Capítulo 6

El cadáver estaba tendido boca arriba, con las manos a los lados. Su aspecto era normal; de mediana estatura y cabellos castaños, tenía un rostro común, ni feo ni hermoso. Tal vez en vida algún rasgo de humor animaba esa cara, una chispa divina que hacía bello lo ordinario. Elaine ya había visto bastantes cadáveres para saber que a menudo ése era el caso. Era difícil reconocer al amigo o al amado en el rostro de un cadáver, incluso de aquellos que acababan de morir.

La cabaña era un simple cobertizo al que le faltaba una pared, abierto a la noche invernal. La nieve pasaba rozando el cuerpo y se acumulaba en los pliegues de las ropas del hombre con un ruido seco, como si fuese arena. La parte posterior de la cabaña estaba llena hasta el techo de madera espolvoreada por la nieve.

Teresa se encontraba de pie al lado del cuerpo. La lámpara colocada a sus pies arrojaba una luz dorada sobre el rostro sin vida. Las ráfagas de viento helado hacían temblar la luz del farol, que arrojaba sombras titilantes en las paredes de la cabaña. La luz ambarina parecía tan vaga como esas mismas sombras, como una oscuridad con color.

Elaine se acurrucó en su abrigo provisto de capucha. Su capacidad para soportar el frío había sido motivo de discusión, puesto que recientemente había estado a punto de morir, pero al final se había respetado la opinión de Gersalius. Y éste había dicho que no tenía por qué pasarle nada. Se trataba de magia, y en eso, les gustara o no, Gersalius era el experto.

El mago se abrió paso entre ellos, y se arrodilló junto al cuerpo. Su grueso abrigo quedó extendido sobre el duro suelo como una oscura charca. Una mano pálida salió del abrigo para palpar las facciones del hombre. Sus dedos eran largos y finos, manos de músico o de poeta que rozaron los huesos de los pómulos, la barbilla, la frente, el puente de la nariz, los labios carnosos. Sin alzar la vista, dijo:

– ¿Qué ves, Elaine?

– Veo un hombre muerto -respondió ella.

– Mira con algo más que los ojos.

Elaine se estremeció, y se arropó aún más en su abrigo.

– No sé qué quieres decir.

El mago alzó la vista. Sus ojos estaban cubiertos de sombras, como si fueran negras cavidades. La expresión de su cara era extraña, sombría; había dejado de ser amistosa y ni siquiera parecía accesible. Allí arrodillado a la suave luz del fuego, mientras palpaba la cara del cadáver, de repente se había convertido en un brujo, con todo lo que eso implicaba.

– Vamos, Elaine. Ya hemos hablado de este tema antes. Eres una maga en potencia, una bruja, si lo prefieres. Dime qué ves.

Su voz llenó la cabaña, abriéndose paso en la oscuridad. No había sido un grito, y al mismo tiempo sí lo era, como si hubiese dirigido la voz a unos oídos que no eran los oídos normales de Elaine.

– No tenemos toda la noche, mago -dijo Teresa, mientras daba patadas al suelo para entrar en calor-. Puedes preguntarle más tarde, cuando estemos en un lugar más caldeado.

Gersalius ni siquiera la miró; los ojos como dos agujeros negros no se apartaron de la cara de Elaine.

– Tiene que aprender.

– Te pregunté si podías descubrir por qué el árbol gigante había cobrado vida. Me pediste ver el cuerpo. Te traje hasta él. Y ahora te comportas de forma enigmática. ¿Por qué los magos nunca pueden hacer nada como la gente normal?

El mago por fin se volvió hacia ella, con un leve movimiento de cabeza. Cuando sus ojos salieron del ámbito de las sombras, brillaban con una luz verdosa que no coincidía con el color de nada de lo que había en el interior de la cabaña.

¿Era posible que sus ojos estuvieran realmente irradiando esa luz? Elaine prefería no saberlo.

– Querías que descubriera algo acerca del hechizo que asesinó a este hombre, y eso es lo que estoy intentando hacer -explicó el mago con paciencia.

– Me refería al hechizo que dio vida al árbol. Sabemos qué es lo que mató a este hombre -replicó Teresa.

– ¿De veras crees saberlo?

– El árbol lo partió en dos, anciano.

– Así es como murió, en efecto, pero eso no es lo que lo mató.

– Hace demasiado frío para acertijos.

– Y para interrupciones, gitana.

Elaine miró a Teresa de hito en hito. Nadie usaba ese tono con ella y salía incólume para tener una larga vida feliz.

Teresa hizo una larga espiración que llenó el aire de vaho, y apartó los ojos del mago, que seguía arrodillado.

– Tienes razón. Mis disculpas.

El asombro de Elaine no habría sido mayor si a Teresa le hubiera salido de pronto una segunda cabeza. Ella nunca pedía disculpas, por nada.

– ¿Se trata de un hechizo? -preguntó Elaine, sin pensarlo siquiera.

En caso de que así fuera, no era buena idea decirlo en voz alta. O tal vez sí. Gersalius no debería embrujarlos con la mirada. A buen seguro Jonathan no daría su aprobación.

Teresa sonrió.

– No se trata de un hechizo. El mago está intentando enseñarte brujería, y yo estoy poniendo en duda sus métodos. Si yo te adiestrara en el manejo de la espada, tampoco me gustaría que nadie me cuestionara. -Dicho esto, hizo un gesto con los brazos a modo de reverencia-. Te ruego que continúes, mago. Me limitaré a permanecer aquí de pie, congelándome, mientras tú haces de institutriz.

– La elegancia os sienta bien, señora.

Su voz contenía cierto tono humorístico, pero era la misma voz que había tenido un efecto tan reconfortante en la cocina. Se volvió hacia Elaine, y, cuando sus ojos entraron en las sombras, empezaron a brillar de nuevo. A primera vista parecía que reflejaban la luz de la lámpara, pero Elaine sabía que no era así. Emitían destellos azules y esmeralda, pero ninguna llama tenía ese color.

Cuando la cara del mago quedó sumida en las sombras y la perturbadora luz se atenuó, éste volvió a hablar.

– Bien, Elaine, ahora dime qué ves.

Elaine respiró hondo y su hálito le veló el rostro. Hacía tanto frío… Estaba tiritando dentro de su cálido abrigo. ¿Por qué sentía tanto frío de repente?

– Elaine, tu magia está intentando controlarte. Eres tú quien debe controlarla.

– No sé cómo.

– Debes aprender o morirás. No hay otra elección.

– ¿Por qué tengo tanto frío?

– Porque estamos en pleno invierno -intervino Teresa.

Gersalius alzó una mano.

– No debe haber interrupciones. -Ninguno de los dos se volvió para ver qué pensaba Teresa de una orden tan categórica-. Tu magia toma forma a partir de dos cosas: o bien se trata de fuerzas externas, como el fuego o la luz de tus visiones, o bien de tu propio cuerpo. Ahora está intentando alimentarse del calor de tu carne. No se lo permitas.

– No lo entiendo.

Cada vez sentía más frío. Pero no se debía al aire invernal: el frío provenía de su interior. Podía sentirlo como una gélida ráfaga soplando a través de su vientre.

– ¿Puedes encontrar su origen?

Elaine asintió con la cabeza.

– Sí.

– Explóralo, Elaine. Dime cómo es.

Elaine lo intentó. Buscó el frío con algo parecido a una mano, algo que seguía el viento helado hasta sus orígenes, en lo más profundo de su ser, más allá del volumen real de su frágil cuerpo. Allí, en lo que parecía ser el centro oscuro y frío de su ser, había algo similar a una cueva. No tenía palabras para describirlo, pero Elaine era humana y necesitaba palabras. Así que decidió denominar cueva a aquel lugar, y con la palabra vino el pensamiento: era una cueva. Una cueva de hielo construida con sucesivas capas cristalinas, una encima de otra, hasta adquirir el aspecto de una gran sala llena de espejos. El hielo reflejaba la luz en cada una de sus caras. Sólo que allí no había luz alguna. Únicamente oscuridad.

O tal vez sí que había luz, pero no se trataba de un reflejo. Estaba en el mismo hielo, una luz titilante que atravesaba los cristales como un pez en la corriente. Dio media vuelta y vio, aunque no con los ojos, el azul y el violeta, el púrpura, el rosa brillante de la puesta de sol, y de alguna forma todo aquello formaba parte de ella misma. Era su poder, tan suyo como su propia cara.

– Se trata de ti misma, Elaine, de tu poder, pero has permitido que se vuelva salvaje. Ha construido su propio refugio, y ha buscado su propio camino hacia la libertad, como el agua que se abre paso a través de la tierra. Ha elegido el frío como su hogar, como sus ladrillos. El calor es su mortero. No hay nada malo en el uso del fuego, en el uso de la luz como catalizador para la magia, pero debes entender qué haces y por qué. Debes encontrar la llama que alimente tu fuego, y no permitir que la magia use tu mano para alimentarlo. ¿Lo entiendes?

Todavía podía sentir su propio cuerpo allí, de pie en medio del frío y el viento cortante, pero eso ya no era tan importante como aquella fulgurante luz contenida en el hielo.

– Elaine, responde.

La luz se detuvo. Casi podía tocarla.

– ¡Elaine!

La voz le azotó la mente como un látigo. La muchacha dio un respingo y se tambaleó. De pronto se encontró mirando fijamente el rostro del mago vuelto hacia ella. El hielo y la luz titilante procedente de su interior habían desaparecido. Se quedó allí de pie, sacudida por el viento invernal, muy asustada, pero ya no sentía aquel frío anormal.

– Has dejado tu poder demasiado tiempo solo a su libre albedrío, Elaine. Y ahora se ha convertido en algo destructivo, como un niño hambriento y malcriado que ha pasado demasiado tiempo en un cuarto oscuro y ha creado su propio mundo. Pasará mucho tiempo antes de que puedas recuperarlo totalmente. Es posible, pero esta noche deberás alimentarlo conscientemente.

– ¿Cómo?

– Busca el fuego, Elaine, o bien el reflejo de alguna luz. Busca todo aquello que podría enviarte visiones.

Elaine alargó una mano. El aire era glacial sobre su piel desnuda.

La luz de la lámpara osciló con una repentina ráfaga de viento. La nieve se arremolinó, brillando como polvo de plata bajo la luz. Sintió el tirón de una visión, la necesidad de aferrar la luz. Pero no se trataba tan sólo de una visión: sino de su magia, que solicitaba alimento.

Giró la mano lentamente, con la palma hacia arriba. La luz y las sombras danzaron a su alrededor con el color del oro bruñido. Era como si la luz arrojara un hálito tembloroso y se dirigiera hacia su mano. Se deslizó por la piel de su mano como si fuera agua que corriera hacia un desagüe. La luz se filtró en la piel. El frío glacial la absorbió y la caverna se llenó de vida y de calor, que el hielo devoró ansioso.

La lámpara se apagó con un chisporroteo, produciendo una ráfaga de chispas. Quedaron a oscuras. La única luz era el gélido reflejo de las estrellas. Curiosamente, sin embargo, era suficiente. Todo parecía titilar y brillar con un tenue resplandor de luz plateada.

– Ahora mira el cuerpo, Elaine.

Así lo hizo.

El hombre yacía en el suelo helado. Su rostro ya no era normal y corriente. Todavía quedaba una chispa, no de vida, sino del ser humano que había sido. En vida había reído a menudo, y con frecuencia había tenido miedo. ¿Qué era lo que lo había hecho salir en la época más oscura del año? La pregunta dio paso inmediatamente a la respuesta: el amor. Amaba al resto de su familia, a su gente, a su pueblo. Elaine vio la reciente pérdida de su hija como una sombra que atravesaba su rostro inmóvil.

¿Cómo podía saberlo? ¿Cómo podía estar tan segura?

– No dudes de ti misma, Elaine. Lo estropearás todo si dudas.

Intentó no hacerlo, pero le resultaba sumamente difícil estar allí observando la luz vacilante que iluminaba el cuerpo y revelaba todos los secretos de aquel hombre. En ese instante lo conocía como ninguna otra persona lo había conocido nunca, ni siquiera su familia, tal vez ni él mismo. Lo vio desnudo y puro ante ella, las culpas al descubierto para su magia, pero también sus puntos fuertes. Su valentía, su amabilidad, su miedo. Pero, sobre todo, el miedo. Había viajado muy lejos para morir aterrorizado.

No era justo. Pero la justicia es para los niños y para los necios. Volvió a escuchar aquella voz suave y pura en su cabeza. La voz de Gersalius, que resonaba dentro de su cabeza.

La luz parpadeante sobre el cuerpo de Pegin Tallyrand era el reflejo de su vida. Una buena vida, llena de cariño, generosa con lo poco que tenía. Muchos lo echarían de menos. La luz se estremeció, como si tuviera pies y pudiera tropezar, y rodeó un bulto que sobresalía en el abrigo de aquel hombre. No era un bolsillo, sino algo pegado a la tela, tal vez cosido.

Elaine se arrodilló y alargó la mano hacia aquella luz intermitente. Las puntas de los dedos dudaron, deteniéndose justo encima de la tela. Se produjo un centelleo tan brillante que casi la deslumbró. A continuación, un olor a tela quemada, y en la mano de Elaine apareció un pequeño hueso tallado.

Se trataba de una articulación de un dedo humano, tallado y pintado con runas que desconocía. La luz se desvaneció. Todo parecía haberlo hecho. Permaneció arrodillada en el suelo helado con el hueso en la palma de la mano. Este brillaba como un fantasma en la oscuridad. El resplandor plateado había desaparecido y la luz de las estrellas era demasiado débil.

Gersalius se inclinó hacia adelante para inspeccionar la mano de Elaine. Sus ojos brillaban en la oscuridad. Diminutas agujas encendidas llameaban en su rostro, verdes frente a las de color violeta de ella, pero se trataba de la misma clase de magia. ¿Habrían brillado sus propios ojos unos momentos antes? Elaine alzó la vista hacia Teresa. Ésta seguía allí de pie, inescrutable en medio de la oscuridad. Elaine no preguntó si sus ojos habían brillado con llamaradas violeta; no estaba preparada para oír una respuesta afirmativa.

– Muy interesante -dijo Gersalius.

– ¿Qué sucede?

– ¿Qué te dijo tu magia?

– El objeto no pertenecía al hombre. El no sabía que lo llevaba encima.

– Muy bien. ¿Qué más?

Creyó que le costaría recordar lo que le había mostrado la luz, ahora que ésta había desaparecido, pero no fue así. Al contrario, le resultó muy sencillo, como si cada momento hubiera quedado grabado en sus párpados, de modo que nunca pudiera olvidarlo.

– Era un hechizo. Un pedazo de muerte cosido en su manto. Estaba aletargado, esperando, hasta el momento en que Pegin tocó el árbol gigante.

– ¿Por qué el árbol desencadenó el hechizo?

Elaine pensó en ello un instante, haciendo girar el objeto en la luz rememorada.

– Su poder era la muerte. Tenía que esperar hasta que apareciera algo sin vida en su camino.

– Y el árbol gigante estaba muerto, fulminado por un rayo.

– Sí -dijo ella en un susurro.

– ¿Un cadáver también habría liberado el hechizo? -preguntó el mago.

– Sí.

– El hechizo dio vida al árbol muerto con un fin terrible. ¿Cuál, Elaine?

– Quería la muerte de Pegin.

– ¿El hechizo?

– El que conjuró el hechizo lo deseaba.

– ¿Por qué?

Elaine cerró la mano sobre el trozo de hueso.

– El creador del hechizo no quería que Pegin fuera a buscar ayuda. Sea quien sea teme a Jonathan, el exterminador de magos.

– ¿Cómo lo sabes?

– El hueso apesta a miedo.

– ¿No podría tratarse del miedo de la mano de la que procede el hueso?

Elaine asintió con un gesto de cabeza.

– Sí, podría ser, pero el creador del maleficio también tiene miedo.

– ¿Sólo respecto al exterminador de magos?

– No.

– ¿Qué mas?

– La muerte. Teme a la muerte.

Al decir esto, apretó el trozo de hueso hasta que éste se le clavó en la piel. Los huesos de su propia mano se estremecieron en solidaridad con el fragmento contenido en ella. El dolor era agudo y mortal, la herida tan grande que el cuerpo insensibilizó los nervios. No estaba evocando su propio dolor. El dedo había sido cercenado mientras la mujer seguía viva. Había habido muchos hechizos, muchos huesos, mucha sangre.

Unos dedos se curvaron sobre sus manos.

– Déjalo, Elaine. -Gersalius intentó abrirle la mano-. Ya es suficiente.

– No puedo.

– Teresa, ayúdame.

Teresa no preguntó nada. Se limitó a arrodillarse, arrojó los guantes sobre la nieve e intentó separar los dedos de Elaine. Uno por uno, entre ambos consiguieron abrir la mano.

Gersalius hizo girar la mano de Elaine, y el hueso cayó sobre la nieve. Del pequeño corte que el hueso le había dejado en la piel empezó a manar sangre.

Por el rostro de Elaine rodaron lágrimas. Aunque no sabía por qué estaba llorando.

– ¿Qué ha sucedido?

– Tu magia se alimenta de la luz, del calor. Hay otro tipo de magia que se alimenta de otras cosas -aclaró Gersalius.

– ¿Qué otras cosas?

El mago expuso la mano de Elaine hacia la débil luz de las estrellas, y restregó el pulgar por la mancha oscura de la palma de Elaine.

– Sangre, Elaine. Se alimenta de sangre.

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