Las letras de la página del libro bailaban ante los ojos de Tarod, convirtiéndose en imágenes enmarañadas carentes de sentido. Respiró hondo, pellizcándose el puente de la nariz con el índice y el pulgar; después sacudió su mata de negros cabellos y quiso seguir leyendo.
Fue inútil. Se había esforzado durante demasiado tiempo y su cerebro se rebelaba contra las interminables horas de lectura. Suspiró, cerró el libro y cruzó la biblioteca para devolverlo. Al empujar el lomo de mal grado, para colocar el volumen en línea con sus comp añeros, oyó unas pisadas que se acercaban, miró hacia abajo y vio a Themila que, con los brazos en jarras, le dirigía una mirada acusadora.
— ¿Es que no aprenderás nunca, Tarod? Sabes lo que dijo Grevard. ¡Nada de esfuerzos mentales hasta que él declare que estás completamente recuperado! Y te encuentro aquí, cuando hace apenas siete días que te has levantado de la cama...
Tarod le impuso silencio apoyando ligeramente un dedo en sus labios; después se inclinó para darle un beso en la frente, mientras ella seguía refunfuñando.
—Precisamente había acabado.
Habría podido añadir «y fracasado», pero no lo dijo. Ni Themila ni Keridil sabían el tiempo que había pasado buscando entre aquellos libros antiguos, ni la razón de que lo hiciese; pero todavía quería guardar el secreto.
— ¡No tendrías que haber empezado! — le amonestó Themila—. ¡Después de todo lo que has sufrido... !
—Por favor, Themila... —La asió de los hombros y la sacudió con delicado afecto—. Agradezco tu interés, te lo aseguro. Pero entre tú y Keridil, me convertiríais en un inválido, si os dejase. Estoy bien, Themila. Y ahora, ¿quieres dejar de cuidarme como una madre durante todas las horas del día?
Ella se mordió el labio, confusa, y después suavizó su actitud.
—Si hubiese tenido un hijo la mitad de revoltoso que tú, ¡tendría los cabellos blancos! Pero, bueno, reconozco que no podrías hallarte en mejor estado. Y siendo así, ¿por qué no duermes un poco, para prepararte para mañana?
Él se había olvidado de mañana...
— En primer lugar — prosiguió Themila —, me prometiste acompañarme en el desfile. Y aprecio en lo que vale este honor: no es frecuente que una simple Iniciada de tercer grado tenga ocasión de aparecer en ceremonias importantes con un distinguido Adepto. Además, tu nombre está en la lista del palenque.
—¿Qué?
— Sí. Mira la lista que está colgada en el comedor, si no me crees. Te inscribiste hace tres noches, a ruegos de Keridil.
—Debía de estar borracho.
—Lo estabais... los dos, ¡y menudo espectáculo disteis!
—Themila se echó a reír al recordarlo, sabiendo que tanto Tarod como Keridil habían tratado de mitigar, después de la muerte de Jeh-rek, un sentimiento que no podía borrarse por medios normales—. Pero esto no cambia el hecho de que estás inscrito para enfrentarte a Rhiman Han en las primeras pruebas de equitación y demostrar a nuestros honorables invitados que los Iniciados son algo más que pálidos y arrugados ascetas.
—¡Por todos los dioses... !
Tarod pareció disgustado, pero, en realidad, la pequeña magia de Themila empezaba a surtir efecto. Nadie, alto o bajo, podía escapar a las exigencias de la celebración de siete días que empezaría con la próxima aurora... , y tal vez esta diversión era lo que él necesitaba ahora, más que las píldoras o las pócimas de Grevard o que las negras elucubraciones de su propia mente...
Tendió ambas manos, dándose por vencido.
—Muy bien, Themila, ¡tú ganas! Me iré a la cama, ¡y no volveré a leer ni a estudiar hasta que terminen las fiestas!
La besó de nuevo, esta vez en la mejilla, cerca de los labios, y ella le vio salir de la biblioteca, con una mezcla de amor y preocupación.
Algo andaba todavía terriblemente mal en Tarod. Themila lo sabía con absoluta certidumbre, pero estaba tan lejos como siempre de comprender la verdad. Tarod eludía hábilmente todos sus intentos de sondearle y, especialmente desde que Grevard le había permitido salir de sus habitaciones, se había mostrado exteriormente tan contento que a menudo se preguntaba si sus presentimientos no eran fruto de su imaginación. Pero la intuición era una vieja amiga de Themila, y la intuición le decía que aquel aspecto exterior era una máscara. Algo había, en el fondo de Tarod, que ni siquiera podía tratar de comprender y, en sus momentos de debilidad, tenía que confesar que la asustaba. De buen grado se habría esforzado en dominar este miedo para ayudarle, pero mientras él no estuviese dispuesto a hablar con más franqueza, tenía las manos atadas.
Hizo un esfuerzo para sobreponerse y recordar el motivo que la había traído a la biblioteca: un rollo, una de las antiguas narraciones históricas que necesitaba releer para preparar una clase para los niños. Cuando lo hubo encontrado, se lo puso bajo el brazo y se encaminó a la puerta del ahora silencioso sótano. Se detuvo en el umbral, para mirar por encima del hombro, y recordó la noche en que Keridil y ella habían encontrado a Tarod delirando en esta estancia. La imagen había sido tan fugaz que parecía irreal; pero era algo que había sucedido. Y había tenido consecuencias que, según creía, todavía no habían sido descubiertas, ni comprendidas por nadie...
Temblando, y diciéndose que no era más que por el frío del otoño que empezaba, subió rápidamente la escalera.
Tarod ya no tenía miedo de dormir, pero, no obstante, esta noche le costaba conciliar el sueño que sabía que necesitaba. El verano estaba gastando una última broma pesada antes de despedirse y el aire era extrañamente sofocante. Había salido una luna, y su luz, verde y pálida, se filtraba a través de la ventana mientras él yacía en la cama; sin embargo, Tarod sabía que ni el calor ni la luz de la luna tenían la culpa de su inquietud.
Mañana empezarían las fiestas de celebración en honor del nuevo Sumo Iniciado del Círculo. Siete días en que se combinarían las complicadas ceremonias formales con desenfadadas diversiones, y que atraerían grandes multitudes de todas las partes del país; aristocráticos Margraves, religiosas de todas las Hermandades, nobles, mercaderes, comerciantes, campesinos..., todos los hombres, mujeres o niños capaces de subir a un carro o de montar a caballo serían bienvenidos y se desparramarían por toda la Península de la Estrella cuando el recinto del Castillo resultase insuficiente para albergarles a todos. El período oficial de luto por la muerte de Jehrek Banamen Toln había terminado; su hijo Keridil había superado con éxito las pruebas para ocupar el puesto de su padre y ahora todo el mundo pensaba ya en el futuro.
Pero sólo Tarod sabía la verdad de cómo y por qué había muerto Jehrek. Grevard había declarado que el corazón del Sumo Iniciado no había podido resistir las tensiones propias de su cargo, pero Tarod sabía que no era así. Durante los dos meses que estuvo yaciendo impotente en sus habitaciones, maldiciendo la debilidad que le retenía allí y la lentitud de su recuperación, había tenido tiempo sobrado para pensar en la visión que le había hostigado cuando era todavía presa del delirio.
Yandros. Todavía no podía recordar el origen de este nombre. Lo conocía y, sin embargo, no sabía de qué. Pero la figura que se había enfrentado a él en la inmensidad del Salón de Mármol había sido real, tangible; no el fruto de una imaginación turbada, sino un ente cuya existencia era tan indudable como la suya propia.
Pero ¿qué clase de ente? Tarod rebulló inquieto, mirando fijamente hacia la ventana cuadrada, como buscando inspi ración en la luz fría de la luna. De una cosa estaba absolutamente convencido: Ya n-dros no era ni había sido nunca humano.
Sin embargo, había hablado como si les uniese un lazo de parentesco...
Tarod, haciendo un esfuerzo, ahogó aquella voz interior, para no continuar una especulación tan peligrosa. Lo único que sabía con certeza era que Yandros, fuese quien fuese o lo que fuese, había cumplido su palabra, ¡y de qué manera! Vida por vida... Aquel ser de cabellos de oro había ejercido un poder que había quitado la vida al Sumo Iniciado a cambio de la suya.
Tarod no le había contado nada a Keridil, y nada le induciría a hacerlo; su confusión y sus sentimientos de culpabilidad eran todavía demasiado fuertes. Sabía que él era el único responsable de la muerte de Jehrek; esta convicción le atormentaba incesantemente... , y, sin embargo, Yandros había insistido en que existía una razón vital para que Tarod siguiera vivo a costa de la vida de otro hombre. Un destino, lo había llamado.
Pero ¿qué clase de destino? Tarod se estremeció con una inquietud indecible. Yandros tenía un poder muy superior al de los Adeptos del Círculo de más alto grado; pero ¿venía este poder de los dioses o de otra fuente más tenebrosa?
Era una pregunta que no tenía respuesta y que no se prestaba a especulaciones agradables. Tarod pensó en los Ancianos que habían gobernado el mundo durante innumerables siglos, antes de que su propia depravación les llevase a su derrumbamiento final, y en los dioses negros a los que habían adorado... Pero no, el Caos había desaparecido, borrado de la existencia junto con sus marionetas humanas, y ningún poder del universo podía devolverlo a este mundo.
Pero, fuese lo que fuese Yandros (emisario de Aeoris o de otros dioses), subsistía el hecho ineludible de que Tarod debía la vida a aquel ser extraño. Y Tarod se había comprometido bajo juramento, y era incapaz de faltar a un juramento. El tiempo, había dicho Yandros, era la clave, y con el tiempo comprendería. Aquellas palabras habían despertado un viejo, muy viejo recuerdo que se desvaneció en el mismo momento en que Tarod había tratado de fijarlo, y desde entonces se había negado tercamente a volver. Ahora pensó que no tenía más remedio que esperar a que le fuese revelada la tarea que tenía que cumplir; pero sabía que hasta entonces estaba condenado a existir en una especie de limbo. Le obsesionaba pensar en lo que podrían exigirle o dejar de exigirle; sin embargo, todos los intentos que hacía para ahondar en el misterio terminaban en fracaso. No había encontrado ninguna clave en los estantes de la biblioteca, a pesar de que en ellos podían encontrarse casi todos los tratados históricos y mitológicos que existían. Y sus esfuerzos por romper el velo con medios mágicos también habían fracasado; en realidad tenía la impresión de que, si bien había recobrado toda su fuerza física después de su enfermedad, no ocurría lo mismo con su fuerza oculta.
Puertas que antes estaban abiertas para él se habían cerrado de golpe, y el poder que había tenido antaño en las puntas de sus dedos, a menudo en el sentido literal de la expresión, ya no le obedecía como antes. Noche tras noche había permanecido a solas en sus habitaciones, esforzándose en invocar los poderes que, tan recientemente, habían sido como un juego de niños para él. Siempre había fracasado... y su fracaso había ido siempre acompañado de un estremecedor y lejano resurgimiento de aquella oscura palpitación que había sentido en el Salón de Mármol y que asociaba indefectiblemente con la influencia de Yandros. Y si Yandros tenía poder sobre la vida y la muerte, debía ser sin duda muy fácil para él someter a un simple mortal a sus de seos...
Tarod no se había dejado manipular en su vida (salvo por Themila, pero esto era otra cuestión) y su instinto reaccionaba violentamente contra la idea. Pero era lo bastante filósofo para darse cuenta de que nada podía hacer para cambiar la situación; sencillamente, debía dar tiempo al tiempo.
Mientras tanto, le convenía seguir el consejo de Themila y centrar su atención en la cuestión más mundana de las próximas celebraciones. Tenía otra deuda más personal con Keridil, aunque éste no lo sabía, y había visto el cambio que se había producido en su amigo desde que había sucedido a Jehrek. Todavía afligido por la muerte de su padre, Keridil sentía vivamente sus responsabilidades, y la tensión resultante se estaba ya manifestando en él. Si Tarod podía ayudar al nuevo Sumo Iniciado en su tarea, creía que era su deber hacerlo.
Se apartó de la ventana, súbitamente cansado y alegrándose de ello. Los siete próximos días podrían ser el catalizador que necesitaba todo el Círculo y, cuando hubiesen terminado, seguiría un período de calma durante el cual la comunidad del Castillo se adaptaría a las nuevas circunstancias. Y con esta calma podían llegar algunas de las respuestas que estaba buscando Tarod desde hacía tanto tiempo...
El primer día de las ceremo nias de celebración amaneció brillante y prometedor. El sol se elevó en un cielo límpido, y sólo soplaba una brisa suave que señalaba el principio del otoño. Durante dos días, un pequeño ejército masculino, criados, algunos Iniciados y todos los niños del Castillo que podían librarse de sus lecciones, había estado trabajando en la preparación del gran acontecimiento, y el severo edificio aparecía transformado por banderines y serpentinas que pendían en hileras sobre las oscuras paredes desde todas las ventanas. Invitados oficiales de todas las provincias habían estado llegando desde el amanecer, deseosos de arribar temprano al Castillo y asegurarse un buen sitio para presenciar los actos. Siguiendo las recomendaciones de un anciano miembro del Consejo que recordaba la investidura de su padre, Keridil había enviado un destacamento de hombres armados para escoltar a los visitantes en el puerto de montaña, y la llamativa caravana de carros y carruajes cerrados había cruzado estrepitosamente la gigantesca puerta, precedida de siete Iniciados mo n-tando a caballo y encapuchados.
Todos los Margraves provinciales del país estaban hoy presentes, con su séquito de familiares y servidores. Ancianos Consejeros de provincias se habían arriesgado a realizar el largo viaje hacia el norte, entusiasmados por lo que era, para la mayoría de ellos, su primera visita a la Península de la Estrella, y ricos terratenientes y mercaderes habían llegado de tierras tan lejanas como la provincia de la Esperanza y las Grandes Llanuras del Este. Incluso el Margrave de la provincia Vacía, la árida tierra del nordeste cuya única riqueza era la cría de ganado para el suministro de leche y carne y de los resistentes caballitos del norte, había llegado con su reducida familia, vestidos todos ellos con la sencillez propia de su estilo de vida.
En realidad, sólo dos personas notables faltaban en la lista de invitados: las que, con el Sumo Iniciado, constituían el triunvirato supremo que gobernaba el país. La Señora Matriarca Ilyaya Kimi, supe-riora absoluta de la Hermandad de Aeoris, había escrito desde su Residencia de Chaun del Sur, con caligrafía historiada pero temblona, expresando su profundo sentimiento porque la artritis le impedía emprender el viaje, y rogando a los dioses que bendijesen al nuevo Sumo Iniciado. Keridil no había visto nunca a la anciana Matriarca, que debía tener al menos ochenta años, pero conocía su fama de mujer de buen corazón, aunque un poco excéntrica, que llevaba unos veinte años en el ejercicio de su cargo. Pero si la Señora Matriarca no había podido asistir en persona, había cuidado en cambio de que su Hermandad estuviese bien representada, a juzgar por el número de mujeres de hábito blanco que se dirigían al Castillo.
El tercer y teóricamente más influyente miembro del triunvirato había enviado también un mensaje a Keridil, una carta formal y ligeramente desmañada que expresaba, sin demasiada fortuna, todo lo que exigía el protocolo. Fenar Alacar, el Alto Margrave, sólo tenía diecisiete años y se esforzaba por ser merecedor del título hereditario en el que había sucedido a su padre hacía apenas un mes, después de que éste, en plena juventud y vigor, muriera en un accidente de caza. De él no se esperaba que asistiese a la investidura, pues el Alto Margrave, como primera autoridad del mundo, sólo abandonaba su residencia en la Isla de Verano, en el lejano sur, en casos de grave emergencia; así lo exigía la tradición. Cuando terminasen las fiestas, uno de los primeros deberes de Keridil sería presentarse en la corte de la Isla de Verano para la ratificación final de su cargo. Hasta entonces, Penar Alacar era y seguiría siendo simplemente un nombre que nadie había asociado todavía con una cara.
Pero aunque toda la atención se centraba en los invitados más nobles que llegaban al Castillo, era muchísimo mayor el número de gente del pueblo que invadía la Península. Los mercaderes habían visto una buena oportunidad comercial en la enorme aglomeración, y vendedores ambulantes procedentes de todas las partes del país instalaban sus camp amentos improvisados en la Península, con la esperanza de vender los artículos que traían. Junto con ellos llegaron en gran número agricultores, pescadores, pastores y artesanos, hasta que todos los alrededores del Castillo fueron un hervidero de seres humanos.
Al amanecer del primer día de la celebración, se sumaron a la multitud varios grupos de boyeros, y uno de ellos, dirigido por un hombre de mediana edad, corpulento y de cabellos grises, instaló su campamento en la Península para poder contemplar con comodidad las celebraciones. Una muchacha que vestía toscas prendas de hombre se separó del grupo sin llamar la atención y se dirigió a los hitos que marcaban la entrada del vertiginoso puente. Un joven Iniciado, en traje de ceremonia, con una breve capa echada sobre los hombros para protegerse del frío de la mañana, estaba apoyado en uno de los pilares observando perezosamente a los que llegaban, y sonrió a la joven que se acercaba. Ella le correspondió con un tímido saludo y se detuvo, temerosa de seguir adelante.
A Cyllan aquel escenario le parecía un sueño. Una cosa era oír relatos sobre la Península de la Estrella, y otra muy distinta estar en ella, ver con sus propios ojos la fortaleza de los Iniciados, con sus imponentes acantilados y su asombrosa grandeza. Desde donde se hallaba ella, el Castillo era invisible, pero Cyllan había oído hablar de la extraña barrera que lo mantenía a resguardo de las miradas curiosas. Si podía, haciendo acopio de valor, acercarse a los hitos, pasar por delante del centinela y cruzar el puente de granito, entonces podría ver el Castillo; un privilegio que seguramente recordaría durante el resto de su vida...
Aunque de mala gana, se confesó que tenía otro motivo además del sencillo deseo de contemplar el esplendor del Castillo. Era el recuerdo, que conservaba en un rincón secreto de su mente, de un breve encuentro con el alto hechicero de negros cabellos cuyos ojos reflejaban tanto dolor. Habían pasado muy poco tiempo juntos, pero ella no se había olvidado un solo instante de aquel encuentro. Él había sido el primer hombre en su vida que la había tratado como a una igual y una amiga, en vez de considerarla, como era habitual, una ramera en potencia o una persona insignificante. Aunque no se hacía ilusiones sobre las posibles consecuencias de un segundo encuentro, al menos podría verle de nuevo, si lograba encontrar el camino hasta el recinto del Castillo...
Permanecí a indecisa junto a los pilares y se sobresaltó cuando, inesperadamente, el joven Iniciado le habló.
—Si lo deseas, puedes cruzar el puente —dijo. Cyllan le miró fijamente y él añadió—: Cuando se pone pie en él, no es tan terrible como parece.
Había interpretado mal el motivo de su vacilación, y ella sacudió la cabeza.
—No..., no me da miedo el puente. Pero creía... Dirigió involuntariamente la mirada a un grupo de mujeres, magníficamente ataviadas, que pasaban a caballo en aquel momento, y el joven comprendió.
—Hoy no hay barreras —le dijo, con una amable sonrisa—. Cualquiera puede entrar y salir a su antojo.
—Ya veo. Gra... gracias.
El acentuó su sonrisa.
—Cuando llegues al otro lado, tienes que caminar sobre la mancha más oscura de la hierba. Es la puerta del Laberinto. Si no es a través de ella, el Castillo es difícil de encontrar.
— Lo recordaré.
Dirigió al joven una sonrisa de agradecimiento que iluminó su semblante, haciendo que él pensara que no era tan vulgar como al principio le había parecido, y entonces pasó entre los hitos. Cuando estaba a punto de entrar en el puente, una voz femenina le gritó:
— ¡Eh tú! ¡Sal de aquí!
Cuatro caballos altos y bellamente enjaezados pasaron velozmente y estuvieron a punto de derribarla. Los dos que iban en cabeza eran montados por Hermanas de Aeoris, de hábito y toca blancos. Detrás de ellas cabalgaban dos muchachas más jóvenes, ambas ricamente ataviadas pero llevando el fino velo blanco propio de las Novicias. Una de las muchachas miró a Cyllan, que tuvo la visión fugaz de unos rizos de color cobrizo que orlaban una cara exquisitamente hermosa, cuya expresión revelaba confianza y arrogancia a partes iguales. Los caballos pasaron al trote, con sus amazonas muy erguidas en las sillas, y Cyllan, torciendo el gesto de envidia, empezó a cruzar detrás de ellos el vertiginoso puente.
Aunque nunca había visitado la Península de la Estrella, Sashka Veyyil se movía con el frío aplomo que le daba la buena educación y que le permitía disimular el asombro que sentía al ver por vez primera el Castillo. Con gesto altanero, hizo caso omiso de las exclamaciones de la otra Novicia, que cabalgaba a su lado, cuando cruzaron el Laberinto y se empezó a materializar la antigua estructura. Fijó la mirada en la puerta principal que se alzaba ante ellas, más allá de la bulliciosa multitud. Llegaban más tarde de lo que habría querido, y maldijo en silencio a las ancianas Señoras que las habían acompañado desde la Residencia de la Tierra Alta del Oeste y cuyo nerviosismo había hecho que se demorasen en el viaje. Sus padres debían estar ya aquí, y seguramente habrían conseguido, para presenciar la ceremonia de la investidura, un sitio mejor del que ella podría encontrar.
Lamentó su decisión de asistir como Hermana Novicia y no como una Veyyil de la provincia Han.
Sashka había ingresado en la Hermandad hacía menos de un año, pero su personalidad empezaba ya a dejarse sentir. Su padre, un Sara-vin, y su madre, una Veyyil, de la que había tomado su apellido, pertenecían a dos de los clanes más influyentes de su distrito, y su hija había sido destinada, desde la cuna, a elevar la posición de la familia a alturas aún mayores. Su ingreso en la Hermandad había añadido otra estrella a su horizonte; ya no era simplemente noble, sino que se había convertido, de la noche a la mañana, en una mujer sumamente respetable. Y el hecho de que estuviese estudiando en la Residencia de la Tierra Alta del Oeste, de la que Kael Amion era Superiora, realzaba aún más su prestigio.
Pero, durante los próximos siete días, la mente de Sashka se ocuparía de pensamientos muy diferentes de los que cabía esperar en una Hermana Novicia. Tenía casi veinte años y, en su provincia natal, esta era considerada una edad conveniente para casarse. La Hermandad no levantaba barreras contra el matrimonio (podía fácilmente repartir su tiempo entre la Residencia y un hogar conyugal sin que se perjudicasen sus estudios), pero Sashka apuntaba más alto. Y estas fiestas en honor del nuevo Sumo Iniciado podían darle una oportunidad ideal para relacionarse con clanes que pudiesen ofrecerle partidos mejores que los que se le habían presentado hasta ahora.
Los cascos de los caballos repicaron al pasar por debajo del cavernoso arco negro en dirección a la puerta de la entrada, y Sashka sintió un súbito estremecimiento, mitad entusiasmo y mitad inquietud, en todo el cuerpo. Ni siquiera su estudiada despreocupación podía insensibilizarla contra la primera visión del vasto patio, de los miles de ventanas brillantes, de las gigantescas torres que se alzaban vertiginosamente en aquel ciclo fulgurante, altivo y remoto, y tragó saliva para ahogar una involuntaria exclamación de asombro. Unos criados se adelantaron para ayudar a Sashka y a las otras mujeres a desmontar, y dos hombres que llevaban las insignias de oro de los Iniciados las saludaron ceremoniosamente antes de acompañarlas hacia una esqui na donde se había formado un grupo numeroso de Hermanas. Sashka se había puesto ya en marcha cuando oyó una voz que la llamaba. Se volvió y vio a su padre, a poca distancia, que le estaba haciendo señas.
— ¡Mi querida hija! —dijo el padre, abrazándola calurosamente—. Envié a Forman para que me anunciase tu llegada. ¿Dónde vas a sentarte?
Sashka le besó en ambas mejillas y señaló en la dirección que s e-guían sus compañeras.
Él lanzó un bufido.
— ¡Uff, te sentirías perdida entre la chusma! Ven; tu madre y yo tenemos un buen sitio, desde donde podrás verlo todo perfectamente. —Le rodeó la cintura con un brazo, estrechándola cariñosamente—. Y otros podrán verte a ti, lo cual es tal vez aún más interesante, ¿no?
Él siempre la comprendía...
—Gracias, padre —dijo ella, satisfecha y, sin volverse a mirar a sus amigas, se dejó conducir por él.
Mientras el sol ascendía hacia el cenit, llenando el vasto cielo de una luz roja de sangre, apareció en el patio la comitiva que indicaba el comienzo de la ceremonia de ínvestidura del nuevo Sumo Iniciado del Círculo. Marcha ban al frente tres hileras de dignatarios en perfecta formación; en la primera, los representantes oficiales del Alto Mar-grave, en traje de etiqueta, sosteniendo cada uno de ellos la vara dorada propia de su cargo, como una espada delante de la cara; en la segunda, los miembros más distinguidos del Consejo de Adeptos; en la tercera, las más antiguas Hermanas de Aeoris, llevando todas ellas una banda amarílla que las indentificaba como representantes de la Ma-triarca. Detrás de estos heraldos, y sintiéndose más solo que en cualquier otro momento de su vida, venía Keridil, con una capa bordada en oro sobre los hombros y una cinta con la insignia de Sumo Iniciado ciñéndole la frente. Al salir al patio, pestañeó al ver la multitud y se pasó nerviosamente la lengua por los labios; después, haciendo un esfuerzo, recobró su aplomo y miró decididamente hacia adelante. Detrás, formando el grueso de la comitiva, marchaban los Adeptos, los Consejeros, los Margraves y los Ancianos de las provincias, entrando con lenta dignidad en el patio, en medio de un imponente y casi fantástico silencio.
La procesión se detuvo en el gran patio cuadrado donde iba a celebrarse el Rito de la Investidura. Los emisarios oficiales se volvieron y Keridil avanzó hasta plantarse delante de ellos, convirtiéndose en el centro de toda la atención. El procedimiento era bastante sencillo, a pesar de su solemnidad. Primero, los oficiales del Alto Margrave pronunciarían un discurso declarando que éste confirmaba en su cargo al nuevo Sumo Iniciado; después, la representante principal de la Ma-triarca daría su bendición, y por último, todos los pertenecientes al Círculo desfilarían y prestarían juramento de lealtad y fidelidad al sello del Sumo Iniciado. Después de todo esto, la comitiva saldría del Castillo, para que la muchedumbre que no había podido introducirse en el recinto de las negras murallas pudiese ver con sus ojos a Keridil, y éste dirigiría una Oración e Invocación a Aeoris que sería seguida por toda la multitud.
Themila estaba al lado de Tarod, consciente de que el hecho de ir de pareja con un Iniciado del séptimo grado le permitía estar en un lugar preferente en el desfile, lugar que, de otro modo, nunca habría podido esperar. La cola del traje de Consejera, que había sacado de un baúl y limpiado para la ocasión, la había hecho tropezar dos veces, y el brazo que apoyaba ceremoniosamente en el de Tarod empezaba ya a dolerle, debido al esfuerzo que le exigía la diferencia de estatura. Tarod vestía austeramente, en comparación con la mayoría de sus iguales, y esto daba mayor atractivo a su figura; pero parecía preocupado, había inquietud en sus ojos e intranquilidad en sus gestos. Ella le apretó un poco la mano, y Tarod sintió el ligero contacto y la miró.
Themila sonrió. Murmurando como había aprendido durante las largas sesiones en la cámara del Consejo, dijo:
—Creo que Keridil se alegrará cuando termine esta parte de la celebración.
Tarod observó un instante la ancha espalda de Keridil. La carga de su responsabilidad era ya patente, y Themila y Tarod no eran los únicos que habían advertido el cambio.
—Gracias a los dioses, la ceremonia es corta —murmuró él—. Cuando haya terminado, nuestro nuevo Sumo Iniciado podrá disfrutar al fin de su posición.
—Cierto. ¡Pero no te atrevas a emborracharle esta noche!
Tarod arqueó las cejas, fingiéndose escandalizado, y después adoptó bruscamente una expresión de seriedad.
—Sospecho que estaré demasiado ocupado en emborracharme yo para que pueda ocuparme de Keridil.
—¿Cómo? —dijo Themila, que no le había oído bien.
Tarod sonrió.
— Nada. Prestemos atención a la ceremonia.
Las formalidades habían terminado. Se habían pronunciado los largos discursos y hecho las presentaciones, y el Círculo y sus invitados pudieron quitarse al fin las rígidas máscaras del ritual y empezar a relajarse, preparándose para las fiestas más animadas que figuraban en el programa.
Esta noche se celebraría un banquete en el gran salón, seguido de música y baile, y Keridil, mientras se dirigía a través de la muchedumbre a la puerta principal del Castillo, confió en que los invitados más viejos siguiesen su ejemplo y no insistiesen en convertir la velada en un aburrido ejercicio de cumplidos. Necesitaba relajarse un poco, olvidar los rigores de la investidura. El deber era una cosa, pero las formalidades que podía soportar un hombre tenían su límite, y Keridil se sentía fatigado y necesitado de descanso.
La gente le detenía continuamente para felicitarle, y tardó algún tiempo en llegar a la puerta principal. Allí encontró a Tarod que le estaba esperando, apoyado en las piedras talladas de la entrada.
Keridil agarró a su amigo de los hombros, en un breve ademán de salutación.
—Bueno, lo peor ya ha pasado —dijo, levantando la cinta para enjugarse la frente—. Sin duda tendré que conocer muchas caras nuevas esta noche y mostrarme cortés con ellas, pero creo que podré hacerlo bastante bien, ¡en cuanto haya tomado una copa de vino para fortalecerme!
—Hasta ahora te has portado magníficamente, Keridil —declaró Tarod—. Me ha impresionado mucho tu discurso al aire libre. ¡Tu confianza decía mucho en favor tuyo!
—Viniendo de ti, ¡esto es un gran cumplido! —dijo maliciosamente Keridil, y después se echó a reír—. Pero, hablando en serio, la confianza era fingida. No sabes lo que es estar plantado allí, ante aquel inmenso mar de caras, sabiendo que todo el mundo te mira... Es como un juicio público. —Pero, mientras hablaba, recordó lo mucho que le había conmovido aquella experiencia; aquella multitud que se extendía hasta donde podía alcanzar con la mirada, todos ansiosos, todos escuchándole, todos deseándole venturas—. No podía acordarme de las palabras de la Exhortación —confesó, en voz baja —. Habría sido una buena manera de empezar, ¿no crees?
— Pero al final te acordaste.
—Sí. — Keridil guardó silencio un momento; después suspiró—: Tarod, creo que te envidio.
— ¿Por qué?
—Oh..., no me interpretes mal; en realidad, no tengo dudas. Pero ya no soy el mismo que era. De hoy en adelante, hasta el día de mi muerte, todo lo que haga tendrá que ser para el bien del Círculo, y mis deseos personales quedan relegados a un segundo lugar. Es inevitable y, desde luego, lo acepto; estoy orgulloso del honor que se me ha conferido. Pero esto no quiere decir que... que no lo lamente de vez en cuando.
Como no estaba enterado de la última conversación de Keridil con Jehrek, Tarod no comprendió todo el significado de aquella observación. Sin embargo, estuvo de acuerdo.
—Supongo que no es una situación que se pueda afrontar con ecuanimidad — dijo, mirando su propia mano que jugueteaba inquieta con el mango de su cuchillo—. Si yo estuviese en tu lugar...
Se encogió de hombros.
— ¡Tienes suerte de no estar! — Keridil sacudió la cabeza—. No; soy injusto. Esto sólo es consecuencia de las obligaciones del día... Mañana veré las cosas de un modo diferente.
—De pronto, sonrió—. De todos modos, me gustaría que mañana compitieses conmigo y no con Rhiman Han en las pruebas de equitación.
—Tú ganarías —dijo agriamente Tarod—. Siempre ganas.
—Ganaba —le corrigió Keridil—. La dignidad del Sumo Iniciado no le permite divertirse en el palenque; por consiguiente, de ahora en adelante tendré que resignarme a ser un simple espectador. Si yo pudiese... ¡Maldita sea!
Alertado por la voz súbitamente irritada de Keridil, Tarod miró por encima del hombro. Abriéndose paso entre la muchedumbre, un hombre delgado y de mediana edad avanzaba en su dirección, seguido de una muchacha rolliza y pelirroja a la que Tarod reconoció en seguida.
—Inista Jair y su padre... —dijo Keridil, apretando los dientes—. Las dos personas con quienes menos deseo encontrarme en este m> mento... Discúlpame, pero voy a marcharme antes de que lleguen.
Desapareció rápidamente cruzando la puerta, y Tarod se volvió y empezó a bajar despacio la escalinata. Inista y su padre se cruzaron con él; Tarod saludó friamente a la joven con la cabeza y recibió a cambio una mirada ceñuda.
Cerca de la verja había menos apreturas, pero todavía eran muchos los que entraban o salían por debajo del gran arco. Tarod siguió a un grupo de agricultores que abandonaban el Castillo, llenos de asombro por todo lo que habían visto, y se encontró en el suave césped del terreno circundante. Aquí el viento era fresco y el sol, cerca del ocaso, proyectaba un rojo resplandor sobre la Península y el mar. Casetas, tiendas y tenderetes habían sido montados en revuelta confusión y los mercaderes hacían buenos negocios con los que se quedaban para ver las fiestas. Algunos intentaron llamar la atención de Tarod, tratando de vender le vino o comida o alguna chuchería; él sacudió la cabeza y siguió andando.
De momento no vio a la muchacha, y no pudo saber que ésta le estaba observando desde hacía un rato. Las dotes de hechicera de Cyllan eran escasas, pero cuando vio salir al alto y oscuro personaje por la puerta del Castillo, empleó toda su fuerza de voluntad para confundirse en el paisaje, súbitamente asaltada por el miedo de que, si él la veía, no la recordaría.
Retrocedió al verle acercarse y a punto estuvo de chocar con el dueño de un puesto de vinos, que primero lanzó una maldición y después trató de convencerla de que tomase una copa del brebaje que vendía. Cyllan iba a rehusar, pero lo pensó mejor y hurgó en su bolsa. Le quedaban unas monedas del poco dinero que le daba su tío para comprar comida, y pensó que sería una buena manera de gastarlas.
Además, tal vez el vino la animaría un poco. Se puso pues a regatear con el vinatero, consiguió que rebajase el precio hasta lo que ella consideró justo y tomó la copa no demasiado limpia pero llena hasta el borde.
El vino era terriblemente agrio, pero fuerte. Había bebido tres o cuatro tragos cuando sintió que había alguien a su lado y, al levantar la cabeza, su mirada se cruzó con la de Tarod.
Éste había estado observando distraídamente la caseta contigua, haciendo oídos sordos a la propaganda del dueño, cuando se fijó en la muchacha con traje de aspecto masculino y cabellos de un rubio sorprendentemente claro. Le recordaba vagamente a alguien, pero no podía dar con el nombre, y la curiosidad le impulsó a acercarse más. Ahora ella le miró a los ojos, pestañeó una vez y dijo:
— Tarod...
Él recordó entonces la voz ligeramente ronca y evocó la imagen de una muchacha escalando temerariamente los abruptos acantilados de la Tierra Alta del Oeste. Esto y el canto fantástico de los fanaani... y otras cosas que era mejor olvidar...
—Cyllan... —Una lenta sonrisa se dibujó en su cara, y la muchacha se asombró de que recordase su nombre y le correspondió con otra sonrisa más amplia, y él siguió diciendo—: No esperaba verte aquí.
— Ni siquiera mi irascible tío se habría perdido esta oportunidad para hacer negocio. En cuanto a mí, nada en el mundo me habría impedido aprovechar esta gran ocasión.
Él pareció ligeramente sorprendido y después preguntó:
— ¿Qué es esa pócima que estás bebiendo?
—Oh..., no estoy segura. Me la ha ofrecido el dueño de este puesto... No te la recomiendo.
—¿Me permites? —Tomó la copa, probó su contenido, escupió y vertió el resto sobre la hierba—. ¡Esto no es bueno ni para los animales! —Se volvió y chascó los dedos en dirección al vinatero, que les estaba mirando con franca curiosidad—. Tú... tú estás aquí para vender vino, ¡no veneno! ¡Trae dos copas de algo que merezca tal nombre!
La insignia de Iniciado que llevaba en el hombro era claramente visible, y el dueño del puesto palideció. Murmurando disculpas, sacó una jarra de debajo de la mesa y llenó dos copas limpias, preguntándose en nombre de todos los dioses qué estaba haciendo un Adepto en compañía de una vaquera. No tuvo valor para pedir que le pagasen el vino, sino que se retiró malhumorado al fondo de su puesto, mientras Tarod se alejaba con Cyllan.
Desconcertada por aquella demostración de autoridad, Cyllan permaneció muda durante un par de minutos, hasta que vio que Tarod se estaba aguantando la risa.
— Lo siento — dijo él—. Pero hay veces en que un poco de mal genio levanta el ánimo... Además, no puedo tolerar el fraude.
Ella asintió gravemente con la cabeza, mirándole por encima del borde de la copa.
— Gracias.
—De nada. Bueno, ¿cómo va el transporte de ganado?
—Nada ha cambiado. El verano ha sido más suave que de costumbre; pero, cuando llegue el invierno, probablemente nos trasladaremos al sur. —Se interrumpió al darse cuenta de que difícilmente podían interesarle a él estas cosas tan triviales—. Y qué es de tu vida? —preguntó—. ¿Te sirvió de algo la Raíz?
Cyllan había hecho la impertinente pregunta sin saber exactamente por qué y se sintió confusa. Sin duda el vino y el estómago vacío eran la causa de su descuido. Pero Tarod no pareció molesto, sino que respondió pausadamente:
—¡Oh sí! Me sirvió. Pero no exactamente como yo quería.
Ella no deseaba mostrarse curiosa, pero no pudo contenerse.
—Después de aquel día en la Tierra Alta del Oeste —dijo—, yo... pensé mucho en aquello. Me preguntaba si... podría hacerte daño.
—¿Daño? Bueno... —Los ojos verdes de Tarod centellearon con una extraña emoción. Después torció irónicamente los labios—. No, no en el sentido corriente de la palabra.
Cyllan tuvo la terrible impresión de que, o se estaba portando como una imbécil, o había mucho más de lo que podía imaginar detrás de la expresión de Tarod. En todo caso, navegaba en aguas demasiado profundas para ella y esta idea la llenó de confusa inquietud. Miró frenéticamente a su alrededor, tratando de encontrar algo en el animado escenario que le permitiese cambiar de tema, y vio un hombrecillo delgado, de aspecto ratonil y bigote mal cuidado, que se abría paso entre la multitud en su dirección. Él la había visto ya, y ella se apres u-ró a apurar su copa.
—Tengo que irme —dijo, mirando de nuevo temerosamente al hombre—. Uno de nuestros hombres viene hacia acá; mi tío debe de estar buscándome...
Tarod examinó al boyero con la mirada y dejó de prestarle atención.
— ¿Te quedarás para las celebraciones? — preguntó.
Los ojos ambarinos se fijaron un instante en los de él.
—Creo.., creo que si. Al menos por un tiempo.
—Entonces, tal vez volvamos a vernos.
— Espero que así sea...
No esperó a que él respondiese, sino que dio media vuelta y se alejó rápidamente.
—¿Dónde has estado? —gritó el flaco boyero en cuanto ella pudo oírle.
Cyllan miró por encima del hombro y vio que Tarod se encaminaba de nuevo al Castillo.
—Mirando las casetas —dijo.
—Ya veo. La dama no tiene ahora nada que hacer, ¿verdad? — Fue a darle una bofetada, pero Cyllan la esquivó, gracias a su experiencia—. ¡Vuelve a las tiendas! Hay que preparar la comida, y si te imaginas que alguien va a hacer tu trabajo, ¡estás muy equivocada! — De pronto la miró maliciosamente, al darse cuenta de que ella seguía todavía con los ojos la alta figura del Iniciado que se estaba alejan do—. Y harás mejor en no mirar tan alto, chica —añadió con tono mordaz—. ¡Tienen rameras mejores que tú en el Castillo!
Cyllan se sonrojó y se mordió la lengua para no replicar airadamente. Después de una última mirada atrás, se volvió y siguió al ganadero hacia el puente.
Alguien más estaba observando con especulativo interés a Tarod, que entraba en el patio del Castillo y se encaminaba a la puerta principal. Gracias a la influencia de su padre, Sashka había ocupado un sitio desde el que podía ver perfectamente los actos del día; se había fijado en el hombre de cabellos negros que había tomado parte en el desfile, y éste había despertado su interés. Después de la ceremonia, le había visto con el Sumo Iniciado y comprendido claramente que los dos eran íntimos amigos. Una discreta investigación le había revelado su nombre y grado, cosa que le interesó aún más. No solamente le parecía atractivo su aire de fría arrogancia, sino que pensó que debía de ser un hombre influyente en la jerarquía del Castillo.
Le gustaría conocerle, y creyó que no le resultaría difícil, durante el banquete de la noche, lograr que se lo presentaran. Además, podría facilitarle un encuentro con el propio Sumo Iniciado...
Se volvió a su padre y apoyó cariñosamente los finos dedos en su brazo dijo: —Padre...
El le sonrió afectuosamente, sintiéndose orgulloso de ella.
—Sí ¿hija mía?
— Padre, ¿querrás hacer algo por mí? ¿Un gran favor? Esta
noche, durante el festín...