Harkon Lukas observaba el campamento. Estaba de pie, envuelto en su abrigo color burdeos. Llevaba un sombrero a juego, más apropiado para un baile que para un viaje en pleno invierno. Sobre él ondeaban plumas blancas de avestruz, que el viento parecía querer arrebatarle. Sus largos cabellos se le arremolinaban sobre la cara. Tocado con aquel ridículo sombrero, no debería haber pasado inadvertido entre las siluetas oscuras de los árboles en invierno.
Harkon había vigilado el campamento desde el momento en que Konrad empezó a hacer guardia. Ni él ni Teresa habían visto a aquella alta figura moverse en la oscuridad. Ahora era Thordin quien montaba guardia, pero inexplicablemente tampoco podía verlo. Era fantástico controlar el país. Le daba a uno ciertos… privilegios.
Harkon hubiera incluso amado aquel país de Kartakass de no ser porque se encontraba atrapado en él. Y aquel país era demasiado pequeño para satisfacer sus ambiciones y apetitos. Tenía el poder de conseguir que otros quedaran encerrados en sus fronteras, pero no era capaz de liberarse a sí mismo. No se le escapaba aquella ironía.
Olfateó el fuerte viento glacial y pudo percibir el olor de… la bondad. Y no la de una persona solamente, sino la de un puñado de ellas que yacían en las tiendas. Sangre nueva en el país. Pero no había sido él quien los había hecho ir allá. A veces el país mismo arrancaba a alguien de su lugar de origen. No parecía haber lógica alguna en los criterios de selección del país, o como mínimo él no la podía entender.
Harkon rebuscó bajo su abrigo hasta llegar a una protuberancia de su túnica: se trataba de un amuleto mágico, que permitía a su portador intercambiar su cuerpo con el de otra persona, independientemente de si ésta daba su consentimiento o no. Había presenciado su poder en una ocasión; después había eliminado al dueño del amuleto y lo había conservado en espera de encontrar el momento adecuado para utilizarlo.
Se había visto obligado a huir de Konrad Burn. El guerrero era un magnífico luchador, y Harkon tal vez hubiera tenido que herirlo para poder salvar su propia vida. Habría sido una majadería lesionar el cuerpo en el que precisamente tenía planeado introducirse. De modo que había preferido huir, abandonando a sus lobos y permitiendo que los masacraran.
De su pecho surgió un bramido, un sonido grave que fue ascendiendo hasta su garganta y estalló en un gruñido en sus labios. Aquel ruido debería haber estado envuelto por colmillos y un espeso pelaje. De haber habido testigos lo suficientemente cerca para verlo y oírlo, lo habrían reconocido como lo que era: un hombre lobo. Harkon nunca había sido humano, pero ¿se convertiría en uno cuando estuviera en el cuerpo de Konrad? ¿Perdería su capacidad de cambiar de aspecto?
No podía saberlo. Demasiadas incertidumbres, pero bien valía la pena arriesgarse. Cuando fuera libre para viajar a todos los demás países, su poder no tendría límites.
Dedicó un tiempo a meditar acerca de sus futuras conquistas. Su contemplación suscitó una sonrisa en su atractivo rostro, como era habitual en él antes de matar.
Konrad Burn tenía sangre vistani. No lo parecía, pero así era, y por tanto podía viajar a cualquier país. La madre de Jonathan Ambrose había sido gitana, de modo que él también podía moverse libremente. Pero Ambrose era demasiado viejo. Si Harkon adoptaba la condición humana, quería tener la mayor esperanza de vida posible.
Había considerado la posibilidad de elegir a alguien de raza gitana, pero había algo que los protegía. Era como si el mismo país los salvaguardara. Harkon no podía entender por qué, pero sabía que atentar contra ellos era demasiado arriesgado. Kartakass le pertenecía, y sin embargo había ciertas cosas que el país no consentiría. Y una de ellas era atacar a los gitanos.
¿Por qué razón habría hecho traer el país a aquella gente? Apestaban a bondad. Y ese olor atraía el mal. El mismo Harkon se había visto atraído por él. Y los viajeros se habían acercado tanto a él y a sus lobos, que parecían estar predestinados. Harkon deseaba darse un banquete de carne pura y quebrar los huesos de hombres piadosos para chuparles el tuétano. No había nada como el tuétano fresco para que un hombre lobo entrara en calor en un día de invierno. Pero todo había salido mal. ¿Acaso así lo había querido el país? Nunca estaba seguro de hasta qué punto el país era consciente de sus actos.
Habían asesinado a las dos figuras más prominentes y extinguido su bondad para siempre. Se encontraba lejos, oculto en el bosque, cuando percibió las sanaciones del sacerdote, como una intensa luz blanca que le atravesara el cerebro. Incluso con los párpados cerrados pudo percibir la luz. Ésta atrajo a todos los seres malignos del país. Si Harkon no lo hubiera impedido, las criaturas de Kartakass habrían caído sobre el grupo como una plaga. Ninguno habría sobrevivido. Pero su futuro cuerpo estaba viajando con aquellos intrusos. Y Harkon no se arriesgaría a que Konrad Burn sufriera ningún daño hasta que él ocupara su cuerpo.
El hombre lobo observaba la noche, puesto que no confiaba en las criaturas maléficas que se arrastraban o volaban en Kartakass, y menos ahora que centelleaba tanta bondad por doquier. Era como la llama de una vela para una polilla, irresistible, aunque pudiera quemar las alas que la habían llevado hasta ella.
Harkon había dejado muy claro que castigaría a quienquiera que osara atacarlos, pero había seres en el país que no se dejaban disuadir por la amenaza de un posterior castigo. Harkon se mostraba a favor de ello y, una vez que estuviera en posesión de aquel cuerpo, el país podría masacrar a aquel grupo de hombres y mujeres a placer.
Pero, por el momento, Harkon Lukas permanecía allí de pie en medio del frío, con nieve hasta las rodillas, airado y vigilante. El bardo de Kartakass velaba el sueño de Jonathan Ambrose, exterminador de magos.
Harkon, a quien le encantaba la ironía siempre que ésta afectara a los demás, se rió entre dientes en medio de la oscuridad invernal. Tal vez tendría la oportunidad de contarle al exterminador de magos quién lo había protegido en sus viajes, y ver cómo su cara se deformaba en una mueca de incredulidad, para después asesinarlo. Un rugido grave se escapó de sus labios. Sí, sonaba divertido. Un pobre hombre lobo se merecía un poco de diversión en medio de aquella conspiración de gran alcance. Un cierto toque de frívola crueldad siempre lo había hecho sentirse mejor.