CAPÍTULO 3

Cruzado el puente sin tropiezos, Kael Amion y Taunan espolearon sus caballos para adentrarse en el prado que se extendía ante ellos. Para quien visitaba por primera vez el lugar, pensó Kael, éste solía ser el momento peor, cuando llegaba sano y salvo a los peñascos y no veía aún la menor señal del Castillo, y por esto se alegró de que el muchacho no hubiese recobrado el conocimiento.

Taunan señaló una conocida mancha oscura en el césped delante de ellos, y los dos jinetes condujeron cuidadosamente sus caballos sobre ella, asegurándose de que ni una sola vez rebasaran sus límites.

Y mientras la cruzaban, empezó a producirse el cambio.

Un cambio gradual, sutil, pero seguro. La hierba pareció desviarse hacia un lado, haciendo que Kael pestañease, momentáneamente desorientada. Y entonces vio, justo delante de ella, algo que, un momento antes, parecía no haber existido.

La vasta silueta de un edificio, silencioso y helado, tan negro que absorbía la poca luz que ahora quedaba, se erguía enorme y dominante. En cada uno de los cuatro puntos cardinales, se levantaba una torre gigantesca, y un arco había sido cortado en la piedra negra para servir de entrada, cerrada ahora por una gruesa puerta de madera. Kael sabía lo que vendría y contuvo el aliento cuando, con un suave y apenas audible sonido a sus espaldas, se desvaneció el mundo exterior (camino, puerto de montaña, puente natural) como si se hubiese cerrado sobre él una puerta invisible, y sólo quedasen el promontorio y el mar inquieto que lo rodeaba.

Les envolvió el silencio. Incluso el estruendo de las olas se había extinguido, y el cielo de oriente se oscureció y el lejano horizonte se confundió con la noche. Kael se obligó a recordar que estaban todavía en el mundo que ella conocía; las peculiaridades del Castillo habían alterado simplemente una fracción del tiempo y del espacio. Una precaución útil, en determinadas circunstancias.

Tarod se volvió, de pronto, en la camilla y gimió, como molesto por el cambio. Kael, al oírlo, hizo una seña a Taunan, y ambos espolearon sus caballos.

Mientras cabalgaban en dirección a la imponente mole del Castillo, una forma pequeña, apenas visible a la luz menguante del crepúsculo, se destacó de las sombras que rodeaban la puerta y saltó rápidamente sobre la hierba en su dirección. Taunan sonrió al reconocerla.

—Nuestra llegada no ha pasado inadvertida —dijo—. Es el gato de Grevard.

Aquel bulto se convirtió ahora en un pequeño felino gris de brillantes ojos amarillos, que se volvió al alcanzarles y corrió junto al caballo de Taunan. Esos gatos eran originarios de las regiones del norte y, aunque tendían a ser salvajes, eran también grandes oportunistas que a menudo se introducían en las colonias humanas. Varias docenas de ellos, medio domesticados, vivían en el Castillo y sus alrededores, y el médico Grevard, al igual que otros, había adoptado uno de ellos como animal de compañía. Los gatos tenían aptitudes telepáticas y, con paciencia, podían ser empleados como útiles mensajeros, aunque las diferencias entre la conciencia de los humanos y la de los felinos hacían que la comunicación no fuese muy fiable. Kael notó cómo aquella criatura sondeaba su mente un instante antes de volver su atención a la de Taunan.

— ¿Puedes persuadirle de que avise a Grevard que le necesitamos? —preguntó Kael, esperanzada.

—Tendré que intentarlo.

Taunan miró al gato; éste vaciló, levantó una pata y, un segundo más tarde, volvió corriendo al Castillo. Taunan le miró alejarse y se encogió significativamente de hombros.

Pero, por lo visto, el gato había transmitido el mensaje, pues la puerta empezó a abrirse. Brilló una luz débil en el interior, el arco pareció dilatarse y, de pronto, el sordo rumor de los cascos de los caballos sobre el césped dio paso a un fuerte y sonoro repiqueteo cuando pisaron las losas del patio principal.

El escenario en que se hallaban ahora ofrecía un vivo contraste con el tétrico exterior del Castillo. El vasto patio, cuadrado y embaldosado, estaba rodeado de unos altos muros por los que se encaramaban a su antojo las parras y las enredaderas. Aquí había luz; un suave resplandor ambarino de cientos de ventanas que se abrían en las negras paredes, dando a la escena un aire etéreo. En el centro del patio manaba una adornada fuente, cuya agua captaba la luz y la desparramaba en cascadas de diminutos puntos luminosos. Más allá de la fuente, una escalinata flanqueada a ambos lados por sendas columnatas, conducía a la puerta de entrada. La paz, la tranquilidad y la estabilidad del escenario conmovieron, como siempre, a Kael, que sintió una vez más el orgullo de ser bien recibida en aquella increíble mansión. De pronto, la aparición de varias personas que salían a recibirles, rompió el hechizo. Kael reconoció entre ellas a una mujer de edad mediana, menuda, ligera y de cabellos rubios.

— ¡Themila!

La Hermana se apeó sonriente de su montura y correspondió al abrazo de la mujercita.

Themila Gan Lin, Iniciada del Círculo, besó a su vieja amiga en ambas mejillas.

—Querida mía, cómo es que has vuelto tan pronto? ¿Pasa algo malo?

Y entonces vio la camilla.

Kael le explicó lo ocurrido, con las menos palabras posibles, y Themila se inclinó sobre el muchacho inconsciente.

— ¡Pobre chiquillo! Hiciste bien en traerle directamente aquí,

Kael.

—Aquí está Grevard —dijo Taunan, aliviado.

El médico se abrió paso entre el grupo que habían formado los curiosos del Castillo, saludó con distraída cortesía a Kael y a Taunan, se agachó junto a la camilla y miró al muchacho, palpando ligeramente su brazo con dedos prácticos.

—El hueso ha sufrido una grave fractura y la fiebre es alta — dijo—. El gato me avisó de que el chico estaba muy mal, y parece que no se equivocó.

— ¿Pudo decirte todo esto?

—En momentos así, estas criaturas son muy útiles, Señora. — Grevard sonrió, al ver la sorpresa de Kael—. Gracias a mi gato, están ya encendiendo fuego en una de las habitaciones libres. Bueno, veamos si podemos trasladarle en su camilla sin causarle demasiadas molestias.

La actitud decidida y experta del médico tranquilizó a Kael, que observó cómo dos hombres, dirigidos por Grevard, levantaban la camilla y la introducían por la puerta principal. Después se vio rodeada de gente curiosa que quería saber la identidad del desconocido. Los forasteros eran raros en el Castillo, a menos que se celebrase alguna fiesta oficial, y todos los esfuerzos de Themila para atajar las preguntas y llevarse a Kael de allí fueron vanos, hasta que al fin la llegada de otro personaje acalló la algarabía.

El recién llegado tenía el rostro aguileño, ojos perspicaces, cabellos peinados hacia atrás y grises en las sienes, y al oír su voz, todos guardaron respetuoso silencio. Como Taunan y Themila, llevaba una insignia sobre el hombro, pero ésta era un doble círculo concéntrico, dividido por un rayo igual. Era Jehrek Banamen Toln, el Sumo Iniciado en persona, el jefe del Círculo.

—Kael, ¡qué inesperada sorpresa! —La sonrisa de Jehrek era afectuosa, suavizando las duras facciones de su semblante—. Grevard me ha dicho que encontraste un niño que necesitaba sus cuidados.

Taunan, que había permanecido incómodamente en pie junto a su caballo , habló ahora:

—Hay algo más, Señor. Si puedo hablar contigo...

El Sumo Iniciado frunció el entrecejo.

—Claro que sí, Taunan, si es algo que tengo que saber. Pero...

Antes de que pudiese seguir hablando, fueron interrumpidos por un muchacho de largas piernas que bajó corriendo la escalinata y a punto estuvo de chocar con el Sumo Iniciado. Jehrek se volvió hacia él.

—¿Qué modales son éstos, Keridil? Te he dicho otras veces que...

El muchacho, que tenía aproximadamente la edad de Tarod, sonrió descaradamente.

—Discúlpame, padre. Pero he visto la camilla y quiero saber lo que ha pasado.

Los cabellos de un castaño claro y los ojos también castaños de Keridil debían parecerse mucho a los de Jehrek en su juventud, y Taunan disimuló una sonrisa al preguntarse, irreverente, si el Sumo Iniciado habría sido tan ingenuo a su edad.

—Sea lo que fuere, no es de tu incumbencia, de momento —dijo severamente Jehrek a su hijo—. Taunan y yo tenemos que hablar de ciertos asuntos.

—Entonces, ¿puedo ayudar a Grevard a cuidar al recién llegado?

— ¡Claro que no! Grevard ya tiene bastante quehacer, sin que se entrometan los niños en su trabajo. Si quieres servir de algo, puedes acompañar a la Señora Kael Amion al comedor y darle algo de comer.

Y, mientras Keridil trataba de disimular su contrariedad, el Sumo Iniciado hizo una reverencia a Kael—. Si nos disculpas...

Kael sonrió y asintió con la cabeza, permitiendo que Themila la asiese del brazo, y observó cómo se alejaban los dos hombres por el patio.

Jehrek Banamen Toln se retrepó en su sillón tapizado y contempló la pequeña lámpara votiva que ardía constante mente en una mesa junto a la ventana. A la débil luz de la estancia, Taunan pensó que parecía tenso.

—Esta historia no me gusta, Taunan —dijo lentamente Jehrek—. Un niño que puede tener tanto poder...

— No creo que él se diese cuenta de que podía ejercerlo, Señor. Ciertamente, no tenía idea de lo que era.

Jehrek sonrió débilmente.

—En esto no es el único.

— Desde luego, no. — Taunan rebulló incómodamente en su sillón—. Pero es indudable que el muchacho tiene poder, y un talento innato para emplearlo.

—Y tú vas a decirme que necesitamos más que nunca este poder. Lo sé, Taunan; lo sé.

— Los Warps son cada vez más frecuentes y más imprevisibles. Se está tramando algo en el mundo; algo que nos amenaza. Y no podemos descubrir la causa.

Jehrek dirigió una aguda mirada a aquel hombre más joven que él, y Taunan se sonrojó al darse cuenta del error que había cometido al querer decir al Sumo Iniciado lo que éste sabía demasiado bien.

—De mo mento, esto es irrelevante —dijo Jehrek—. Lo que ahora me preocupa es el muchacho. En primer lugar, ¿qué estaba haciendo en aquel agujero infernal?

—Todavía no ha hablado de ello —dijo Taunan—, pero yo sospecho algo. No sabemos nada de su clan, ni de qué parte del mundo ha venido. Si ha exhibido esta... facultad antes de ahora, cosa que parece probable, bueno... , la gente es supersticiosa. Los de su clan pudieron reaccionar mal...

—¿ Y prefirió rehuir posibles dificultades? Sí, tal vez sí. Cuando se recupere, tendremos que averiguar la verdad. Mientras tanto, Taunan, te diré que hiciste bien en salvar al muchacho. Nosotros necesitamos sangre nueva... con tal de que sea limpia.

—Él no sabía lo que estaba haciendo, Jehrek. ¡Estoy seguro!

El Sumo Iniciado hizo un ademán tranquilizador.

—Desde luego, desde luego; no lo discuto. Solamente que...

— ¿Señor?

—¡No nada! Atribúyelo a las fantasías peculiares de un viejo que ha pasado demasiado tiempo dentro de estas cuatro paredes. —Jehrek se levantó, dando a entender que la entrevista tocaba a su fin—. Confío en tu buen criterio, Taunan; tal vez más de lo que confío en el mío en estos días. Creo que estoy perdiendo facultades. Pero... vigila al muchacho, amigo mío.

—Lo haré. —Taunan se dirigió a la puerta, la abrió y se volvió con una ligera sonrisa—. No regatearemos esfuerzos para averiguar cuál es todo su poder, Jehrek. Y, si no me equivoco, ésta será la causa de su triunfo.

Salió, cerró la puerta a su espalda, y Jehrek Banamen Toln habló a media voz al aire vacío:

—O la ruina de todos nosotros...

—Tarod..., Tarod, ¿me oyes?

Tarod se volvió en la cama, sorprendido por el tono grave de la voz de la mujer. La de su madre era aguda, casi estridente. Raras veces le hablaba con tanta dulzura, y no conocía su nombre secreto...

Abrió tos ojos verdes y a punto estuvo de gritar cuando recorrió con la mirada la desconocida habitación. Paredes oscuras, muebles lujosos, la extraña luz rojiza que se filtraba por la ventana y proyectaba sombras inquietantes: ¡ésta no era su casa!

Y, entonces, al desvanecerse los últimos vestigios del sueño, recordó.

Themila Gan Lin sonrió cuando su mirada se cruzó con la del chico. Desde luego, era un muchacho extraño, un intrigante enigma. Durante los últimos siete días había hablado en su delirio sobre tres cosas: un Warp, unos bandidos y alguien llamado Coran. Pero ahora su hombro se estaba curando y la fiebre había desaparecido. Tal vez se descubriría al fin el misterio.

—Veamos. —Se acomodó sobre la cama y tomó la mano de Tarod—. Soy Themila Gan Lin, y estoy aquí para cuidarte. Sabemos que tu nombre es Tarod, pero ¿cuál es el de tu clan?

Una mirada extraña y dura se dibujó en los ojos del muchacho, que dijo: — Yo no tengo clan.

— ¿No tienes clan? Pero seguramente tu madre...

¿Su madre? Ella le creía muerto, perdido en el Warp, y esto hacía que estuviese más seguro. Además, ella estaría mejor sin él...

—No tengo madre —dijo.

Aquí había algo más, algo que tal vez nadie llegaría a saber nunca, pensó Themila. Recordando la conversación que había sostenido con Jehrek pocos días antes, cuando habían discutido las extrañas circunstancias del descubrimiento del muchacho, decidió no insistir en la cuestión. Estaba a punto de preguntar al niño si tenía hambre cuando una mano delgada asió su brazo con sorprendente fuerza.

—¿Es esto el Castillo?

—¿El Castillo de la Península de la Estrella? Sí, lo es.

Un fuego interior iluminó los ojos verdes.

—Vi a un hombre... Era un Iniciado...

Themila pensó que empezaba a comprender. Y si las sospechas de Jehrek eran acertadas, coincidían con la imagen que ella empezaba a formarse del muchacho. Amablemente, dijo:

—Éste es el hogar del Círculo, Tarod. Muchos de nosotros somos Adeptos. Mira.

Y con su mano libre señaló uno de sus hombros. Tarod se quedó sin respiración al ver la ahora familiar insignia en el ligero chal de Themila Gan Lin. Por consiguiente, no lo había soñado en su delirio... Recordó los chismes y rumores que había oído acerca del Castillo y de lo que pasaba en él: hechicería y magia negra, conocimientos y poderes secretos. En su tierra natal, la gente temía al Castillo, pero Tarod no tenía miedo. Aunque pareciese imposible, el fantástico sueño que había acariciado en su vida anterior, de huir y encontrar la fortaleza de los Iniciados, se había hecho realidad. No estaba muerto; su alma no había sido condenada a ser arrastrada para siempre por el Warp; antes al contrario, la tormenta le había traído hasta aquí, como si, por alguna razón, lo hubiese querido así el destino. Y confiaba en esta mujer, una Iniciada; sabía que no le maltrataría como habían hecho otros. Estaba en su casa.

De pronto, como tanteando el terreno, dejó que su mano se deslizase hasta tocar los dedos de ella.

—¿Puedo quedarme aquí?

Themila le apretó la mano.

— ¡Puedes quedarte todo el tiempo que quieras, muchacho!

Y pensó, súbitamente turbada: «Oh, sí, debes quedarte... tanto si quieres como si no...».

Aquella tarde tuvo Tarod otra visita inesperada. Keridil Toln, el hijo del Sumo Iniciado, había empleado todas sus zalamerías para persuadir a Themila de que le permitiese llevar la comida al desconocido, y ella, pensando que la amistad podía ser beneficiosa para los dos muchachos, asintió de buen grado. Tarod no estaba acostumbrado a tener compañeros de su edad sin que le censurasen, y al principio le desconcertó la llegada del otro chico, pero el franco entusiasmo de Keridil empezó a romper muy pronto las primeras barreras.

—He estado esperando todos estos días una ocasión de verte — dijo Keridil, y después añadió con absoluta falta de tacto—: Todo el mundo habla de ti en el Castillo.

Tarod se alarmó de pronto.

—¿Por qué? —preguntó.

Keridil tomó un pedazo de carne del plato de Tarod, sin pedir permiso, y empezó a devorarlo.

—En primer lugar, es raro que alguien venga a nuestra comunidad desde el exterior. Pero es principalmente por lo que hiciste.

— ¿Qué quieres decir... por lo de los bandidos? —Su recuerdo era todavía confuso, y Tarod se puso súbitamente en guardia—. ¿Qué te han dicho?

Keridil sacudió la cabeza.

—No me han dicho nada. A pesar de que se presume que soy importante, porque se presume que algún día sucederé a mi padre como Sumo Iniciado, también se presume que soy demasiado joven para comprender muchas cosas. —Vaciló y después hizo un guiño—. Pero comprendo muchas más cosas de las que ellos se imaginan, y tengo mis propios medios para hacer averiguaciones. Mataste a un bandido cuando Taunan y la Señora fueron atacados. Pero no empleaste una espada ni un cuchillo ni otra arma. ¡Le mataste por arte de hechicería!

¿Hechicería? Esta palabra produjo un escalofrío en Tarod. Aquel sentimiento, aquella fuerza que se había apoderado de su mente y de su cuerpo..., ¿había sido hechicería? ¡Pero él no sabía nada de magia!

— Dicen que no sabías lo que estabas haciendo — prosiguió Ke-ridil, claramente impresionado—. Y por esto vas a que darte aquí. Mi padre ha estado haciendo toda clase de investigaciones sobre tu clan, pero...

—¡No!

La súbita vehemencia de Tarod sobresaltó al niño de rubios cabellos, que guardó silencio unos instantes. Después dijo:

—¿Por qué no?

Durante un momento, se miraron fijamente el uno al otro; después Tarod decidió arriesgarse y decirle a Keridil la verdad. Pausadamente, a media voz, respondió:

—Porque fui.. , condenado a muerte. Por matar a otra persona. De la misma manera que, según dicen, maté al bandido.

—¡Por Aeoris! —Keridil era lo bastante mayor para sentirse asombrado más que impresionado—. ¿A quién...? Quiero decir, ¿fue un accidente?

Nadie en Wishet se había preocupado de hacerle esta pregunta, pensó Tarod, sintiendo un nudo en la garganta. Y se dio cuenta de que podía hablar con Keridil de Coran sin la angustia producida por el miedo y la repugnancia. Como si, al cruzar la barrera invisible entre el Castillo y el mundo exterior, hubiese dejado atrás el pasado...

Keridil escuchó gravemente el relato y después silbó entre dientes.

—¡Por los dioses! No es de extrañar que el Círculo te quiera...

Tarod volvió a sentir recelo.

— ¿Que me quiera...?

—¡Si! —Keridil le miró fijamente, y entonces comprendió—. ¿No se ha molestado nadie en explicártelo? Vas a ser educado como Iniciado.

Tarod asintió como si se hundiese el suelo debajo de él.

—¿Cómo inicia...?

Trató de expresar lo que sentía, pero no encontró palabras para hacerlo. Keridil frunció bruscamente los párpados.

—¿No lo comprendes? En primer lugar, te enfrentaste con un Warp y salvaste la vida. ¡Es un presagio increíble! Y en segundo lugar... ¿no te das cuenta de que, probablemente, no hay un solo hombre o mujer dentro de estas paredes capaz de hacer lo que hiciste tú con sólo chascar los dedos?

Tarod se quedó confuso y alarmado.

— Pero los Iniciados..., su poder...

—Oh, existe, sí, y hay personas que pueden ejercerlo. Podría contarte algunas cosas que he visto, y eso que sólo me permiten presenciar los Ritos Inferiores. Pero lo que tú hiciste... Tal vez los Ancianos pudieron emplear esta fuerza con la misma facilidad, ¡pero hace mucho tiempo que están muertos!

— ¿Los Ancianos?

Tarod sintió que algo peculiar se agitaba en algún rincón oscuro e inalcanzable de su mente; pero desapareció antes de que pudiese captarlo.

Keridil hizo un expresivo ademán de impotencia.

—Les llamamos los Ancianos porque no tenemos un nombre mejor. Fueron la raza que vivió aquí antes que nosotros, la que construyó este Castillo. Deben haberte enseñado que Aeoris —y aquí hizo Keri-dil un rápido y reflexivo signo delante de su cara — trajo los dioses a nuestro mundo, para destruir a los partidarios del Caos, ¿verdad?

—Oh... sí.

—Bueno, según los pocos escritos que dejaron los Ancianos y que algunos historiadores como Themila han conseguido descifrar, parece que, para ellos, ¡nuestra ciencia valdría poco más que los balbuceos de un niño de pecho!

Tarod no dijo nada, pero sus pensamientos secretos emprendieron rápidamente un camino inesperado. Por lo visto, los Iniciados del Círculo, esas personas casi legendarias de las que todos hablaban con inquietud, no eran invencibles.. , y esto le produjo un extraño desasosiego. Y sin embargo... decían que él tenía poder. Posiblemente un poder más grande, a menos que Keridil exagerase, que los más altos Adeptos. Era una idea escalofriante, y, de pronto, ansió saber más.

Pero antes de que pudiese formular una pregunta, Keridil vio algo que no había advertido antes.

—¿Qué es eso? —Había agarrado la mano izquierda de Tarod y tocaba el anillo que llevaba éste en el índice—. Nunca había visto una piedra parecida. ¿Es tuyo?

Tarod retiró la mano y miró celosamente el anillo. Había en él una sola piedra, perfectamente clara, engastada en una gruesa y adornada montura de plata. Como le habían quita do su ropa estropeada y dado otra nueva, esto era lo único que le ligaba al pasado.

—Sí, es mío —dijo sin comentarios.

— ¿Cómo lo conseguiste?

—Mi...

Tarod vaciló. Había estado a punto de decir que era un regalo de su madre, pero, en realidad, era algo más. Desde luego, se lo había dado ella el día que había cumplido siete años, pero recordaba que le había dicho que era su herencia, la única herencia, del padre cuya identidad ni ella ni él habían conocido nunca. Desde entonces, nunca se lo había quitado del dedo y, cosa extraña, al crecer él parecía crecer también el anillo, de manera que siempre se adaptaba perfectamente al dedo.

—Si algún día quieres cambiármelo —dijo envidiosamente Keri-dil—, tengo un zafiro que...

—No. —La negativa fue instantánea y rotunda. Y el muchacho rubio palideció.

—Lo siento, no quería... —y no terminó la frase.

Tarod no contestó. Estaba mirando por la ventana, frunciendo los ojos verdes, como si, detrás de la máscara de su cara, se hubiese sumido en hondas reflexiones. Había algo irreal en aquel patio con su alegre fuente; algo parecido a un sueño, y por un instante se preguntó si iba a despertar y encontrarse de nuevo en Wishet, enfrentándose a una sentencia de muerte. Pero rechazó la idea. Por extraño que fuese el ambiente, el incansable y charlatán Keridil era bastante real. Y a pesar de su innata desconfianza de la gente, sintió una afinidad con el otro muchacho.

— No — dijo—, lo siento, Keridil. No quise molestarte.

Keridil suspiró.

—Me alegro, porque no quisiera perder tu amistad cuando acabo de encontrarla. Hasta ahora, no había tenido ningún amigo de mi edad. Todos los otros muchachos parecen pensar que soy superior a ellos, o algo así, por ser mi padre quien es.

Tarod no había pensado que Keridil, criado en una comunidad tan cerrada, pudiese sentirse solo, y esto le produjo una rara satisfacción: hacía que los dos se pareciesen.

—Pero seremos amigos, ¿verdad? —prosiguió Keridil. Su cara tranquila y franca se puso, de pronto, seria—. Quisiera que así fuese, porque... , bueno, no soy un vidente, pero puedo profetizar que un día seré Sumo Iniciado de esta comunidad, a menos que fracase en la prueba, cosa que no creo que vaya a ocurrir. Pero sean cuales fueren mis hazañas, sea cual fuere mi poder, pienso que nunca podré igualarme a ti.

Por un fugaz instante, algo en su voz pareció trascender la juventud y la inmadurez, una anticipación de un futuro inconcebible, una verdad que Tarod no podía comprender, pero que sentía agudamente en la médula de sus huesos. Antes de que pudiese hablar, se abrió la puerta de la cámara y apareció Themila.

—Keridil, ¿no te dije que no debías cansar a Tarod con tu charla? —dijo severamente.

Keridil se levantó.

—No le he cansado, Themila —replicó con dignidad—. Sólo estábamos empezando a conocernos.

Themila se echó a reír.

—¡Qué de tonterías! ¡Es fantástico que el muchacho no pierda la cabeza con tu palabrería! Deberíais estar durmiendo los dos. Mañana tendréis tiempo sobrado para hablar.

Keridil arqueó las cejas mirando a Tarod, se encogió de hombros como disculpándose y se detuvo en la puerta para besar sonoramente a Themila en la mejilla. Cuando el ruido de sus fuertes pisadas se hubo extinguido en el pasillo, Themila se dirigió hacia la antorcha sujeta a la pared por una abrazadera de hierro.

—No tendrás miedo a la oscuridad, verdad, Tarod? —dijo amablemente.

Tarod sacudió la cabeza.

—Gracias. Me gusta la noche.

—Entonces te deseo que descanses. El sueño es ahora para ti el mejor remedio. —Tomó la antorcha. Su sombra se retorció de un modo grotesco en la pared al cambiar la dirección de la luz y, tras una leve vacilación, añadió—:

Anímate, muchacho. Aquí no tienes nada que temer.

Tal vez había sido una imaginación suya, pensó más tarde The-mila, pero creyó percibir algo ligeramente inquietante en la sonrisa que le dirigió Tarod en la penumbra. Por un momento, los ojos verdes brillaron con luz propia.

—No tengo miedo —dijo suavemente Tarod.

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