Capítulo 19

El ocaso teñía de púrpura el cielo. Las amenazadoras nubes de nieve que habían estado acechando durante todo el día empezaron a dejar caer su carga en forma de enormes y esponjosos copos, como si se tratase del plumaje de un ganso gigantesco. La aldea de Cortton se hallaba en un pequeño valle. Aquí y allá podía verse luz en las ventanas. El humo de las chimeneas se abría paso a través de la luz crepuscular para mezclarse con las nubes violáceas.

Jonathan intentó de nuevo explicar a Silvanus y a los demás lo que les esperaba ahí abajo. Compartía su caballo con el elfo, montado en su grupa, y cuando se volvió se encontró con los desconcertantes ojos del elfo a pocos centímetros de los suyos.

– Hay una epidemia en aquella aldea, al fondo del valle. Puede que alarguéis vuestras vidas si seguís hasta el próximo pueblo. En un día de camino estaréis en Tekla.

– Si en verdad hay una epidemia, ¿qué mejor lugar para un sanador? -dijo Silvanus, señalando con el brazo amputado, que ya había crecido hasta la mitad de su longitud normal.

– No puedo negar que un verdadero sanador sería de gran utilidad, pero quiero que comprendas el alcance de aquello a lo que deberemos enfrentarnos.

– Aprecio tu preocupación, Jonathan, pero ya hemos tenido que hacer frente al mal con anterioridad, también en forma de muertos vivientes, y hemos vivido para contarlo.

Jonathan miró fijamente aquel rostro peculiar e intentó leer su expresión. Silvanus parecía estar muy seguro de sí mismo. El exterminador de magos recordaba haberse sentido seguro, reafirmado en sus propias convicciones; pero eso era antes.

Miró hacia atrás, buscando a Elaine con los ojos. Su melena rubia brillaba bajo la luz del ocaso. Montaba detrás de Blaine, puesto que había cedido generosamente su caballo al corpulento hombre con bigote. Sus cabellos irradiaban luz, en contraste con la capucha blanca de Blaine. De pronto se volvió hacia Jonathan, como si hubiera sentido sus ojos sobre ella.

Jonathan apartó la vista antes de que sus miradas se encontraran. No quería que volviera a infiltrarse en su mente. La mera idea lo hizo estremecerse como si una alimaña se hubiera deslizado en sus zapatos en la oscuridad. No tenía derecho a invadir su intimidad de aquel modo. Era algo maléfico. Y, sin embargo, quería arreglar las cosas entre ellos, aunque no sabía cómo.

A no ser que su magia desapareciera de la noche a la mañana, Jonathan no estaba seguro de poder arreglar las cosas entre ellos. No había previsto que Blaine se pondría de su lado, aunque era de esperar. Había estado ciego al no darse cuenta. Pero ¿Thordin? Aquello sí había sido una sorpresa. Formaban un estupendo equipo en su servicio a la hermandad, mejor que cualquier otro grupo, y entre sus éxitos contaban con el mayor número de monstruos eliminados, magos procesados y charlatanes desenmascarados. El hecho de que la magia de Elaine los hubiera dividido era una prueba más que suficiente de que sus poderes mágicos eran una influencia maligna.

Observó las luces en el valle. Conseguir que los muertos de Cortton descansaran definitivamente sería su última misión conjunta. Él era el cabeza de familia, el líder de todos aquellos que acataban las órdenes de la hermandad en su casa. Entonces, ¿por qué no podía encontrar una salida para ese dilema moral? Era como estar viendo un carro que se precipitara a toda velocidad por un camino estrecho: sabía que volcaría y se despeñaría contra las rocas más abajo, pero era incapaz de detenerlo; o, por lo menos, no bastaba con desearlo o con gritar. Era un accidente que debía presenciar, y no podía hacer nada para impedirlo.

Aunque no viera salida para sus propios problemas, aún podía ayudar a aquella aldea. Jonathan hubiera preferido tener que hacer frente a una docena de zombis que a los conflictos familiares. Quizá aún tenía la posibilidad de vencer en ambos casos.

– ¿Sigues preocupado por la muchacha? -preguntó Silvanus.

Jonathan quería decir que no, pero en lugar de eso se limitó a asentir con la cabeza.

– Averil con frecuencia es obstinada. Nos peleamos, pero siempre lo arreglamos. Son nuestros hijos, por mucho que nos enfademos con ellos.

– Ésta no es una discusión motivada por la elección de un pretendiente inadecuado -respondió Jonathan-. Invadió mi mente sin permiso. Me demostró que podía abusar de su poder.

– Pero Elaine sólo tiene… ¿dieciocho años en vuestra medición del tiempo? Es joven. En cambio tú cuentas con la paciencia y la sabiduría que otorgan los años. Te corresponde a ti solucionar este conflicto, no a ella.

– ¿Es así como actúas con Averil?

– Sí -dijo con voz cansada, como si fuera más fácil dar aquel buen consejo que ponerlo en práctica.

Jonathan volvió la vista atrás y sorprendió a Elaine observándolo. Le sostuvo la mirada un momento y después apartó la vista. ¿Acaso sus ojos lo buscaban como los de él a ella? ¿Ansiaba también resolver aquella disputa? En ese caso, ¿por qué había hecho aquello? Él podría haber pasado por alto muchas cosas, pero no aquella invasión abierta. Y ella debía saberlo. Era como si lo hubiera hecho deliberadamente.

– No puedo arreglarlo -dijo Jonathan por último.

– No quieres arreglarlo -puntualizó el elfo.

Jonathan asintió.

– No quiero. -Dicho esto, espoleó el caballo hacia adelante, por el camino que empezaba a descender sinuosamente.

– El orgullo es un mal consejero, amigo mío.

– No tiene nada que ver con el orgullo.

La voz del elfo sonó muy cerca de su oído, como si se tratara de su propia conciencia.

– Entonces, si no es orgullo, ¿de qué se trata?

Lo que Jonathan sentía era miedo, pero no sabía cómo explicárselo al elfo. La mujer de Silvanus, ya fallecida, había sido una bruja, una maga humana. Dedujo que si el elfo había podido amar a una maga, si había podido compartir el lecho con ella y tener un hijo, no sería capaz de comprender su miedo.

– Jonathan, te lo ruego, has sido muy amable con nosotros. Estoy dispuesto a escucharte con la mente abierta. Puedes utilizar mis oídos para exponer tus ideas, hasta que encuentres la manera de acercarte a Elaine.

Su propuesta sonaba muy razonable. Pero él no se sentía en absoluto así. ¿Cómo podía explicar su miedo a alguien que no lo compartía en absoluto?

El sol murió con un resplandor de sangre dorada entre las nubes púrpura. La luz se escabullía mientras descendían por la colina. Konrad iba en cabeza, y cada vez resultaba más difícil distinguir su silueta, que se confundía con la oscuridad en aumento. Konrad era el único, aparte del paladín, que no llevaba a nadie a la grupa. El paladín era simplemente demasiado corpulento. Konrad ni siquiera se había ofrecido.

– Mis padres fueron asesinados por la magia -dijo finalmente Jonathan.

– Al igual que mi esposa -comentó Silvanus.

Jonathan hizo un movimiento brusco de cabeza. ¿Cómo podía explicárselo?

– No sólo los asesinaron. Los humillaron y los torturaron.

– Cuéntame, amigo mío.

Pero no deseaba hacerlo. Era un dolor demasiado íntimo. Incluso después de casi cuarenta años, la herida seguía en carne viva. Su madre era gitana, como Teresa. Tal vez fuera ésa la razón por la que su pelo oscuro y voz grave lo habían seducido desde el primer momento. ¿Acaso no pasamos la vida intentando recuperar un pasado más feliz? Claro está que, si eso hubiera sido lo único que Jonathan deseaba, no se habría unido a la hermandad. Tampoco se habría convertido en exterminador de magos. Se habría llevado a Teresa consigo a un lugar tranquilo y se habría apartado de todo aquello. Pero no lo había hecho, tal vez porque pensaba que el mal, tarde o temprano, daría con él. Aquellos que no perseguían el mal para acabar con él se veían perseguidos por alguno de sus representantes. Mejor enfrentarse al mal, darle caza, en lugar de verse sorprendido por él.

Tenía diez años cuando el mago entró a lomos de su caballo en el patio de la granja. Su padre criaba ovejas. Su madre, de manos delicadas y dotadas de una sonora voz de contralto, era una cantante consumada. Si hubiera decidido viajar, podría haberse convertido en una maestra cantora, pero no era ambiciosa. Era una característica típica de los gitanos: muchos contaban con un gran talento, pero no les importaba demasiado que éste quedara desaprovechado. La felicidad era más importante.

Tenían una pequeña posada en la que podían alojarse los viajeros para descansar. Su madre amenizaba las noches cantando. Su padre pasaba casi todo el día fuera, pastoreando con las ovejas, pero al caer la noche todas ellas debían estar en la granja, pues los lobos podían aniquilar un rebaño entero en una sola noche.

El mago era un hombre alto y enjuto, tanto que daba lástima, como si no comiera lo suficiente, pero Jonathan recordaba haberlo visto comiendo grandes cantidades de comida de la que preparaba su madre. Nunca engordaba, y eso fascinaba a Jonathan y a su hermano pequeño, Gamail.

El mago, Timón, se quedó en la posada una semana. Los niños ni siquiera se habían percatado de que era un mago hasta el día en que una mujer entró en el patio. Ésta era diminuta y delicada, con una cascada de pelo oscuro del color de las hojas, en otoño. Iba en busca de un viejo enemigo, Timón, al que deseaba retar a duelo.

La madre de Jonathan intentó impedirlo interponiéndose entre ambos.

La bruja de cabellera pelirroja alzó las manos hacia el cielo.

– Apártate de mi camino, mujer. Mi contienda es con él.

– Ésta es mi casa. Si deseáis celebrar un duelo, hacedlo en otra parte. Eso es todo lo que pido.

– Si Timón me acompaña, considero vuestra petición aceptable.

El hombre alto y flaco se limitó a negar con la cabeza.

– Si debo ser ejecutado, no me iré por voluntad propia.

– Por favor, Timón -dijo la madre de Jonathan-, abandonad la granja.

Él volvió a negarse.

– Estoy a punto de morir, y tú te quejas por tu casa. Una casa siempre puede ser reconstruida.

– Timón, señora, os lo ruego.

Timón arrugó el ceño.

– Déjanos solos, mujer. -Dijo esto haciendo un gesto rotundo con una mano.

La madre de Jonathan cayó al suelo. Jonathan y Gamail corrieron hacia ella.

– ¡No, quedaos ahí! -gritó ella con su maravillosa y sonora voz.

Sus gritos llegaron hasta la casa. Huéspedes y sirvientes se asomaron a las ventanas y a la puerta, mientras la cocinera se precipitaba afuera y tomaba a ambos niños de las manos para arrastrarlos después hacia el interior de la casa.

Nadie ayudó a su madre. Nadie.

La madre intentó alejarse arrastrándose sobre el barro con las rodillas y las manos, pero la bruja pelirroja la señaló con un dedo. Un rayo de abrasadora luz verde rugió al salir de ella, para envolver a la madre de Jonathan. Ésta profirió un grito. Pudieron verla a través de la luz verde como a través de un cristal de color. Su cuerpo empezó a derretirse, cada vez más pequeño, de un tamaño casi imposible. Sus ropas formaron un charco vacío en el suelo allí donde la luz se desvaneció.

Jonathan intentó correr hacia ella, ayudarla, pero la cocinera lo asió por la muñeca como si su vida dependiera de ello, clavándole las uñas en la piel, hasta el punto de que éstas le dejaron una marca indeleble de por vida.

Timón avanzó hacia ella con suma cautela, sin perder de vista a la bruja pelirroja, y golpeó las vestiduras con el pie. Algo de pequeño tamaño se movió bajo ellas. Algo demasiado pequeño.

Timón se agachó y alzó la tela. Bajo ella había un gato acurrucado en el suelo. El gato bufó, erizado, y lo arañó. El mago dio un salto hacia atrás y cayó al suelo. El gato corrió hacia la casa, y entró como una flecha en ella.

Jonathan no se dio cuenta de que el gato era su madre. En su mente no cabía semejante absurdo, desde luego no a la edad de diez años.

La bruja pelirroja profirió una carcajada, señalando al mago derribado en el suelo. Esta vez no se produjo ninguna explosión de llamaradas de luz. Jonathan no pudo ver nada, pero Timón empezó a gritar. El aire se movió; una especie de nada parecía envolverlo. Aquella «nada» ejercía presión sobre él, cada vez con más fuerza, hasta que sus alaridos se extinguieron por falta de aire. Sin aire, se acabaron los lamentos. El mago reventó salpicándolo todo de fluidos rojos y en tonos más oscuros. El cuerpo se desplomó en el suelo.

– Timón se distraía fácilmente -comentó la bruja. A continuación, montó en su caballo y se alejó.

Jonathan habría querido salir corriendo tras ella y gritar. Aunque no tenía ni idea de qué hubiera podido gritarle.

Su padre volvió por la noche. Emprendió una especie de búsqueda, con la intención de encontrar a un mago que pudiera hacer regresar a su esposa, devolverla a su estado anterior, pero todo fue en vano. Nadie contaba con semejantes poderes, así que, en última instancia, el padre de Jonathan decidió salir en busca de la bruja pelirroja. Así lo hizo y, cuando la encontró, ésta lo asesinó. La madre de Jonathan fue atropellada por un carro, como un gato cualquiera.

Siete años más tarde, Jonathan Ambrose acabaría por primera vez con la vida de un mago.

El elfo había permanecido en absoluto silencio tras él. Silvanus no insistió en que compartiera aquellas confidencias con él. Era raro encontrar a alguien que respetase los silencios, pero todos los elfos que Jonathan había conocido anteriormente, aunque no eran demasiados, parecían más que capaces de reservarse su opinión. Quizá se trataba de una característica típica de los elfos, la capacidad para comprender los silencios. Muy pocos humanos podían entenderlos.

Teresa conocía su pasado, y eso bastaba.

Cortton estaba sumergido en la oscuridad. En las ventanas de la segunda planta de las casas había lámparas encendidas; en las plantas bajas también salía luz por las rendijas de las contraventanas. Jonathan nunca había visto semejante despilfarro de aceite. Parecía que creyeran que la luz por sí sola podía protegerlos. Una actitud infantil. Pero resultaba difícil renunciar a ese amor por la luz, a la esperanza de que la luz por sí misma hiciera desaparecer a los monstruos.

La calle principal era lo suficientemente ancha para permitir el paso de un carruaje. Habían apartado la nieve, amontonándola a ambos lados en montículos de la altura de un hombre junto a las puertas. La tierra helada era dura como una roca bajo los cascos de los caballos.

Podrían haber cabalgado en columnas de dos en dos, pero Konrad no esperó a los demás, sino que abría la marcha, avanzando por la calle en penumbras sin mirar atrás, ni siquiera para comprobar si alguien lo seguía. Jonathan se preguntó si Konrad llegaría a darse cuenta de su ausencia en caso de que todo el grupo se detuviera y lo dejara solo. Desde la muerte de Beatrice había seguido avanzando a solas. Seguía cumpliendo con su trabajo, así que Jonathan no podía quejarse, pero su carácter parecía haberse agriado.

Jonathan dudaba que él hubiese salido tan bien parado como aquel joven, de haber sido Teresa la asesinada.

Al llegar a una intersección con una calle más estrecha, Konrad tiró con fuerza de las riendas de su caballo. Jonathan percibió cierta tensión en su gesto, por lo que espoleó a su propio caballo hacia adelante.

– ¿Qué sucede? -preguntó Silvanus.

– No estoy seguro -dijo Jonathan.

Llegaron a la altura de Konrad, que tenía la vista fija a su derecha. Parecía como hipnotizado por algo que había en aquel estrecho callejón, cuya oscuridad se hacía más densa por los alerones de las casas que lo flanqueaban.

– ¿Qué has visto, Konrad? -preguntó Jonathan.

– No estoy seguro. He visto algo moverse -dijo, con una mano en la empuñadura de la espada.

Jonathan percibió su tensión, tan palpable como el aire glacial. Escudriñó la oscuridad, forzando la vista hasta que en su retina surgieron manchas blancas.

– No veo nada.

– Yo tampoco -dijo Silvanus.

Teresa se acercó en su montura hasta ellos. Averil estaba sentada detrás de ella.

– ¿Por qué nos hemos detenido? -preguntó Teresa.

– A Konrad le pareció haber visto algo en ese callejón.

– He visto algo -confirmó Konrad.

– Fuera lo que fuera, parece haber desaparecido. Vayamos a la posada -concluyó Jonathan, que espoleó a su caballo para que siguiera avanzando.

Teresa fue tras él, pero Konrad se quedó atrás, escrutando la oscuridad.

Jonathan volvió la vista atrás para comprobar que todos los seguían. Únicamente Konrad permanecía inmóvil, obstinado, con la mirada fija en el callejón. Podía tratarse de un gato callejero o de un perro en busca de un lugar caliente en el que refugiarse en aquella gélida noche. Pero por otro lado… Jonathan no pudo evitar escudriñar la oscuridad.

Otra callejuela en penumbras atravesaba la calle principal. Jonathan echó un vistazo a ambos, pero lo único que pudo ver fue una espesa oscuridad.

Un letrero pendía en medio de la calle principal. Una ráfaga de viento recorrió la calle con un bramido, como si ésta fuera una chimenea helada. Al ser zarandeado, el letrero crujió. En él podía verse un ave atravesada por una flecha mientras intentaba alzar el vuelo hacia el cielo. Tenía el pecho salpicado de sangre. En letra pequeña podía leerse: La Paloma Sangrienta.

No era un nombre demasiado optimista, pero Jonathan había conocido otros peores. Uno de los que menos le habían agradado en los últimos tiempos era La Posada del Demonio Concupiscente, nombre que lo había ofendido considerablemente.

– Jonathan -dijo Teresa.

El pánico que se traslucía en su voz hizo que a Jonathan se le erizara el vello de la nuca. Se volvió hacia ella, pero Teresa tenía la mirada fija en algún punto más allá de donde él se encontraba, en la calle principal. Elaine estaba justo detrás de Teresa, con los ojos como platos y una expresión de terror en la cara.

Era como una pesadilla multiplicada por mil. Jonathan se volvió lentamente para observar la calle. Media docena de figuras caminaban hacia ellos arrastrando los pies. Su aspecto era humano, pero se movían como títeres embriagados. Jonathan había visto suficientes muertos vivientes en su vida para reconocerlos de inmediato.

– Zombis -dijo en un murmullo.

El ruido de los cascos de un caballo lo hizo mirar hacia atrás. Konrad cabalgaba hacia ellos a gran velocidad, haciendo señas a Blaine y Elaine para que se apresuraran. Blaine vaciló tan sólo un instante, pero eso bastó: del callejón que los separaba de Jonathan y el resto empezaron a salir zombis en grandes cantidades.

Konrad tiró de las riendas del caballo. Éste se encabritó y empezó a relinchar cuando las garras de los muertos se clavaron en él. Konrad asestaba golpes con su hacha sin cesar, pero le resultó imposible abrirse paso. Se vio obligado a retroceder, intentando controlar su caballo aterrorizado. Blaine había desenfundado su propia espada, pero no podía utilizarla con Elaine pegada a su espalda, así que con el otro brazo la ayudó a desmontar, dejándola en el suelo detrás de él, lejos de los zombis, para después espolear a su montura en dirección a la horda de seres tambaleantes.

Jonathan lo presenció todo, cada vez más horrorizado. La cabellera rubia de Elaine desapareció tras la cortina de zombis. ¿Habría olvidado Blaine que el callejón se comunicaba por atrás con otro, muy próximo al lugar donde Elaine se encontraba sola y desarmada?

Empezó a maniobrar con su caballo con la intención de ayudarlos. Teresa gritó:

– Estamos en dificultades, Jonathan. -Había recobrado el control de su voz, que ahora tenía un tono simplemente realista.

Jonathan hizo volver grupas al caballo. Silvanus se aferró desesperadamente con su único brazo.

Los muertos vivientes seguían avanzando lentamente por la calle principal, pero había algo agazapado en la boca del callejón. Tenía aspecto humano, pero se escabullía entre las sombras, como si incluso la fría y distante luz de la luna lo hiriera.

Teresa había desenvainado la espada mientras intentaba no perder de vista a la criatura. Un zombi salió a trompicones del callejón y atacó a su caballo. Éste se encabritó. Averil gritó, mientras se aferraba al brazo de Teresa, impidiéndole utilizar la espada. El hombre-cosa se abalanzó sobre ellas. Por un momento se vio el resplandor de una tez pálida, y algo golpeó a Teresa y Averil, que cayeron al suelo. Se acercaron más zombis, y Jonathan las perdió de vista.

Espoleó a su montura hacia adelante. Un zombi tropezó contra el caballo y aprovechó para clavarle las uñas a Jonathan en la pierna. Éste se liberó de él de una patada. Aquella cosa retrocedió tambaleándose unos cuantos pasos. Algo que antaño fuera una mujer agarró a Silvanus por la cintura.

El elfo se asió con desesperación oprimiendo el vientre de Jonathan, lo cual le arrancó a éste un grito ahogado. Un zombi con el rostro podrido casi por completo agarró la cabeza del caballo. El animal intentó encabritarse pero el zombi había sido en vida un hombre corpulento, y su peso mantuvo el caballo en su sitio. Los muertos los acorralaron, y el asustado caballo retrocedió hasta dar con el lomo contra la puerta de la posada. Jonathan golpeó la puerta.

– ¡Abrid! ¡Abrid!. Silvanus fue derribado del caballo; únicamente su brazo firmemente sujeto a la cintura de Jonathan lo salvó de desaparecer entre los zombis. Jonathan asió al elfo por la túnica, mientras con la otra mano se aferraba al arzón de la silla, a la vez que clavaba las piernas en los costados del caballo con el fin de resistir el empuje de los muertos.

Thordin y Randwulf también estaban allí, blandiendo con ferocidad sus espadas y derramando sangre sobre el suelo nevado de la calle principal. La carne muerta cedía ante el acero, pero las manos sin vida seguían intentando darles alcance. El caballo de Thordin se agitaba nervioso, pero no se encabritó. Por suerte él mismo había entrenado a su montura, y eso los había salvado. De haberse encabritado el caballo, les habría sucedido lo mismo que a Teresa y Averil, y ahora estarían perdidos.

Los dedos de Silvanus se deslizaban poco a poco, soltando su agarre, y en su afán por evitarlo magullaron la piel de Jonathan a través de sus vestiduras. Éste aferró aún con más fuerza las ropas del elfo.

El zombi de mayor tamaño clavó las uñas en los ojos del caballo, y el animal se arrimó aún más a la puerta, presionando la pierna de Jonathan contra ella.

– ¡Abrid la puerta! -gritó de nuevo Jonathan.

Una explosión de luz cegadora inundó la calle en toda su longitud. Los zombis se encogieron de miedo, cubriéndose la cara con las manos. Silvanus se incorporó, los dedos todavía aferrados a las vestiduras de Jonathan. El elfo, agotado, aprovechó la breve tregua para apoyar la frente en el flanco del caballo.

Gersalius estaba montado en su caballo, con las manos envueltas en llamas blancas.

– Rápido, no puedo mantenerlos así demasiado tiempo. -Su voz resonó entre las edificaciones, en un tono mucho más elevado de lo normal.

Teresa se había echado a Averil al hombro como si fuera un saco de harina, dándole la espalda al muro más cercano. Se abrió camino entre los zombis, utilizando su propio cuerpo para apartarlos. Blandía la espada en una mano, pero los zombis no parecían tener el menor interés en luchar.

Thordin apremió a su caballo hacia la posada. Randwulf empujaba a los zombis con las botas. Los muertos vivientes simplemente se apartaban, sin apenas acusar los golpes.

Fredric espoleó su montura a través de los zombis. El caballo se abría paso entre la marea de muertos como si estuviera vadeando un arroyo.

– ¡Elaine! -El grito desesperado de Blaine hizo que todos se volvieran hacia él, mientras hacía que su caballo girara frenéticamente en círculos-. ¡Elaine!

Konrad hizo avanzar a su caballo más allá de los muertos vivientes y gritó también:

– ¡Elaine!

La luz que rodeaba las manos de Gersalius empezó a desvanecerse, como las brasas enfriándose.

– Sólo puedo ofreceros unos cuantos minutos más. Haced lo que queráis, pero hacedlo ya.

Los zombis los observaban otra vez. Sus ojos de muerto estaban clavados en los vivos, sin ansia, pacientes, como si supieran que todo lo que debían hacer era simplemente esperar.

Jonathan desmontó y empezó a golpear la puerta de la posada.

– Soy Jonathan Ambrose, exterminador de magos. Enviasteis a Tallyrand en mi busca.

Ninguna respuesta, ni tampoco se oyó ningún movimiento tras la pesada puerta.

Gersalius había azuzado a su caballo con las rodillas para que siguiera avanzando. La luz empezaba a parpadear débilmente.

– Mi magia ha hecho todo lo que ha podido. Ha llegado tu turno, exterminador de magos.

Los muertos se movían con lentitud, cada vez más cerca. Las manos podridas se alzaban dando zarpazos en el aire; sólo el muro invisible conjurado por Gersalius las contenía.

Jonathan se volvió hacia la puerta y la aporreó de nuevo. Parecía que tuviera más de un palmo de grosor. No podrían abrirla a tiempo ni siquiera haciendo uso de un hacha, pero aquélla fue la única idea que se le ocurrió.

– Konrad, necesitamos tu hacha.

– Elaine ha desaparecido -fue la respuesta.

Los muertos habían empezado a rodear su caballo, aislándolo de los demás.

– Moriremos todos si no conseguimos atravesar esta puerta -dijo Jonathan.

Al decir aquello en voz alta, comprendió el alcance de sus palabras, y el sentimiento de impotencia lo dejó casi sin respiración. No podía permitir que por salvar a Elaine todos los demás murieran. No era justo que perecieran todos por salvar a uno.

Konrad hostigó su caballo, pero los muertos vivientes no querían ceder y se apretujaron contra el caballo y las piernas de Konrad. Todavía no intentaban alcanzarlo con las manos, pero no tardarían demasiado.

– No, no podemos abandonarla -dijo Blaine, mientras hacía que su caballo se dirigiera hacia el callejón cerca del cual la había hecho desmontar.

– ¡Blaine, no! -gritó Teresa.

Konrad vaciló, como si estuviera sopesando la posibilidad de seguir al muchacho.

– Konrad, te necesitamos -gritó Jonathan.

El guerrero se abrió camino a empellones entre los muertos hasta donde se encontraban los demás.

– Si mueren ahí afuera, será culpa tuya.

– Moriremos todos si no abrimos esta puerta.

Konrad lo empujó hacia un lado.

– ¡Apartaos! ¡Dejadme espacio!

Todos retrocedieron. En las manos de Gersalius se desvaneció el último punto luminoso, y un gran suspiro surgió de la garganta de los muertos. Konrad alzó el hacha, mientras los zombis avanzaban hacia ellos arrastrando los pies, alargando las manos putrefactas. La puerta se abrió.

Jonathan sólo tenía ojos para eso. ¿Acaso importaba quién la había abierto? No. Empujó a Konrad hacia el interior. Silvanus y Teresa se precipitaron dentro. Thordin intentó pasar montado a caballo, mientras Randwulf seccionaba las manos que intentaban alcanzarlos. Uno de los zombis se abalanzó sobre el muchacho y se ensartó él mismo en su espada, sin que eso le importara. Las manos purulentas se clavaron en los ojos de Randwulf.

Fredric blandió su enorme mandoble y la cabeza del zombi salió volando hacia el exterior, pero el cuerpo decapitado seguía arañando el rostro de Randwulf, abriéndole surcos en las mejillas con las uñas.

Thordin asió el cuerpo por el cuello y tiró de él. El zombi se desplomó sobre la muchedumbre de muertos vivientes. Las manos ansiosas desgarraron la carne desprotegida y se llevaron los trozos a las enormes bocas abiertas. Destrozaron al zombi y lo devoraron. Un ruido de huesos quebrados y de carne al ser masticada llenó la noche.

– ¡Todos adentro! ¡Ahora! -dijo Jonathan.

Thordin entró con su caballo por la puerta. Fredric asestó un último golpe a los cuerpos insaciables, y después también espoleó a su montura hacia el interior. Jonathan lanzó un último vistazo hacia la calle, pero con excepción de los muertos no vio nada que se moviera.

Su montura se encabritó, y las riendas se le escaparon de las manos; un zombi había clavado los dientes en el muslo del animal. Aquello que había saltado sobre Teresa se abalanzó sobre el lomo del caballo y le hundió en el cuello unos dientes demasiado afilados para ser humanos.

Unas manos agarraron a Jonathan y lo empujaron hacia el interior. Una marea de muertos vivientes avanzaron para intentar darle alcance. Jonathan yacía en el suelo, tal como había aterrizado. Fredric, Thordin y un desconocido empujaban la puerta con la intención de cerrarla. Por la brecha que todavía quedaba abierta numerosos brazos ejercían presión en sentido contrario. Un rostro medio podrido se asomó a través de la puerta parcialmente abierta, y en su lucha por entrar consiguió introducir el torso.

– Es imposible cerrarla -dijo Thordin.

Konrad le asestó un hachazo en el pecho. La carne se abrió, pero el zombi seguía intentando colarse en la casa. Randwulf corrió a ayudarlos y arremetió con la espada contra los brazos. Uno de éstos cayó al suelo, dando coletazos como un pez fuera del agua.

Una mujer llegó corriendo hasta ellos y vertió aceite sobre el brazo. El muchacho que estaba a su lado le prendió fuego. La carne ardió y empezó a emitir un humo nauseabundo que escocía en los ojos y llenaba el paladar de un sabor acre y repugnante.

La mujer arrojó el aceite sobre los muertos que intentaban entrar. El muchacho vaciló. Jonathan le arrebató la antorcha y la arrojó también sobre los zombis. Las llamas cobraron vida, produciendo una enorme humareda. De las bocas de los muertos surgieron alaridos de dolor cuando la carne desecada empezó a arder a una velocidad extraordinaria.

De pronto apareció otro desconocido que los ayudó a empujar la puerta, y ésta se cerró al fin triturando huesos quebradizos y carne chamuscada. La madera hizo un fuerte ruido al encajar en su marco, y el desconocido echó los cerrojos. Los tres hombres apoyaron la espalda contra la puerta, jadeando.

El desconocido se puso en pie y, en un gesto teatral, hizo una lenta reverencia con un sombrero de plumas.

– Soy Harkon Lukas. Por fin tengo el placer de conoceros, maese Ambrose.

Jonathan forzó una torpe reverencia. Dos sirvientes intentaban extinguir a golpes las últimas llamas que se extendían por el suelo, allí donde había salpicado el aceite. La madera de la puerta ahora cerrada era sólida y segura. Al otro lado, Blaine y Elaine habían quedado atrapados en la oscuridad con un ejército de zombis.

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