La taberna La Cabra de Hierro se hallaba abarrotada. El nuevo bardo estaba haciendo florecer el negocio. Kelric era un hombre de mediana estatura, anchas espaldas y una estrecha cintura. Él había aprendido a tocar la guitarra, el arpa y el clavicémbalo con unas manos de mayor tamaño de las que tenía ahora, pero aquellos largos y finos dedos habían demostrado su ligereza gracias a la práctica en el arte, no precisamente musical, sino en el del hurto. Había aprovechado aquella agilidad para reeducar sus dedos y volver a hacer música, en lugar de seguir desplumando por la espalda a pobres desprevenidos. Kelric el Carterista había pasado a llamarse Kelric Dulcevoz en cuestión de unos cuantos meses.
Echaba de menos su fama como Calum Songmaster, pero a la tierna edad de veinte años todavía tenía mucho tiempo por delante para labrarse de nuevo una buena reputación. Kelric contaba además con un timbre de voz más agudo y más limpio, que a Calum le agradaba considerablemente. Sólo era cuestión de elegir nuevas canciones más apropiadas para su nueva voz; un comienzo en todos los sentidos de la palabra.
Harkon Lukas había llevado al joven Kelric hasta el lecho de muerte de Calum y había colocado el amuleto alrededor del cuello del joven. Unas cuantas palabras, y el intercambio había quedado concluido. Calum no recordaba haber sentido nada. Un momento antes se encontraba postrado en la cama, sufriendo atroces dolores, y de pronto estaba allí, de pie, observando a un anciano arrugado y consumido.
Había pasado tanto tiempo desde la última vez que había visto su reflejo en un espejo que la visión de su propio cuerpo lo impactó sobremanera. La piel era como de pergamino, arrugada, y colgaba de los huesos formando pliegues. La piel del cráneo había resbalado hacia la frente como si se tratara de cera a medio derretir. Únicamente los ojos le resultaban familiares. Eso era lo único que quedaba del recuerdo que tenía de sí mismo: los ojos. Calum Songmaster había muerto hacía mucho tiempo. Sólo que no se había dado cuenta.
Aquellos ojos lo miraban ahora, parpadeando asombrados, con la boca abierta en un grito mudo. Kelric se había ofrecido voluntario, eso era cierto, pero al parecer no había comprendido el alcance de todo aquello. Nadie podía explicar el dolor con palabras. Siguió gritando sin pronunciar palabra. La lengua se agitaba en la boca desdentada, los labios tan finos que parecía que no hubiera nada más aparte de la muda abertura.
– ¡No puedo! ¡No puedo! -Gritó por fin-. ¡Sacadme de aquí, oh dioses, sacadme de este cuerpo!
– ¿Qué opinas, Calum? ¿Deberíamos volver a cambiar los cuerpos?
Harkon tocó los nuevos y fuertes hombros, palpando los jóvenes músculos con los largos dedos.
Calum observó el cuerpo agonizante. Vio los ojos llenos de pánico y de dolor. Sus ojos. Pero ya no serían sus ojos si ahora simplemente se negaba.
Los labios de Harkon se curvaron en una lenta y amplia sonrisa, como si se tratase de una serpiente que acabase de satisfacer su estómago. Se acercó al lecho con andares sinuosos, casi como si estuviera bailando. Estaba disfrutando con todo aquello.
– Te liberaré de este dolor, Kelric, y de esta horrible carga. -Se arrodilló al lado de la cama-. Vamos, Calum, busca un lugar desde el que tengas contacto visual. Es muy importante.
Calum quería negarse, pero algo en el rostro de Harkon se lo impidió. Cambió de posición hasta que pudo ver su viejo cuerpo, que lo miraba con los ojos de un extraño.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que no era sólo la edad y la enfermedad lo que hacían que su propia cara le pareciera extraña. La expresión facial también le resultaba desconocida: era la personalidad de Kelric la que asomaba a su rostro.
Harkon se arrodilló y rozó con suavidad el rostro ajado. Sonrió con ternura, como si se dispusiera a arropar al anciano para pasar la noche. Calum casi esperaba que Harkon pidiera al hombre que cerrara los ojos, pero en lugar de eso extrajo lentamente una daga de la vaina que pendía de su cinto, haciendo alarde de ello.
El hombre lo miró con ojos como platos.
– ¡No! Me prometiste…
Calum se preguntó qué era lo que Harkon podía haberle prometido a Kelric a cambio de aquello.
– ¡No, por favor! -El anciano miró a Calum, es decir, a su propio cuerpo, de pie ante él. Alzó una mano salpicada por las manchas propias de la edad, en un gesto implorante-. ¡Ayúdame!
Harkon se encontraba recostado al lado del anciano. Pasó la hoja de la daga sobre las sábanas, por encima del frágil pecho.
– No has caído en la cuenta de algo muy importante, querido Kelric: Calum desea quedarse con tu cuerpo, y no tiene la menor intención de devolvértelo.
Kelric abrió los pálidos ojos aún más, con la certeza de la traición haciéndose patente en su rostro. Abrió la boca, y Calum se puso tenso en espera de las acusaciones y las recriminaciones. Pero la daga siguió avanzando hasta llegar a la suave piel del cuello. La boca quedó abierta, los ojos como platos.
– Acaba ya con esto -dijo Calum con una voz juvenil, la voz de Kelric.
– ¿Y qué explicación encontrarán ante el hecho de que aparezca degollado?
Harkon tomó una almohada de las que sostenían la cabeza del anciano. El hombre profirió un grito de asombro, y acto seguido Lukas le tapó la cara con la almohada. Envainó de nuevo la daga con una mano, para luego seguir apretando el cojín con las dos palmas. Unos dedos delgados y huesudos lo golpearon, mientras tiraban con fuerza de las mangas de Harkon.
Lukas siguió apretando con fuerza la almohada todavía largo rato, incluso después de que aquellas manos dejaron de moverse. Miró fijamente los nuevos ojos de Calum, mientras esbozaba una breve sonrisa.
Aquella sonrisa todavía acosaba a Calum en sus pesadillas.
Pero habían llegado rumores de que Harkon Lukas había muerto en un incendio en Cortton. La suya había sido una muerte heroica, que le había sobrevenido mientras intentaba salvar a aquella población.
Kelric Dulcevoz abandonó el pequeño escenario de la taberna La Cabra de Hierro haciendo una leve reverencia. El tabernero, que era también el propietario, le dio unas palmaditas en la espalda.
– Nunca mi taberna ha estado tan concurrida. Me gustaría que firmases un contrato conmigo.
Calum sonrió, pero negó con la cabeza.
– Me gustaría seguir siendo libre para viajar a donde me plazca, pero agradezco tu oferta.
Un segundo par de manos le golpeó suavemente la espalda. Calum se volvió para encontrarse a Konrad Burn de pie ante él. Se disponía a saludarlo tal como Calum hubiera hecho, pero consiguió reprimirse a tiempo. Ahora eran dos perfectos desconocidos. Ésa era una de las razones que lo habían obligado a alejarse de sus antiguos dominios: el hecho de que allí conociera a todo el mundo. Konrad era el primer rostro conocido que veía perteneciente a su vida anterior.
– Me recuerdas a un viejo amigo, un famoso bardo llamado Calum Songmaster. ¿Acaso tuviste la oportunidad de escucharlo alguna vez?
Calum casi se atragantó con su bebida. Consiguió negar con la cabeza, por miedo a que lo traicionara la voz.
– Permíteme que te invite a un trago -dijo Konrad-. Me gustaría que cantaras la Balada de Omartrag. Era una de las favoritas de Calum.
Por fin recuperó la voz.
– No la conozco, amigo.
La sonrisa se desvaneció del rostro de Konrad, pero en seguida recuperó su inusual buen humor.
Calum no pudo contenerse al fin, y preguntó:
– Pareces estar de un excelente humor, forastero. ¿Tienes algún motivo en especial?
– Acabo de prometerme en matrimonio.
Calum luchó con todas las artes de dominio de la voz que había aprendido para evitar que su impresión se trasluciera.
– ¿Con quién?
– No creo que la conozcas.
– Dime su nombre y tal vez pueda escribir una canción para ella.
Konrad rió; podía volver a reír de veras.
– Elaine Clairn. Puede que no sea un nombre excesivamente poético, pero es la muchacha más hermosa del mundo.
– Un hombre prometido debe pensar que su futura mujer es la más encantadora del mundo -observó Calum.
Quería abrazar a Konrad, decirle cuan sinceramente se alegraba de que hubiera vuelto a encontrar el amor. Y que el objeto de éste fuera Elaine… A Calum le hubiera gustado poder felicitarla también en persona. Pero no podía. Nunca se arriesgaría a volver a verlos.
Konrad lo invitó a una copa aunque no conociera la balada. Calum seguía mirando de soslayo a aquel nuevo y sonriente Konrad. El cambio era considerable.
Calum deseaba expresar su satisfacción por la muerte de Harkon y por el hecho de que Konrad hubiera sobrevivido para poder por fin recuperar la felicidad. Pero cantó otros temas para los clientes, y después de unas cuantas horas lo único que deseaba era escapar de aquel ambiente opresivo de la taberna. Salió afuera en aquella noche de primavera, casi estival, dejando a Konrad en medio de aquella multitud dicharachera y llena de vida.
Calum se encontraba de pie en el pequeño patio adoquinado, aspirando el aroma cada vez más intenso de los prados que circundaban la población, cuando un ruido lo hizo volverse.
Era Konrad, que avanzaba hacia él mientras contemplaba las murallas de la ciudad al pasar. Aquello le recordó tanto a los viejos tiempos que Calum evitó preguntar nada; no quería romper el silencio, para poder seguir siendo dos perfectos desconocidos.
– ¿Realmente creíste que había muerto en Cortton? -La voz era la de Konrad; las palabras no.
Calum miró el rostro de Konrad, pero la sonrisa que se dibujaba en sus labios…
– ¡Harkon!
… se hizo ahora más amplia.
– A tu servicio.
Al decir eso, Harkon hizo una profunda reverencia casi hasta el suelo, que resultaba extraña sin su sombrero de plumas.
Calum tragó saliva y sintió en la garganta los latidos del corazón, que repentinamente había empezado a palpitar con fuerza.
– ¿De veras estás prometido con Elaine?
– Por desgracia no. Aunque parezca extraño, Konrad se ha distanciado considerablemente de nuestra joven señorita Clairn.
En su estómago se liberó parte de la tensión. Como mínimo no había arruinado también la vida de Elaine.
– ¿Has disfrutado de tus viajes más allá de Kartakass?
Las atractivas facciones de Konrad se vieron ensombrecidas por el ceño fruncido.
– Tampoco. Esperé en las fronteras de Kartakass durante días, pero no pude atravesarlas. En seguida descubrí que el cuerpo de Konrad era tan sólo otra de las formas que puedo adoptar. En un par de días Harkon Lukas saldrá de nuevo a la luz para volver a ocupar su lugar entre los bardos de Kartakass. Espero que estés disfrutando de tu nuevo cuerpo más que yo.
– Bueno, sí. Kelric no es tan fuerte, pero tengo veinte años para practicar el arte de la esgrima. La práctica hace al maestro, bueno, ya sabes a qué me refiero.
– Sí, lo sé -respondió Harkon mientras se balanceaba sobre los talones hacia adelante y hacia atrás, con ambas manos entrelazadas a la espalda, todo él afabilidad-. Me alegro de que estés satisfecho con tu cuerpo. Pareces muy complacido con esta nueva etapa de tu vida.
– Lo estoy, en efecto.
– Bien, muy bien.
Permanecieron en silencio todavía unos instantes, pero éste dejó de resultar agradable. Calum quería regresar a la taberna y sentirse rodeado por la música, las risas, la vida. Seguir ahí afuera, en la oscuridad, en compañía de la criatura conocida como Harkon Lukas, no era precisamente lo que más deseaba hacer en ese momento.
– Voy adentro. Los clientes esperan otra actuación.
Harkon se volvió hacia él con una sonrisa. La mano fue tan rápida que Calum no tuvo tiempo de reaccionar. La daga se hundió justo por debajo de las costillas, pero Harkon no remató la estocada hacia el corazón. Calum quedó petrificado por el dolor, jadeando.
– Yo no puedo conseguir lo que más desea mi corazón, así que tú tampoco.
La sonrisa se hizo más amplia en sus labios. Era la misma que se había dibujado en su rostro mientras asfixiaba a Kelric; la misma que había asediado a Calum en sus pesadillas, hasta que le llegó la noticia de que Harkon había muerto.
Calum se desplomó sobre las rodillas. Harkon lo acompañó, sosteniendo todavía la daga.
– Adiós, Calum Songmaster -dijo Harkon mientras retorcía la hoja hacia arriba en un último movimiento, y su sonrisa burlona acompañaba a Calum hacia las tinieblas.