Elaine tenía la espalda fuertemente apretada contra un muro, mientras el caballo de Blaine se erigía como una sólida barrera entre ella y los muertos vivientes. La espada refulgía a la luz de la luna, cercenando los cadáveres andantes. Los muertos se acercaban cada vez más y clavaban sus zarpas en el caballo y su jinete, pero Blaine continuaba su implacable destrucción, cortando caras putrefactas, seccionando manos. Un dedo salió despedido y aterrizó en el suelo al lado de Elaine. Acto seguido, el dedo empezó a serpentear como un gusano, dirigiéndose hacia la falda de la muchacha.
Elaine ahogó un grito por miedo a distraer a Blaine y que eso le costara la vida; en lugar de eso, apartó de una patada el dedo amputado, que rodó hasta la boca del callejón, y de nuevo empezó a moverse lentamente hacia ella. Un zombi consiguió rodear el caballo de Blaine, con sus ojos sin brillo clavados en Elaine.
Otros dos zombis intentaron agarrar a Blaine, pero éste les rebanó las manos, enfurecido. Aunque Elaine lo llamara en su auxilio, no podría acudir pues estaba rodeado. Se encontraba sola, a pie y desarmada.
A través de la piel del zombi asomaban los huesos con un resplandor fantasmagórico. El muerto viviente abrió la boca, y de ella salió un líquido oscuro y espeso que se le escurría por la barbilla.
Elaine apartó la vista, tragando saliva. Si devolvía ahora, todo estaría perdido. Empezó a abrirse camino hacia el callejón, siempre pegada a la pared. Así por lo menos tenía las espaldas cubiertas. Algo le picoteó el pie. Elaine profirió un grito de asombro y bajó la vista hacia el suelo. El dedo estaba intentando subirle por la pierna. Elaine chilló y se lo sacudió de encima; éste rodó bajo los cascos del caballo y quedó aplastado.
Elaine volvió su atención hacia el zombi que la asediaba. ¿Qué podía hacer desarmada contra un zombi?
La mano izquierda tanteó la esquina del muro que doblaba hacia el callejón. La única ventaja con la que contaba sobre los zombis era que ella era más rápida. Echó un vistazo al callejón, que se hallaba vacío hasta donde la vista alcanzaba. El zombi se abalanzó contra ella, y Elaine se deslizó por la esquina hacia la estrecha calleja. Corrió. Volvió la vista atrás para comprobar que el zombi había empezado a trotar con renquera.
Corrió, con el pesado abrigo ondeando como una capa tras ella. Llegó hasta el final del callejón y de pronto algo la hizo caer al suelo. Ante ella había una mujer que intentaba apoderarse de su abrigo. Al principio Elaine creyó que se trataba realmente de una mujer, hasta que vio el fino camisón blanco y la expresión congelada de su rostro. Estaba mejor conservada, pero muerta al fin y al cabo.
Elaine miró hacia atrás y vio que el primer zombi casi le había dado alcance. Deshizo el nudo del cordón para liberarse del abrigo y consiguió ponerse en pie, mientras la zombi se quedaba sujetando la prenda vacía.
Era más cómodo correr sin abrigo; además, tenía demasiado miedo para sentir frío. Se encontraba en otra calle importante, no tan ancha como la principal, pero por fortuna vacía. Se remangó las faldas y echó a correr.
Los dos zombis la perseguían. El hombre era más lento, pero la mujer zombi parecía casi tan veloz como Elaine. Por la forma en que corría por las calles nevadas nadie hubiera dicho que el cuerpo estuviera muerto. Elaine resbaló en un charco helado y se golpeó contra una pared. Se levantó torpemente, medio arrastrándose, antes de poder ponerse en pie.
Con el rabillo del ojo captó el resplandor de la luz de una lámpara a través de las rendijas de una contraventana. Tropezó en los escalones que conducían hasta la entrada, y detuvo la caída con las palmas de las manos, lo que le provocó un dolor agudo. Con las manos ardiendo de escozor, aporreó la puerta y gritó pidiendo socorro.
Un ruido le hizo volver la vista atrás. Otros tres zombis avanzaban hacia ella desde el otro lado de la calle. Éstos sí estaban completamente descompuestos; a uno incluso le faltaba un brazo. Los otros dos zombis seguían aproximándose, y la mujer ya casi le había dado alcance. Elaine tenía que tomar una decisión en un segundo: correr o esperar. Si esperaba y la puerta no se abría, en breve estaría muerta.
Bajó los escalones como pudo y esquivó a los tres zombis desgarbados. La mujer le pisaba los talones; podía oír el tamborileo de sus chinelas sobre el adoquinado.
Dos zombis más salieron tambaleándose de una calle lateral e intentaron cortarle el paso. El más alto de los dos había sido una mujer y parecía estar más despierta, más viva que su acompañante. Le resultaría imposible esquivarla. Elaine siguió corriendo y se metió en el primer callejón que encontró, sin pensar, simplemente intentando huir. Fue un error. La calleja acababa en un muro; era un callejón sin salida.
Elaine empezó a correr en sentido contrario, pero la mujer zombi le cerraba el paso, así que se vio obligada a retroceder lentamente. Tropezó con los desperdicios arrojados al callejón, pero no cayó. Palpó el muro de un edificio para guiarse, y poco a poco fue deslizando los pies, buscando firmes puntos de apoyo. Tenía miedo de mirar al suelo o hacia atrás y retirar la vista de aquello que avanzaba por el callejón hacia ella.
La mujer casi parecía estar viva, de no ser por aquel espantoso mutismo. Era como una pintura, una naturaleza muerta, con todos los colores y las formas propias de la vida, aunque ésta estuviera ausente. En su mortaja blanca alguien había bordado flores; alguien que se había tomado grandes molestias para darle sepultura con amor.
– ¿Puedes hablar? -preguntó Elaine.
El zombi se limitó a seguir avanzando, lenta y pausadamente, con expresión ausente, o por lo menos con ninguna que Elaine pudiera entender.
– Háblame, por favor. Di algo si puedes.
El zombi pareció vacilar. Después negó con la cabeza.
– Me entiendes -dijo Elaine, con un tono de alivio en su voz que resultaba hasta doloroso oír.
La mujer zombi volvió a negar con la cabeza. ¿Podía entenderle realmente, o sólo se estaba moviendo como reacción ante algún recuerdo de su vida? Elaine no podía saberlo, y lo más probable era que no lo supiera nunca.
Chocó con la espalda contra un muro. Dio un grito ahogado, lanzando una rápida mirada hacia atrás para comprobar que se trataba de la pared que cerraba el callejón. Tanteó con las manos los ladrillos; no había salida.
– Te lo ruego, si me entiendes, detente. Por favor, no. -Elaine ni siquiera estaba segura de qué era lo que le estaba suplicando que no hiciera. Que no la tocara; que no la matara; que no la tocara con los dedos fríos de la carne muerta; que no le hiciera daño.
La mujer abrió la boca, como si quisiera hablar. Un rayo de luna perdido le iluminó la cara. La lengua que colgaba entre sus dientes era de color verde salpicada de manchas encarnadas. De su boca surgió un sonido como el maullido de un gato joven.
Elaine gritó.
– ¡Blaine!
Pero nadie acudiría en su ayuda; esta vez no. Le vinieron a la memoria las palabras de Gersalius, cuando le decía que era capaz de protegerse a sí misma, pero ¿cómo?
Ninguno de los hechizos que le había enseñado hasta el momento era de utilidad en este caso. Toda la magia que sabía no servía de nada contra los muertos. Los demás zombis se habían acercado cojeando al callejón. Mantenían una respetuosa distancia respecto a la mujer zombi, pero allí estaban. ¿Por qué la mujer no se decidía a atacar?
– ¿A qué esperas?
La mujer la miró y volvió a emitir un espeluznante maullido. ¿Trataba de decirle algo? ¿Era eso? ¿Se debería al hecho de que Elaine intentaba hablar con ella, no sólo huir, o luchar, sino dialogar? ¿Era aquello lo que la hacía dudar?
– ¿Quieres hablar?
La mujer sacudió la cabeza pero abrió la boca de nuevo. Tosió con violencia como si sus pulmones no estuvieran acostumbrados a tomar aire para respirar. Un hilillo de un fluido negro le resbaló por la barbilla debido a la tos, y ella se limpió con el dorso de una mano macilenta.
La mujer estaba lo suficientemente despierta para que le molestase aquel fluido negro que le corría por el rostro. No era solamente un esqueleto andante, un simple zombi.
– ¿Quieres decirme algo?
La respuesta fue un movimiento negativo con la cabeza.
– ¿Quieres enseñarme algo?
La mujer asintió, casi con ansia.
Elaine tragó saliva con dificultad, debido al nudo que le atenazaba la garganta y que amenazaba con ahogarla.
– Hazlo, por favor.
La mujer muerta le hizo señas y empezó a caminar en sentido contrario, hacia la entrada del callejón, donde se encontraban los demás zombis. ¿Acaso se trataba de un truco para que Elaine se acercara a ellos? No le parecía probable. Estaba atrapada. De querer asesinarla, ya lo habrían hecho. No había ninguna razón para intentar engañarla.
– Tengo miedo de los demás.
La mujer zombi se limitó a hacerle señas para que la siguiera, como si no la oyera o no quisiera entenderle. Los demás zombis se apartaban de la mujer muerta, temerosos de ella, al parecer. ¿Qué podía asustar a los muertos? Elaine prefería no saberlo, pero ¿acaso tenía otra opción? La mujer zombi quería enseñarle algo. Tal vez fuera ésa la única razón de que siguiera con vida. Tal vez la mataría si dejaba de seguirla. Parecía bastante probable.
Los demás zombis habían salido a la calle principal. Se apiñaban a ambos lados de la boca del callejón. La mujer zombi esperaba justo al otro lado, más allá de donde ellos se encontraban.
Elaine vaciló al ver a los zombis agazapados a ambos lados. Si se decidía a avanzar entre ellos, éstos podrían apresarla fácilmente. Pero Elaine no quería pasar tan cerca de ellos, no de forma voluntarla.
La mujer zombi hizo un gesto impaciente; el más brusco que había hecho hasta el momento. Si provocaba su enojo, ¿la dejaría a merced de los demás zombis?
Elaine respiró hondo y se dirigió como una flecha hacia la entrada de la calleja. El zombi manco la asió por la falda. Elaine chilló y tuvo la extraña sensación de que el zombi se reía de ella, aunque era evidente que los zombis no podían tener sentido del humor. Elaine miró fijamente los brillantes ojos del cadáver. Los ojos estaban de algún modo vivos, mucho más que el cuerpo del que formaban parte. Aquellos ojos brillantes atrapados en un cuerpo putrefacto la asustaron más que ninguna otra cosa. Era como si hubiera una persona viva confinada en aquel cuerpo.
Elaine sacudió la cabeza para desechar aquel pensamiento. Eso era imposible.
La mujer zombi dio la vuelta a la esquina y siguió avanzando por la calle principal. Elaine se apresuró tras ella, echando un último vistazo hacia los demás, que seguían esperando, todavía agazapados. Cuando la mujer zombi se encontraba casi en la otra esquina, se levantaron y empezaron a seguirlas.
La mujer muerta en ningún momento miró hacia atrás. ¿Se había olvidado de Elaine? ¿Por qué los demás muertos obedecían a la mujer? Elaine había leído en los libros de Jonathan que los zombis eran simplemente cadáveres capaces de caminar, que aceptarían las órdenes del mago que los hubiera despertado, pero no de otro zombi.
La mujer zombi se adentró en una calle estrecha y sinuosa. Las plantas superiores de las edificaciones casi se tocaban por encima de sus cabezas, dejando la calle sumergida en una oscuridad casi absoluta. La mortaja blanca de la mujer era una silueta trémula que avanzaba hacia adelante. Era una blancura incierta, siempre en movimiento, que nunca se volvía hacia atrás, que nunca vacilaba, y que evocó en Elaine las historias de fantasmas que había leído. ¿Estaba siguiendo a un fantasma? ¿Era posible que la mujer fuera un espectro? ¿Podían pudrirse los fantasmas? Elaine no lo creía así, pero había demasiadas cosas que no sabía a ciencia cierta.
Mientras avanzaba despacio por las lúgubres calles, se abrazaba para darse calor. Deseaba volver a encontrar su abrigo tirado en algún lugar en medio de aquella fría noche de invierno. ¿La habría echado de menos Blaine a esas alturas? Sabía que no se hallaba gravemente herido, puesto que no percibía el menor indicio de una visión. Por supuesto, nunca había estado a su lado en un combate.
Al oír una piedra tras ella, volvió la vista atrás y comprobó que la calle estaba atestada de zombis de todas las formas y tamaños, que casi taponaban la calleja. Elaine se apresuró tras la distante figura blanca. Sintió la necesidad de correr, temerosa de que los demás intentaran darle caza. Parecía que sólo tenían intención de seguirla, no de hacerle daño. De momento.
La calle empezó a ascender por una colina. La mujer zombi esperó en la cima, bañada en luz de luna. Por un instante, a Elaine le pareció que la mujer zombi emitía luz, pero a medida que se acercaba comprobó que era una ilusión creada por el contraste con la oscuridad del cielo y la tenebrosa calle. La mujer muerta se había detenido en medio de un claro, lejos de cualquier edificación. Después de pasar por aquellas callejas estrechas sumidas en la oscuridad, la luz de la luna parecía casi demasiado brillante, artificial.
La mujer zombi se encontraba al lado de una valla alta y rematada con ápices, confeccionada con barras de hierro negras. Elaine se acercó a la verja. Era un cementerio, y las tumbas salpicaban el suelo como los dientes rotos de un gigante,
La muchacha miró a la mujer.
– ¿Por qué me has traído aquí?
La mujer señaló hacia la valla y lo que había al otro lado.
– Es un cementerio. Ya me he dado cuenta. ¿Quieres mostrarme el lugar del que has salido?
La mujer zombi negó con la cabeza, sin dejar de señalar al cementerio.
– ¿Quieres que entre en él?;
De nuevo el mismo gesto de cabeza.
– No entiendo qué quieres decirme -dijo Elaine.
Tras ambas mujeres se oyeron ruidos que recordaban a una refriega. Elaine se volvió. Los muertos se habían colocado tras ella como si fueran el público asistente a un espectáculo. Un niño pequeño, de no más de siete años, se encontraba más cerca que ninguno de ella. Elaine estuvo a punto de preguntarle qué estaba haciendo allí, pero cuando giró la cabeza hacia ella, pudo ver que de la mejilla le sobresalía un hueso.
Elaine se apoyó en la verja y apretó con una mano el frío metal, como si fuera lo único real. Si podía encontrar algo a lo que aferrarse, tal vez el resto desaparecería, sería irreal. Ésa era la táctica de Elaine contra las pesadillas. Al despertar, encontraba algo real y normal que podía coger, tocar, y el sueño pasaba a ser sólo eso, un sueño.
Algo subía con dificultad por la pendiente de la colina. En un primer momento, los ojos de Elaine no pudieron reconocer de qué se trataba. Estaba vivo, se movía, pero… de pronto lo vio con claridad, y deseó que no hubiera sido así.
Se trataba de un cadáver gravemente deteriorado. No tenía piernas, y sólo contaba con el muñón de un brazo para subir a la colina. La carne purulenta presentaba manchas de diversos colores. Las costillas descarnadas rascaban el frío suelo con un sonido metálico.
Elaine había agotado los gritos para esa noche. Simplemente se trataba de otra atrocidad que se añadía a una larga lista.
Una figura cubierta por una capa con capucha surgió de las sombras cerca de los edificios. Dibujó un amplio arco para rodear a los zombis y se acercó a Elaine. Los muertos lo miraban con ojos resentidos.
– ¿Estás bien?
Era una voz masculina, normal, agradable, maravillosa.
– Sí.
Le tendió una mano enfundada en un guante.
– Ven. Te llevaré a un lugar seguro. Mi conjuro no podrá contenerlos durante mucho más tiempo.
– ¿Conjuro? -repitió Elaine.
– Un modesto hechizo, nada más. Pero no puedo prolongarlo. Oí tus gritos y vine a buscarte. -La mano seguía ahí, esperando.
Elaine hizo ademán de aceptarla. La mujer muerta intentó detenerla. Elaine dio un salto hacia atrás y corrió hacia el hombre. En su mano, los dedos eran sólidos y reales.
El hombre la condujo lejos del cementerio, volviendo constantemente la vista atrás hacia los muertos, que seguían esperando.
– Debemos apresurarnos. Nunca hasta ahora había probado el conjuro sobre tantos a la vez.
– ¿Eres mago? -preguntó Elaine, aunque de hecho no creía que lo fuera. No parecía un mago.
– Oh, no. Visité a una bruja local para pedirle un conjuro y así poder caminar tranquilo por las calles. Los ancianos de la ciudad enviaron a buscar un exterminador de magos, pero mi opinión es que la magia se debe combatir con magia.
Elaine no supo qué decir, así que no dijo nada. Jonathan le había enseñado que la magia en ningún caso era una opción válida, pero en los últimos días habían cambiado tantas cosas… Ya no estaba segura de si Jonathan había tenido alguna vez razón en algo.
El hombre la condujo de regreso a las calles estrechas, que se le antojaron aún más lúgubres tras haber estado en la colina iluminada por la luna. Tropezó, y fue la mano del hombre la que detuvo su caída.
– ¿Estás segura de que estás bien?
Sus ojos reflejaban la escasa luz que había. Tenían un tono oscuro. Su rostro de mandíbula cuadrada parecía muy pálido en la oscuridad.
– Sólo he tropezado. No es nada.
El hombre sonrió.
– Entonces ven. Tenemos que entrar antes de que nos den alcance.
– Llamé a una puerta. Sé que había alguien dentro, porque vi una luz; pero no quisieron ayudarme.
– ¿Así que no quisieron abrirte la puerta? -repitió él.
– No.
– Cierran puertas y ventanas a cal y canto, y se esconden al caer la noche. No abren las puertas a nadie. Puedes chillar o llorar, pero nadie acudirá en tu ayuda.
– Pero tú me ayudaste.
El hombre se volvió hacia Elaine; ésta creyó verlo sonreír de nuevo.
– Me cansé de oír los gritos de auxilio de la gente, y ver que nadie los socorría. Así que decidí hacerlo yo mismo.
– Gracias.
– Ya hemos llegado. -Se detuvo ante una de las puertas de vivos colores, una entre decenas. Soltó la mano de Elaine y extrajo una llave de la bolsa que pendía de su cinto. Abrió la puerta y le hizo señas para que entrara. Ella se paró en seco nada más entrar. No había luz, así que la oscuridad era más profunda dentro que fuera. Al cerrar la puerta, Elaine no pudo distinguir el contorno de su propia mano ante sus ojos. Era lóbrego como una cueva, y olía a moho como un desván que llevara mucho tiempo cerrado.
Oyó la llave girando de nuevo en la cerradura.
– Es la única manera de que los muertos se queden fuera -comentó-. No te muevas, traeré una vela. No me habría tomado la molestia de rescatarte de la colina para que ahora tropieces y te rompas el cuello en medio de esta oscuridad. -En su voz había cierta ironía.
Elaine se quedó allí clavada, paralizada en medio de la oscuridad. La capa de su salvador le rozó una pierna al pasar a su lado. Parecía poder ver sin problema, pero tal vez se debía simplemente a que conocía muy bien la estancia.
El olor a moho parecía haberse intensificado.
Se oyó una especie de silbido y Elaine percibió el olor del azufre. La chisporroteante llama brillaba como una estrella en la oscuridad. El hombre la acercó a la primera vela dispuesta en un candelabro que descansaba sobre una mesilla. La vela prendió, y el hombre apagó el fósforo, que colocó cuidadosamente en una bandeja de pequeño tamaño. Tomó la vela del candelabro y la utilizó para encender otras dos. La luz era cálida y agradable, y su llama se reflejaba en el espejo dorado colgado en la pared.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó el hombre.
– Elaine Clairn. ¿Y tú?
Él alzó la vista, con la cara entornada de forma que el espejo sólo la reflejaba en parte. Acto seguido se volvió hacia ella, sonriendo. La llama de las velas dibujaba un profundo contraste de luces y sombras danzantes en el interior de la capucha. Por un instante, no hubo nada más que los destellos que emitían sus ojos al reflejar las llamas.
– Los muertos no tienen nombre, Elaine Clairn.
– ¿Qué has dicho?
El hombre se descubrió, echando la capucha hacia atrás. Su rostro era estrecho, pero en él destacaban los fuertes huesos de la mandíbula. Tenía una larga melena oscura que le caía sobre los hombros, y una fina nariz que presentaba una concavidad en medio, como si alguien lo hubiera golpeado hacía tiempo y la herida no hubiera cerrado bien.
Elaine dio un paso hacia adelante, mirándolo de hito en hito. Nadie lo había golpeado; la nariz estaba descomponiéndose, desmenuzándose.
El hombre sonrió ampliamente, y los labios se agrietaron, dejando caer un hilillo de sangre por la barbilla.
– Me estoy pudriendo, Elaine Clairn, y tú me salvarás.
– ¿Cómo? -dijo Elaine en un susurro.
– Tu sangre, Elaine. Beberé tu sangre.