Capítulo 14

Averil se arrodilló al lado de su padre. Sólo entonces Elaine se dio cuenta de que la muchacha no llevaba zapatos: había corrido por la nieve provista únicamente de calcetines. Los hombros desnudos estaban azulados debido al frío, pero las manos no le temblaron al buscar el pulso de su padre. Averil le desabrochó la camisa y le puso una mano sobre el corazón.

Miró a Konrad.

– El corazón late con fuerza, y tiene buen color. Ella dijo que estaba grave. -Averil alzó la vista hacia Elaine, con una mirada acusadora.

– Mantén la mano sobre el corazón y comprobarás que a veces el ritmo de los latidos es irregular.

– ¿Irregular? ¿Qué quieres decir?

– El pulso es constante casi todo el tiempo, pero al cabo de unos cuantos minutos el corazón parece vacilar. Cada vez pasa más a menudo. Creo que está empeorando.

Averil negó con la cabeza.

– No noto nada.

Randwulf y Fredric se encontraban sentados cada uno a un lado, bien arropados con las pieles para cubrir su desnudez.

– Antes nunca tuvo problemas de corazón -dijo Fredric.

– No -dijo Averil-, es cierto.

Mantuvo la mano sobre el corazón, pero sus ojos de oro brillante parecían cada vez más enojados. Tras unas cuantas horas, Elaine había descubierto que le resultaba más fácil leer la expresión de su rostro que observar el extraño color de sus ojos.

Esperaron. Elaine se sorprendió a sí misma deseando que le fallara el corazón, lo cual no dejaba de ser aberrante, pero no quería que Konrad quedara como un tonto. Además, ella también lo había notado. El problema estaba ahí.

Averil se puso tensa. Se le escapó un grito ahogado. Se quedó muy callada, aguantando incluso la respiración. Por último, profirió un largo suspiro.

– En efecto, tenéis razón.

Retiró la mano del corazón y acarició la mejilla de su padre. El movimiento fue tan dulce, tan íntimo, que casi dolía presenciarlo.

– No lo entiendo. El corazón no tenía ninguna herida. ¿Por qué le pasa ahora esto?

– ¿Podría deberse al esfuerzo de resucitar a Fredric y Randwulf? -preguntó Konrad.

Averil negó con la cabeza.

– No, los sanadores tienen la capacidad de curarse a sí mismos igual que a los demás. Su corazón sanaría por sí mismo antes de llegar a ese punto.

– Y, sin embargo -intervino Konrad-, hay algo raro en su corazón.

– Lo sé -dijo Averil con voz ronca. Bajó la mirada hacia su padre, para después volver a alzar la vista hacia Konrad-. Lo siento. No tengo derecho a desahogarme con vosotros. Es sólo que me parece inexplicable. No debería estar sucediendo esto.

Abrió la mochila y empezó a rebuscar en ella. Se oyó un leve tintineo de cristales y otros ruidos sordos y más graves, como de objetos de cerámica entrechocando. Extrajo un pequeño frasco, que de algún modo a Elaine le resultaba familiar.

La visión. Había visto cómo Averil introducía a la fuerza un líquido en la garganta de Silvanus. La muchacha destapó el frasco y levantó ligeramente la cabeza del elfo.

– Está inconsciente y podría ahogarse -advirtió Konrad.

– Le haré un masaje sobre la garganta y de este modo podrá tragar la poción.

– Podría ahogarse de todos modos.

– Ya he hecho esto antes, en casos de extrema necesidad.

Miró a Konrad con sus ojos brillantes tan llenos de pena que Elaine tuvo que apartar la vista. Konrad no lo hizo, y Elaine reprimió el impulso de obligarlo a mirar hacia otro lado. Era un sufrimiento demasiado íntimo para los ojos de un extraño.

– Ayúdame a levantarle la cabeza, Fredric.

El paladín se adelantó y acunó la cabeza del elfo en su regazo. Los cabellos dorados se esparcieron en las pieles, y el rostro de facciones delicadas quedó enmarcado en la suavidad de aquéllas. Fredric, quien apenas había permitido a Elaine observar su pecho descubierto poco antes, ahora estaba desnudo hasta la cintura, pero eso ya no parecía importarle.

Averil obligó a su padre a abrir la boca.

– Le mantendré las mandíbulas abiertas mientras tú viertes la pócima -se ofreció Konrad.

Averil lo miró por un momento y luego asintió. Mientras los fuertes dedos de Konrad mantenían abierta la boca del elfo, Averil dejó caer un hilillo con la dosis mínima.

– Ya puedes soltarle las mandíbulas.

Konrad dejó que los labios volvieran a unirse con suavidad. Averil dio un firme masaje sobre la garganta del elfo, el cual tragó convulsivamente.

Transcurrieron unos instantes. Los ojos de Silvanus se abrieron de repente. El paladín le sonrió, mientras sus manos de gigante le acunaban la cabeza.

– Buenas tardes, viejo amigo -dijo Fredric.

Silvanus sonrió y recorrió con la mirada los rostros que lo rodeaban. Al reconocer a Averil sentada a su lado, la sonrisa se hizo más amplia. Ésta tomó la mano que le quedaba entre las suyas.

Elaine observaba la escena boquiabierta. Konrad elaboraba pociones de hierbas, pero ninguna que surtiera semejante efecto. Aquello era tan fantástico como la imposición de manos. Bastaba un pequeño sorbo para que un hombre gravemente herido se despertara sonriendo. Sabía que Konrad no podía curar con las manos, pero ¿podría elaborar pociones como aquélla si conociera los ingredientes?

– ¿Cómo te encuentras, padre?

El elfo pareció reflexionar más de lo normal antes de responder a aquella pregunta.

– No estoy seguro.

– ¿Qué quieres decir, padre?

Averil se inclinó sobre él, con la preocupación pintada en la cara, y posó una mano en su frente.

– No noto que tengas fiebre.

– No se trata de fiebre -dijo él, al tiempo que empezaba a toser convulsivamente, con un estruendo que parecía corresponder al doble de su tamaño.

– Levantadlo -dijo Averil.

Fredric así lo hizo, acunando al elfo en sus fuertes brazos. Lo apretó contra su pecho desnudo marcado por las cicatrices hasta que la tos cedió. La voz de Silvanus era un áspero susurro.

– Agua.

– Elaine -dijo Konrad.

Ésta rompió la fina capa de hielo que se había formado en el cubo y sumergió la taza de madera en él. Tendió el agua a Konrad, pero Averil se la arrebató. Nadie protestó.

Silvanus dio un sorbo que de nuevo lo hizo toser, pero no con tanta fuerza. Siguió dando pequeños sorbos hasta que pudo beber sin más sacudidas. Después volvió a recostarse en los brazos de su amigo, agotado.

– Oh, padre, ¿qué sucede?

– No estoy seguro. Ya había resucitado a personas fallecidas anteriormente, pero ahora tengo una sensación extraña.

Averil se volvió hacia Konrad.

– Tú también eres sanador. ¿Qué le sucede?

Elaine conocía la respuesta. Konrad no. Pero respiró hondo antes de decidir qué debía decir.

– Creo que se trata de una reacción desencadenada al haber sanado a los demás.

– Sin embargo ya me había curado con anterioridad en varias ocasiones -intervino Fredric-. Pero nunca lo había visto así.

– En efecto -añadió Randwulf-, es un sacerdote. Se dedica a curar a los demás. Es como si yo disparase una flecha y ésta regresara a mí y me hiriera. Es ridículo.

– Tal vez Randwulf está más en lo cierto de lo que él cree -dijo Elaine en un susurro.

Todos se volvieron hacia ella. Incluso los extraños ojos de Silvanus parecían clavados en su rostro.

– Continúa, Elaine -dijo Konrad. Su expresión era neutra. No parecía molestarle el hecho de que se estuviera inmiscuyendo. Konrad siempre se mostraba dispuesto a escuchar la opinión de los demás si podía salvar vidas.

Elaine se mojó los labios y respiró nerviosa. De repente se sintió ridícula. ¿Y si se equivocaba? Observó los rostros expectantes a su alrededor. Silvanus tenía una expresión paciente, incluso dulce. ¿Y si estaba en lo cierto y no se decidía a hablar?

– Gersalius y Thordin afirmaban que la sanación mágica no podía funcionar en Kartakass, que ni siquiera tendría efecto la imposición de manos sobre una herida. Pero Silvanus consiguió resucitar a los muertos. ¿Y si todavía puede curar, pero al mismo tiempo se hace daño a sí mismo? -Expresada en voz alta, la mera conjetura, así, sin adornar, sonaba descabellada. Elaine notó una oleada de calor en su cara, mientras los demás seguían con la vista fija en ella.

– Eso es ridículo -dijo Averil. Su voz contenía el desprecio que Elaine había esperado.

– No, hija -dijo Silvanus, con la voz ronca por la tos-. Escúchala.

Escúchala, se repitió Elaine a sí misma; pero ya no tenía nada más que decir. Ésa era su teoría en su totalidad. Averil tenía el rostro congestionado con una expresión de desaprobación, pero esperó. Todos esperaron a que Elaine prosiguiera con su exposición, pero no hubo más.

Silvanus liberó su mano de las de Averil y se la tendió a Elaine, todavía temblando levemente. Ella la tomó entre las suyas. Tenía la piel fría o tal vez la sensación provenía de sus propias manos. Casi sintió la necesidad de disculparse por no haberse calentado antes las manos, pero algo en los ojos del elfo se lo impidió. Dentro de su cabeza sintió un balbuceo, un desesperado intento de decir algo interesante.

– No te esfuerces tanto-dijo el elfo.

¿Qué quería decir con eso?

– No estoy haciendo nada.

– Relaja la mente. Vacíala. Siente.

Esa frase bien podría haberla dicho Gersalius y sería igual de enigmática.

– No sé qué quieres decir.

Sus ojos dorados parecían más grandes de lo normal, enormes pozos de un reluciente metal en estado líquido. La luz mortecina que traspasaba la tela de la tienda cabrilleaba en ellos. Ese trémulo reflejo casi la hizo desmayarse. La mano del elfo entre las suyas la sostuvo; de lo contrario, se hubiera desplomado.

– Estás herido -dijo Elaine. Su voz parecía lejana, ausente, incluso en sus propios oídos. Pero, al pronunciar aquellas palabras, Elaine supo que estaba en lo cierto-. Siento un aura a tu alrededor y en tu interior, que se mezcla con mi piel… ¿Es…?

– Se trata de la fuerza vital, Elaine, estás percibiendo mi fuerza vital.

Elaine asintió. ¡Por supuesto que se trataba de eso! El elfo apretó con su mano las de Elaine hasta que ésta tuvo que ahogar un grito. Acto seguido, el elfo se desmoronó, y la mano quedó como muerta entre las suyas. La fuerza vital latía vacilante junto con su corazón, que ahora palpitaba de forma regular. Pero esa misma fuerza vital, ese algo invisible, era ahora más débil.

– A tu corazón no le pasa nada -afirmó Elaine.

– Por supuesto que sí, todos lo hemos notado -rebatió Averil inesperadamente.

Elaine dio un respingo y se volvió para mirar a la muchacha. Casi se asustó al ver aquellos ojos tan parecidos a los que acababa de ver, y al mismo tiempo tan distintos.

– Elaine -dijo Silvanus, quien al pronunciar su nombre atrajo de nuevo su atención. Ya no estaba inmersa en sus ojos, pero algo sucedía; algo que crecía entre ellos, y que contenía aquella fuerza progresiva que Elaine había percibido cuando Silvanus había resucitado a Randwulf.

– Si mi corazón no está herido, ¿qué me está pasando? -Hablaba con cautela, como guiándola por un laberinto desconocido.

– Tu fuerza vital está malherida. Algo se está alimentando de ella.

– ¿Qué es lo que se está alimentando de mí, Elaine? -Su voz era suave, y la mano apretaba con firmeza las suyas.

Elaine podía ver a los demás, y sabía que se encontraba arrodillada en la tienda. Seguía consciente. No era como la magia que Gersalius le había mostrado, y en la que se había perdido dentro de sí misma. Ahora percibía aquella fuerza, pero en su interior sólo había una chispa de ella. Miró fijamente a Silvanus.

– ¿Soy yo la que está absorbiendo tu poder?

– No, Elaine-respondió el elfo con voz suave.

– Entonces, ¿adonde va a parar…?

Al formular la pregunta, Elaine supo la respuesta. Sintió moverse la tierra bajo sus pies, como un gigante que despertase de un largo sueño

– A la tierra.

Dijo esto en un escueto susurro. No creía que nadie hubiera podido oírla, pero los ojos de Silvanus le confirmaron que él lo sabía. Aunque no lo hubiera dicho en voz alta, él lo sabía.

En aquel preciso instante, fue consciente de algo más. El país odiaba al sacerdote. La sensación era tan extraña, que no pudo evitar que se le escapara un débil gemido.

– Elaine, ¿estás bien? -preguntó Konrad, poniéndole una mano en el hombro.

– ¡No me toques!

La virulencia de su voz la sorprendió a ella misma. Rebosaba odio, como si fuera aceite hirviendo. Konrad no la amaba, ¿cómo se atrevía? Elaine negó con la cabeza con fuerza, como si intentase despertar de una pesadilla.

– Sigues siendo tú misma, Elaine. Has incrementado tu poder, pero nunca te perderás en él -dijo Silvanus.

Su voz ahuyentó el odio y le permitió pensar de nuevo con claridad. El país, Kartakass, despreciaba profundamente esa clase de poder. El sacerdote era en cierto modo más poderoso que todas las fuerzas del país combinadas.

– Konrad, no debes tocarme; ahora no.

La voz había recuperado su tonalidad casi normal, aunque todavía parecía impregnada de ira, lo que la hacía más áspera. Konrad la miraba con los ojos como platos.

– ¿Qué está sucediendo aquí? -preguntó Konrad, dirigiendo su atención directamente a Silvanus.

– Está haciendo una imposición de manos sobre mí, para curarme.

– No es posible, ella no tiene esa capacidad -negó Konrad:

– Yo creo que sí -dijo el elfo.

En su rostro podía leerse una absoluta serenidad, seguro de que Elaine era capaz de hacerlo. Su fe era también la de ella. La fuente de la que se alimentaba era el odio, la envidia, aunque ella no lo contuviera en sí misma. Ella seguía siendo Elaine Clairn, aquella que había vivido toda su vida en Kartakass. El país la había alimentado y vestido, y arropado en sus oscuros brazos, desde siempre.

Permitió que aquellos brazos oscuros la tocaran ahora, consciente por primera vez de que aquel suelo estaba vivo con algo más que la cosecha del año siguiente. Debería haberse sentido asustada, pero no era así. En realidad, el mero hecho de no tener miedo debería haberla asustado.

Sintió su propio cuerpo, latiendo, palpitando, vivo. Era más consciente que nunca de los procesos vitales. Pero, sobre todo, sentía una fuerza que fluía derramándose por encima y a través de ella. Aquel líquido entraba y salía de Kartakass, una y otra vez, como un torrente de agua, aunque «agua» sólo era una palabra allí donde las palabras no bastan; era un truco para retener en la mente aquello que nunca debía haber existido. Agua, aunque en absoluto se tratara de eso.

– Mírame, Elaine, ¿cómo te sientes?

La muchacha miró a Silvanus, sintió su piel, los huesos de la mano en las suyas propias. Una ondulación en el agua que le recorría la piel. Una mancha de oscuridad que se le había enganchado en la piel mientras procedía a realizar sus sanaciones, allí, en Kartakass.

Elaine alargó la mano hacia aquella oscuridad, extrayendo el poder de la misma fuente que había intentado destruirlo. No tocó su corazón, sino la fuerza que se entretejía alrededor de éste. La mano se dirigió hacia el pecho porque aquél era el punto débil, el lugar asediado, aunque no fuera el corazón lo que intentaba sanar, sino la fuerza vital, aquella agua invisible que lo mantenía con vida. La oscuridad era como un desagüe por el que el agua podía filtrarse hasta que no quedara más que un pellejo vacío.

Pero, si se hubiera tratado solamente de un agujero, Elaine habría intentado rellenarlo; si hubiera sido una mancha, la habría limpiado; pero era algo que había que arrancar, un trozo de oscuridad adherido al elfo para absorber poco a poco su fuerza vital.

Elaine atrajo aquella mancha de oscuridad hacia su mano, hacia la fuerza invisible que rodeaba su propio cuerpo, y la envió de regreso hacia el suelo. Kartakass volvió a engullir la mácula con apenas un murmullo.

A continuación, Elaine posó por fin la mano sobre el pecho del elfo, y sintió el corazón por debajo de la tela y de la piel. Se le ocurrió que hubiera podido coger aquel corazón entre las manos y apretarlo con fuerza. En lugar de eso, derramó sobre él parte de aquella fuerza invisible que fluía a través de su mano. Parecía como si la misma fuerza supiera qué era lo que debía hacer. Y de ese modo reparó el daño causado por la oscuridad. El elfo estaba ahora curado sin que Elaine supiera realmente cómo había sucedido. No había sido su mano, ni sus conocimientos. Ella era simplemente una herramienta.

Silvanus respiró profundamente, todavía estremeciéndose. Elaine retiró la mano de su pecho. El elfo sonrió, y ella no pudo evitar devolverle la sonrisa. Se apartó de él, aunque permaneció a su lado, todavía de rodillas.

Volvía a ser ella misma. Ella sola, consciente de aquella fuerza invisible, aunque sólo fuera vagamente; y sentía el latido distante de Kartakass, casi como una música que estuviera justo fuera de su alcance auditivo. La sensación se fue desvaneciendo hasta que desapareció por completo y ella volvió a ser simplemente ella misma. Lo último que percibió fue una vaga sensación de placer. El país estaba satisfecho.

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