Capítulo 31

Jonathan atravesó la puerta forzada. Thordin ya se encontraba en la estancia, y su espada desnuda reflejaba la luz de las numerosas lámparas. Gersalius y Konrad entraron tras él. La puerta había cedido bajo la acción combinada del hacha de Konrad y los hechizos del mago.

Jonathan miró hacia atrás, hacia la puerta abierta y la oscuridad que se abría afuera.

– Si nosotros hemos podido entrar, también podrán entrar los zombis. No nos interesa que nos corten la retirada -comentó.

– Entonces será mejor que nos demos prisa -dijo el mago-. Es posible que el tal Ashe controle a los muertos que su conjuro ha resucitado.

– No nos advertiste de ello -dijo Konrad.

El mago se encogió de hombros, un tanto avergonzado.

– Se me acaba de ocurrir.

– El mago tiene una buena parte de razón -dijo una voz desde la puerta que se hallaba en el lado opuesto; Ashe se encontraba en el interior de la estancia, pero fuera del alcance de las espadas-. En efecto, puedo controlar a los muertos.

Algo se movió tras Ashe, atravesando también el umbral. Era el zombi que Teresa había visto moverse a gran velocidad en la primera noche. En esta ocasión, Jonathan pudo examinarlo con todo detalle.

La piel parecía lisa y completa, pero era de color amarillento y presentaba extrañas formas en algunas zonas, como la piel de una serpiente, estampada y moteada. El zombi abrió la boca y emitió un silbido.

Ashe le acarició la cabeza distraídamente, como si se tratara de un perro. Aquel ser se arrimó a sus piernas, aparentemente agradecido por aquella atención.

– Éste fue el primero que resucitó con parte de sus capacidades mentales, pero como podéis ver no ha seguido progresando. Siempre será un animal fiel-. El enterrador sonrió al decir esto-. ¿No habéis echado de menos a vuestra joven acompañante rubia?

Konrad dio un paso adelante, blandiendo el hacha.

– ¿Tienes a Elaine?

– La encontré vagando por las calles, considerablemente angustiada. Está arriba, velando el cuerpo de su hermano. Tiene una buena dosis de talento, a su manera. -Volvió la vista hacia Jonathan y añadió-: ¿Sabes lo que les hizo a tus amigos en la posada?

Las imágenes invadieron la mente de Jonathan. Volvió a revivir lo que se habían encontrado en la posada. Habían pasado por allí de camino a la casa del enterrador, con la esperanza de que Randwulf y Fredric se sumaran a ellos. Encontraron sangre por todas partes. El olor a carne y cabellos quemados era asfixiante. Randwulf yacía boca abajo en el suelo, con la parte posterior del cuello convertida en un amasijo de carne carbonizada. Fredric había prácticamente vaciado sus propios brazos, con la intención de eliminar las escamas que le habían horadado la carne.

El cuerpo de Averil estaba clavado en la cama con sangre por todas partes, como si hubiera muerto por segunda vez.

Silvanus yacía también en el suelo, con el brazo cercenado y el muñón quemado. Se aferró a la toga de Jonathan y susurró:

– No lo hizo a propósito. Fue un accidente.

Jonathan huyó de aquella habitación para echarse en brazos de Teresa, pero se encontró con que ésta ardía de fiebre. Se fue de su lado sin saber si Teresa se había percatado de su presencia. La herida se había infectado. Pero, después de lo que había visto en la habitación contigua, se alegró de que Teresa hubiera rechazado la ayuda de Elaine.

Acto seguido había conducido a los demás hasta la morada de Ashe en el inminente anochecer, decidido a acabar con todo aquello esa misma noche. No había tiempo para buscar a Elaine; Jonathan tampoco estaba seguro de que fuera buena idea. Sus peores sospechas habían quedado confirmadas en aquella pequeña habitación de la posada.

– Creo que Elaine y yo podríamos trabajar juntos -dijo Ashe-. La combinación de nuestros poderes tal vez podría resucitar a los muertos a la verdadera vida.

– Elaine nunca colaborará contigo -afirmó Konrad.

– Oh, yo no estaría tan seguro. Puede que el hecho de estar encerrada en una habitación en compañía de su hermano para contemplar cómo su cuerpo se descompone la haga cambiar de opinión.

– Eres un monstruo mucho más atroz que cualquiera de los zombis -replicó Konrad.

Avanzó indignado hacia él, pero Thordin lo detuvo asiéndolo por un brazo.

– Todavía no -le recordó.

Thordin soltó a Konrad para agarrar una pequeña jarra de arcilla con un tapón de cera. Jonathan y Gersalius extrajeron también pequeños cántaros sellados de sendas bolsas que pendían de sus cinturones. Tras retirar los tapones, Konrad arrojó una de las jarras hacia Ashe, que al quebrarse esparció aceite sobre sus vestiduras. Ashe profirió un grito, y el zombi dio un salto.

Thordin cayó al suelo derribado por la criatura. Dejó caer la espada, puesto que se trataba de una lucha cuerpo a cuerpo, y buscó el cuchillo que pendía de su cinturón.

Konrad hundió el hacha en la espalda de aquel ser. La columna se quebró con un crujido bajo la hoja. La criatura retrocedió con un grito, y Thordin le atravesó el vientre con el cuchillo. La cosa volvió a gritar, pero era inmortal. Thordin introdujo los pies bajo el cuerpo del zombi y lo apartó de una patada. Éste aterrizó a los pies de Ashe, pero en seguida se incorporó para seguir luchando.

El enterrador soltó una carcajada.

– Veamos cómo hacéis frente a unos cuantos más.

Las tapas de las cajas se abrieron de golpe y de ellas salieron más muertos vivientes.

Jonathan roció aceite sobre los muertos y las cajas. Oyó el ruido de más líquido al salpicar en el suelo a sus espaldas, y supo que Gersalius estaba haciendo lo mismo.

– ¡Esperad! ¿Dónde está Elaine? -exclamó Konrad.

Jonathan sacudió la cabeza. No podía pensar ahora en ella. Extrajo una lumbre y frotó el pedernal con el eslabón hasta que una llama cobró vida.

La criatura empezó a dar vueltas alrededor de Thordin y Konrad. Ashe dio media vuelta y huyó. Konrad echó a correr tras él, esquivando al zombi.

– ¡Konrad, no! -gritó Jonathan.

Pero éste ya había desaparecido, y el aceite prendió con un rugido. De pronto se encontraron envueltos en llamas.

Thordin había conseguido clavar al primer zombi en el suelo. Vertió un cántaro de aceite sobre él, y las llamas se extendieron sobre su piel. El ser empezó a revolcarse y a gritar como si estuviera sufriendo. Pero los muertos no podían sentir dolor, ¿o acaso éstos eran distintos?

Los demás zombis se desplomaron en sus cajas y ardieron, sin gritos, sin oponer resistencia, como buenos zombis.

Las llamas devoraron la preciosa alfombra y lamieron las paredes. La puerta situada en el extremo opuesto era ahora una barrera de fuego. Una oleada de calor los empujó hacia la puerta resquebrajada.

– Jonathan.

Aquella voz lo hizo volverse rápidamente. Teresa se encontraba en el umbral. Las llamas iluminaron su cara manchada de sangre. Los paneles de madera barnizada debían de ser altamente inflamables, porque justo en ese momento prendieron con gran intensidad, lo que obligó a los tres a salir al exterior.

Jonathan atravesó la puerta forzada para acudir a la llamada de su esposa, a quien tomó en brazos.

– Estás herida.

– No es mi sangre -dijo ella con una sonrisa.

– No deberías haber venido. Podemos hacer frente a esto sin ti.

Gersalius y Thordin flanqueaban la entrada a ambos lados. Todos contemplaban el fuego y el piso superior, que todavía no había sido afectado por el incendio. Elaine y Konrad se encontraban en algún lugar, ahí arriba.

Teresa se acurrucó en el pecho de su esposo, rodeándolo con los brazos. Ella no lo sabía. Se había echado a la calle para buscarlos y todavía no sabía que Elaine estaba en el piso superior.

– Tenemos que hacer algo -dijo Thordin.

Teresa abrazó a Jonathan aún más fuerte, con ambos brazos. Éste intentó apartarla ligeramente para mirarla a la cara. Tenía la piel fría; la fiebre había desaparecido. Pero ella se apretó aún más contra su pecho, presionándole las costillas.

– Teresa… -dijo él con voz suave.

Ésta respondió con los labios muy cerca de su cuello, la mejilla apoyada en su barba.

– Jonathan, tengo tanta hambre…

Los dientes se hundieron en la carne. Jonathan gritó e intentó apartarla. Pero ella se aferraba a él, con las mandíbulas clavadas en su cuello, lamiendo la sangre, ansiosa por profundizar en la carne.

Thordin la asió por la melena para poder apartarla del cuello de Jonathan. Gersalius lo ayudó a separarla de él. Thordin la arrojó sobre la calle cubierta de nieve. Teresa se incorporó. Tenía el mismo aspecto de siempre, con excepción de su cara llena de sangre.

Gersalius la roció de aceite.

– ¡Jonathan! -exclamó ella.

– ¡No!

Jonathan dio un paso adelante. Pero Thordin lo detuvo.

Gersalius conjuró rápidamente un hechizo para provocar una chispa. Ésta atravesó el aire describiendo un arco, como una estrella de diminuto tamaño, y fue a caer sobre el aceite, que se encendió con un rugido y desprendió una oleada de calor azulado.

Teresa gritó de nuevo su nombre.

– ¡Jonathan!

Jonathan se desplomó. Únicamente los brazos de Thordin detuvieron su caída. El coloso lo depositó en el suelo, se sentó a su lado y lo acunó.

Teresa ardió. La piel que Jonathan tantas veces había acariciado ennegreció, desprendiéndose de la carne. Sus cabellos se consumieron en una lluvia de chispas. Durante todo ese tiempo no dejó de gritar su nombre. En el último instante, Jonathan gritó el suyo.

Teresa se desplomó hacia adelante encima de la nieve, todavía alargando una mano hacia él.

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