Capítulo 23

Harkon Lukas subió la escalera como un gato enrabiado, golpeándose la pierna con el sombrero para descargar su frustración. Ambrose lo sabía. Seguro. Harkon no sabía hasta qué punto, pero ahora era consciente de que Ambrose no era tan inocente como él había creído. Los había invitado a entrar para burlarse de ellos. Podría haberse limitado a capturar a Konrad Burn, pero no, él, Harkon Lukas, tenía que jugar. Su propia arrogancia no dejaba de sorprenderlo. ¿Realmente había creído que el miembro más destacado de la hermandad era un estúpido?

Harkon asintió para sí mismo. En efecto, había llegado a pensar eso. Aquella hermandad nunca le había impresionado demasiado. Pero los ojos de Ambrose contenían una sabiduría zahiriente. ¿Había acudido allí para unirse al juego? No se trataba de un ingenuo que hubiera sido atraído para curar alguna plaga mágica, sino un miembro de la hermandad consciente de que el verdadero corazón del mal de Kartakass se encontraba en aquella aldea. Con toda seguridad, si el exterminador de magos hubiese sabido que él, Harkon Lukas, era el núcleo de todo lo que representaba el mal, otros miembros de la hermandad se habrían dado cita en Cortton. Habría tenido lugar una gran cacería, y él habría sido la presa.

No, Ambrose sospechaba algo, pero todavía no tenía pruebas. ¿Cuánto tiempo más necesitaría el exterminador de magos para estar seguro? Harkon apenas podía creer que los hubiera salvado. Había tenido que abrirles la puerta de la posada. Aquellos estúpidos aldeanos habrían permitido que sus potenciales salvadores murieran. Y había creído que con aquella acción les caería en gracia, pero la mirada en los ojos de Ambrose dejaba muy claro que no confiaba lo más mínimo en el bardo.

A Harkon le gustaban las personas suspicaces, o como mínimo respetaba ese rasgo de la personalidad. Pero en este caso bien habría podido pasar sin él.

Konrad Burn salió de la habitación a mano derecha. Olía a hierbas y a ungüentos. Alzó la vista y saludó con la cabeza a Lukas.

Harkon se detuvo en el rellano de la escalera y preguntó:

– ¿Cómo se encuentra la joven?

Konrad cerró la puerta tras él y avanzó hacia Harkon antes de responder, alejándose de la habitación. Aparentemente no quería que nadie lo oyera. No debía de tener buenas noticias.

– No está bien -contestó Konrad, que intentó pasar por su lado para bajar la escalera.

Harkon lo asió por el brazo. Quería comprobar la calidad de sus fuertes músculos. Le pareció un buen brazo, y pensó que disfrutaría de él cuando fuera el suyo propio.

– ¿Ha perdido demasiada sangre? ¿O acaso la herida es muy grave?

Konrad bajó la vista hacia la mano del bardo. A continuación dio un paso atrás, con la intención de obligar a Harkon a soltarlo, o como mínimo de que se diera cuenta de que aquello le molestaba. Todavía no había llegado el momento de ser tan posesivo, así que el bardo soltó el brazo.

– Ha perdido una gran cantidad de sangre.

– Pero el médico parecía creer que sobreviviría si la hemorragia no la mataba. ¿Acaso tienes otra opinión?

– Estoy seguro de que el médico es un buen hombre, pero yo he visto bastante más heridas de combates que él.

– ¿Crees que morirá?

Konrad frunció el ceño y lo miró con ira.

– No creo que sea algo de lo que hablar de forma tan frívola, bardo.

Harkon hizo una leve reverencia, elegante pero no tan histriónica como la anterior.

– Tienes mucha razón, maese Burn. Pero soy bardo, y la curiosidad es uno de los riesgos de mi profesión. -Alzó la vista, todavía medio encorvado-. Si tengo que cantar sobre este suceso, está claro que para inmortalizar su valentía necesito conocer los hechos.

Se enderezó y de pronto se dio cuenta de que era más alto que Konrad Burn, lo cual lo contrarió. No le gustaba tener que renunciar a su estatura, pero en fin, pensó, nada es perfecto.

Harkon se obligó a sonreír.

– Así que tal vez mi curiosidad no es completamente inútil. Konrad negó con la cabeza, incrédulo.

– No creo que tengas la menor intención de escribir una gran epopeya. Creo que simplemente eres un buitre con ansias de escuchar las desgracias de los demás.

Konrad lo apartó para poder pasar.

– Ah, sí, por supuesto tú tienes tu propia pérdida que lamentar, ¿no es así?

Konrad se detuvo a mitad de la escalera, tensando la espalda. Se volvió lentamente para mirar al bardo sonriente. La expresión de cólera de Konrad era mortífera, pero la sonrisa de Harkon se hizo más amplia.

– Mi pérdida, mi pena, es cosa mía. A buen seguro no es asunto tuyo.

– Te ruego que me perdones, he hablado sin pensar. Es uno de mis terribles defectos.

Konrad subió dos escalones; después se detuvo. La mano apoyada en la barandilla temblaba, con los nudillos blancos por la fuerza con que la apretaba. Sintió el impulso de subir corriendo la escalera y atacar al bardo.

Harkon seguía jugando al decir aquella última frase, a sabiendas de que aquello lo sacaría de quicio. Tuvo que obligarse a permanecer inmóvil, e impedir que su sonrisa se hiciera aún más amplia. Tal vez aquello hubiera bastado para que Konrad subiera los últimos escalones. Hubiera sido delicioso, irónico, pero tal vez se habría visto obligado a dañar su futuro cuerpo. Y eso hubiera resultado contraproducente. Así que decidió evitarlo. Lo más difícil de disimular era la mirada de suficiencia, la seguridad de que podría matar a aquel hombre si lo deseaba.

El orgullo y la confianza en sí mismo que reflejaba el rostro de Burn, junto con su postura, ponían de manifiesto que una sola mirada hubiera bastado para provocar una pelea. Su futuro cuerpo tenía un temperamento considerable.

– Una lengua no contenida es motivo suficiente para matar a una persona -dijo Konrad.

Harkon luchó por mantener una expresión neutra y agradable en su rostro. Aquel hombre deseaba pelear. El dolor se había convertido en ira, y necesitaba un objetivo sobre el que descargarla.

Harkon pensó que le gustaría ser testigo cuando esa cólera encontrara un objetivo, pero no podía permitirse el lujo de ser él mismo el blanco. Tal vez sería necesario vigilar a Konrad más de cerca. Si se hacía matar antes de que Harkon pudiera intercambiar sus cuerpos, eso arruinaría todos sus planes.

– Te ruego humildemente que me perdones, maese Burn. Por favor, créeme cuando te digo que cuentas con mis más sinceras condolencias.

– Hablas de cosas de las que no tienes conocimiento, bardo. No creo que estén muertos, todavía no.

– Estoy seguro de que tienes razones para conservar la esperanza. Puede que alguna alma caritativa haya abierto una puerta, al igual que yo.

Konrad de repente pareció sentirse incómodo. Respiró hondo y dejó salir el aire lentamente.

– Todavía no te he dado las gracias por salvarnos la vida.

Harkon intentó restarle importancia.

– Maese Ambrose ya me dio las gracias por todos.

Konrad insistió con un gesto de cabeza.

– Pero no es suficiente; todos estaríamos muertos de no haber sido por tu valentía. -Aquellas palabras parecían atragantársele.

Harkon entrecerró los ojos para estudiar mejor a aquel hombre. ¿Acaso también sospechaba algo? ¿Era posible que sus adversarios conocieran todos sus planes, tan cuidadosamente concebidos? ¿O que Calum Songmaster hubiera cambiado de opinión? ¿Lo habría traicionado? Si Calum era capaz de traicionar a sus amigos del alma, ¿por qué no habría de traicionar a Harkon? Porque él también quería un nuevo cuerpo. Harkon había creído que la oferta de salvarlo garantizaría su lealtad, pero en el rostro de Konrad podía verse una profunda aversión. Y, sin embargo, le había salvado la vida. ¿Por qué le tenía antipatía?

– De veras, no fue nada.

– La modestia no te sienta bien, bardo.

Harkon no pudo evitar sonreír.

– No es un hábito natural en mí.

– ¿Cuánto tiempo hace que estás en Cortton?

El cambio de tema pilló a Harkon por sorpresa. Sonrió para disimular.

– No hace mucho, apenas un día.

– La posadera dice que estuviste aquí durante unas cuantas semanas, y que te marchaste cuando los muertos empezaron a deambular por las calles. Sabías lo que sucedía en el pueblo, y cuan peligroso podía ser. ¿Por qué regresaste?

– Soy bardo. Canto sobre grandes hazañas o grandes tragedias. Podría pasarme la vida cantando los romances de otros autores. Pero las mejores canciones, las que labran la reputación de uno, son las que escribe uno mismo.

– Así que regresaste por una canción-dijo Konrad.

– Sí.

– ¿Y por una canción vale la pena arriesgar la vida?

– Sí.

Konrad hizo un gesto de desdén con la cabeza.

– Vendes tu vida muy barata, Lukas. -Dicho esto, dio media vuelta y bajó repiqueteando la escalera.

Harkon lo siguió con la vista, pensativo. Había concebido su plan como algo grande: pensaba destruir todo lo que Konrad amaba antes de hacerse con su cuerpo. Ésa era una de las razones por las que había ideado la plaga de zombis. Pero tal vez debería limitarse a eliminar a aquel hombre y dejar que los demás se encargaran de arreglar el caos que había creado. No obstante, si Ambrose llegaba a intuir la verdadera naturaleza de Harkon, no podría dejarlo con vida.

Deberían morir todos ellos, como había planeado en un principio. Tal vez más rápido de lo previsto. No sería tan divertido, pero a veces era necesario dar preferencia a los negocios antes que al placer.

Загрузка...