudiese recordar la razón, esta idea le produjo irritación y miedo, y una parte de él sintió ganas de reírse de su propia tontería.

— El Castillo — dijo.

La Hermana Erminet frunció los labios.

—Sí, estamos en el Castillo. Aunque sólo los dioses saben si eres capaz de comprender lo que esto significa. Sería mejor que no lo fue-ses.Miró con recelo su colección de drogas.

Sashka..., tenía que decírselo a Sashka. Gradualmente, su mente se estaba aclarando un poco, aunque todavía no tenía un recuerdo coherente de los acontecimientos recientes.

La Hermana Erminet no le respondió. Había resuelto ya administrar al paciente una pócima que, manteniéndole físicamente impotente, le permitiese conservar cierto grado de coherencia mental. No se podía jugar con el cerebro; podía ser muy peligroso y su propia ética no le permitía arriesgarse a perjudicar en modo alguno al hombre que tenía a su cargo.

—Toma —dijo vivamente—, bebe esto, si puedes.

Agradeció a su buena suerte que Tarod estuviese todavía demasiado confuso para discutir y observó con alivio cómo engullía el contenido de la copa de vino que acercó a sus labios. No se podía andar con triquiñuelas con un Adepto de séptimo grado, y si la mitad de lo que le habían dicho de éste era verdad, no tendría el menor deseo de enfrentarse con él si recobraba todas sus facultades. Retiró la copa, la dejó sobre la mesa y, cuando se volvió de nuevo, le impresionó ver que aquellos ojos verdes estaban abiertos de par en par y llenos de inteligencia, y que la miraban fijamente.

—¿Quién eres? —preguntó Tarod con voz ronca.

La Hermana respiró hondo para tranquilizarse.

—Soy la Hermana Erminet Rowald. Has sido puesto bajo mi cuidado hasta nueva orden... No, por favor, no trates de moverte. Temo que no podrías hacerlo.

Tarod había intentado levantar un brazo, pero descubrió que no tenía fuerzas para hacerlo. De momento, casi sintió pánico, pero en seguida se dio cuenta de lo que pasaba.

— Eres una herbolaria. — Su boca se torció en una sonrisa helada y malhumorada, aunque le costó un gran esfuerzo—. Me has drogado.

—Sí; por orden del Sumo Iniciado y de la Señora Kael Amion.

— La Hermana Erminet hizo una pausa y correspondió, de pronto, a la torcida sonrisa de él—. Lo siento.

—¿Lo sientes?

Casi escupió estas palabras, y ella encogió los estrechos y nervudos hombros.

— Desprecia mi simpatía si así te place, Adepto, pero aquí encontrarás muy poca entre los demás.

Tarod empezaba a juntar las piezas del rompecabezas en que se habían convertido sus recuerdos. Recordó el garrote que le había dejado sin sentido... y la mano que lo había enarbolado. Una sensación terrible que no podía identificar amenazó con sofocarle.

—¿Dónde está Sashka...?

La Hermana Erminet sabía lo bastante acerca de la historia de Ta-rod para adivinar el resto, y frunció el entrecejo.

—Sigue mi consejo y no te preocupes de la Hermana Novicia Sashka.

— He preguntado dónde está.

La vieja suspiró.

—Está bien; te lo diré, ya que te empeñas. Supongo que en este momento está manteniendo una conversación privada con el Sumo Iniciado, en el estudio de éste. —Le miró de reojo—. Él parecía extraordinariamente deseoso de hablar a solas con ella.

Keridil... La magnitud de su falsía y de su traición hirió a Tarod como un cuchillo clavado en sus entrañas, pero no pudo responder a este sentimiento; el narcótico le impedía toda reacción que no fuese mínima.

Miró fijamente a la Hermana de duras facciones y comprendió que, a pesar de su brusquedad, la simpatía que le había manifestado era bastante auténtica. Tratando de dar acritud a su voz, dijo:

— Me parece, Señora, que no apruebas esta relación...

La Hermana Erminet había oído raras veces tanta amargura en una voz. Miró a Tarod durante un largo rato y después respondió:

—Esto no significa nada para mí. Todos hemos tenido momentos parecidos en nuestra juventud. Pero no puedo aprobar la fría traición.

— Entonces, ella...

—¿Si te ha traicionado? ¡Oh, sí! Te ha traicionado, te ha engañado, llámalo como quieras; la pequeña zorra sabía perfectamente lo que estaba haciendo. —Sonrió de nuevo, ahora tristemente—. Un Adepto de séptimo grado es una cosa; un hombre a quien han puesto precio a su cabeza, es otra muy distinta. A fin de cuentas, ella es una Veyyil Saravin; me extraña que tu sentido común no te hiciese ver su manera de ser.

Parecía no saber si burlarse de él o compadecerle, y Tarod no sabía si despreciarla o estarle agradecido. Cerró los ojos para no ver su propia aflicción impotente, y la Hermana Erminet volvió a su lado.

—Lo siento por ti, Adepto —dijo más amablemente—. A pesar de lo que hayas hecho y de quien seas, nadie merece un trato semejante por parte de la persona que ha dicho que le amaba. —Vaciló un momento—. Yo sentí una vez lo que sientes tú ahora, aunque dudo de que esto te sirva de consuelo. Me dejó plantada un joven cuyo clan pensaba que yo era inferior a ellos. Yo creía que él les desafiaría por mí, y en esto fui tan ingenua y tonta como tú. Cuando me di cuenta de mi error, traté de suicidarme, fracasé en mi intento y mi familia me envió a la Hermandad.

Se pasó la lengua por los labios, sorprendida, de pronto, de su propia actitud. En cuarenta años, no había hablado a nadie de aquel remoto incidente... , pero ahora pensó que nada perdía con confesarlo a un hombre que, antes de que pasaran muchos días, se llevaría a la tumba su secreto...

Tarod la observaba fijamente.

— Tal vez — dijo a media voz — somos los dos de la misma clase, Hermana Erminet.

Ella gruñó desdeñosamente.

—Nos parecemos tanto como un huevo a una castaña.

—Alargó una mano y le asió la muñeca izquierda. La nueva droga había surtido pleno efecto, y él nada pudo hacer para impedírselo. Erminet frotó la piedra del anillo con el dedo pulgar—. Es una curiosa chuchería. Los Iniciados estuvieron tratando de quitarte el anillo, pero no lo consiguieron. Dicen que guardas en él tu alma y que en realidad no eres un hombre, sino algo del Caos. ¿Es verdad?

Los ojos de Tarod centellearon.

— Empleas con mucha ligereza esta palabra. ¿No temes al Caos, Hermana Erminet?

—No te temo a ti. Y, seas o no seas del Caos, pronto habrán acabado contigo, y si es así, ¿por qué habría de temerte?

Esta vez no sería una espada clavada en la espalda...

Keridil seguiría el ritual ortodoxo del Círculo, y Tarod sabía demasiado lo que le esperaba antes de que su vida se extinguiese al fin. Purificación, exorcismo, condena, fuego... conocía los actos prescritos tan bien como el que más, aunque no se habían realizado desde hacía siglos y eran absolutamente bárbaros. Trataría de persuadir a la Hermana Errninet de que le administrase algún brebaje anestésico antes de que empezara el ritual de la muerte, aunque se imaginaba que era capaz de negarse por pura perversidad. En este caso, sólo podía esperar una terrible agonía antes de ir a reunirse con Aeoris...

Agonía. La perspectiva de este dolor físico no significaba nada para Tarod; parecía tan remoto y ajeno a la realidad como se sentía él. Cerró los ojos, súbitamente aplastado por una oleada de agotadora desesperación. Ni siquiera tenía fuerza para rebelarse contra su propio destino; ya no le importaba. El amargo sabor de la traición de Sashka había socavado su voluntad, y el olvido sería una bendición...

La voz de la Hermana Erminet interrumpió ásperamente sus tristes pensamientos.

—¿Cómo van a matarte? —preguntó, en tono indiferente—. ¿Lo sabes?

Él abrió de nuevo los ojos y la miró turbiamente.

—Creo que sí.

—Y no será una muerte fácil, ¿verdad?

— No...

Ella gruñó.

—No soy muy entendida fuera de mi especialidad, pero he leído bastante acerca de estas cosas... —Sus ojos, pequeños y brillantes como los de un pájaro, se fijaron en la cara de él cuando añadió, casi tímidamente—: Podría darte un narcótico. No lo bastante fuerte para que no sintieses nada, pues el Círculo sospecharía de mí. Pero siempre te... facilitaría las cosas.

— Eres muy amable.

Erminet se encogió de hombros y volvió la cara, desconcertada. Ni por un instante había presumido que, precisamente ella, podría sentir compasión e incluso débiles síntomas de afecto por un desconocido condenado a muerte; pero los sentimientos eran reales, y ella, lo bastante sincera para no negarlos. Tal vez era una empatía natural con alguien que había sido víctima de una amante traidora, como lo había sido ella antaño de un amante traidor; o tal vez se debía a una arraigada antipatía contra Sashka y otras muchachas como ella, a quienes Erminet consideraba diletantes sin ningún mérito. En todo caso, no le gustaba ver una vida vigorosa tronchada y desperdiciada.

— No soy amable — dijo a Tarod, en tono cortante—. Soy, sencillamente, más afortunada que tú. Tú estás destinado a morir, mientras que yo debo seguir viviendo para tratar de inculcar un poco de mi saber sobre las hierbas a esas Novicias de cabeza hueca. Y si es esto lo que quiere Aeoris, no voy a discutirlo. Además, si tú eres lo que ellos dicen, sin duda haremos bien en librarnos de ti.

Tarod se echó a reír. Lo hizo en voz baja, pero el sonido fue inconfundible y la Hermana se volvió para mirarle.

—Eres muy raro —observó— he visto morir a mucha gente, pero a nadie reírse de la perspectiva de la muerte.

—Oh, yo no me río de la muerte, Hermana —dijo Tarod—. Sólo me río de ti.

—¿De mí? —dijo ella, enojada.

—Sí. Me ves impotente, gracias a tus pócimas, y dices que os libraréis de mí. —Por un momento, un fuego extraño brilló en sus ojos; después, se apagó—. Espero por el bien de todos, Hermana Erminet, ¡que no os equivoquéis!

Encima del Castillo, el cielo había adquirido color de san gre seca, y teñía las grandes losas del patio con un reflejo fatídico. Desde la ventana de su estudio, Keridil pudo ver a los primeros Adeptos de alto rango reuniéndose y caminando hacia la puerta que conducía a la biblioteca y, desde ésta, al Salón de Mármol. La roja luz del ocaso se reflejaba también en sus ropajes blancos, rodeándoles de una aureola lúgubre y débilmente inhumana; se movían despacio, como intimidados ya por las exigencias de las ceremonias que les aguardaban.

Haciendo un esfuerzo, Keridil apartó la mirada de la ventana y concentró su atención en su tarea inmediata. Hacía un frío terrible en la habitación (este ritual particular exigía que no se encendiese fuego en presencia del Sumo Iniciado el día elegido) y Keridil casi se alegró de tener que llevar las gruesas prendas de ceremonia, a pesar de que, por no haber sido empleadas durante generaciones, desprendían un olor a moho muy desagradable. Se preguntó quién habría sido el último Sumo Iniciado que llevó aquellas vestiduras purpúreas, con sus complicados bordados en hilo de color zafiro, y la naturaleza del delito que habría sido castigado en aquella ocasión; pero borró esta idea de su mente. La noche pasada había sufrido las pesadillas más horribles que jamás hubiese experimentado y en las que Tarod, transformado en algo que nada tenía de humano, le perseguía a través de un paisaje deformado de montañas que gritaban su nombre como acusándole, y de vientos que quemaban su carne, hasta que, carbonizado pero todavía con vida, se arrojaba Keridil de cara al duro suelo y rezaba para que llegase la muerte. Se había despertado sudoroso, gritando con voz ronca, y solamente una copa de vino y los brazos cariñosos de la muchacha que compartía su cama habían borrado el infernal recuerdo.

La joven estaba ahora sentada en silencio en un sillón del fondo de la estancia, envuelta en una gruesa capa para resguardarse del terrible frío. Aparte del tiempo que había pasado tranquilizando a Keridil cuando éste despertó de su pesadilla, Sashka había dormido tan profundamente como siempre, y su semblante permanecía sereno e imp a-sible mientras observaba cómo Keridil preparaba la ejecución de Ta-rod. Durante los siete días transcurridos desde su llegada al Castillo, había pasado casi todo el tiempo en compañía de Keridil, y ahora todos aceptaban que era, salvo de nombre, la consorte del Sumo Iniciado. Sus padres, llamados urgentemente, habían venido a toda prisa desde la provincia de Han, esperando encontrar a su hija desolada y avergonzada, y, en vez de esto, habían hallado a una muchacha radiante por un triunfo que superaba en mucho sus anteriores ambiciones. Y tanto les satisfizo el inesperado cambio de fortuna después de las espantosas noticias concernientes a Tarod que cerraron los ojos ante el hecho de que Sashka desapareciese en las habitaciones privadas de Keridil cada noche, después de cenar, y no volviese a ser vista hasta la mañana.

Sashka estaba ya descubriendo que Keridil era mucho más maleable y fácil de comprender que Tarod. Había aprendido rápidamente a usar toda su habilidad para distraerle de los remordimientos de conciencia, y, durante los dos últimos días, mientras se realizaban los últimos preparativos para el Rito Supremo que enviaría a Tarod a la muerte, se había resignado dócilmente a representar un papel pasivo. Una vez había insinuado su deseo de que le permitiesen presenciar el rito, pero había aceptado la negativa de Keridil. Sin embargo, le habría gustado estar presente..., habría sido la señal definitiva de su triunfo.

No había intentado ver a Tarod. Según rumores, éste yacía casi inconsciente en una habitación cerrada y guardada, sometido a los cuidados de la Hermana Erminet; pero la Hermana Erminet nunca hablaba de él y, en realidad, parecía evitar deliberadamente a Sashka, cosa que complacía bastante a la muchacha. Sin embargo, a veces se preguntaba cómo estaría Tarod, si pensaría alguna vez en ella y si sabría que había sido ella la que le había entregado al Círculo. Le habría gustado que lo supiese... por una mezcla peculiar de amargo resentimiento y de celosos vestigios del deseo que había sentido por él. Sashka esperaba que conociese su inminente destino y sufriese por ello...

Keridil ignoraba lo que pensaba ella mientras Gyneth, con estudiada e innecesaria deliberación, echaba por fin una gruesa capa negra sobre sus hombros inmóviles. El broche, de oro macizo y con la insignia de Sumo Iniciado, se cerró sobre su cuello, y Keridil estuvo preparado para la ceremonia. A una señal del anciano criado, dos Adeptos de sexto grado, vestidos de blanco, avanzaron desde la puerta donde estaban esperando y se colocaron a ambos lados del Sumo Iniciado. Keridil apoyó la mano derecha en la maciza empuñadura de la espada que pendía de su costado, y su solidez contribuyó a mitigar la angustia que sentía en el estómago. Su mirada se cruzó con la de Sashka, que, anticipándose, se levantó y cruzó la estancia en dirección a él. Su cara estaba muy seria cuando él tomó sus mejillas entre las manos.

—Mañana por la mañana todo habrá terminado, amo r mío —dijo suavemente él.

Tarod tardaría toda la noche en morir... Sashka dominó un estremecimiento de satisfacción y se limitó a asentir con la cabeza. Keridil se inclinó delicadamente para besarla.

—Ve con tus padres y hazles compañía. Cuando amanezca, todo empezará de nuevo para nosotros.

Su grave expresión y su actitud sombría le produjeron una excitación que no se atrevió a mostrar. Devolvió el beso a Keridil y se echó atrás, observando cómo salían de la habitación los tres imponentes personajes, seguidos de Gyneth. Sólo cuando se hubieron alejado se permitió sonreír.

Keridil y los dos Adeptos recorrieron en silencio los pasillos del Castillo hasta la puerta principal. Miembros del Círculo cuya categoría era inferior a la exigida por el ritual se habían reunido allí para verles e inclinaron respetuosamen te la cabeza a su paso. Las puertas estaban abiertas y, al bajar la escalinata, un frío viento del norte azotó la cara y las manos de Keridil. La última luz del día se estaba extinguiendo, después de la gloria sangrienta de la puesta de sol, y el patio parecía vacío y maligno. Al fondo esperaban los otros Adeptos, dispuestos en largas filas. Fantasmas, pensó Keridil; a la incierta luz del crepúsculo, todos ellos podían ser fantasmas de un pasado remoto... Se estremeció.

Nadie habló mientras los Adeptos se separaban para formar dos hileras, entre las cuales pasó Keridil. Al llegar a la puerta que conducía al sótano donde estaba el Salón de Mármol, se volvió y todos esperaron.

La luz que brillaba en la entrada principal del Castillo titiló una vez y se apagó. Después, las de las ventanas del comedor hicieron lo mismo. Y en los pisos altos, se apagaron una tras otra las antorchas, hasta que no quedó una sola luz encendida en el Castillo. El espectáculo hizo que a Keridil se le helara la sangre en las venas, cuando se preguntó cuánto tiempo hacía que no se había practicado el terrible ritual. Ninguna luz y ningún fuego arderían esta noche en el grande y negro edificio, hasta el momento en que la mano del Sumo Iniciado hiciese aparecer la llama sobrenatural y purificadora que consumiría y destruiría al Caos.

Volvió a sentir escrúpulos al pensar en lo que tenía que hacer aquella noche, pero los dominó. Tenía que hacerlo; la necesidad había endurecido su corazón, y el convencimiento de que el derecho estaba de su parte hacía enmudecer su conciencia. Solamente lamentaba que no hubiese podido ser todo más sencillo; pero, desde que había fracasado en su intento de matar a Tarod antes de que huyese del Castillo, había pensado larga y profundamente y había comprendido que una muerte simple podía no poner fin a todo el mal. Un demonio no moriría tan fácilmente como un hombre: Tarod tenía que ser destruido por medios sobrenaturales, si había que erradicar todo posible contagio. Además, una muerte rápida no satisfaría al Consejo, ni a la Hermandad, ni a la innumerable gente del pueblo que consideraba al Círculo como su mentor espiritual. La noticia de que había una serpiente en medio de ellos se había difundido por doquier; solamente todo el peso de un ritual de muerte podría restablecer su vacilante confianza.

Un movimiento entre los Adeptos puso, de pronto, sobre aviso a Keridil, que levantó la cabeza. Al otro lado del patio, un grupo, apenas discernible en la creciente oscuridad, salió por la puerta principal y avanzó lentamente en su dirección. La mayoría de sus componentes llevaban hábitos blancos; pero en medio de ellos había un hombre vestido de negro y que casi no podía andar; le sostenían dos guardias y él no oponía resistencia al rudo trato que le daban. Al frente de la pequeña procesión marchaba otro Adepto con un tambor sujeto al cinto, y la mirada fija en el suelo, delante de sus pies.

Keridil se imaginó súbitamente los invisibles espectadores que debían de apretujarse en las oscuras ventanas del Castillo para observar aquel pequeño espectáculo, que sería lo único que verían del ritual de aquella noche. Entonces se detuvieron los personajes que se acercaban y, por primera vez desde la noche de la muerte de Rhiman Han, Keridil se encontró cara a cara con Tarod.

Era difícil reconocer su cara bajo los enmarañados cabellos negros. Además, se tambaleaba y movía los dedos de un modo incoherente. La Hermana Erminet Rowald había hecho bien su trabajo..., y Keridil se sintió a un tiempo sorprendido y aliviado al darse cuenta de que no le conmovía ver a su antiguo amigo en este lamentable estado. Levantó una mano, para indicar que podía comenzar la marcha hacia el Salón de Mármol; pero, antes de que pudiese completar su movimiento, Tarod echó bruscamente la cabeza atrás. Luchó por enfocar la mirada, pareció recobrar el dominio de sus sentidos y fijó en Keridil sus ojos de drogado.

—Sumo Iniciado... —Su voz era sólo un ronco murmullo, pero conservaba todo su veneno—. Debes estar muy contento con tu triunfo...

Keridil no respondió. El ritual le prohibía hablar antes de que estuviesen en el Salón de Mármol; pero, incluso sin esta prohibición, no habría tenido nada que decir.

—Cosas muertas... —dijo Tarod—. Condenación y aniquilación. Todos nosotros, Keridil. Todos nosotros.

Una fuerte sacudida de uno de los guardias le hizo callar, y Keri-dil le volvió bruscamente la espalda. Por muy drogado que estuviese Tarod, sus confusas palabras habían despertado en él una impresión de inquietud. Miró por encima del hombro el anillo que seguía centelleando en la mano izquierda de Tarod, pues los Iniciados no habían podido arrancarlo de ella, y reprimió un estremecimiento. Sin volver a mirar al hechicero de negros cabellos, hizo una señal con la cabeza al grupo de Adeptos.

El Iniciado que llevaba el tambor levantó la mano libre. Torciendo hábilmente la muñeca, golpeó la piel, y un redoble sordo y fúnebre resonó en el patio. Poco a poco, la comitiva se puso en marcha, en dirección a la puerta de la biblioteca, siguiendo el compás marcado por el tambor, regular y lúgubre como los latidos del corazón de un moribundo.

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