Y así fue como Aeoris, el más grande de los Siete Señores de la Isla Blanca, dio a guardar un cofre a quienes había salvado de los demonios del Caos. Y Aeoris decretó que el cofre fuese símbolo de su protección que, si el Caos volvía al mundo, pudiese ser abierto por la persona designada como representante de los dioses sobre la tierra, para apelar a todo el poder de los Señores del Orden, para que salvasen de nuevo a su pueblo.
Cuando la voz perfectamente modulada de Jehrek Banamen Toln hubo pronunciado las últimas palabras de la antigua y formal invocación, la multitud que llenaba el patio del Castillo emitió al unísono un suspiro apagado. Muy tiesos en sus trajes de ceremonia cuyos bordados con hilos de plata y oro reflejaban la luz teñida de escarlata del sol, los Adeptos miembros del Consejo descendieron lentamente la escalinata y caminaron por el pasillo que les abrió la muchedumbre. Jehrek presidía el desfile y su figura era todavía imponente, a pesar de que empezaba a andar algo encorvado por los años y tenía una ligera artritis en las manos. Detrás de él, los dignatarios visitantes —el Mar-grave de la provincia de la Tierra Alta del Oeste y las superioras de la Hermandad de Aeoris — ocupaban los lugares de honor, seguidos de los miembros del Consejo por orden de categoría, entre ellos Themila Gan Lin y, a su lado, la alta y vigorosa figura del único hijo del Sumo Iniciado y presunto heredero de su cargo. Al final del pasillo, cerca de la puerta del Castillo, habían sido colocadas siete estatuas de madera, de doble tamaño del natural, y cuyas caras pintadas observaban imp a-sibles el cortejo. Jehrek se detuvo delante de la primera y más grande, miró un momento las severas facciones talladas, se arrodilló con dificultad y tocó con la frente los pies de la estatua. Los dignatarios siguieron su ejemplo y la ordenada multitud se fue acercando, esperando su turno para colocarse detrás del Consejo.
Casi al fondo de la asamblea, en realidad mucho más atrás de lo que correspondía a su rango, un hombre observaba la ceremonia con una expresión tan enigmática como la de las estatuas. Pronto tendría que rendir también él el homenaje debido a las imágenes, pero prefería retrasar lo máximo posible aquel momento. Y no era que sintiese menos devoción por los Siete Dioses que cualquiera de sus semejantes; nada de eso, pero no podía evitar la débil pero inquietante impresión de que esos actos formales, con toda su pompa y ceremonia, servían más para satisfacer la vanidad de los visitantes que para fines más enjundiosos. Además, en ese momento, necesitaba tiempo para pensar.
Cualquiera que le conociese de antes y no hubiese visto a Tarod durante los diez años que llevaba viviendo en el Castillo de la Península de la Estrella, sin duda no le habría reconocido. Era más alto incluso que Keridil, que superaba en estatura a la mayoría; tenía una complexión vigorosa, de largos huesos, pero era más bien delgado. Su cara había perdido hacía tiempo sus facciones infantiles para convertirse en un rostro de pómulos salientes, fino mentón y nariz estrecha y aguileña, que separaba los ojos verdes y extrañamente felinos; y sus negros cabellos, que nunca se tomaba la molestia de cortarse, eran ahora una mata de pelo enmarañada. Era como si, recordando su creencia infantil de que era diferente, hubiese querido acentuar las diferencias, en vez de disimularlas, y se apartase deliberadamente de las normas.
Los cambios eran mucho más profundos que la simple apariencia exterior. Del niño medio aterrorizado y medio desafiante que había sido traído al Castillo como un chiquillo abandonado e inexperto, hacía más de diez años, no quedaba más que un vago recuerdo. El clan que le había socorrido de mala gana durante los primeros trece años de su vida le creía muerto desde hacía mucho tiempo (las investigaciones del Sumo Iniciado sobre su pasado habían demostrado que no había nadie dispuesto a reclamarle) y él había renunciado a su antigua identidad y emprendido una nueva vida sin lamentarlo un solo instante. Ahora había un conocimiento y una comprensión en sus ojos verdes muy superiores a los que por su edad le habrían correspondido, y tenía una confianza que nunca habría podido darle su vida en Wishet. Había progresado rápidamente y aprendido muchas cosas que permanecían ocultas para todos salvo unos pocos elegidos; había contraído amistades muy superiores a las derivadas del parentesco de sangre. Incluso aquellos que no simpatizaban con él o que le envidiaban (y eran muy pocos) tenían que reconocer que había justificado sobradamente las promesas que tanto Jehrek como Taunan habían visto en él hacía tanto tiempo.
Suspiró al ver que el grupo en que se hallaba avanzaba en dirección a las estatuas. Había aquí demasiadas influencias no deseadas para poder pensar con coherencia, y se plegó de mala gana a las exigencias de la ceremonia. El rígido cuello de su capa de etiqueta (verde, como correspondía a un hechicero del séptimo grado) le molestaba terriblemente; irritado, se echó la capa hacia atrás, dejando al descubierto la ajustada camisa negra y el pantalón del mismo color, que era su preferido. Advirtió que un visitante que estaba cerca de él se a3ar-taba rápidamente al ver el largo cuchillo que pendía en la vaina junto a su cadera derecha, y sonrió ligeramente. Los cuentos sobre los Iniciados que circulaban en el mundo exterior todavía solían adornarse con especulaciones y retórica, y aunque no hubiese debido divertirle la evidente inquietud de aquel hombre, le costó resistir la tentación.
La multitud avanzó despacio; Tarod se encontró delante de la estatua de Aeoris y, en el mismo instante en que hincó una rodilla, exp e-rimentó una viva sensación de deja vu
El sueño; tenía algo que ver con el sueño...
Su frente se cubrió de sudor; los que se hallaban detrás de él estaban esperando... Apresuradamente, y confiando en que nadie hubiese advertido su momentánea confusión, Tarod bajó la cabeza hasta el pie tallado de Aeoris, se levantó y caminó rápidamente hacia la puerta principal.
Themila Gan Lin se ajustó su faja de consejera y pasó entre dos de las largas mesas para llegar al banco donde Tarod estaba sentado solo. El banquete había terminado, se habían pronunciado los discursos y, ahora, el Círculo y los invitados estaban descansando en el vasto comedor mientras circulaba pródigamente el vino. Era tarde pero, en el exterior, el sol pendía todavía sobre el horizonte y se reflejaba en todas las ventanas la luz roja de la tarde de verano en el norte.
—Conque era aquí donde te escondías —dijo Themila en tono de burlona acusación, mientras se sentaba a su lado.
Tarod le sonrió afectuosamente.
—No me oculto, Themila. Simplemente... no participo.
—No trates de engañarme con tus teorías. —Le tendió su copa de vino para que la llenase—. Permíteme que te recuerde que tienes el honor de ser el peor estudiante de Filosofía a quien he tenido el disgusto de tratar de enseñar.
Tarod se echó a reír desaforadamente y Themila se preguntó cuánto vino habría bebido. Era impropio de él beber demasiado, y le intrigó el hecho de que esta vez se hubiese pasado de la raya. En el curso de los años, él se había convertido, en cierto sentido, en el hijo que ella no había tenido y, por consiguiente, conocía a fondo sus estados de ánimo. Pero el de ahora le resultaba nuevo.
— Filosofía — dijo Tarod al fin—. Sí..., tienes razón. Tal vez hubiese tenido que estudiarla con más intensidad. O Historia.
Themila frunció el ceño.
—Tarod, estás hablando de un modo enigmático. O me estás gastando una broma o...
—¡No! —la interrumpió él—. No es una broma. Y tampoco estoy borracho, si es esto lo que estás pensando.
Como para demostrarlo, volvió a llenar su copa, y ella dijo:
—Entonces, la tercera posibilidad es que hay algo que te preocupa.
Tarod contempló el salón, donde los múltiples colores de capas y de faldas se confundían al mezclarse los invitados.
—Sí, Themila. Algo me preocupa.
— ¿Puedes decirme qué es?
—No. O al menos... —Tarod pareció discutir en silencio consigo mismo, acariciando el borde de la copa con su mano delgada e inquieta. De pronto dijo—: ¿Sabes interpretar los sueños, Themila?
—Sabes muy bien que no. Pero si es un sueño lo que te preocupa yo diría que para un hechicero del séptimo grado...
El la interrumpió con un bufido:
—Como yo no he pasado nunca del tercer grado siento un poco más de respeto por esta distinción — dijo Themila con cierta acritud.
— Lo siento; no era mi intención ofenderte. Pero creo que tal vez es ésta la raíz de todo el problema.
— ¿Tú rango? —se asombró ella.
— En cierto sentido... — De pronto la miró fijamente y ella se sobresaltó al ver el brillo de sus ojos verdes. Por un instante, Tarod parecía peligroso—. Themila, ¿hasta qué punto crees en la observancia de las doctrinas del Circulo?
Themila trató de interpretar el motivo de aquella pregunta y no lo consiguió. Prudentemente, dijo:
—La respuesta no es fácil, Tarod. Si lo que quieres decir es si acepto sin comentarios todo lo que me dicen, entonces respondo que no. Pero la sabiduría inherente a nuestras enseñanzas tiene una fuente impecable.
—El propio Aeoris..., sí. —Tarod hizo el breve signo impuesto por la tradición cuando se pronunciaba el nombre del dios. Era una costumbre seguida por todos los Iniciados, pero ella tuvo la inquietante impresión de que, para él, no era más que un reflejo casual—. Pero ¿podemos estar seguros de que interpretamos acertadamente esta sabiduría? A veces siento que los rituales, las celebraciones masivas y demás nos están cegando. El poder del Círculo es indiscutible. Pero es un poder muy limitado.
Themila empezó a darse cuenta de a donde quería ir a parar, y se le encogió el corazón. Había estado esperando esto, temiéndolo, desde que el joven Tarod había empezado sus estudios bajo la tutela del Círculo. Desde el principio, había sido evidente que su talento innato por la hechicería dejaría pronto muy atrás a sus maestros y, a medida que se fue desarrollando, la principal preocupación de los Iniciados había sido enseñarle a controlar unos poderes que podía ejercer con demasiada facilidad. En esto habían tenido éxito, aunque el carácter independiente y en cierto modo rebelde de Tarod había sido a veces un obstáculo. Pero Themila, que le conocía mejor que nadie salvo Keridil, creía que, a la larga, Tarod querría más de lo que podía darle el Círculo. Ostentaba el séptimo grado sencillamente porque era el máximo y se hallaba en un callejón sin salida, pues, a menos que eligiese dedicarse a las funciones más esotéricas de un Iniciado, cosa que, conociendo a Tarod, Themila sabía que no haría nunca, el Círculo tenía muy poco más que ofrecerle.
Eligiendo cuidadosamente sus palabras, le dijo:
—¿Estás pensando, entonces, en el posible poder de la mente individual, sin la protección de la liturgia?
—¿Protección? —preguntó Tarod—. ¿No será restricción?
A pesar de que había estado esperando algo parecido, Themila se sobresaltó.
—Lo que estás sugiriendo va en contra de todas nuestras enseñanzas —protestó—. ¡Es casi una herejía!
—Según nuestros sabios, sí. Lo que puedan opinar los dioses es otra cuestión.
Empezaba a ir demasiado lejos. Dándose cuenta de que este curso de ideas tenía que ser interrumpido antes de que se desbordase, The-mila alargó una mano para sujetar los dedos de Tarod, que se disponía a llenar de nuevo las copas de vino. El se detuvo.
—Tarod, creo que es mejor que no sigamos con este tema, al menos de momento. Antes me preguntaste si sabía interpretar los sueños. Lo que necesitas es una vidente; tal vez deberías hablar con Kael Amion.
Tarod pareció sorprendido.
—¿La Señora Kael? ¿Está hoy aquí? No la he visto...
—Está aquí, aunque no pudo ocupar su sitio entre los dignatarios. Su energía ya no es la de antes.
Kael Amion podía darle la respuesta que tan desesperadamente necesitaba, pensó Tarod. Él estaba demasiado cerca del sueño y necesitaba el contrapeso de una visión desde fuera.
Themila movió la cabeza en dirección al otro lado del salón
—Si quieres un presagio —dijo— Kael viene hacia nosotros.
Tarod se volvió rápidamente y vio la frágil figura vestida de blanco de la anciana vidente, que avanzaba despacio pero con paso resuelto hacia el banco donde se hallaban sentados. Sin embargo, le contrarió observar que no iba sola. Caminando respetuosamente a su lado, cogiéndola del brazo, venía Keridil. Y detrás de éste, siguiéndole obstinadamente, iba una muchacha linda y rolliza, de llamativos cabellos rojos, que lucía un atavío que expresaba riqueza más que buen gusto.
—Inista Jair, de la provincia de Chaun —dijo Themila en voz baja a Tarod—. Su padre es el hombre que ha estado acaparando a nuestro Sumo Iniciado desde que terminó el banquete. Creo que está pensando en una boda.
—¿Con Keridil? —Tarod arqueó las oscuras cejas, divertido—. ¡No me parece un enlace adecuado!
— Tampoco a mí. Pero el hijo del Sumo Iniciado es un buen partido.
Tarod lanzó una carcajada, que disimuló rápidamente tosiendo, y se levantó al acercarse el trío.
Tarod se inclinó sobre la mano de Kael Amion y la vieja Hermana escrutó con perspicacia su semblante. Había visto pocas veces al niño desamparado a quien había socorrido antaño, y le sorprendió, no muy agradablemente, el cambio experimentado por éste. Inista Jair mostró menos tacto; abrió mucho los ojos al serle presentado el hechicero de negros cabellos, intimidada por la mirada de aquellos extraños ojos verdes, y se sentó lo más lejos que pudo de él. Todos hablaron de cosas intrascendentes durante un rato, pero Tarod estaba inquieto. No podía dirigirse a Kael en presencia de los demás; sin embargo, la necesidad de hablar con alguien que pudiese ayudarle le apremiaba. Finalmente, no pudo aguantar más tiempo la ambigua situación y se puso en pie.
—Señora..., Themila..., disculpadme, pero tengo que irme. Miró a Themila un largo momento, esperando que comprendiera la silenciosa súplica de su mirada. Antes de que alguien pudiese decir algo, les hizo una reverencia y se alejó rápidamente en dirección a la puerta de doble hoja al fondo del salón.
Inista Jair se volvió a Keridil.
— ¿Es amigo tuyo? —preguntó, recobrando su confianza ahora que se había ido la causa de su desconcierto—. ¡Me cuesta creerlo! Sois tan diferentes como... como... —y no encontró la analogía.
Keridil deseaba en secreto que sus deberes no se extendiesen a tener que dar conversación a muchachas casaderas , bonitas pero de cabeza hueca, como Inista. Pero desde su elección como miembro joven del Consejo, su padre había insistido en que tomase más responsabilidades sobre sus hombros. Todo era parte de su educación para cuando tuviese que desempeñar el cargo de Sumo Iniciado, pero a veces Keridil encontraba muy pesada esta carga. A su manera bonachona, envidiaba la relativa libertad de Tarod para hacer lo que quisiera. Pero en ese momento, si la expresión de la cara de su amigo no le había engañado, no envidió los pensamientos de Tarod.
La muchacha seguía mirándole, y él le sonrió con exquisita cortesía.
—Yo no estaría tan seguro, Inista —dijo—. En muchas cosas, Tarod y yo nos parecemos más de lo que puedes imaginarte.
La puerta exterior de sus habitaciones se cerró ruidosamente detrás de Tarod, que se dirigía a su dormitorio. Otro golpe, esta vez de la puerta interior, y Tarod arrojó su capa a un lado antes de correr furiosamente la cortina de terciopelo de la ventana y tumbarse en la cama.
No habría podido permanecer ni un momento más en el salón. La presión había estado aumentando sin descanso en su mente durante todo el día y, por último, había perdido el dominio sobre sí mismo. Esto era una mala señal, pues si se relajaba la disciplina que el mis mo se había impuesto, seguramente ocurriría lo mismo con su fuerza de voluntad. Y si no resolvía el enigma del sueño que le había estado obsesionando durante las últimas once noches, Tarod empezaba a preguntarse si no perdería también la cordura...
El sueño empezaba cada noche de la misma manera. Abría los ojos en la oscuridad y el silencio de su habitación y, por un instante, creía estar despierto, hasta que un delator matiz de irrealidad decía a su mente que estaba dormido y soñando. Y entonces se producía un ruido en la habitación, un apagado y vago murmullo que penetraba en su conciencia y le angustiaba profundamente. En el sueño, saltaba de la cama y se dirigía a la ventana. Una nueva sensación tomaba cuerpo dentro de él; algún sentimiento olvidado que alentaba en los niveles más profundos de su mente y le llamaba, le llamaba sin cesar.
Ven... Vuelve... Recuerda...
Era tan insidioso como el susurro del viento en la hierba que anunciaba un Warp. No eran palabras.
Ven... Ven...
No, decía su mente en sueños, ¡no eran palabras!
Vuelve...
Tarod era un hechicero dotado de una voluntad y un control que nadie podía igualar en el Círculo; pero ahora, cuando el sueño se convertía en pesadilla, tenía miedo. Y, a pesar de sus esfuerzos, no podía despertarse, sino que descorría la cortina y miraba hacia el patio bañado por la fría luz de la más pequeña de las dos lunas. Esta, en cuarto creciente, producía vivos contrastes de plata y sombra en el patio vacío, pero Tarod no podía ver con claridad; una débil bruma parecía nublar su visión. Y entonces, algo se movía entre las columnas.
No era más que una sombra, y se deslizaba entre los pilares esculpidos de la columnata. Humana o sobrehumana, no podía decirlo; pero se sentía atraído por ella como una mariposa por la llama de una vela. Involuntariamente, tocaba su anillo de plata con los dedos de la mano derecha y, de pronto, la voz volvía a sonar en su mente, murmuran do, sibilante e insidiosa.
Recuerda... Vuelve...
«Volver, ¿a qué?», preguntaba la mente de Tarod, con silenciosa deses peración.
Vuelve.., vuelve...
Y se despertaba sobresaltado en la oscuridad de su habitación, y la voz ya no estaba allí...
Tarod cerraba los ojos, tratando de borrar el recuerdo del sueño. Después de repetirse éste por tercera vez, había apelado a su enorme fuerza de voluntad para desterrarlo para siempre pero, con gran alarma suya, sus esfuerzos habían fracasado. Y el sueño seguía acosándole durante todas sus horas de vigilia, produciendo inquietantes ecos en lo más profundo de su mente, suscitando preguntas que sería mejor que no fuesen formuladas.
¿Por qué parecía poseer un talento innato para la hechicería desconocido hasta entonces en la historia del Círculo? Se había dado cuenta de ello desde que había empezado sus estudios aquí; ahora era reconocido, aunque de mala gana, incluso por los más grandes Adeptos. Su dominio del ritual del Círculo era insuperable; sin embargo, a diferencia de sus semejantes, no necesitaba realmente el ritual; si quería, podía matar con un solo pensamiento. Dos veces en su vida había matado de esta manera, y eso, como tal vez había sabido sie m-pre, hacía de él un ser distinto. Ultimamente, le habían impacientado cada vez más las doctrinas y prácticas aceptadas por el Círculo, como había tratado de explicar esta noche a Themila, y tenía conciencia de un creciente sentimiento de desagrado que se remontaba a sus primeros días en el Castillo. Su creencia de que los Iniciados eran todopoderosos se había desvanecido pronto, cuando descubrió que eran frágiles seres humanos. Y ahora que conocía los poderes que el resto del mundo consideraba con pavor, encontraba que estos poderes brillaban por su ausencia.
Sin embargo, por mucho que se esforzase en escudriñar los rincones más profundos de su conciencia y sus motivaciones, no podía contestar la pregunta más crucial, el por qué. Era como si algo le llamase, algo que siempre había sido parte de él pero que no podía comprender, y el sueño recurrente hacía que centrase en ello toda su atención.
Súbitamente impulsado por una ola de frustración, Tarod se levantó de la cama y cruzó la habitación hacia una mesita donde había un montón de libros viejos y amarillentos. En su esfuerzo por encontrar las evasivas respuestas que necesitaba, había pasado mucho tiempo en la gran biblioteca del Castillo, que se hallaba en un ala separada de éste. Allí estaban todos los relatos de la Historia conocida, algunos de ellos escritos hacía tantos siglos que la tinta se había descolorido y eran casi ilegibles. El Castillo era el único depósito de tales conocimientos en el mundo, y el Círculo, su único guardián y, para un erudito de fuera de aquel recinto, el privilegio de poder estudiar estos volúmenes tenía un valor incalculable. Hasta hacía poco, Tarod había hecho poco uso de la biblioteca, pero ahora, fascinado a pesar de sus preocupaciones, había encontrado relatos de los primeros tiempos del Círculo, cuando el mundo acababa de salir de la edad oscura de los Ancianos, cuando el propio Aeoris derribó la tiranía del Caos y restableció en el poder a los Señores del Orden. Se sabía muy poco de los antiguos y de sus técnicas; muchas de las extrañas propiedades del propio Castillo permanecían todavía ocultas para el Círculo, que había habitado en él durante tantas generaciones, y Tarod lo habría dado todo por descubrir aquellos viejos misterios.
Pero los viejos misterios no daban respuesta a las preguntas que ahora le turbaban. Y lo único que ningún libro había sido capaz de decirle era la naturaleza de la fuerza que le llamaba desde las profundidades de la noche.
Tarod miró los libros y tomó una decisión. Estaba seguro de que esa noche volvería a hostigarle aquel sueño... y estaría preparado para recibirlo. Esta noche no dormiría, sino que velaría en el plano astral. Necesitaba pocos preparativos, aparte de una mente tranquila, y la hora o algo más que faltaba para que los moradores del Castillo emp e-zasen a retirarse a descansar sería tiempo suficiente.
Echó el cerrojo a la puerta exterior de sus habitaciones; después, encendió un brasero que estaba cerca de su cama. Cuando el carbón brilló como un ojo pequeño y feroz en la penumbra, derramó sobre él unos cuantos granos de un incienso débilmente narcótico y se tumbó en el lecho sin desnudarse. Fuese lo que fuere el ser desconocido que vendría a visitarle esta noche, le encontraría vigilante.
Por fin había caído la breve noche de verano y se había elevado la primera de las dos lunas para proyectar sus enfermizos rayos a través de la ventana, cuando Tarod percibió que no estaba solo en su habitación. Durante casi tres horas, había yacido inmóvil, observando el débil resplandor del brasero; pero, de pronto, aunque no había movimiento ni ruido, sintió una presencia extraña. Su pulso se aceleró; como la mayoría de los Adeptos, tomaba precauciones elementales para asegurarse de que ninguna influencia de otros planos podría invadir su territorio y, sin embargo, esto.. , lo que fuese... , había roto sus defensas con inquietante facilidad.
Y entonces empezó el murmullo.
Vuelve... Vuelve...
Parecía venir de algún oscuro rincón de su propia mente, y envió un silencioso mensaje en respuesta.
—¿Volver? Volver, ¿a qué?
Recuerda... Vuelve...
Tarod concentró su voluntad y trasladó su conciencia al plano astral. Su entorno parecía el mismo de antes, pero, ahora, todos los contornos de la habitación resplandecían con un aura débil e inestable. Esto le alarmó, pues indicaba una inestabilidad similar en su propio control. Cada uno de los siete planos astrales conocidos — de los que, según la doctrina del Círculo, solamente cinco eran accesibles a cualquier mortal— tenía sus propias características distintivas; esta fluctuación indicó a Tarod que no había pasado a ninguno de ellos, sino que flotaba en un limbo desconcertante.
Tratando de recobrar su concentración, miró su propio cuerpo sobre la cama. La inquietante llamada resonaba ahora en su conciencia, como si, al rechazar las trabas del plano físico, se hubiese hecho más vulnerable a la fuente del mensaje. Tarod no había sido nunca reacio a jugar con fuego, y siempre había salido indemne; pero, en las otras ocasiones, había estado bajo su propio y único control. Ahora su posición había cambiado un poco; otras fuerzas tiraban de él, y parecía que su voluntad no era bastante fuerte para contrarrestarlas. Ni podía, aún, empezar siquiera a especular sobre lo que podían querer de él.
Durante un rato —pudieron ser minutos u horas, no tenía manera de saberlo—, Tarod se mantuvo alerta. Entonces, al fin, sonó una llamada en la puerta.
Su reacción instantánea fue pensar que la llamada se había producido en el plano físico, que alguien, sin querer, había venido a molestarle. Irritado, trató de volver a su cuerpo físico, pero algo le retuvo, le apartó de su objetivo, sumió su mente en un negro torbellino que se cerró a su alrededor. La habitación se desintegró en un caos y se rehizo con la misma rapidez. Pero ahora su aura se había estabilizado, vibrando con luz y energía.
Tarod estaba en un plano más alto; tal vez el cuarto o el quinto. Pero él no había querido que ocurriese...
Inopinadamente, volvió a sonar la llamada en la puerta, y Tarod supo al instante que se había equivocado en su primera suposición. La puerta exterior de sus habitaciones estaba cerrada con cerrojo y, sin embargo, el visitante, fuese quien fuese o lo que fuese, estaba en la puerta interior, inmediatamente delante de él.
Consciente de que la atmósfera estaba demasiado silenciosa, demasiado fría, Tarod pasó a un lado de la habitación, lo más lejos posible de la puerta, antes de permitir que su mente formase una sola y rotunda palabra.
Abrete...
Casi antes de que la orden tomase forma, la puerta giró sobre sus goznes, ¡y Tarod vio su propio doble en el umbral!
Retrocedió, sobresaltado. La cara era inconfundible, y los cabellos... Pero la imagen inmóvil estaba envuelta en un manto negro. Y ni siquiera ahora pudo confiar en sus primeras impresiones, pues la figura se estaba transformando.
La cara familiar permanecía, pero los cabellos se volvían dorados y los ojos cambiaban constantemente de color.. , y ya no podía ver el cuerpo de la aparición, pues había quedado envuelto de súbito en una luz que variaba con todos los colores del espectro, como cuando se acercaba un Warp.
—¿Quién eres? — , Tarod trató de disimular el miedo que traslucía la muda pregunta. Por toda respuesta, la visión sonrió, y su sonrisa fue de exquisito orgullo y desdén. Tarod se sintió atraído sin remedio por aquel ser y, al aproximarse sus mentes, le invadió una abrumadora sensación de poder. Era el conocimiento que había deseado con tanto ardor...
Se estremeció violentamente cuando una barrera invisible se interpuso entre él y la brillante visión. Con tenacidad Y con desesperación, trató de derribarla, pero todos sus esfuerzos fueron inútiles, y llegó un momento en que se dio cuenta de que aquel ser se había ido, dejando la habitación vacía y sin vida.
Las fuerzas intangibles ya no le sostenían. Consciente de su fracaso, Tarod volvió a su cuerpo y abrió los ojos. Estaba temblando convulsivamente, y el frío que sentía era tal que tenía los miembros entumecidos. Se levantó tambaleándose y se dirigió a la chimenea, donde la leña estaba preparada pero no había sido encendida. Le temblaban las manos y el fuego no prendía bien; después de cinco minutos renunció al intento y volvió a su cama, dejando que la leña ardiese sin llama.
A pesar de las cuatro mantas con que se cubría, Tarod siguió temblando. Parte de su mente quería pensar en las implicaciones de su extraña experiencia, pero otra parte, más enérgica, reaccionó violentamente contra la idea. Lo que ahora necesitaba realmente, se dijo cerrando los ojos, era dormir, dormir sin soñar.
Tarod pudo dormir aquella noche, pero fue un sueño lleno de pesadillas que le atacaban desde la oscuridad. Había voces agudas, estridentes; caras de gárgola que le hacían muecas dondequiera que mirase y, por encima de todo, la aparición de cabellos de oro, con su sonrisa sagaz y desdeñosa. Tarod daba vueltas en la cama, tratando de librarse de las visiones de su ojo interior, pero las imágenes se hacían más salvajes y enloquecedoras. De vez en cuando, el sonriente espectro tomaba todo el aspecto de Tarod, de manera que los ojos multicolores se volvían verdes y los cabellos permanecían negros, enmarañados sobre los sonrientes y cambiantes semblantes.
Tarod fue despertado al fin por el sonido de su propia voz gritando sin palabras, y se sentó en la cama y vio que la fría luz del amanecer se filtraba a través de la cortina. El brasero se había apagado, pero todavía flotaban en el aire restos del humo del incienso, que ahora olía amargo y acre. La impresión de fracaso gravitaba fuertemente sobre él, y tuvo que hacer un esfuerzo de voluntad para levantarse y acercarse a la ventana a contemplar la luz del día.
El patio estaba tranquilo. Solamente unos pocos criados iban de un lado a otro, atareados con sus deberes de la mañana, y el ruido que hacían parecía amplificarse en el silencio. La niebla velaba las cimas de las cuatro torres, y Tarod podía oír débilmente, a lo lejos, el rumor del mar. Pero el apacible escenario no le tranquilizó en absoluto, antes bien aumentó su propia inquietud.
Mientras observaba, alguien salió por una pequeña puerta y cruzó el patio en dirección al comedor. Themila Gan Lin, que desde aquella distancia parecía una muñeca, caminaba despacio como sumida en una honda reflexión; junto a ella, una mujer con el hábito blanco de las Hermanas de Aeoris le hablaba, agitando graciosamente una mano.
La Señora Kael Amion..., y, de pronto, Tarod recordó la conversación que había mantenido con Themila la noche pasada. Ella le había recomendado que viese a Kael y, aunque ahora creía que sus experiencias habían ido más allá del ámbito de la interpretación de los sueños, seguro que no tenía nada que perder si pedía consejo a la anciana Hermana. Un poco más animado, alisó apresuradamente el arruga do vestido con el que había dormido y salió de sus habitaciones para ir al encuentro de las dos mujeres.
En el comedor habían encendido la chimenea para combatir el frío que era todavía intenso en las mañanas de verano, y Themila y Kael se estaban calentando las manos delante de las llamas cuando llegó Tarod.
Themila levantó la cabeza al oír sus pasos.
—Esta mañana te has levantado temprano, Tarod. Él sonrió.
— Pero, al parecer, no he sido el primero. Buenos días, Señora Kael.
La anciana vidente correspondió a su saludo con un breve y grave movimiento de cabeza, y Themila dijo:
—Es una hermosa mañana, pero me temo que no para ti, Tarod. Pareces cansado, como si no hubieses dormido.
Él se sorprendió y se sintió un poco molesto por su franqueza en presencia de Kael Amion, pero Themila se anticipó y siguió diciendo:
— Me he tomado la libertad de hablar a Kael de nuestra conversación. —Sonrió de soslayo a la vidente. Espero que ambos perdonéis mi atrevimiento.
Tarod miró rápidamente de una a otra.
—Al contrario, ¡te lo agradezco! Es decir..., si la Señora consiente en...
Pensó que la mirada que le dirigió Kael Amion tenía una extraña expresión, pero sus palabras fueron bastante ecuánimes:
—Desde luego, Tarod, si estás preocupado y puedo ayudarte, éste es precisamente mi oficio.
Detectó de nuevo un matiz de desgana. Themila pareció no advertirlo, pues dijo:
— He puesto al corriente a Kael de todo lo que me dijiste, Tarod, aunque puede que no sea bastante para que ella pueda hacer una interpretación total. Si...
—Hay más —dijo Tarod.
— ¡Oh...! Entonces, la noche pasada...
—La noche pasada, sí —dijo él, mirando fijamente la piedra de su anillo, que brillaba malévolamente a la luz del fuego.
Themila frunció los labios y se recogió la falda.
—Entonces no perderé más tiempo, sino que dejaré que discutáis el asunto entre los dos —dijo firmemente—. No —atajó a Tarod que iba a invitarla a quedarse—, esto no es de mi incumbencia, y no quiero entrometerme. Cuando hayáis terminado, Kael, ¿podré tener el placer de almorzar contigo?
Y sin darles tiempo a replicar, se encaminó resueltamente hacia la puerta.
Kael Amion se sentó rígidamente en uno de los bancos que flanqueaban la larga mesa. Miró largo rato a Tarod con sus ojos desvaídos pero cándidos antes de decir:
—Veamos. Si hay algo más de lo que ya me ha dicho Themila, creo que debería saberlo, si es que tengo que ayudarte.
Tarod se sentó en el borde de la mesa, resiguiendo distraídamente con un dedo una vieja estría de la madera. No era fácil hablar, relatar en voz alta las monstruosas pesadillas, la visita, la impresión de horror impotente que había sentido durante el encuentro, fuese sueño o realidad, con su propia fantástica imagen. Pero en cuanto empezó a fluir el vacilante caudal de palabras, se abrieron por sí solas las compuertas de su locuacidad y contó a Kael sus experiencias y su miedo con la misma facilidad con que lo habría hecho a Themila. La vidente escuchó sin hacer comentarios y, cuando al fin terminó Tarod su relato, se hizo un largo silencio. La anciana parecía sumida en una honda reflexión, y al fin la ansiedad de Tarod pudo más que él.
—Señora..., ¿puedes ayudarme?
Ella levantó la cabeza y le miró como si se hubiese olvidado de su presencia, y los pálidos ojos azules se fruncieron en el arrugado semblante.
—No... no lo sé.
El tono de su voz le inquietó, pero rechazó este sentimiento. Antes de que pudiese hablar, ella cruzó las manos, las miró y siguió diciendo:
—Lo que me has dicho.., escapa a mi competencia normal, Tarod. No pretendo ser omnisciente y debo confesar que tus... experiencias.., son muy raras y tal vez sin precedentes. Aunque tal vez es mejor así. —Una débil sonrisa se dibujó en sus labios, pero evidentemente le había costado algún esfuerzo—. Necesito un poco de tiempo..., tiempo para meditar sobre lo que me has dicho y consultar alguno de los viejos textos. —Levantó de nuevo la mirada—. Hasta hoy has tenido paciencia; sólo te pido que tengas un poco más.
Él experimentó un sentimiento de frustración, pero nada podía hacer; la petición de Kael era bastante razonable y, al menos, le había dado un poco de esperanza. Se levantó.
—Señora Kael, te doy las gracias. Tendré paciencia. Y rezaré a Aeoris para que tus meditaciones sean fructíferas.
Kael hizo el signo del Dios Blanco delante del pecho... aunque un tanto apresuradamente.
—Sí —dijo—. Reza a Aeoris...
Esperó a que la alta figura de Tarod hubiese desaparecido detrás de la puerta y entonces, agarrándose al borde de la mesa, se puso dificultosamente en pie. Le temblaban las manos y tuvo que hacer un gran esfuerzo de voluntad para impedir que le temblaran también las pie r-nas. El corazón le latía con fuerza, dificultando la respiración, y Kael esperó fervientemente que su inquietud no se hubiese contagiado al joven Iniciado. Pues lo que había visto mientras él contaba su historia le había hablado tan fuerte como una voz física. El Mal.
Sin que se lo propusiera, su memoria retrocedió súbitamente a aquella noche en que, años atrás, ella y su escolta habían encontrado al niño Tarod en el puerto de montaña. Él les había salvado entonces la vida, pero también había demostrado el dominio inconsciente de un poder que la aterrorizaba. Había temido que este poder creciese sin que la disciplina de la Iniciación pudiese controlarlo, y ahora parecía que sus temores habían tenido fundamento. La fuerza que llamaba a Tarod a través de sus sueños no era enviada por los dioses blancos.
Poco a poco, la Señora Kael se encaminó a la puerta. Vería más tarde a Themila y se disculparía por haber faltado a la cita para el almuerzo; en este mo mento, su estómago se rebelaba contra la idea de comer. Se detuvo en el umbral y miró hacia atrás. Después, dominando un escalofrío, caminó muy tiesa en dirección a las habitaciones de invitados del Castillo.
Era ya hora avanzada cuando Tarod buscó a Themila. De nuevo la encontró en el comedor, pero, a esta hora, el salón era un hervidero de actividad. Los criados estaban preparando la cena y los pocos glotones que habían llegado temprano se habían sentado ya a las largas mesas y se entretenían bebiendo vino de una jarra.
Themila se sobresaltó cuando la voz de Tarod interrumpió sus cavilaciones. Estaba sentada delante del fuego, al parecer observando distraídamente las llamas, pero cuando levantó los ojos, éstos parecieron sumamente turbados.
— Lo siento — dijo Tarod —, no quería asustarte. Pero pensé que tal vez sabrías el paradero de la Señora Kael.
—¡Oh, dioses...! —Themila volvió a mirar el fuego. Estaba temiendo este momento...
Él frunció el ceño, con aprensión.
— ¿ Qué quieres decir?
Themila había empezado a levantarse, pero lo pensó mejor y se sentó de nuevo.
—Tarod..., Kael se ha ido. Se marchó esta mañana.
— ¿Qué se ha marchado?
Themila asintió con la cabeza.
— Intenté convencerla, pero... no quiso quedarse. Me dio un mensaje para ti, Tarod, pero... he estado retrasando el momento de decírtelo.
—Entonces, por el amor de los dioses, Themila, ¡dímelo de una
vez!
Lo había dicho más vivamente de lo que pretendía, pero su inquietud se estaba convirtiendo rápidamente en franca alarma.
Ella le miró y desvió de nuevo la mirada.
— Nunca la había visto reaccionar de esta manera. Me dijo que te dijese que... que no puede ayudarte. Que nada puede hacer.
Tarod tragó saliva.
— ¿Me estás diciendo que se negó ?
— ...Si.
El bullicio sociable y familiar del comedor pareció hallar- se, de pronto, a un mundo de distancia. Que una vidente se negase a dar consejo a alguien que lo necesitaba era algo inaudito... y más tratándose de una vidente de la fama de Kael Amion... Se quedó pasmado por su rechazo y tuvo que esforzarse para recobrar la voz.
—¿Qué... qué motivo te dio para negarse?
—Ninguno. Pero... — Themila pestañeó súbitamente, y sus ojos
estaban nublados—. Creo que tenía mucho miedo...