Capítulo 27

Gersalius condujo a Elaine al exterior. Habían encontrado otro abrigo para ella. Era oscuro y rígido, pero cumplía su función. Una vez en el exterior se dio cuenta de que no se había preocupado de limpiarse la sangre. Gersalius le había ofrecido un desayuno, pero ella lo había rechazado; aunque sentía un vacío en el estómago, no era comida lo que necesitaba, sino ver a Blaine, oír su voz, sentir su roce. Necesitaba que su muerte no fuera real.

Konrad la había abrazado. Por fin había podido atisbar una expresión de ternura en su rostro, lo que tanto había anhelado. ¿Qué habría pensado Blaine? ¿Se habría alegrado por ella? ¿O se habría puesto celoso? Habría renunciado al amor que acababa de surgir en Konrad, si realmente se trataba de eso, con tal de recuperar a Blaine.

Konrad finalmente parecía corresponderle, pero en su corazón ahora sólo había cenizas. Avanzó por la calle cubierta de nieve. El aire glacial le cortaba la cara. El abrigo estaba provisto de una capucha, pero Elaine no la utilizó. Quería sentir el frío en la cara. Su melena se esparcía desordenadamente sobre los hombros. Ni siquiera se había acordado de recogerse el pelo. Así se parecía aún más a Blaine. Durante el resto de su vida, en cada espejo vería su sombra.

Gersalius la llevó hasta la plaza del pueblo. En medio del área empedrada había una fuente, en la que el agua se había congelado y cambiado de estado, ahora blanco y sólido hielo. Éste recubría incluso la figura central, haciéndola irreconocible, aunque un fino hilillo de agua seguía deslizándose por el hielo. El repiqueteo del agua resonaba con un eco extraño en aquella plaza, de lo contrario silenciosa, rebotando en los edificios de dos plantas que la flanqueaban.

– Cortton fue en su día una población importante, incluso ambiciosa, y éste es su centro -comentó Gersalius.

Elaine se acercó a la fuente helada y, al espirar, su aliento formó una vaharada blanca. Del cielo pendían a baja altura enormes y esponjosas nubes de color gris pálido, que parecían cargar lluvia en lugar de nieve. Pero hacía demasiado frío para que lloviera.

Las nubes grises desplegaban un velo de uniformidad sobre todas las cosas. Hacía un día triste y opresivo, acorde con el estado de ánimo de Elaine.

– ¿Por qué me has traído aquí?

Gersalius se volvió hacia ella. Su sonrisa desapareció al mirarla.

– Sé que en estos momentos no lo creerás, pero con el paso del tiempo todo esto te resultará menos doloroso.

Ella hizo un gesto de negación.

– ¿Por qué estamos aquí?

– Este es el corazón del pueblo. Esto no fue lo primero en ser construido, pero sí el centro de todas las esperanzas. Una fuente en una plaza; muy cosmopolita. Aquí se encuentra el centro del pueblo, y aquí conjuraron el hechizo.

Elaine miró a su alrededor.

– No puedo ver nada fuera de lo normal.

– Observa la fuente, Elaine. Abre tu mirada interior y mírala con detenimiento.

El esfuerzo que Gersalius solicitaba de ella se le antojaba tan agotador que estuvo a punto de negarse.

– Si podemos seguir el rastro de este conjuro hasta llegar a su creador, encontraremos al responsable de esta calamidad -dijo Gersalius-. Entonces podrás vengarte.

Venganza. ¿Bastaría con eso? No, nada bastaría. Pero la venganza era mejor que la desesperación.

Elaine tomó una bocanada de aire glacial y cerró los ojos. Contuvo la respiración, intentando encontrar la calma, apaciguar la vorágine que arrasaba su mente. Abrió los ojos lentamente. La fuente brillaba en varios colores, como si alguien hubiera derretido cera en el agua antes de que se congelara.

Elaine pasó las manos sobre el hielo. Una franja era de un color verde repugnante, otra del color rojo de la carne quemada, al lado una veta del color azul violáceo de las magulladuras; descubrió otra franja irisada, de varios colores. Al principio no pudo descifrar el significado de todo aquello; hasta que recordó la imagen de un hombre ahogado que había visto en una ocasión. La última veta presentaba el color de la piel de un ahogado, putrefacta, con manchas.

El hilillo de agua que todavía se abría camino a través del hielo se impregnaba de los distintos colores, como un río que recogiera la suciedad a su paso por distintos terrenos. El agua resultante era negra y se acumulaba en pequeñas cavidades, lo suficientemente profundas para introducir un cubo o para beber de ellas.

La superficie del agua presentaba una capa que contenía todos aquellos colores, como una marea negra de aceite, pero que brillaba con una luz que parecía provenir del fondo y que nada tenía que ver con el débil sol invernal.

– Envenenó el agua -sentenció por fin Elaine.

Gersalius asintió.

– En efecto.

– ¿Se trata de veneno o de magia? Brilla como un conjuro.

– Ambos -respondió Gersalius.

Elaine negó con la cabeza.

– Si está en el agua, ¿por qué resucitan todos los que aquí mueren aunque sean forasteros?

– La mayoría de ellos no fallecen tan rápido como Averil o Blaine. Casi todos han bebido de su agua antes de morir.

– Entonces, Blaine no resucitará como un zombi.

– No -dijo Gersalius.

– ¿Y Averil?

– Mucho me temo que le dieron agua para intentar que le bajara la fiebre.

El alivio que sintió al saber que Blaine descansaría en paz para siempre quedó empañado al pensar que Silvanus tendría que presenciar el regreso de su hija como un cadáver de andares desgarbados.

– Entonces, ¿por qué se llevaron el cuerpo de Blaine si no ha de resucitar? -preguntó.

– Quizá precisamente por eso.

– No entiendo nada.

– Si únicamente aquellos que no han bebido de esta fuente descansan tranquilamente en sus tumbas, entonces el resto de la población podría descubrir que el problema es el agua.

– Así que se llevaron su cuerpo para impedir que los demás se den cuenta. -A Elaine se le ocurrió algo de repente-. Entonces, quienquiera que se encuentre tras esto tiene bajo control como mínimo a algunos de los zombis, y encargó a ese de aspecto bestial que robara el cuerpo de Blaine.

Gersalius asintió.

– Buena chica. Estás en lo cierto. Ahora pasemos a rastrear este conjuro hasta llegar a su guarida.

– Sólo veo el hielo y los colores. ¿Cómo podemos seguir su rastro?

– Deberías abrir algo más que tus ojos a tu magia, Elaine. Imagínate que abres aún más una ventana ya entreabierta.

La muchacha frunció el ceño.

– Estoy intentando usar mi magia. No entiendo qué quieres decir con el ejemplo de la ventana y de abrirla más aún.

– Eres demasiado impaciente, y eso no facilita las cosas, sino todo lo contrario. La magia no acude al restallido de un látigo, sino a la llamada de un susurro.

Sintió el impulso de cruzar los brazos sobre el pecho y dar salida a su enojo, a una furia descontrolada, pero de pronto se dio cuenta de que no era el mago el destinatario de su ira. Aquel sentimiento era consecuencia de su dolor, que se retorcía en su interior, emponzoñando cada rincón al que llegaba.

Elaine respiró hondo y, al espirar, parte de la tensión se fue con su aliento. Tampoco permitiría que su pena se interpusiera en su camino. Encontraría al creador de aquel conjuro y lo destruiría. Era un triste consuelo, pero el único que tenía.

– De acuerdo, intentaré abrir esa ventana de la que hablas.

Percibió el tono de burla de su propia voz. El mago no había hecho otra cosa que intentar ser su amigo, pero en ese momento odiaba al mundo entero. No era fácil concentrarse en esas condiciones, pero lo intentó.

Elaine se dirigió a la caverna que se encontraba en lo más profundo de su ser: el centro de su propia magia. Pasó por ella rozándola levemente, y recogió parte de aquella luz azulada y violeta con sus manos invisibles. La sanación y la hechicería tenían esa luz en común. Abrió los ojos y alargó la mano derecha hacia la fuente.

– ¡No, Elaine! -dijo Gersalius, aunque demasiado tarde.

Sus dedos derramaron aquella luz azul violeta, que cayó rebotando sobre el hielo, el cual se derritió en algunos puntos. Allí donde su luz llegó al veneno contenido en el hielo, se produjeron pequeñas explosiones. Hacia el cielo salieron despedidos trozos de hielo.

La luz se introdujo en las aguas negras, burbujeando, hirviendo, como si hubiera una gran fuente de calor debajo. El hielo aparecía horadado aquí y allá, como si un monstruo le hubiera propinado unos cuantos bocados.

– Envíala hacia el exterior, Elaine. Busca el poder que has rozado. Encuentra su origen.

Recogió luz en el cuenco que formaban sus manos, extrayéndola de la nada. La luz resplandecía intermitentemente, bañándole la cara en una radiación violeta. Lanzó al aire la luz, como si se tratara de un halcón.

La luz descendió en forma de chispas, rebotando por el suelo. Acto seguido, aquellas chispas se elevaron en el aire y se precipitaron hacia el final de la calle, como si se tratara de maníacas luciérnagas violeta.

– Vayamos tras ellas -dijo Gersalius-. Has purificado la fuente, pero en ese proceso también has destruido el conjuro. No tendremos la oportunidad de seguir su rastro más tarde.

Dicho esto, se remangó sus vestiduras y salió corriendo tras ellas. Elaine lo siguió con la falda recogida en una mano, y las botas hundiéndose en la nieve.

Las chispas surcaban el aire como cometas en miniatura, girando en picado en cada esquina. Cerca de los límites de la ciudad, Gersalius apoyó la espalda en un edificio, y le hizo señas a Elaine para que siguiera adelante, sin aliento para poder hablar.

Elaine volvió la vista atrás por un instante, para después seguir corriendo. Sentía los latidos de su corazón en los oídos, y el agotamiento le nublaba la vista, salpicando su visión de incontables garabatos y puntos de pequeño tamaño. Sentía una punzada en el costado que parecía amenazar con desgarrarle el estómago si no se detenía de inmediato. Pero, a menos que perdiera el conocimiento, Elaine no estaba dispuesta a detenerse. Gersalius había dicho que no tendrían otra oportunidad de seguir el rastro del conjuro. Si ahora perdía, la pista a aquellas chispas, sería culpa suya. Volvería a fallar a Blaine; fracasaría incluso a la hora de vengarlo.

Elaine se desplomó sobre las rodillas al llegar al pie de una colina. En la base de la cuesta se alineaban los edificios, y un cementerio coronaba su cima. Ya había estado allí. Las chispas violáceas se introdujeron zumbando en el bosque y se perdieron de vista entre las tumbas.

Elaine tropezó y escaló la colina a cuatro patas, resbalando sobre la nieve. La alta verja con picas del cementerio, concebida para mantener alejados a los lobos, se le antojó una barrera infranqueable. No podía seguir, incapaz de recuperar el aliento, pero entre las tumbas vio brillar una llama violeta.

Elaine saltó y se asió a un larguero horizontal. Consiguió trepar hasta lo alto de la valla, con los pies en el travesaño, las manos todavía inestables sobre las picas. Pasó una pierna al otro lado y las faldas quedaron enganchadas en los ápices de hierro; Elaine se inclinó para superar el obstáculo que era la verja, y la tela se rasgó. Con un último esfuerzo corrió arrastrando la falda desgarrada por la nieve hacia la trémula llama.

Las chispas se habían fusionado en una llama que ardía y temblaba entre los árboles y las lápidas. «Por favor, no te apagues, por favor», susurró para sí misma, una y otra vez, como una oración.

Elaine cayó de hinojos sobre la nieve. La llama ardía sobre una sepultura, a un palmo del suelo, consumiendo alguna clase de combustible mágico. No había nada de extraordinario en la tumba. Tenía el mismo aspecto que las demás. Elaine empezó a excavar la nieve bajo la llama hasta que las manos le dolieron por el frío.

El suelo había cedido ante el peso del ataúd, durante la descomposición del cadáver, y el terreno parecía haber sido excavado y rellenado de nuevo. El suelo todavía estaba congelado, pero todo eran terrones de tierra pelada. La hierba debería haber cubierto el sepulcro hacía ya mucho tiempo.

Empezó a excavar la tumba con las manos desnudas, en el suelo helado. La llama se estaba debilitando, extinguiendo. Elaine profirió un grito ahogado y renovó sus esfuerzos.

– Elaine, Elaine.

Una voz gritó su nombre, pero eso no importaba. Acto seguido, unas manos le asieron las muñecas, impidiéndole seguir excavando, pero ella luchó por liberarse.

– Elaine, ¡mírame!

Parpadeó y vio a Gersalius sujetándola por las muñecas, arrodillado en la nieve revuelta. La llama violeta se había desvanecido, y ahora estaban bañados por la brillante luz del sol. Las nubes habían desaparecido y todo parecía envuelto en un nítido resplandor. Bajo aquella luz intensa que lo iluminaba todo, Gersalius alzó las manos de Elaine para que ella también pudiera verlas.

Tenía las uñas rotas, la sangre fluía por sus dedos y la piel presentaba cortes y desgarros.

– ¿No sientes nada?

Elaine no confiaba en poder darle una respuesta, así que se limitó a mirarlo.

– Elaine, háblame, muchacha.

– Debemos desenterrar lo que haya en esta tumba. La llama se detuvo sobre ella.

Ella misma se sorprendió de que su voz sonara normal en sus oídos. Al ver la cara del mago, se preguntó qué era lo que él habría oído.

– Excavaremos, pero creo que sería mejor utilizar palas y tal vez deberíamos también calentar un poco el suelo helado. -Le soltó las muñecas mientras la miraba fijamente a la cara-. ¿Te encuentras bien ahora?

Ella profirió una carcajada.

– ¿Que si me encuentro bien? Nunca volveré a estar bien ¿No puedes comprenderlo? Blaine está muerto. -La palabra se le atragantó-. Muerto. Y no puedo hacer que vuelva.

– Puede que eso no sea del todo cierto -dijo Gersalius.

– ¿Qué es lo que no es cierto?

– Si conseguimos encontrar su cuerpo, tal vez podrías resucitarlo, tal como Silvanus hacía antes.

– El cuerpo ya estará frío.

– Si cuentas con el poder suficiente, eso no importa -afirmó Gersalius.

– ¿Estás diciendo que si encontramos el cuerpo de Blaine podría devolverle la vida? -Le asió el brazo, como si de ese modo sus palabras fueran más reales-. ¿Estás seguro?

– He visto resucitar a personas que llevaban muertas varios días.

– Entonces debemos recuperar su cuerpo, debemos encontrarlo.

– Lo haremos, muchacha. -Gersalius le dio unas palmaditas en la mano y se liberó de su agarre-. Ahora veamos quién mora esta sepultura.

Se acercó gateando hasta la lápida y retiró la nieve que la cubría.

– «Melodía Ashe, amada esposa, perdida en la muerte, te echaremos de menos durante toda la eternidad.» ¿Te dice algo ese nombre?

– No -respondió Elaine.

– A mí tampoco, pero tal vez sea significativo para los habitantes del pueblo. -Se puso en pie, apoyándose en la lápida-. Mis viejas rodillas no están hechas para correr atropelladamente por las calles en cuesta y cubiertas de nieve en pleno invierno. -Acompañó esas palabras con una amable sonrisa-. Vamos, Elaine, regresemos a la posada. Allí podemos conseguir palas y anchas espaldas que se abran camino a través de este suelo.

Pero Elaine no quería abandonar la sepultura.

– Yo me quedo aquí haciendo guardia.

– Elaine, nadie vendrá a profanarla mientras no estamos. No podrán excavar más hondo que nosotros en este suelo helado. -Le tendió una mano-. Venga, vamos. Cuanto antes regresemos, antes se resolverá este enigma.

Elaine aceptó la mano a regañadientes. No quería abandonar aquella vieja tumba, como si seguir arrodillada sobre ella la hiciera sentirse más cerca de Blaine. Tenía la sensación de que irse en ese momento era como abandonarlo de nuevo.

– Muchacha, te lo ruego. Estos viejos huesos se resienten con el frío.

Elaine aceptó la ayuda del mago para ponerse en pie, y éste la guió a través de los sepulcros, llevándola de la mano como si se tratase de una niña. El contacto empezó a calentarle la piel, de manera que, para cuando llegaron a la verja, las heridas habían comenzado a molestarle. Se había arrancado una uña entera, y sentía un dolor agudo y profundo. Las manos le escocían, pero casi lo agradecía.

Si se concentraba en el dolor, no podía sentir nada más. Si lograba encontrar el cuerpo de Blaine, le devolvería la vida. En realidad, no estaba muerto. Ella lo traería de regreso. No volvería a fallarle.

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