Capítulo 22

Teresa yacía muy quieta bajo las mantas. Su espesa melena, negra como el azabache y tupida como el pelaje de un animal, se desplegaba sobre la almohada. Cuando dormía profundamente, su rostro parecía más dulce, menos duro; y aquél era un sueño muy profundo. Tenía el brazo izquierdo vendado fuertemente contra el pecho. La herida no había parado de sangrar, hasta el punto de que Jonathan empezó a temer por su vida.

Averil se encontraba gravemente herida. El médico había dicho incluso que tal vez no llegaría al día siguiente. Uno de los muertos la había mordido en la garganta.

El doctor le había dado a Teresa una infusión de hierbas para ayudarla a conciliar el sueño, para evitar que saliera en mitad de la noche en busca de los gemelos. Necesita descansar, había dicho el médico, y el tiempo haría el resto.

Jonathan estaba sentado a su lado, con una de las manos de Teresa entre las suyas. Ella le apretaba levemente las manos, incluso en medio de aquel sueño inducido por las drogas. La luz de la lámpara titilaba, bañándolo todo en oro. Las lágrimas se derramaron por fin en silenciosos hilos por las mejillas, de Jonathan. ¿Estarían muertos los gemelos? ¿Podrían sobrevivir durante toda la noche entre los muertos vivientes?

No. Jonathan era consciente de que la respuesta era negativa.

Inclinó la cabeza hacia la mano de Teresa. Había dicho que Elaine estaba corrupta, maldita, y seguía pensando que su talento para sanar era maligno, o como mínimo antinatural. Pero nadie sabía lo que habría dado por no haber discutido con ella, por no tener aquel último recuerdo amargo de Elaine.

La idea de que Elaine había muerto pensando que él la odiaba, tal vez odiándolo a su vez, le resultaba casi insoportable.

Teresa viviría, aunque el médico no podía prometer que recuperaría totalmente el brazo. Ella todavía no lo sabía, y él no se lo diría a menos que no le quedase más remedio. Era un cobarde.

Alguien llamó a la puerta con delicadeza. Jonathan decidió no abrir, fingiendo que también dormía. Pero volvieron a llamar. Jonathan suspiró.

– ¿Qué pasa? -dijo al fin.

La puerta se abrió despacio. Thordin apareció en mitad del umbral. Su mirada se dirigió al instante hacia la tez pálida de Teresa. Después miró a Jonathan.

– Está descansando.

Thordin tomó aire y espiró lentamente.

– Los vecinos están reunidos. El consejo quiere hablar con nosotros esta noche. -Entró en la habitación y cerró la puerta tras él. Apoyó la espalda en ella, con los brazos cruzados sobre el pecho-. No les dije que Blaine y Elaine eran algo más que ayudantes del exterminador de magos. No sabía si… querías que lo supieran.

Jonathan negó con la cabeza.

– No, nuestro duelo es algo íntimo. Blaine formaba parte de la hermandad. Era consciente del riesgo que corría. Pero Elaine… -Se quedó sin voz, y tuvo que girar la cabeza para que Thordin no viera sus lágrimas.

– No es culpa de nadie, Jonathan.

– ¿Ah, no? -respondió, mientras se volvía de nuevo hacia Thordin, con la mirada nublada por las lágrimas y la ira. El odio que sentía hacia sí mismo amenazaba con ahogarlo-. Si hubiera permitido que se quedara en casa con el mago, que aprendiera su magia en paz, todavía estaría viva.

– No sabemos con seguridad si están muertos, Jonathan.

– Elaine iba desarmada, Thordin.

– Blaine fue en su busca. Es un buen guerrero.

– Estaríamos todos muertos si Lukas no hubiera abierto la puerta. Nos salvó a todos.

– Puede que otra persona haya abierto la puerta a los gemelos.

– Thordin, es de noche, y los zombis vagan por las calles. Nadie arriesgará su vida por unos extraños.

– Vayamos a donde vayamos, siempre encontramos buenas personas, Jonathan -rebatió Thordin.

Jonathan negó con la cabeza.

– No, Thordin, no nos engañemos con falsas esperanzas. Debemos afrontar la realidad.

– Los estás enterrando antes de que estén muertos. Simplemente te has rendido -dijo Thordin-. Y no es propio de ti, rendirte sin luchar.

– Tal vez he aprendido que uno puede luchar con denuedo y constancia, y aun así tener una muerte indigna.

– Te refieres a Calum Songmaster -adivinó Thordin.

Jonathan asintió.

– Elaine preguntó si Silvanus podría curar a Calum. Nunca se me ocurrió pensar en ello. Pero a ella sí.

– Elaine tiene buen corazón -comentó Thordin.

Jonathan volvió a asentir. Se restregó la mano por la cara, esparciendo las lágrimas más que enjugándoselas.

– Has dicho algo acerca del consejo de la aldea.

– Quieren verte esta noche. Están muy asustados y quieren que el gran exterminador de magos los tranquilice.

– Desde que entramos en la aldea perdimos a cuatro de los nuestros en menos de una hora. ¿Todavía creen que puedo ayudarlos?

– Tienes una buena reputación, Jonathan. Creen en ti.

– No soy ningún talismán mágico que espanta los malos espíritus sólo por el mero hecho de existir -replicó Jonathan con voz ronca.

– Es probable que esperen algo así, una hazaña espectacular; pero esta noche bastará con que de tus labios salgan algunas palabras esperanzadoras, si te ves con fuerza para ello.

Jonathan lo miró. El mero hecho de que Thordin le pidiera algo semejante le parecía motivo suficiente de enojo; pero, al ver el rostro sincero de su amigo, su ira se esfumó.

Simplemente estaba cansado, tanto que lo único que deseaba era acurrucarse al lado de Teresa y dormir, dormir y abrazar a su esposa como si sólo con tocarla pudiera protegerla.

Acercó la mano de Teresa a sus labios y le besó los dedos con suavidad. Se puso en pie y volvió a colocar la mano bajo las mantas, que utilizó para arropar a Teresa, cubriéndola hasta la altura de la barbilla. Después de peinarla brevemente con los dedos, volvió su atención hacia Thordin.

– Vayamos a tranquilizar al consejo del pueblo -dijo.

Thordin sonrió.

– Este trabajo requiere mucho tacto.

Jonathan se limitó a asentir. Se volvió para mirar a Teresa cuando Thordin cerraba la puerta. Tenía un aspecto macilento a la luz de la lámpara. Había perdido mucha sangre, pero no tanta como Averil. Dirigió la mirada a la puerta que se encontraba al otro lado del pasillo.

Silvanus velaba a su hija. Si lograba sobrevivir al amanecer, tal vez se salvaría. Pero sólo si sobrevivía esa noche.

Les habían dicho que había una plaga de zombis, pero éstos se contaban por cientos, muchos más de los que podían haber muerto aquel invierno. La aldea de Cortton no tenía tantos habitantes. ¿De dónde habían salido tantos muertos? Ésa era una de las preguntas que pensaba plantear al consejo, que estaba compuesto por la posadera, el maestro cantor y el enterrador. La posadera, Belinna, era la mujer que había arrojado aceite sobre los zombis. Era alta y corpulenta, pero no gruesa: las personas gruesas solían caracterizarse por su indulgencia y suavidad. Era de constitución sólida o, como algunos dirían, de huesos anchos, y se recogía el pelo hacia atrás en una larga trenza. El muchacho que había llevado la antorcha era su hijo mayor. Ahora se encontraba de pie, a su lado. Era alto, esbelto, moreno, y sus ojos duros y observadores se reflejaban en los de Belinna.

El maestro cantor, Simón LeBec, había sido un bardo famoso en su juventud. Jonathan había tenido la oportunidad de escucharlo en una ocasión, tal vez hacía ya treinta años. Por aquel entonces hacía estragos entre las mujeres. Ahora sus cabellos eran canos, y tenía el rostro surcado de arrugas. Sólo sus ojos se conservaban igual que entonces: azules y penetrantes.

Jonathan no hizo el menor esfuerzo por recordarle a LeBec que se habían conocido hacía treinta años. En esa época no era famoso como exterminador de magos. Entonces no era más que Jonathan Ambrose, un aventurero vagabundo que había llegado a especializarse en eliminar magos. La ley no lo respaldaba, por lo que casi era un proscrito. Jonathan recordaba cuan seguro se sentía entonces respecto a sus objetivos. Era como si llevase un escudo indestructible. Sin albergar la menor duda.

Jonathan se puso en pie y escrutó sus semblantes angustiados; vio que su sola presencia parecía aligerar un tanto su tensión. Era indignante que tuvieran tanta confianza en él.

El enterrador, Marland Ashe, era un hombre alto y delgado. Su piel pálida como la leche y sus ojos azul violeta eran típicos de los nativos de aquella región de Kartakass. La combinación era asombrosa, encantadora, pero tenía las mejillas picadas de viruela debido a alguna enfermedad, lo cual confería a su piel la textura de la grava. Aquella tez deteriorada no hacía juego con aquellos ojos grandes y hermosos.

Los tres estaban sentados frente a una larga mesa en la habitación comunal de la posada. No había demasiados sirvientes. Jonathan y sus compañeros eran los únicos huéspedes. Los turistas no acudían a una aldea maldita. Si llegaban a ella por casualidad, se apresuraban a abandonarla antes de que cayera la noche. Y si, también por casualidad, llegaban a ella de noche… en ese caso, Jonathan ya sabía lo que les ocurría: morían.

– ¿Por qué habéis requerido mi presencia esta noche, consejeros?

Jonathan formuló la pregunta con suma educación. Se sorprendió a sí mismo por el tono tan calmo, casi agradable. Su voz era también una enorme mentira que encubría la enorme angustia que sentía en su cabeza y en su corazón.

– Necesitamos saber cuál es tu plan para ayudarnos -dijo LeBec.

La cara del maestro cantor parecía tranquila. Tenía entrelazadas las manos ante él, muy quietas. Demasiado quietas. El esfuerzo que estaba haciendo por aparentar calma se hacía patente en sus hombros, en los brazos, incluso en sus inmóviles manos.

Jonathan tuvo ganas de reírse en su cara. ¿Qué podían hacer ellos? Habían entrado a lomos de sus cabalgaduras en la aldea, y habían estado a punto de ser aniquilados. No habían sabido estar a la altura de lo que allí les esperaba.

– Vuestro mensajero nos dijo que un tercio de la población había muerto a causa de una enfermedad maligna. También nos dijo que los fallecidos habían resucitado y vagaban por las calles. No obstante, ahí afuera hay cientos de ellos. ¿De dónde han salido?

El maestro cantor miró al enterrador.

– El cementerio del pueblo ha quedado vacío -dijo éste-. Cortton era antaño una población mucho más grande, una pequeña ciudad. En el cementerio hay más muertos que habitantes tiene el pueblo.

– Si nos hubieran informado de que los zombis se contaban por cientos, no se nos habría ocurrido entrar en Cortton después del ocaso.

La posadera se revolvió en su silla.

– No lo consideramos relevante. ¿Acaso no solicitamos la ayuda del exterminador de magos, aquel que acabó con la plaga de alimañas de Deccan? Seguramente superaban en número a nuestros muertos.

– No deberíais creer todo lo que cantan los bardos -dijo Jonathan.

LeBec bajó la vista hacia la mesa, como si quisiera examinarse las manos. Levantó la cara para mirar a Jonathan y le sostuvo la mirada.

– Soy consciente de que algunos de mis colegas de profesión exageran, pero tampoco tanto. Realmente creíamos que estaríais a salvo si os dirigíais directamente a la posada.

– ¿De veras? ¿Entonces por qué no abristeis la puerta? Las mujeres que yacen convalecientes en el piso de arriba tal vez podrían haberse ahorrado sus heridas si la puerta se hubiera abierto antes.

Ninguno de los tres podía mirarlo a la cara. La cólera fluía a través de él como un torrente de lava que le quemara la piel. Abrió la boca para decir lo que pensaba de todos ellos, pero una voz lo interrumpió.

– Tenían miedo, exterminador de magos.

Jonathan se volvió y vio a Harkon Lukas apoyado contra la pared. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, y en sus labios se dibujaba una sonrisa burlona. Llevaba una túnica de color burdeos y pantalones con ribetes de terciopelo negro. El sombrero también de color burdeos lucía nada menos que tres plumas negras. El monóculo reflejaba la luz de la lámpara, emitiendo destellos intermitentes.

– Me siento ofendido por las afirmaciones difamatorias sobre mi profesión. Os aseguro que yo sólo canto la verdad.

– Salvaste nuestras vidas esta noche, y por ello te estoy agradecido.

Lukas se apartó de la pared, y avanzó hacia ellos dando grandes zancadas. Intentó restarle importancia a su gratitud.

– Me parecía estúpido dejar que el salvador de la ciudad muriera en la calle.

– Oíamos a los zombis al otro lado de la puerta -dijo Belinna-. Temíamos que la forzaran y nos mataran a todos. Todos los que han muerto desde el inicio de la plaga han resucitado para rondar por las noches. Me hubiera arriesgado a morir dignamente. -Al decir esto, rozó el brazo de su hijo-. Pero esa muerte vagabunda… -Negó con la cabeza-. Eso es distinto.

Jonathan no podía rebatir semejante argumento.

– Creía que sólo resucitaban los que morían a causa de la enfermedad.

La posadera negó con un gesto.

– Todos resucitan.

– Eso me parece extraño. Si la enfermedad es resultado de un hechizo, únicamente sus víctimas deberían volver a la vida.

– ¿Qué significado puede tener el hecho de que todos los muertos se conviertan en zombis? -preguntó LeBec.

– Quizá la enfermedad no tenga nada que ver con un hechizo o sólo en parte.

– No sé qué quieres decir -dijo LeBec.

Jonathan hizo un gesto con la cabeza, como si estuviera sopesando una idea. Pero no estaba seguro de poder explicarla. Era tan sólo una intuición, el atisbo de una idea que todavía no estaba preparada para ver la luz o, por lo menos, para ser expuesta ante un grupo de extraños demasiado alterados.

– Me gustaría tener más pruebas antes de confirmar mi hipótesis.

Aquella era una de sus tácticas dilatorias habituales. Los tres consejeros asintieron y murmuraron entre ellos, como si hubiera dicho algo muy inteligente.

– Por supuesto -dijo LeBec-, lo entendemos perfectamente. Hay que tener cuidado antes de hacer acusaciones relativas a la magia negra.

Jonathan no dijo nada. Había llegado a la conclusión de que una cara adusta y guardar silencio solía ser mucho mejor que las palabras. Sobre todo si uno no tenía nada más que decir.

– ¿Crees que ya tienes la solución para el problemilla de Cortton?

Harkon Lukas se plantó de pie ante Jonathan, con las manos en jarras sobre sus exiguas caderas. Era un hombre alto y de aspecto fuerte, pero había algo femenino en él; una gracilidad que estaba más cercana de los movimientos de un bailarín que de los de un bardo. En sus ojos oscuros había una chispa que delataba sus sospechas de que Jonathan se estuviera marcando un farol.

Jonathan estuvo a punto de sonreír, pero consiguió disimular, y en lugar de eso asintió con un gesto solemne.

– Tengo mis sospechas.

– ¿Te importaría compartirlas con nosotros?

Jonathan negó con la cabeza en silencio. No consiguió ocultar por más tiempo su sonrisa, pero sólo Harkon Lukas la vio. El bardo ladeó la cabeza mientras clavaba la vista en Jonathan. Este no pudo leer la expresión que pasó fugaz por su rostro.

– Recuérdame que nunca juegue contigo a las cartas, exterminador de magos. Conoces demasiado bien la proverbial «cara de póquer».

– No tengo demasiado tiempo para juegos de cartas.

– Lástima. Jugar es muy entretenido.

– ¿Realmente lo crees así? -preguntó Jonathan. Su mente se desvió hacia Teresa y los muchachos desaparecidos-. Los juegos me parecen una lamentable pérdida de nuestro precioso tiempo.

– Ah, sí. Ahí afuera todavía se encuentran algunos de los tuyos. El tiempo tiene suma importancia para ellos. ¿Cuántas horas faltan hasta el amanecer? ¿Conseguirán sobrevivir todo ese tiempo en las calles?

Jonathan le dio la espalda. No podía soportar el rostro burlón del bardo. No creía que aquel hombre fuera cruel a propósito, pero el resultado venía a ser el mismo.

– Harkon -dijo LeBec-, eso es muy desconsiderado de tu parte.

Su semblante se descompuso con un gran pesar, y se llevó la mano al corazón con gran dramatismo.

– Oh, cuánto lo siento. No sólo soy desconsiderado, sino además cruel. Ya estoy pensando en la canción que escribiré cuando ambos hayan regresado sanos y salvos, tras haber sobrevivido toda una noche huyendo de una horda de zombis. -Dicho esto, sonrió-. Después de atravesar el umbral de esa puerta, compartirán conmigo sus hazañas.

Jonathan examinó el rostro del bardo. Era incapaz de determinar si le estaba tomando el pelo o si aquel hombre simplemente tenía un peculiar sentido del humor. ¿Acaso estaba intentando consolar a Jonathan con aquellos cuentos infantiles? Los gemelos no iban a pasar por esa puerta, ni por ninguna otra, por lo menos no con vida.

– Estoy seguro de que si regresan estarán encantados de obsequiarte con el relato de esta noche.

– Sobre todo Blaine -dijo Thordin, quien lo había presenciado todo en silencio apoyado en la pared opuesta, y ahora avanzaba hacia el centro de la estancia para situarse al lado de Jonathan-. A Blaine le encanta fanfarronear.

Jonathan asintió.

– En efecto, así es.

– Entonces le daré la oportunidad de jactarse de sus proezas ante un bardo, algo que todos los habitantes de Kartakass desean.

– ¿De veras? -Preguntó Jonathan-. Yo no. Sigo sosteniendo mi afirmación anterior. Los bardos recogen los hechos pero casi nunca los exponen tal como sucedieron. He escuchado narraciones de mis propias hazañas donde lo único que había permanecido inalterado era mi nombre.

– Simón, creo que nos está llamando embusteros -dijo Harkon Lukas mientras miraba fijamente a Jonathan, y daba dos grandes zancadas hacia él hasta casi rozarlo. Con sus ojos oscuros recorrió las facciones de la cara de Jonathan, como si quisiera memorizar cada una de sus arrugas.

– Basta, Harkon. Deja a nuestros huéspedes en paz. Ya tienen suficientes motivos de preocupación.

– Y con razón -dijo Harkon a pocos centímetros de distancia de la cara de Jonathan-. Voy a escribir una canción sobre los muertos de Cortton, exterminador de magos. Los zombis de Cortton no sólo son asesinos; además, están hambrientos.

Jonathan no pudo responder. Esta vez fue Thordin quien preguntó:

– ¿Qué quieres decir, bardo?

Harkon Lukas no desvió la mirada; seguía mirando fijamente a Jonathan a los ojos.

– Los muertos se dan un festín con los vivos. Es así como acaban con la vida de sus víctimas, con uñas y dientes.

Thordin empujó a Lukas hacia atrás. El bardo tropezó, pero consiguió mantener el equilibrio.

– Una de dos: o eres un necio o estás intentando provocarnos -dijo Thordin-. En caso de que se trate de esto último, el frío acero puede ayudarnos a saldar cuentas. Podemos combatir aquí mismo; la habitación es lo bastante grande.

El bardo profirió una carcajada que sonó como un ladrido.

– ¿Un duelo? ¿Me estás retando?

– Sí, a menos que admitas que eres un necio de lengua viperina.

Jonathan sabía que tenía que detener aquello, pero no pudo. Había visto la herida producida por un mordisco en el cuello de Averil y en el brazo de Teresa. Sólo pensar que algo semejante podía sucederles a Elaine y a Blaine, que fueran despedazados a trozos, miembro por miembro, bocado a bocado, entre gritos y sangre… La imagen era demasiado terrible y roja, peor que cualquier otro posible fruto de su imaginación.

Harkon Lukas volvió a reír.

– Soy un necio, señor guerrero, un necio de lengua viperina. Mucho me temo que se trata de un riesgo inherente a nuestra profesión.

Sus carcajadas retumbaron con eco en las paredes de piedra, alzándose hasta llegar al alto techo de vigas. Jonathan reprimió el impulso de golpearlo para sofocar su risa. Su mente estaba ahora anegada en atrocidades que aquel bardo le había metido en la cabeza. No debería reírse.

– Si no eres capaz de contener tu lengua de forma civilizada, es mejor que te alejes de nosotros -replicó Jonathan.

La risa se fue apagando hasta desaparecer. El semblante de Lukas volvía a tener aquella expresión extraña y misteriosa.

– Mis más sinceras disculpas -dijo mientras hacía una profunda y exagerada reverencia con las plumas de su sombrero deslizándose por el suelo, la misma con la que los había invitado a pasar por la puerta.

Jonathan se quedó mirando al bardo mientras éste hacía despliegue de su teatral disculpa, sin creer una sola palabra. Había querido provocarlos a propósito. Todavía no sabía a ciencia cierta el porqué, pero sabía que estaba en lo cierto. Independientemente de los posibles motivos, Jonathan había empezado a odiar a Harkon Lukas. Una cosa era pensar que los gemelos habían muerto, y otra muy distinta imaginarse que habían sido devorados vivos. Aquella idea hizo de las horas que quedaban hasta el amanecer una agonía cada vez más intensa. Y de ello debía dar gracias a Harkon Lukas. Se prometió a sí mismo que buscaría la forma de que el bardo obtuviera el castigo que se merecía. Aunque no estuviera dentro de las competencias de un exterminador de magos arruinar la vida de un bardo, Jonathan lo intentaría por todos los medios.

Era un hombre mezquino. Jonathan abrazó la idea de la venganza como una oración. Torturaría a Harkon Lukas por el martirio que éste le estaba haciendo pasar en aquellas horas. Era un pobre consuelo, pero el exterminador de magos necesitaba de todo aquello que pudiera mínimamente reconfortarlo en aquella noche eterna.

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