Capítulo 26

– Así pues, Blaine está muerto -dijo Teresa.

Fue la primera que se atrevió a pronunciar aquella palabra, la más definitiva de todas. Jonathan había pensado lo mismo, probablemente los demás también, pero fue Teresa quien tuvo el valor de hablar.

– ¿Por qué cargaría aquella criatura con su cuerpo? -Preguntó Konrad-. ¿Y por qué no mató a Elaine?

Elaine estaba sentada en la única silla de la habitación; Jonathan, al borde de la cama. Konrad tenía la espalda apoyada en la pared y el ceño fruncido. Tras la sorpresa inicial al comprobar que Elaine seguía viva, había vuelto a su comportamiento habitual: el ceño fruncido, la expresión suspicaz.

– No sé por qué estoy viva -dijo Elaine-. Podría haberme matado fácilmente, o haber dejado a los demás que lo hicieran.

– ¿Estás segura de que la mayoría de los muertos vivientes obedecen a otros zombis mejor conservados? -preguntó Jonathan.

Elaine asintió.

– Lo presencié en tres ocasiones, y en cada caso el zombi era distinto. Los zombis normales obedecen las órdenes de otros que al parecer son especiales.

– ¿Por qué la mujer zombi llevó a Elaine al cementerio? -preguntó Teresa.

Jonathan se puso en pie y avanzó con grandes zancadas hacia la pared opuesta. Una vez allí, se volvió y miró a todos los demás.

– Tú sabes algo -dijo Teresa.

– ¿Por qué? ¿Por qué alguien se ha dedicado a resucitar a los muertos, a eliminar a un tercio de la población? ¿Por qué?

– Sea quien sea está loco -dijo Konrad.

Jonathan negó con la cabeza.

– Incluso la locura tiene una lógica, aunque se trate de una lógica muy peculiar.

– ¿Sabes la razón? -preguntó Elaine.

– Tal vez.

– Jonathan, basta de acertijos, habla -solicitó Teresa.

Éste asintió.

– ¿Y si está intentando conseguir una categoría mejorada de zombis?

Tres pares de ojos se posaron en él. Teresa profirió una carcajada.

– Jonathan, ¿por qué alguien querría asesinar a tantas personas simplemente con ese fin?

– Recuerda lo que Konrad acaba de decir: es una locura. Tal vez para un loco perfeccionar a sus muertos vale la pena el esfuerzo.

Elaine desechó la idea con un gesto de cabeza:

– No, tiene que haber algo más.

– ¿Por qué lo crees así? -preguntó Jonathan.

La muchacha alzó el rostro y lo miró, con expresión solemne.

– Porque Blaine ha muerto. Tiene que haber alguna razón más, aparte de simplemente querer mejorar la raza de zombis. Eso sería… -se interrumpió un instante-, sería un motivo demasiado absurdo para morir por él.

– Resucitar a los muertos es la peor clase de magia negra, Elaine. Blaine murió por salvar la aldea y por salvarte a ti; ambas buenas razones para morir.

Ella bajó la vista hacia su regazo y murmuró:

– No hay buenas razones para morir.

Jonathan se arrodilló a su lado y tomó sus manos entre las de él. Tenía la piel muy fría.

– Elaine, eres consciente de qué somos, de por qué luchamos. Destruir el mal es un objetivo encomiable, digno de morir por él.

La mirada de Elaine era tan sombría que Jonathan se estremeció.

– Blaine valía más para mí que todo este pueblo maldito. Llamé a todas las puertas, grité pidiendo ayuda y nadie salió a ayudarme. Nadie abrió. No merecen nuestra ayuda.

– Elaine, Elaine, no los ayudamos porque se trate de los habitantes de este pueblo. Los ayudamos porque es nuestro deber. Nosotros debemos actuar correctamente, aunque los demás no lo hagan.

– En mi opinión, deberíamos dejarlos morir.

El odio glacial contenido en su voz dejó tan atónito a Jonathan que no supo qué responder.

– En mi opinión, en vez de eso, deberíamos encontrar al que está organizando este ejército de zombis, y acabar con él -afirmó Konrad, el cual se arrodilló al otro lado de Elaine.

La expresión de su rostro se había suavizado, evocando casi al Konrad de siempre, con una dulzura en los ojos que sorprendió a Jonathan.

Elaine lo miró fijamente. Jonathan no estaba seguro de qué era lo que ella veía en sus ojos; fuera lo que fuera, pareció satisfacerla.

– Sí, encontraremos al que provocó todo esto y acabaremos con él.

– Somos agentes de la justicia; no nos movemos únicamente por el placer de la venganza -recordó Jonathan.

Elaine y Konrad lo miraron con una expresión casi idéntica que parecía indicar sin más tapujos que era un necio. Estaba acostumbrado a la amargura de Konrad, pero ese mismo resentimiento en las encantadoras facciones de Elaine resultaba espeluznante.

– Nuestros objetivos son idénticos -intervino Teresa de repente, en un tono de voz que alarmó a Jonathan, aunque no sabía precisar el motivo-. Todos deseamos terminar con esta atrocidad. Todos queremos detener a la persona o las personas que estén tras todo esto.

– No somos asesinos -replicó Jonathan-. Si podemos llevar al brujo a juicio, eso es lo que haremos.

Konrad y Elaine intercambiaron una mirada. En ese instante, Jonathan supo que ambos estarían dispuestos a eliminar al responsable si se les presentaba la oportunidad. Viniendo de Konrad, aquello no lo sorprendía. No dudaba de que el guerrero era capaz de matar a sangre fría. Pero Elaine, la pequeña Elaine, ¿sería capaz de matar con tal de vengarse?

Observó sus ojos anegados en dolor, su funesta mirada, y la creyó capaz de ello. Una parte de su corazón había muerto junto con Blaine.

Si Jonathan le permitía matar a sangre fría, aquel fragmento nunca se recuperaría. Si pudiera se lo impediría. Pero en los últimos tiempos no había tenido demasiado éxito en proteger a su familia.

Se oyeron unos débiles golpes en la puerta, que se abrió antes de que nadie pudiera decir nada. Gersalius apareció en el umbral.

– He podido sentir vuestros pensamientos, vuestra pena. Lo siento.

Aquellas palabras a menudo vacías parecían significar realmente algo en boca del mago.

Elaine hizo un gesto de asentimiento.

– Gracias.

– Si estás lo suficientemente recuperada, me gustaría enseñarte un nuevo hechizo que he encontrado.

Elaine levantó la cara ante ese comentario.

– ¿Qué quieres decir con «encontrado»?

– Casi todo lo que hay en esta aldea está embrujado. Es algo muy sutil. Pensé que Jonathan daría más crédito a mis palabras si tú lo compruebas y se lo explicas con las tuyas propias. -El mago no parecía sentirse ofendido por aquella realidad.

Elaine miró a Jonathan en espera de que éste diera su permiso o aprobación.

Jonathan asintió.

– Ve con él. Aprende todo lo que puedas y en cuanto lo hayas hecho infórmanos.

Ella le rozó la cara suavemente con los dedos.

– Entonces, ¿hay sitio para un mago en la hermandad, después de todo?

Jonathan volvió la vista hacia Gersalius, alarmado por el hecho de que Elaine hubiera hablado en voz alta de la hermandad.

– Puede leer mis pensamientos, Jonathan -dijo ella-. Así resulta muy difícil tener secretos.

– Mi palabra de honor de que todos los secretos de los que pueda enterarme accidentalmente están a salvo conmigo -afirmó el mago.

Jonathan volvió a mirar a Elaine, que ahora parecía sosegada. Tenía fe en el mago. Y Jonathan en ella.

– Pues bien, ve con él, y regresa para informar lo antes posible.

– Anochecerá en unas cuantas horas -comentó ella.

– En efecto -confirmó Jonathan-, y para entonces debemos tener las respuestas.

Elaine bajó de nuevo la vista a su falda.

– Puedo curar el brazo de Teresa.

Alzó la cara hacia él, mirando de hito en hito a Teresa.

Jonathan intercambió una mirada con su esposa. Amaba a Elaine, pero no permitiría que volviera a curar. Se trataba de magia, y magia maligna. Por lo menos, eso creía. Por otro lado, se trataba del brazo de Teresa.

– Te lo agradezco, Elaine, pero no es necesario -intervino Teresa con el tono de voz más amable e inofensiva que encontró.

Elaine respiró hondo.

– No soy mala.

– Ya lo sé, mi niña -dijo Teresa.

– Permitámonos este pequeño desacuerdo en este asunto -dijo Jonathan, mientras le rogaba con los ojos: «Por favor, no permitas que esto se interponga entre nosotros». Creía haberla perdido para siempre. La había recuperado y no quería volver a perderla, no tan pronto.

Elaine asintió.

– Muy bien. Creo que sois unos insensatos, pero estáis en vuestro derecho.

Se inclinó sobre Teresa para besarla en la mejilla, y rozó con los labios la barba de Jonathan, propinándole un pequeño tirón, como cuando era pequeña.

– No permitiremos que esto se interponga entre nosotros -dijo por último.

Jonathan sonrió.

– No, no lo permitiremos.

Elaine le tendió la mano a Konrad, y éste se la llevó a la mejilla, sin besarla, en un gesto íntimo.

La muchacha abandonó la habitación tras el mago. Jonathan la siguió con la mirada mientras salía de la estancia, y observó también cómo Konrad la miraba. En medio de cualquier catástrofe siempre pueden verse las semillas de la esperanza. Era algo que ya sabía, pero resultaba sumamente agradable que se lo recordasen.

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