CAPÍTULO 11

—No quiero que te vayas. Lo sabes, ¿verdad?

Sashka cerró los ojos y apoyó la cabeza en el pecho de Tarod.

—Lo sé. Pero es por tan poco tiempo... Y no quiero indisponerme con la Superiora; ahora menos que nunca.

Él suspiró y, aunque no podía rebatir su argumento, cedió de mala gana. Una parte irracional de su mente temía que, al perderle de vista, dejara de pensar en él; que, una vez instalada de nuevo en la Residencia de la Hermandad, y con el paso del tiempo, podía descubrir Sashka que era cada vez más fácil no volver al Castillo.

Ella intuyó lo que él estaba pensando y añadió, animosa:

—Así tendré también tiempo de visitar a mis padres y darles la noticia. Querrán empezar indistintamente los preparativos... y se sentirán felices por nosotros.

Tarod la miró gravemente, con ojos inquietos.

—¿Lo crees de veras? —preguntó—. Me pareció que te mostrabas reacia a decírselo..., como si temieses que no lo aprobasen. O... ¿es que tienes alguna duda, Sashka?

—¡ No amor mío!

La respuesta fue tan vehemente que él lamentó no haberse mo r-dido la lengua. Ella lo acarició con la punta de los dedos, trazando una línea desde el cuello hasta el hombro y el brazo izquierdos.

—Confía en mí, Tarod. Daría cualquier cosa por no separarme de ti, pero tengo que irme. Será por poco tiempo, y después volveremos a estar juntos.. , para siempre.

No del todo satisfecho, pero sabiendo que debía contentarse con esta respuesta, Tarod asintió con la cabeza.

—Sea como tú dices, amor mío. Aunque no quiero pensar en lo que tendré que hacer para no volverme loco durante tu ausencia.

Sashka correspondió cariñosamente a su sonrisa. Era extraño, pensó, lo vulnerable y emocional que podía ser un alma debajo de la fría superficie de aquel hombre. Cuando había empezado su noviazgo, le había tenido un poco de miedo, aunque nunca lo había manifestado. Ahora, conociéndole mejor, creía comprender los poderosos sentimien tos íntimos que le impulsaban, y ya no tenía miedo.

Se puso de puntillas para besarle.

—Si no bajo al patio, se marcharán sin mí...

—Tendrías que haber dejado que te llevase yo a la Tierra Alta, en vez de empeñarte en ir con el grupo.

— ¿Los dos solos? — Se echó a reír, pero amablemente y con un atisbo de sensualidad—. ¿Habríamos llegado a k Residencia, amor mío? ¿O me habrías llevado a algún lugar secreto donde nadie volviese a saber nada de nosotros?

— ¿Te habría importado que lo hiciese?

—Sabes que no..., pero tienes que tener un poco más de paciencia. Después...

Sashka no terminó la frase, sustituyéndola por otra sonrisa que expresaba más que las palabras.

Cediendo a un súbito impulso, Tarod se llevó una mano al hombro, donde la insignia de oro de Iniciado brillaba débilmente a la luz que se filtraba por la ventana. La desprendió y la puso en la mano de Sashka.

—Guárdala bien —dijo, con voz un poco temblorosa—. Ella hará que vuelvas a mí.

— ¡Oh, Tarod...!

Sashka agarró el broche con tal fuerza que el brillante metal se clavó en la palma de su mano. Era un talismán... y una prenda que demostraría a los escépticos las buenas intenciones de Tarod. Cuando viese su padre que tenía en su poder una insignia de Adepto del séptimo grado, ¡no se atrevería a castigarla por haberse prometido sin su consentimiento! Y en cuanto a sus compañeras Novicias...

Guardó cuidadosamente el broche en la bolsa que llevaba debajo del corpiño, y tenía alegre el corazón cuando bajaron la escalera principal del Castillo y salieron al patio. El resto del grupo, formado por unos cuantos Iniciados que debían asistir a una sesión en la Tierra Alta del Oeste y tres mayorales enviados para comprar caballos en Chuan, estaba esperando. Seguía cayendo la llovizna que había empezado al amanecer, y Sashka se alegró de que hubiesen echado una manta sobre su caballo para conservar seca la silla. Levantó la capucha de su costoso abrigo de cuero para cubrirse los cabellos y se volvió a Tarod.

— Volveré tan pronto como pueda, amor mío. Y te enviaré un mensaje desde la Residencia, con el primer correo, para explicarte lo que han dicho mi padre y la Superiora.

Sin importarle que los impacientes jinetes, y probablemente otras muchas personas, estuviesen observando, Tarod atrajo a Sashka hacia sí y la besó.

— Estaré esperando.

Desde las macizas puertas del Castillo, contempló cómo se perdía el grupo a lo lejos, y la cara de Sashka no era más que una mancha pálida cuando ella miró hacia atrás. Después cruzó despacio el patio, sin reparar en la actividad creciente a su alrededor, y volvió a sus habitaciones.

Sentía como si una parte vital de su ser hubiese salido con Sashka del Castillo. Durante los primeros días de su galanteo, había luchado contra la fuerza emocional que le some tía a ella y le hacía, por ende, vulnerable; después no había podido continuar aquella batalla mental y había capitulado.

Y la experiencia era más exquisita, más incitante y más dolorosa de lo que había creído posible. El tiempo, lejos de ella, se eternizaba de una manera horrible; durante los ocho días transcurridos desde que terminaron las fiestas de la investidura y Keridil se marchó al sur, Tarod había vivido sólo para Sashka. Ahora debía tratar de ocupar su antiguo puesto en el Círculo, que había descuidado completamente desde la noche en que la joven había entrado en su vida.

Su dormitorio, solamente iluminado por la luz débil y gris del día, parecía sombrío y triste. En el antepecho de la ventana, el polvo se acumulaba sobre un montón de libros, y en la revuelta cama, una almohada llevaba todavía la marca que había dejado la cabeza de Sashka al reposar en ella. Tarod suspiró. Tenía que sacudirse la nostalgia, o su vida sería intolerable hasta que volviese ella. Si podía...

Oyó un sonido, como de una risa breve y burlona, detrás de su espalda. Se volvió, pero la habitación estaba vacía. El pulso de Tarod se aceleró, y de nuevo se manifestó un instinto que casi había olvidado en aquellos días impetuosos. El timbre de aquella risa, un débil eco irreal que le decía que no procedía de ninguna dimensión humana, trajo consigo un recuerdo que, desde que había conocido a Sashka, había perdido su significado y su poder. Los sueños, la fiebre, el extraño encuentro con Yandros en otro plano... y el juramento que él había prestado. Todo lo había dejado de lado, en aras de consideraciones más terrenas...

Todavía no había hablado a nadie, y menos a Sashka, de la visita de aquel ente enigmático. Y últimamente se había engañado él mismo, pensando que tal vez Yandros y todo lo que implicaba no eran más que la continuación de una pesadilla; que el pacto que había hecho, o que creía haber hecho, se resolvería en nada. Su necesidad de ahondar en el misterio se había desvanecido, e incluso la mengua de su antiguo poder oculto parecía tenerle sin cuidado.

Pero ahora vio que había presumido demasiado y se había metido en una trampa de falsas suposiciones y complacencia. Yandros, fuese quien fuese o lo que fuese, no estaba dispuesto a aflojar su presa sobre Tarod. Sólo se tomaba tiempo, esperando, como había dicho, que llegase el momento oportuno.

Una negrura espiritual envolvió a Tarod. Aquella risa había sido una señal muy pequeña, pero ningún hechicero digno de este nombre hubiese podido interpretarla mal. Más pronto o más tarde, sería llamado, y ninguna fuerza podría resistir esta llamada, cuando se produjese.

Y si lo que Yandros le tenía preparado era poner en peligro o alienar a Sashka, sería un precio que él no podía pagar.

Se acercó a la ventana y jugueteó distraídamente con el anillo de plata. La piedra estaba desacostumbradamente caliente al tacto, casi como si palpitase en ella una vida pequeña, independiente. Recordó que Yandros había tocado aquella piedra como si tuviese algún significado que él no alcanzaba a comprender. Y esto era lo malo: había demasiadas cosas que Tarod no comprendía.

Tenía que descubrirlo. Ahora que se había visto obligado a enfrentarse con la verdad en vez de esconderse de ella, era vital que supiese lo que Yandros le tenía preparado. De otro modo, su futuro con Sashka estaría en peligro.

Poco a poco, casi de mala gana, tomó el libro de encima del mo n-tón, sacudió el polvo de la cubierta, se sentó y empezó a leer.

Después de llegar a terreno seguro, una vez cruzado el puente, era desconcertante mirar atrás y ver surgir del mar la Península lúgubre y gris, sin que se percibiese el menor rastro del Castillo. Sashka reprimió un escalofrío y volvió de nuevo la cara hacia adelante, preparándose para el viaje.

Uno de los jóvenes Iniciados del grupo se volvió a mirarla y sonrió para infundirle ánimo.

—Aunque parezca extraño, Señora, no hay nada mejor que la montaña en un tiempo como éste. Los riscos resguardan de la lluvia y, si nos dejamos sorprender por las cascadas que caen de las rocas, estaremos aquí más secos que en cualquier otra parte.

Sashka asintió con la cabeza y no dijo nada. No tenía el menor deseo de entablar conversaciones vanas con sus compañeros de viaje; siendo una Veyyil Saravin y futura esposa de un alto Adepto, no quería fomentar la presunción de unos simples Iniciados de tercero y cuarto grado. Y así, para pasar el tiempo, empezó a especular agradablemente sobre las reacciones de su familia y de las Hermanas respec to a su noviazgo. Aunque su padre no hubiese simpatizado inmediatamente con Tarod durante su único y breve encuentro, estaría encantado. Que supiese Sashka, ninguna mujer del clan, tanto en la rama Veyyil como en la Saravin, se había casado nunca con un jerarca de la Península de la Estrella, y menos con un Iniciado del rango de Tarod. En cuanto a si querría permanecer en el Castillo después de su boda, era algo que le preocupaba: el lugar era ciertamente imponente, pero, para una persona acostumbrada al hedonismo de las clases superiores de la Tierra Alta del Oeste, la vida en el Castillo podía perder su atractivo al cabo de un tiempo. Sin embargo, pensó, sería bastante fácil persuadir a Tarod de que pensara como ella. Tal vez podría repartir su tiempo entre la Península y la tierra de ella, y tendrían numerosas ocasiones para progresar en sociedad. Para un Adepto de séptimo grado y su esposa, muy pocas puertas estarían cerradas, y seguramente Tarod convendría con ella en que la vida podía ofrecerles muchas más cosas que la existencia recluida que había llevado él en el Círculo.

Había decidido que terminaría su instrucción y permanecería en la Hermandad. Allí no se ponían trabas a las Novicias ni a las Hermanas contra el matrimonio, y aunque tendría que dedicar tiempo a sus estudios sin ninguna finalidad particular, la colocarían en una posición que le sería útil para representar su futuro papel.

En resumidas cuentas, Sashka estaba satisfecha de la vida. Era extraño cómo el destino había guardado su secreto hasta el momento más inesperado. Ella había ido a las fiestas de la investidura con interés pero sin ningún propósito particular, y se había prometido a un miembro bien situado de la comunidad más temida y respetada de la tierra. Dejando que su caballo eligiese el camino durante unos hd-mentos, palpó su bolsa y apretó los dedos sobre la insignia de oro del Iniciado, como si temiese que hubiese desaparecido. Después sonrió, dándose cuenta de que era una tontería, y centró su atención en el camino.

—Se acabó por hoy... —Themila Gan Lin cerró el libro registro de documentos y bostezó, tapándose la boca con la mano—. ¡Qué contenta estaré cuando regrese Keridil y se vuelva a encargar de todo! Ningún miembro del Consejo, y menos, si es de grado inferior como yo, puede darse cuenta de la responsabilidad que tiene que asumir el pobre joven.

Los tres hombres que la habían ayudado en la tediosa tarea de leer el fajo de cartas, instancias, quejas y listas de diezmos que había traído por la mañana un correo de la provincia de la Perspectiva, se levantaron para marcharse. Uno de ellos, anciano consejero, ordenó afectadamente los documentos que le había correspondido examinar, antes de entregarlos. Le molestaba el hecho de que el nuevo Sumo Iniciado hubiese delegado tantos asuntos en manos de Iniciados jóvenes y de menos experiencia, algunos de los cuales —y al pensar esto miró breve pero severamente a Tarod, que estaba leyendo uno de los documentos— ni siquiera eran miembros del Consejo por derecho propio.

— El Sumo Iniciado debería estar de nuevo con nosotros dentro de unos siete días — observó—. Si el tiempo lo permite. Hasta entonces, debemos hacer todo lo posible para aligerar su carga.

Saludó con la cabeza y salió.

Rhiman Han frunció el ceño a espaldas del viejo.

—Que Aeoris proteja a Keridil cuando éste regrese —dijo, con irritación—. Si tiene que seguir tratando con pedantes e indecisos ¡sus cabellos se volverán grises antes de tiempo!

—Es un anciano, Rhiman —le reprendió amablemente Themi-la—. Trátale con el respeto que se merece por su edad y por su larga dedicación al Consejo.

Rhiman suspiró, furioso.

— ¡No entiendo por qué tenemos que atender un número de quejas tan extraordinario! —dijo, golpeando uno de los papeles con el dorso de la mano—. ¿Arreglará el Círculo esta situación? ¿Puede el Círculo intervenir aquí? ¿Qué piensa hacer el Círculo en este caso...? ¿A qué se dedican los Margraves provinciales?

Tarod dobló el documento que había estado leyendo y lo devolvió a Themila.

—Los Margraves de la mayoría de las provincias tienen demasiados problemas que atender y no pueden ocuparse de todo, Rhiman. Los ataques de los bandidos se han hecho todavía más frecuentes, y ahora han surgido otras dificultades. Inundaciones en las Grandes Tierras Llanas del Este; terribles tormentas en Perspectiva; Warps...

— Gracias por decirme algo que ya sabíamos en el Consejo desde el final del verano — replicó Rhiman, sarcástico—. En cuanto a Perspectiva, mi propio clan...

—Siéntate y no te excites —dijo vivamente Themila al pelirrojo Rhiman —. Sabemos que estás tan enterado como cualquiera de las dificultades de las provincias. La cuestión es: ¿qué podemos hacer para remediarlas?

Rhiman resopló y tomó el papel de encima del montón colocado sobre la mesa.

— Escuchad esto. Tres caravanas de mercaderes cayeron en sendas emboscadas durante el mes pasado, con pérdida de diecisiete vidas, y una de ellas traía diezmos al Castillo. Y nosotros, sentados y encerrados en nuestra fortaleza, sin hacer nada...

Tarod recordó con inquietud sus propias palabras a Keridil durante la noche del banquete.

— ¿Qué aconsejarías tú? — preguntó.

—¡Aquí hay hombres suficientes, bien adiestrados en la lucha, para acabar con esta plaga antes de que se escape totalmente a nuestro control!

—Ésta no es la solución. Nosotros no somos agentes de la ley, Rhiman; no en un sentido tan mundano. Estoy de acuerdo en que deberíamos ayudar a los Margraves, pero tiene que haber métodos mejores.

— ¿ La idea de luchar atenta a la dignidad de un séptimo grado, Tarod? —le pinchó Rhiman—. ¿O tienes miedo de mostrar tus propias deficiencias?

Tarod palideció, irritado, y replicó:

— No recuerdo haber tenido muchas dificultades contigo en el palenque.

Rhiman enrojeció, furioso, y Themila se dio cuenta de que tardaría mucho tiempo en perdonar a Tarod, si es que llegaba a perdonarle alguna vez, la derrota que le había infligido durante las celebraciones.

Rhiman se tomaba la esgrima muy en serio, y el hecho de que una combinación de rapidez, astucia y suerte hubiese dado la victoria a Tarod era para él un insulto casi intolerable. Ahora, el pelirrojo se levantó y a punto estuvo de volcar su silla.

— Tengo cosas mejores que hacer que discutir con necios y cobardes —gritó—. Si me necesitas , Themila, ya sabes dónde encontrarme.

Y salió, cerrando de golpe la puerta a su espalda.

Themila suspiró.

— Rhiman Han es un enemigo peligroso, Tarod. No tenías que haberle recordado aquella derrota.

— Sería más peligroso como amigo...

La antipatía que Tarod sentía por él había aumentado recientemente. En especial desde que había descubierto el origen de algunas malévolas observaciones referentes a su noviazgo con Sashka. Rhi-man no era el único que se alegraría del regreso de Keridil.

Themila se levantó y empezó a guardar los papeles, pensando que era prudente cambiar de tema.

—Hablando de Keridil, ¿has leído la carta que envió desde Shu-nhadek?

—Sí. Me he alegrado al saber su opinión sobre el nuevo Alto Margrave. Parece que el muchacho tiene una buena cabeza sobre los hombros.

— ¡Así habla el Anciano del Círculo! —Themila rió—. Ten cuidado, Tarod, ¡o todavía haremos de ti un Consejero!

—Gracias, pero me conformo con seguir siendo lo que soy.

— ¿De veras? Ultimamente he empezado a preguntarme si es así.

Él la miró rápidamente.

— ¿Qué quieres decir?

Themila volvió a sentarse.

—Tarod, ¿eres feliz? He visto la alegría que sientes por causa de Sashka, y me he regocijado por ti, pero... ¿Eres feliz por ti mismo? — Vaciló y después se arriesgó a decir lo que pensaba—. Sinceramente, hay algo en tu aura que ha empezado a recordarme cómo eras hace unos meses... antes de la muerte de Jehrek.

Tarod no dijo nada; sólo siguió mirándola, y ella, animada, prosiguió:

— Después de tu... fiebre, pareció que habías recobrado el ánimo, pero ahora es como si volvieras a aquel tiempo pasado. ¿Son de nuevo los sueños, Tarod?

— Themila..., me dijiste que no eras vidente...

—No hace falta serlo para ver lo que es evidente. Sobre todo conociéndote, como yo te conozco, desde que eras niño. —Le tomó una mano y la sujetó cuando él trató delicadamente de retirarla—. ¿Verdad que no estaría bien que empezaras tu nueva vida con Sashka mientras se cierne todavía una nube sobre tu cabeza?

Esto era tan parecido a sus propios pensamientos que sintió una punzada de dolor. En su última carta, entregada por uno de los criados de su padre, que había cabalgado desde Han con este fin, Sashka le había explicado que debía permanecer un poco más de tiempo con su familia, pero le pedía que se reuniese con ella para que, según sus propias palabras, sus padres pudiesen «ver con sus ojos por qué te amo con todo mi corazón». Pero aunque ansiaba ir, estar con ella, comprendía el riesgo que tendría que correr y esto le retenía. No podía mezclar a Sashka en esto; tenía que librarse de ello, para poder cumplir sus promesas con la mente y el corazón tranquilos.

Pero ¿cómo podía revelarse contra Yandros, si lo único que sabía de la naturaleza y las intenciones de aquel ser extraño eran los recuerdos confusos de un sueño febril?

Y Themila era lo bastante lista para haber adivinado que había vuelto a soñar últimamente: no las monstruosas pesadillas del pasado, sino extrañas experiencias medio astrales, que eran dominadas por una pulsación fuerte y profunda, como si algún péndulo gigantesco marcase eternamente el paso del tiempo justo más allá del borde de la conciencia. No comprendía el significado de los sueños, pero sabía que eran importantes. La hora de que había hablado Yandros se estaba acercando...

Miró una vez más a Themila; después tomó la decisión sobre la que había estado reflexionando durante varios días. No podía desafiar él solo a Yandros; pero con ayuda de alguien en quien pudiese confiar, tal vez tendría una posibilidad...

—Themila —dijo—, todavía no quiero explicártelo todo.

La hechicera le miró cariñosamente.

—Sabes que te ayudaré en todo lo que pueda. Pero ¿no puedes decirme ahora lo que es?

El sacudió la cabeza.

—No. Perdóname, pero tengo que esperar la vuelta de Keridil. Necesito el consentimiento del Sumo Iniciado, así como su ayuda, para lo que quiero hacer.

—Muy bien, Tarod; no insistiré. Pero quiero, a mi vez, pedirte

algo.

—Lo que quieras —dijo él, con una sonrisa—. Sabes que puedes hacerlo.

Ella asintió con la cabeza, con semblante temeroso.

—No te retrases más de lo necesario. Tengo la impresión..., sólo una impresión, fíjate bien..., de que podría ser muy imprudente...

—Keridil, ¡cuánto te envidio! —Themila sonrió ampliamente al Sumo Iniciado, al hacer chocar sus copas de vino—. Brindo por tu éxito, ¡y por tu evidente buena salud! Y demos gracias a Aeoris de que hayas regresado sano y salvo.

Ambos hicieron la señal tradicional y, después, Keridil se retrepó en su silla con un suspiro de satisfacción. Se alegraba de poder pasar la primera velada después de su regreso al Castillo en compañía de sus más íntimos amigos. Mañana volvería a asumir la carga de sus responsabilidades, pero esa noche quería gozar de un breve respiro del ceremonial.

—El color moreno de mi piel se debe más al viento del oeste que al sol — dijo irónicamente—. Por los dioses que no creía que en Shu y en Chaun del Sur pudiese hacer tanto frío en esta estación.

—Pero la Isla de Verano... —dijo Themila.

—Ah, esto es otra cuestión. Es muy hermosa, Themila, con bellos jardines, soberbios terrenos de caza, y la corte del Alto Margrave es... — Sacudió la cabeza, incapaz de encontrar palabras para describir lo que había visto—. ¡No sabía que pudiese haber tanto arte en este mundo! Mira, la piedra es una especie de cuarzo y, al amanecer y al anochecer, el palacio brilla como una enorme joya cuando las facetas de cristal reflejan la luz sesgada... Y aunque la isla es pequeña, se diría que es un gran continente, dada la variedad de cosas que contiene. — El recuerdo le hizo sonreír—. Cuando te vas a las playas orientales y miras hacia el mar, y piensas que más allá del horizonte no hay nada, nada, hasta el fin del mundo...

Ella se echó a reír.

— Pero ¿qué me dices de la vista que tenemos aquí, desde el Castillo?

—Lo sé... , pero hay una gran diferencia. Hacia el norte, la perspectiva es escalofriante, desolada; pero aquí, el mundo parece lleno de vida y de esperanza. —Keridil levantó la mirada, confuso—. Perdona; empiezo a hablar como un bardo de tercera clase.

—Tonterías. —Themila se inclinó hacia adelante—. ¿Y la Isla Blanca? ¿La viste también?

La expresión del Sumo Iniciado se serenó, y ella vio un destello de reverencia en sus ojos.

— Oh, si... Sólo desde lejos, naturalmente; nadie, salvo los guardianes, puede poner allí los pies, a menos que se haya convocado un Cónclave. Pero pasamos lo más cerca posible de allí antes de atracar en el puerto de Shu-Nhadek. Había una niebla espesa, pero pude ver la cima del Santuario.

Themila contuvo el aliento. Todos los Iniciados ansiaban ver el lugar más sagrado de toda la tierra, una pequeña isla frente a la costa del lejano sur. Según la leyenda, era allí donde Aeoris había tomado forma humana y ordenado a sus seis hermanos que emprendiesen la última batalla contra los poderes del Caos. Y allí, en el corazón de un antiguo volcán, estaba el Cofre que nunca había sido abierto, y nunca lo sería si las fervientes plegarias de Themila eran escuchadas. Solamente en caso de una terrible catástrofe, podría un Sumo Iniciado, en presencia del Alto Margrave y de la Matriarca de la Hermandad, abrir la sagrada reliquia y llamar de nuevo a la tierra a los Señores del Orden.

—Así pues —dijo al fin Themila, todavía pasmada por la idea de la experiencia de Keridil —, tu viaje ha sido un gran éxito. Me alegro mucho, Keridil...

Él le sonrió cariñosamente.

—Sin embargo, Themila, me alegro de estar de nuevo en casa. A pesar de nuestro clima norteño. El Castillo sigue atrayéndome, y no puedo estar mucho tiempo lejos de él.

Permanecieron unos minutos en silencio, como dos buenos amigos, y después Keridil dijo:

—¿Dónde está Tarod? Pensaba que se reuniría esta noche con nosotros.

—Y lo hará. —Themila pareció fijarse, de pronto, en una pequeña cicatriz que tenía en la mano—. Le pedí que me dejase estar primero un rato contigo. He pedido a Gy neth que cuando llegue Tarod nos sirva una cena en privado, aquí.

Algo en su voz la delató. Keridil se inclinó hacia adelante.

—¿Pasa algo malo, Themila?

—Malo..., bueno..., sí, creo que sí.

Sin pretenderlo él, una idea pasó inmediatamente por la mente de Keridil. Algo entre Tarod y Sasbka... pensó, con un ligero destello de esperanza que le hizo avergonzarse. Sintió un escalofrío de culpa; rechazó la idea, trató de convencerse de que no la había tenido jamás.

— ¿Qué ha pasado?

Themila eligió sus palabras con cuidado.

—No ha pasado nada todavía, Keridil. Pero, hace ocho días, Ta-rod nos pidió ayuda. Lo hizo con rodeos, ya sabes cómo es, pero el mensaje fue bastante claro. Y creo que tiene algo que ver con los sueños que provocaron antes aquel desastre.

Keridil silbó suavemente entre los dientes.

—Pensaba que todo esto era agua pasada...

—También yo lo pensaba. Se le ve muy cambiado desde que se restableció, y particularmente desde que tiene a Sashka. Pero lo veo, Keridil. Ha vuelto la antigua oscuridad.

— ¿Y qué me dices de Sashka? —preguntó el Sumo Iniciado, forzando sus palabras—. ¿Está todavía en el Castillo?

— Afortunadamente, no. Volvió a la Tierra Alta del Oeste hace algún tiempo, y ahora está con su familia, haciendo los preparativos para la boda. Creo que... —Themila vaciló, preguntándose si estaría abusando de la confianza deposita da en ella; pero decidió que no—: Creo que ha escrito a Tarod, tratando de persuadirle de que vaya junto a ella. Él no lo hará.., y tampoco la traerá de nuevo al Castillo.

—Si estás en lo cierto, será muy prudente por su parte. Pero ¿por qué... ? —y Keridil se interrumpió al oír que llamaban a la puerta.

Themila pareció aliviada.

—Confiemos en que pronto lo sabremos —dijo.

Tarod firmó al pie de la página, vertió arena fina sobre la tinta y la secó. Había deseado ardientemente explicar la verdad a Sashka, pero al fin lo había pensado mejor y no lo había hecho. Solamente le había dicho, en la carta, que asuntos vitales del Círculo le obligaban a permanecer en el Castillo..., lo cual era verdad..., pero que dentro de pocos días saldría de la Península e iría a reunirse con ella en la Residencia de la Tierra Alta. Entonces podrían hablar los dos con Kael Amion y tomar las últimas decisiones para la boda. Mientras escribía esto, había rezado en silencio para que pudiese cumplir su promesa. Lo que proyectaban hacer Keridil y Themila y él podía ser muy arriesgado... , pero era la única manera de dar respuesta a unas preguntas que tenían que ser contestadas antes de que se atreviese a dar más pasos para lograr su propia felicidad. Fuese como fuere, pronto sabría si lo habían conseguido.

Aunque no lo había demostrado, había sentido un alivio enorme cuando Keridil había accedido a su petición de entrar en el Salón de Mármol. Tarod creía que éste, como punto central de los poderes peculiares del Castillo, era el único lugar donde la mágica operación que proyectaba podía tener alguna esperanza de éxito. Yandros se le había aparecido allí una vez... Por consiguiente, era probable que lo hiciese, o se viese obligado a hacerlo, de nuevo. Y con tres mentes, en vez de solamente la suya, aumentaría en gran manera el poder generado por ellas. Sin embargo, Tarod se había mantenido firme en una cuestión, frente a las objeciones de Keridil.

— No — había dicho, en respuesta a la sugerencia del Sumo Iniciado sobre la naturaleza del ritual—. No quiero ninguna estructura ceremonial de rigor, Keridil. Ni Oración ni Exhortación, ni Círculo, ni Triángulo.

— ¡Entonces es imposible! Aunque pudiésemos conseguir el poder sin los preparativos adecuados, ¡sería un suicidio! ¡Estás haciendo caso omiso de todas nuestras tradiciones!

—Entonces, permíteme entrar en el Salón de Mármol, y haré solo mi trabajo. No quiero comprometeros, a ti y a Themila, contra vuestra voluntad — dijo tercamente Tarod.

—No seas ridículo. Ni Themila ni yo permitiríamos que te enfrentases con una situación como ésta sin nuestra ayuda. Además — reconoció Keridil—, estoy tan ansioso como tú de saber la verdad, Tarod. Si Yandros te amenaza, está amenazando al Círculo y, dejando aparte las consideraciones de amistad, esto hace que el asunto sea también de mi incumbencia. Está bien; ya que te empeñas en ello, haremos la invocación tal como tú deseas. —Hizo una pausa—. Pero no sería muy bien visto, si llegase a saberse.

— No hay razón para que se sepa.

— No... De todos modos, me gustaría tomar la precaución de hacerlo por la noche. Puedo ser el Sumo Iniciado, Tarod, pero estoy obligado bajo juramento a no hacer nada contra la voluntad de la mayoría del Círculo. —Cruzó las manos y las miró fijamente—. Creo que esta noche, cuando se ponga la segunda luna, será un buen momento para empezar.

Tarod selló la carta; después apagó las velas y se dirigió al vestíbulo desierto. Por la mañana partiría un correo a caballo, que cruzaría Han en su camino hacia Wishet. Dejó la carta en el lugar en que el mensajero la recogería, antes de cruzar el zaguán en dirección a la enorme puerta del patio, que estaba entreabierta. Al salir a la noche, una figura menuda se desprendió de la profunda sombra.

—Tarod... —Themila le asió del brazo—. Keridil nos espera en la biblioteca.

El asintió con la cabeza y la miró.

—Todavía estás a tiempo de cambiar de idea. No te censuraré por

ello.

Themila ni siquiera le respondió; sólo le apretó el brazo y le condujo en dirección a la columnata. El patio estaba desierto y en silencio; las dos lunas se habían puesto y, al levantar la cabeza, Tarod sólo pudo distinguir los altos muros del Castillo como zonas más densas de negrura contra el nublado cielo. Caminaron rápidamente pero sin hacer ruido. Themila se estremeció de frío, mientras Tarod pensaba en lo que se disponía a realizar. Creía que había hecho bien en contar a sus amigos la verdad sobre Yandros y la promesa que él había hecho a cambio de su vida... , aunque todavía no se había atrevido a hablar de la relación que tenía esto con la muerte de Jehrek. Creía que era mejor guardar silencio sobre esta cuestión, a pesar de cuanto pudiese decirle su conciencia.

Casi habían llegado a la columnata, que era como una sombra rayada delante de ellos, cuando un instinto atávico hizo que Tarod mirase de nuevo al cielo. De momento, no vio nada alarmante; después, tiró bruscamente de la hechicera.

— Themila...

Ella miró, frunció el ceño y dijo, en un murmullo:

— ¿Qué es?

Tarod no respondió inmediatamente. Sus sentidos estaban en consonancia con algo que parecía surgir del suelo bajo sus pies: algo amenazador, lejano, pero que se iba acercando; una vibración que resonaba en todos sus nervios.

—Las nubes... —dijo al fin—. Se están rompiendo..., mira. Hay luz detrás de ellas...

Themila miró en la dirección que él le indicaba y contuvo bruscamente el aliento, al reconocer también la extraña amalgama de colores que empezaban a teñir el cielo, detrás del banco de nubes que se estaba desintegrando rápidamente. Las propias nubes se deshacían en jirones, y ahora sintió también Themila la lejana vibración subterránea y oyó el primer y remoto alarido de una voz letal en el norte.

—Un Warp... —dijo, apretando convulsivamente los dedos sobre el brazo de Tarod.

Este siguió mirando el cielo, sin querer reconocer la excitación irracional provocada por aquel terrible sonido.

—¿Crees en los presagios, Themila?

Ella le miró rápidamente, teñida ahora su piel por el pálido reflejo de aquellas luces del cielo.

—Vayamos a reunimos con Keridil... —dijo solamente.

La biblioteca estaba a oscuras, pero Tarod y Themila pudie ron ver la silueta de Keridil al débil y nacarado resplandor de la luz del pasillo que conducía al Salón de Mármol. Él les saludó con la cabeza, y Themila dijo, anticipándose a Tarod:

— Keridil, se está acercando un Warp. Y siento... siento de algún modo en mis huesos que hay algo malo en esto...

Si Themila no vio la súbita expresión de alarma y de recelo en los ojos del Sumo Iniciado, su reacción no pasó inadvertida a Tarod. Ke-ridil sonrió, pensó Tarod, con estudiada despreocupación.

—Había esperado que ocurriese algo, Themila. Puede no ser un mal presagio. ¿Vamos?

Les hizo un ademán para que le precediesen, y entraron en el estrecho pasillo.

Tarod experimentó un vivo y desagradable recuerdo de la última vez que había puesto físicamente los pies en el Salón de Mármol, cuando sin querer había quebrantado un rito del Círculo, y este sentimiento debilitó su confianza. Desde que se había recobrado del envenenamiento, sus poderes habían estado en el punto más bajo. Hoy, que los necesitaba más que nunca, ¿los echaría en falta...?

Pero no había tiempo para especulaciones; habían llegado al final del corredor y Keridil estaba ya abriendo la puerta de plata, mientras sus compañeros desviaban los ojos del brillo casi insoportable que irradiaba el metal.

Un chasquido, y la puerta se abrió silenciosamente. Pasaron despacio sobre el suelo de mosaico, y la peculiar y pulsátil ráfaga de luz les envolvió como una niebla marina. Tarod vio que los ojos de The-mila se abrían, pasmados, y comprendió que la hechicera, como Iniciada de tercer grado que era, sólo habría estado en el Salón de Mármol una o dos veces en toda su vida, si es que había estado alguna. No dijo nada; sólo avanzó, guiado por un instinto que no quiso investigar.

Keridil se detuvo en el círculo negro y dirigió una mirada interrogadora a Tarod, pero éste sacudió la cabeza y siguió andando. Una empatía subconsciente se había establecido ahora entre ellos, imp o-niéndoles un pacto mutuo de silencio hasta que Tarod iniciase la invocación.

Siguiendo a la alta figura de negros cabellos a través de la engañosa niebla del Salón, Keridil sofocó los escrúpulos que amenazaban con romper su concentración. Era el primero en reconocer su fe total en los poderes de hechicería de su amigo; pero, al mismo tiempo, se preguntaba qué era lo que Tarod podía desencadenar esta noche. Y detrás de la calma impuesta por su voluntad, Keridil tenía miedo...

Tarod se detuvo de pronto y levantó la mirada. Keridil le imitó y a punto estuvo de lanzar una maldición, impresio nado, al ver las siete formas colosales de las estatuas arruinadas irguiéndose a través de la neblina. Raras veces se había aproximado tanto a ellas; había olvidado su enormidad al ser vistas de cerca. ¿Por qué, en nombre de todos los dioses, había elegido Tarod este lugar para hacer su trabajo?

Su pregunta quedaría sin respuesta, pues ahora se había colocado Tarod delante de las estatuas, vuelto de espaldas a ellas. Keridil y Themila se situaron en silencio cada uno a un lado y, al extinguirse el eco de sus últimas pisadas, reinó un profundo silencio. Esperaron, tranquilizando sus mentes y tratando de adaptarse los unos a los otros y al ambiente. Entonces, después de lo que pareció un rato muy largo, dijo Tarod:

Yandros.

Su tono era tan distinto de todo lo que hasta entonces habla oído Keridil, que éste sintió que su corazón se encogía de inquietud. Aquella voz no parecía humana...

Yandros.

Era una orden, una invocación que hizo que Keridil se estremeciese hasta la médula de los huesos. Recordando su promesa, se esforzó en aunar su conciencia con la de Tarod, pero había una barrera, un muro que no podía penetrar. El Salón parecía ahora sofocante y opresivo, como si algo estuviese acechando detrás de sus límites, y Keridil tuvo que hacer un esfuerzo para no mirar, inquieto, por encima del hombro.

Yandros.

Era como escuchar una voz elemental, prehistórica, prehumana.

Yandros.

Tenía que conservar su aplomo, pensó Keridil. Por Tarod, por todos ellos, tenía que intentarlo. Cerró los ojos, tratando de concentrar toda su fuerza de voluntad, para romper aquella barrera...

Tarod ya no advertía la presencia de sus dos acompañantes. Parecía estar suspendido entre dos niveles de conciencia, ni en un plano ni en el otro. La voz que repetía una y otra vez el nombre de Yandros no era la suya; venía de muy lejos, de muy lejos en el pasado; de otro mundo, de otra vida, y la facilidad con que su mente había pasado a este lugar vacío había sacudido el pequeño vestigio de conciencia de sí mismo que todavía conservaba. De alguna manera, había sabido lo que tenía que hacer. Sin ceremonias, sin invocaciones complicadas; pronunciando sólo un nombre, una y otra vez, traspasando los límites de las dimensiones temporal y espacial...

Y sin embargo, tenía miedo de cruzar la última barrera.

Podía sentirla, como un muro, delante de él. Una franja pulsátil de oscuridad indescriptible que despertaba algún profundo recuerdo dormido. Tan antiguo... tan antiguo... en lo más remoto del Tiempo...

No podía hacerlo. Era demasiado humano para no temer la sima que se abría entre él y su objetivo. Un resbalón, y él no sería nada... No podía hacerlo...

Había apretado inconscientemente las manos con tal fuerza que las uñas hicieron manar sangre de las palmas. El anillo de plata le hizo un corte en el dedo, casi sacándolo de su estado de trance. Movió involuntariamente la derecha, cerrándola sobre la piedra clara; y una descarga, como un rayo de energía, pasó por sus manos y sus brazos y le llenó el cuerpo, hasta que sintió que los huesos iban a romperse con su fuerza. Estaba ardiendo, en su cuerpo, en su mente y en su alma, y la presión crecía, crecía; no podía luchar contra ella...

- ¡YANDROS!

Tarod gritó el nombre como un poseso y, al hacerlo, una cortina de oscuridad cayó sobre el Salón. Un solo y enorme estampido, tan ensordecedor que casi fue inaudible, retumbó en alguna parte, y la onda hizo que los tres perdiesen el equilibrio y cayesen con fuerza sobre el suelo. Al extinguirse aquel ruido inverosímil, Tarod trató de ponerse en pie, y la cabeza le dio vueltas al salir de su trance. Se sentía mareado, los miembros no querían obedecerle... A pocos pasos de él, Keridil sacudía violentamente la cabeza, tratando también de levantarse, y Themila, frágil como una muñeca, apenas se movía. Tarod trató de hablar, pero comprendió que su esfuerzo sería inútil. Ninguno de los dos podría oírle; estarían sordos a cualquier sonido hasta que hubiesen pasado los efectos de la enorme conmoción.

Keridil gritó algo, pero su boca pareció moverse silencio samen-te, y Tarod le hizo un ademán negativo, para indicar que no podía oírle. El Sumo Iniciado empezó a moverse penosamente en su dirección, pero se detuvo, abriendo mucho los ojos, con incredulidad, al pronunciar una voz, detrás de ellos, una palabra que oyeron con terrible claridad:

— Tarod...

El tono era como de plata fundida... Keridil se volvió, casi cayendo de nuevo, y Themila se incorporó y se quedó sentada.

El personaje parecía pequeño en comparación con las grandes estatuas negras inmóviles a su espalda, y sin embargo había algo en él que las hacía parecer insignificantes a su lado. Los cabellos de oro caían sobre sus hombros, y los ojos sesgados, que constantemente cambiaban de color en el rígido semblante, observaron con divertido desdén a los tres humanos antes de fijarse definitivamente en Tarod. Entonces cambió la expresión en una de afecto, y los maliciosos labios sonrieron.

—Saludos, hermano —dijo Yandros—. Me alegro de reunirme al fin contigo.

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