Capítulo 2

Elaine Clairn se encontraba arrodillada frente al enorme hogar de la cocina. Los niños estaban apiñados al lado del fuego, pero la razón no era el frío, sino que no querían perderse el más mínimo movimiento de las manos de Elaine.

Sus pequeñas y finas manos se movían frente al fuego, con las puntas de los dedos muy abiertas, tan cerca de las llamas que su calor reverberaba sobre la piel. Con la mirada fija en las llamas danzantes, puso en contacto las yemas de los dedos. Giró las muñecas hacia afuera, de forma semejante a los pétalos de una flor que se despliegan. De las puntas de los dedos brotaron imágenes. Un hombre diminuto pero perfectamente formado empezó a caminar hacia las llamas. Era como si el fuego fuera un espejo titilante en el que se reflejaba aquel hombre.

Llevaba un abrigo de pieles blancas, con la capucha echada hacia atrás, dejando al descubierto una media melena rubia, hasta la altura de los hombros. Sus cabellos eran del mismo color oro pálido que el sol de invierno. El hombre se abría paso a través de la nieve que le llegaba hasta las rodillas, rodeado de árboles que el invierno había desnudado. Elaine susurró:

– Blaine.

Un segundo hombre caminaba junto a él. Llevaba un sombrero de tres picos sujeto a la cabeza mediante una bufanda multicolor. La empuñadura de un mandoble sobresalía por el cuello de su abrigo.

– Thordin.

Los dos hombres pasaron por debajo de un árbol muy alto, que sobresalía entre los demás como un gigante en Liliput. Había sido fulminado por un rayo hacía ya dos años, pero sus ramas desnudas y sin vida seguían sirviendo como punto de referencia en varios kilómetros a la redonda.

Las ramas se movían temblorosas, balanceándose por encima de ellos. Una de ellas empezó a descender, con un lento crujido que nada tenía que ver con el viento. La rama esquelética con sus ramitas heladas como dagas alcanzó a Blaine.

– ¡Blaine! -gritó Elaine.

Alargó las manos hacia las llamas como si pudiera llevarlo consigo hacia un lugar seguro. Las llamas lamieron las mangas de su toga. Las manos llegaron hasta la parte de atrás del hogar. El fuego llameaba alrededor de los hombros y de la cara.

Unas manos la arrancaron del fuego.

– ¡Elaine!

Alguien envolvió la tela humeante con una manta y sofocó las llamas. La piel estaba intacta, protegida por su magia. Sus ropas no habían tenido tanta suerte.,

– ¿Me ves, Elaine? ¿Me oyes?

La muchacha miró hacia arriba parpadeando, hasta enfocar un rostro barbado. El aroma de un guiso hacía el aire denso y espeso, y se mezclaba con el del pan puesto a enfriar cerca de ellos. Elaine se vio envuelta por los familiares ruidos y olores de la cocina, y supo que se hallaba a salvo. Pero ése no era el caso de los otros.

– Ayúdalos, Jonathan…

– ¿A quién debo ayudar?

– Yo también he visto la visión. -El hijo mayor de la cocinera, que debía de tener por lo menos ocho años cumplidos, se arrodilló a su lado. Los demás niños se acurrucaron manteniendo una distancia prudencial.

– ¿Qué viste, Alan?

– El árbol gigante los atacó.

Jonathan miró a Elaine.

– ¿Es eso cierto?

– Sí.

Jonathan no arguyó que aquello fuera imposible.

– ¿Crees que tu advertencia ha llegado a tiempo?

Elaine se abrazó a él.

– No lo sé.

– ¿Qué quieres que haga?

– Busca a Blaine y a Thordin.

– Para cuando lleguemos al árbol gigante, el combate ya estará decidido.

Ella le introdujo la mano en la túnica. Su mirada parecía enloquecida.

– Entonces recuperad los cuerpos para darles sepultura.

Jonathan la miró fijamente, y asintió con un lento movimiento de cabeza.

– Eso sí puedo hacerlo.

Jonathan se volvió hacia el muchacho, Alan.

– Busca a Teresa y dile lo que has visto. Ella sabrá qué hacer.

El muchacho salió corriendo de la cocina.

– ¿Podrás incorporarte apoyándote en mí?

Elaine asintió.

Jonathan se irguió y la ayudó a ponerse en pie. La cocinera, Malah, acercó al fuego una silla con respaldo. Jonathan ayudó a Elaine a sentarse, y la arropó con la manta un tanto chamuscada. Malah le puso una taza de té caliente entre las manos.

Elaine la asió como si no tuviera asa, para calentarse así las manos heladas. Siempre tenía frío después de una visión. Con la ayuda de una manta, bebidas calientes o tras acostarse en la cama durante un par de horas, volvía a sentirse como nueva. Pero ese día había visto la muerte de su hermano. No estaba muerto todavía, pues en ese caso lo habría sabido, pero sí podía estar malherido, agonizando, mientras ella permanecía allí sentada, tomando su té. No podía permitirse el lujo de perder tiempo en recuperarse, de ser débil. Necesitaba saber qué le había pasado a Blaine.

Teresa entró en la cocina muy abrigada debido al frío. Llevaba un segundo abrigo en un brazo, que le tendió a Jonathan sin decir palabra.

Éste se puso el abrigo y se cubrió la calva con un gorro de lana.

– Voy con vosotros -dijo Elaine.

Jonathan interrumpió la acción de ponerse los mitones. Ambos se volvieron para mirarla.

– No te has recuperado de tu visión, Elaine. No estás preparada para un viaje -dijo Jonathan, mientras acababa de ponerse los mitones.

– Es mi hermano, la única familia que tengo. Debo ir.

– Retrasarás nuestra marcha -objetó Teresa.

– El combate habrá finalizado antes de que nadie pueda acudir en su ayuda. Eso es lo que dijo Jonathan. En ese caso, poco importa si retraso vuestra marcha, ¿no es cierto?

Sus palabras eran razonables. Mucho más de como se sentía Elaine en realidad. Podía notar las pulsaciones en la garganta. Si Blaine yacía sobre la fría nieve gravemente herido, no llegarían a tiempo. El frío acabaría lo que había empezado el árbol animado. Entonces, ¿por qué sentía un nudo en el estómago, el corazón desbocado? Debía ir con ellos. No podía quedarse allí esperando, a salvo, en la cocina.

Teresa miró a su marido.

– ¿Jonathan?

Parecía casi avergonzado.

– Es la verdad.

– No podemos esperar durante horas. Los lobos podrían dar con ellos, vivos o muertos.

– Por mí podemos partir ahora mismo -dijo Elaine.

La expresión en el rostro de Teresa era de franca duda, pero no quiso rebatírselo.

– Iré a buscar tu abrigo. Pero tendrás que estar lista para cuando vuelva. No esperaremos por ti, Elaine.

Dicho esto salió de la cocina con la espalda erguida. A Teresa no le gustaba esperar por nadie, especialmente cuando el motivo de la espera le parecía absurdo.

Elaine sabía que no era absurdo, pero también era consciente de que no podría explicarle el porqué a Teresa. Ni a Jonathan. Blaine podría haberla comprendido, pero se encontraba en algún lugar ahí fuera, en la nieve, sangrando, herido o tal vez algo peor. Elaine intentaba convencerse a sí misma de que si su hermano gemelo estuviera muerto lo sabría, pero por alguna razón dudaba incluso de ello. No estaba segura. Tras la visión, ya no confiaba en sus propias sensaciones. Las sensaciones eran traicioneras: podían hacerle sentir a uno lo que quería creer, no la realidad.

– No es su intención tratarte con tanta severidad. -Jonathan se quitó el gorro de lana, con la frente brillante por el sudor.

– Tengo que ir, Jonathan.

De un trago acabó de beber su té, y al hacerlo se quemó el paladar ya que todavía estaba hirviendo, pero necesitaba el calor. Lo cierto era que no se sentía lo suficientemente recuperada para salir, tal como afirmaba Teresa, pero eso no tenía importancia. Iría con ellos. Tenía que hacerlo.

Teresa regresó con un abrigo de pieles blancas idéntico al que Blaine llevaba en la visión. Elaine miró hacia arriba. No estaba completamente segura de poder levantarse, pero la expresión en el rostro de Teresa era inclemente. O se levantaba o no los acompañaría.

Malah le tomó la taza de las manos. Su cara era neutral, pero los ojos denotaban preocupación. Siempre se ponía del lado de los niños, de cualquier niño.

Elaine se aferró a los brazos de la silla y se apoyó en ellos para incorporarse. Le temblaron los músculos. La manta cayó al suelo. Las manos siguieron apoyadas en los brazos de la silla todavía un momento; luego se incorporó sin ayuda, pero tuvo que agarrarse al respaldo para no caer. Las piernas le temblaban por debajo de las largas faldas. Tuvo que hacer uso de toda su fuerza de voluntad simplemente para permanecer en pie, con una mano firmemente apoyada en el pesado respaldo de la silla. No estaba segura de poder dar un paso, por no hablar de la caminata hasta el árbol gigante.

Teresa sostenía su abrigo a unos tres pasos de la silla, sin hacer el menor amago de acercarse a ella.

Jonathan permanecía de pie, incómodo, entre ambas.

– No hay tiempo para juegos, Teresa.

– En efecto, no podemos perder tiempo -replicó ésta.

Elaine tomó aire y lo soltó lentamente. Hizo un par de respiraciones profundas más para intentar contener el temblequeo de los músculos, deseando con todas sus fuerzas que la debilidad remitiera. Abandonó el respaldo, aunque los dedos seguían rozando la madera. Teresa suspiró. Elaine dejó caer la mano a un lado. Con las piernas bien apuntaladas, y la esperanza de que nadie pudiera ver cómo temblaban, por fin quedó de pie sin ayuda.

Teresa sostenía el pesado abrigo con el brazo extendido, como si éste fuera de una ligereza extrema.

Elaine dio un paso hacia adelante con sus tambaleantes piernas. No cayó. Dio un paso, luego otro y otro. Con una mano se apoderó del abrigo. Teresa depositó el abrigo con suavidad sobre los brazos de Elaine. Sonrió a la muchacha, lo cual hizo que sus oscuros ojos brillaran.

– Si tanto insistes, podemos buscarte un caballo. Y no tendremos que esperar.

Elaine sonrió.

– Gracias.

– La valentía siempre debe ser recompensada.

Jonathan lucía una amplia sonrisa.

– La virtud es su propia recompensa.

Teresa le dio una palmadita en la espalda.

– No te creas eso.

Konrad entró en la cocina, muy abrigado contra el frío.

– ¿Estamos listos para partir?

Teresa ayudó a Elaine a ponerse el pesado abrigo, y cubrió su melena rubio platino con la capucha.

– Salgamos en busca de Blaine y Thordin.

Elaine sintió que la sonrisa se esfumaba de su rostro.

– Hiciste todo lo que estaba en tu mano, Elaine. Les advertiste.

– Corrí hacia el fuego tan pronto como sentí su llamada.

– Estoy segura de ello.

Konrad se cargó sobre el abrigo una pequeña bolsa que contenía hierbas medicinales y vendajes.

Teresa enrolló una bufanda multicolor alrededor de su negra cabellera. Era muy parecida a la que llevaba Thordin. Elaine y Blaine habían aprendido a tejer el año anterior, y habían confeccionado prendas como regalo para todos.

La bufanda de Teresa era a rayas negras y rojas. Blaine había tejido la de Thordin con hilos de todos los colores que pudo encontrar; tal vez porque creía que el guerrero no se la pondría, pero éste la llevaba con orgullo. Así que la broma le había rebotado, por lo que Blaine tejió, a modo de disculpa, unos mitones a juego, pero con la misma combinación atroz de colores que la bufanda.

– Pongámonos en marcha -dijo Jonathan.

El gorro liso en su tono preferido de marrón era obra de Elaine. El gorro rojo escarlata que Blaine había tejido para Konrad había sido devorado por un monstruo, según afirmaba éste, ahora tocado con un gorro de piel adornado con una gruesa cola a rayas que se enrollaba alrededor del cuello.

Malah le tendió un pequeño paquete a Teresa.

– Aquí tenéis algo caliente para ellos. Una buena comida a veces es mejor que cualquier medicina.

Teresa aceptó el paquete con una sonrisa.

– Ciertamente, tu comida lo es.

Malah se sonrojó ante el cumplido y regresó a su cocina. El aroma del guiso vegetal se extendió por toda la cocina cuando levantó la tapa de la olla para remover su contenido. Todavía tenía el cogote rojo debido al cumplido.

La puerta de la cocina se abrió dejando paso a un remolino de nieve. Una ráfaga de viento helado hizo que las hierbas que colgaban de las vigas se balancearan, avivando además el fuego, del que salieron disparadas chispas hacia el tubo de la chimenea. El mozo de cuadra entró dando un traspié y se sacudió la nieve de las botas.

– Estupendo, estás llenando de nieve el suelo limpio. -Malah avanzó indignada hacia el recién llegado, agitando el cucharón, del que caían gotas del guiso.

El mozo de cuadra profirió una enorme risotada.

– Malah, sabes que no puedo entrar por la puerta principal. ¿Dónde se supone que debo sacudirme la nieve de las botas?

La cocinera lo amenazó con el cucharón, cuya punta llena de salsa detuvo a un dedo de su nariz.

– Harry Fidel, no sabes cuál es tu sitio.

– Mi sitio es esta cocina de agradable aroma, siempre que consiga entrar en ella.

Teresa interrumpió su discusión.

– ¿Están listos los caballos, Harry?

Éste hizo una mueca a Malah, acercando la nariz peligrosamente al cucharón.

– Sí, eso es lo que he venido a decir.

– Entonces podemos irnos -intervino Konrad.

Y todos se dirigieron a la puerta. El aire gélido los frenaba como una pared invisible. Elaine se acurrucó en su abrigo, tiritando en medio de aquel ambiente glacial. Lanzó una mirada hacia atrás cuando Jonathan cerró la puerta. Harry, el mozo de cuadra, se había sentado en la silla con respaldo y tenía las piernas con las botas empapadas por la nieve estiradas ante el fuego.

Malah estaba rebañando un cuenco de guiso. Su enfado aparentemente había desaparecido.

Había enviudado hacía casi dos años. Blaine había dicho que ambos estarían casados antes de que acabase el año. Elaine no estaba tan segura, pero Blaine era mejor que ella adivinando el futuro de la gente. Siempre bromeaba diciendo que sus presentimientos sobre asuntos del corazón eran mejores que las visiones de Elaine, que tendían a ser más violentas que románticas.

Nada más atravesar la puerta, el viento ululó con fuerza, levantando la cristalina nieve y lanzándola por el aire. Los gélidos cristales se clavaron en el rostro de Elaine. Con un movimiento brusco, intentó protegerse del viento. Como resultado, la capucha cayó hacia atrás, y los cabellos se le enredaron sobre la cara, cegándola. El viento glacial le cortó la respiración. Luchó por volverse a poner la capucha. Algunos mechones de pelo quedaron adheridos a la piel, súbitamente helada.

El calor corporal, recuperado gracias a la manta y la taza de té, le fue arrebatado por el viento. De pie en el patio barrido por la nieve, Elaine se tambaleó.

De pronto, Teresa se encontraba junto a ella, agarrándola por el brazo. No le preguntó si se encontraba bien. Se limitó a llevarla hasta los establos.

Elaine tropezó; únicamente las manos de Teresa evitaron que cayera.

– Tienes que volver adentro, Elaine.

Intentó decir «no», pero de su boca no salió ningún sonido. Finalmente consiguió denegar con la cabeza.

Teresa la llevó al calor del establo y la obligó a recostarse contra la pared de madera.

– No puedes salir así.

– Dijiste… que podías echarme… sobre un caballo.

Teresa frunció el ceño.

– Pero no en sentido literal.

Elaine se limitó a mirarla; tiritaba demasiado para poder hacer nada más.

– ¿Qué le pasa? -preguntó Konrad, quien ya estaba comprobando los arreos del caballo. Siempre lo hacía, a pesar de que Harry era sumamente cuidadoso. Pero Konrad no confiaba en nada ni en nadie.

Elaine recordó cómo era antes de la muerte de su mujer. Antes sonreía, a veces incluso reía; confiaba en los demás y en su capacidad para hacer su trabajo. Ahora era un hombre adusto que aparentemente había perdido la fe. Su mujer había perecido en una emboscada, a traición. Pero nunca supieron quién los había traicionado. Blaine decía que aquello era lo que más había afectado a Konrad, que alguien en quien habían confiado los hubiera traicionado. **¡

Elaine no sabía si ésa era la razón, pero sí sabía que una parte de Konrad había muerto. La chispa del afecto se había ido a la tumba con su mujer.

La yegua de Elaine era de gran tamaño y ancha grupa. Blaine decía que se parecía a un caballo de tiro, pero Elaine no era tan buena jinete como su hermano, por lo que estaba encantada con la dócil yegua. Un caballo que podía caminar todo el día a un ritmo tranquilo, de cascos anchos y bien firmes, y una paciencia infinita. Todos los niños habían empezado a montar sobre su ancho lomo.

Teresa ayudó a Elaine a montar sobre su yegua. La joven se inclinó hacia adelante y se aferró a las duras crines, con la mejilla presionada contra el suave pelaje del cuello.

Teresa le colocó la capucha de nuevo en su sitio, rozándole la mejilla.

– Estás helada.

Elaine se dejó caer sobre el caballo. Tenía muchísimo frío. Lo único que seguía caliente eran los ojos, en los que se estaban formando lágrimas.

– Guía el caballo, por favor.

Teresa negó con la cabeza pero no le llevó la contraria. Deslizó las riendas sobre el cuello del caballo y montó en el suyo, con sendas riendas colgando entre ambos.

– ¿Crees que está en condiciones de partir? -insistió Jonathan.

– No -dijo Teresa-, pero viene con nosotros.

Konrad profirió un gruñido de desaprobación, pero no demasiado alto. Discutir con Teresa era sinónimo de perder el tiempo. Se abrieron las puertas exteriores, y los caballos empezaron a avanzar. Elaine sintió que la yegua se movía, pero su abrigo había caído hacia adelante y formaba una oscura cavidad alrededor de sus ojos, por lo que lo único que alcanzaba a ver era una estrecha franja de suelo. Cerró los ojos, e incluso eso desapareció.

El viento golpeaba su pesado abrigo. Diminutas espirales de aire helado se deslizaban por debajo de las pieles y unos dedos congelados parecían querer introducirse por sus ropas, buscando su piel. Elaine sabía que no hacía tanto frío. Estaban en invierno, sí, pero no se trataba de una tormenta de nieve ni de un frío extremo. Y, sin embargo, lo sentía por todo el cuerpo, y la piel parecía congelada. Las lágrimas se helaron en sus mejillas. Era como si la visión le hubiera arrebatado todo su calor y protección contra el frío. Y el frío parecía ser consciente de ello, y estar ansioso por el roce de su piel. Cada bocanada de aire le resultaba sumamente dolorosa.

Los cascos del caballo sonaban amortiguados por la nieve recién caída, y Elaine sentía la cadencia de los andares de la yegua. Se aferró a la calidez y al balanceo, mientras el frío socavaba sus fuerzas con unas fauces invisibles. Para ella no había nada más en el mundo que el frío y el ritmo de su montura. En un apartado rincón de su mente, Elaine se preguntaba si moriría congelada. No, era imposible, tenía demasiado frío. ¿No decían que justo antes de morir congelado uno sentía calor? Los huesos de su rostro y de las manos, expuestos al frío, le dolían tremendamente.

Debió de quedarse dormida, porque de pronto se vio subiendo penosamente una cuesta. Si se encontraban en las montañas, debían de estar ya muy cerca. Elaine alzó el rostro. Sintió cómo el viento le golpeaba la cara, aunque el frío no se había intensificado. Pensó que era incapaz de sentir más frío. No podía abrir los ojos. Quiso tocarlos con una mano, pero éstas parecían estar congeladas y pegadas a las crines. Se inclinó para intentar restregarse los párpados contra el dorso de las manos, pues habían quedado adheridos por los cristales de hielo en que se habían convertido sus lágrimas.

Parpadeó dolorosamente en la penumbra invernal. Estaban en un bosque, rodeados por árboles desnudos de ramas oscuras. Los caballos luchaban contra las ráfagas de viento en lo que antaño había sido un camino para carros.

Elaine trató de incorporarse y, para su sorpresa, vio que era capaz. El abrigo ondeó hacia atrás con el viento, dejando expuesto uno de sus costados. Pero eso no pareció importarle. De repente vio el enorme árbol que se alzaba imponente sobre los demás. Casi habían llegado.

Una reluciente luna llena bañaba los árboles desnudos con su luz. El viento formaba remolinos con los copos de nieve, que atravesaban el camino, y la nieve seca hacía crujir las ramas. Había dejado de nevar. Únicamente el viento hacía bailar la nieve, que se precipitaba en sibilantes montones y se movía arrastrándose entre los árboles.

El caballo de Konrad abría la marcha, levantando la nieve, y acabó por perderse de vista. Si alguien le había pedido que se adelantara para explorar, Elaine no lo había oído. Los únicos sonidos audibles eran el viento, la nieve, el crujir de las ramas secas y el chirrido de la silla bajo su cuerpo.

Blaine se encontraba delante de ellos, cerca, muy cerca. Elaine intentó rezar, pero el frío le había congelado los labios y amodorrado la mente. Le resultaba imposible recordar una oración; le resultaba imposible pensar en nada. Sólo el frío estaba presente. El miedo y el pánico se habían agazapado en un pequeño recoveco helado. Elaine sabía que la perspectiva de lo que podría encontrarse la aterraba, pero no podía sentir nada. Sólo el frío, arraigado en lo más profundo de su interior, que borraba todo lo demás.

Un grito llegó sobrevolando por encima de la nieve, resonando con el eco. Los caballos empezaron a trotar tan rápido como podían sobre la seca capa de blancura. Elaine se aferró al arzón de la silla con ambas manos. La yegua no respondía como los demás, acostumbrada a avanzar como mucho a medio galope.

El enorme árbol se alzaba solitario en medio de un claro generado por él mismo. Las raíces habían ahogado los árboles más pequeños, y habían eliminado el sotobosque. El tronco era tan ancho que habrían hecho falta cinco hombres adultos para abrazarlo. Las ramas que se extendían hacia el exterior y hacia arriba eran tan gruesas como arbolillos.

Las nubes se cerraron en torno a la luna y dejaron el calvero en penumbras, únicamente iluminado por la luz que reflejaba la nieve, dándole un aspecto lúgubre. Algo pendía de una de las ramas desnudas. Elaine, en un principio, no pudo distinguir de qué se trataba. Sus ojos se negaban a ver.

De pronto, las nubes se disiparon, bañando el claro en una luz plateada. Del árbol pendía algo de color oscuro que parecía pesado y se recortaba contra la luna, con los brazos extendidos hacia afuera en una pose extraña, y una pierna colgando hacia la nieve. La otra pierna estaba ausente. Una gran mancha oscura salpicaba la nieve bajo el árbol.

Elaine profirió un grito.

Teresa soltó las riendas. Su voz suave siguió inmediatamente al grito:

– El cielo nos asista.

Konrad salió de la maleza, en el otro extremo del claro.

– No es Blaine, ni Thordin.

Elaine lo miró fijamente.

– Entonces, ¿quién…?

– Ambos han regresado aquí. Están heridos, pero se pondrán bien.

No podía creerlo. Estaba mintiendo. Si Blaine estuviera vivo, iría en su búsqueda, herido o no.

– Elaine, estoy bien. -Blaine salió cojeando de los arbustos, apoyándose en las anchas espaldas de Thordin, y ofreciendo su brillante sonrisa, aquella que confirmaba que todo iba bien. Fue esa sonrisa, más que sus palabras, la que acabó de convencer a Elaine.

Se dejó caer de la yegua y dio con las rodillas en la nieve. Intentó ponerse en pie para llegar hasta donde estaba su hermano, pero el calvero bañado en la luz de la luna empezó a dar vueltas a su alrededor. Unas manchas negras parecían querer comerse la luna. Se desplomó hacia adelante sobre la nieve, que recibió su rostro, llenándole la nariz y la boca. La oscuridad la engulló. Y en la oscuridad también hacía frío.

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