Capítulo 12

La tela de las tiendas ondeaba bajo el azote del viento. Los dos hombres que habían vuelto a la vida yacían sobre un montón de pieles y mantas. El elfo, Silvanus, se encontraba acurrucado en una esquina, casi inconsciente. Apenas se había movido desde que lo habían llevado al campamento. Los dos hombres antes muertos habían mostrado mucho más brío.

El hombre más corpulento, Fredric Vladislav, abrazaba las pieles contra su pecho desnudo.

– No está bien que una mujer me vea de esta guisa. Sobre todo, si se trata de una mujer soltera. La piel de sus hombros era blanca como la leche. Muchas mujeres hubieran estado orgullosas de tener una piel semejante. La cicatriz blanca e irregular que le recorría la clavícula estropeaba el conjunto, sin embargo, al igual que la mano que apretaba fuertemente las pieles. Sus ojos eran del color de las nubes de tormenta, un pálido gris indefinido. El amplio bigote blanco combinaba bien con las espaldas increíblemente anchas.

Elaine siempre había considerado que Thordin era un hombre de gran tamaño, pero en comparación con el paladín -que así era como él mismo se denominaba- parecía incluso pequeño. Una de esas manos, encallecidas por el manejo de la espada, podría haber cubierto por completo la cara de Elaine. Y sus pies rozaban peligrosamente las paredes de la tienda,

– No me habría desvestido si el sanador me hubiera dicho que una joven entraría en la tienda.

– Es una… enfermera. ¿No es así como la llamaste? -preguntó Randwulf.

Konrad respondió desde la parte trasera de la tienda, mientras colocaba sus ungüentos y vendajes sobre un trozo de tela limpio al lado del elfo inconsciente.

– Sí, me ha ayudado en muchas ocasiones a atender a los heridos. -Dijo esto sin levantar la vista, poniendo toda su atención en las medicinas.

Tiempo atrás, Elaine habría pensado que semejante comentario era un elogio. Ahora le resultaba hasta cierto punto irritante, simplemente otra señal de que en realidad no era importante para él. Como si la considerase un instrumento más o una hierba medicinal. j_.

– Ya he visto el pecho desnudo de un hombre antes, maesé Vladislav -dijo Elaine, tirando de las pieles.

Pero aquellas poderosas manos seguían agarrándolas con fuerza. A menos que él aflojara su agarre, no podría moverlo.

– Pero no has visto el mío. Además, muchacha, eso no es lo único que está al descubierto bajo estas mantas.

– Por el cuello del hombre subió una oleada de color, que lo tiñó de rosa desde la parte superior del pecho hasta la frente.

Elaine sonrió; no pudo evitarlo.

– ¿Tal es tu descaro que esto te resulta divertido? ¿Eres la ayudante de un sanador o una soldadera?

– No sé qué es una soldadera -dijo Elaine.

– Me encantaría poder enseñártelo -dijo el otro hombre con un tono pícaro que la hizo sonrojarse.

– Ah, os referís a una mujer de vida disoluta -comentó ella en un murmullo.

Se había ruborizado y apartó la mirada del hombre corpulento. Era cierto que había atendido heridos, pero en su mayor parte se trataba de miembros de la familia que la había adoptado. A decir verdad, nunca había visto desnudo a un perfecto desconocido. Konrad lo había olvidado o tal vez no le importaba demasiado.

– Muchacha, no era mi intención avergonzarte. No lo haría por nada del mundo.

– Pensaba que atendías a los heridos -dijo Randwulf.

– Casi siempre se trata de mi propia familia.

– Elaine desvió la mirada hacia el joven, que estaba desnudo hasta la cintura, con los brazos detrás de la cabeza, como si estuviera posando para impresionarla. Varias cicatrices cruzaban el pecho musculoso. Se incorporó hasta quedar medio sentado, lo cual hizo que las pieles se deslizaran de forma alarmante. Elaine apartó la mirada.

– Ten cuidado, joven estúpido. No es una soldadera a la que puedas impresionar con tus cicatrices -dijo el paladín.

– Tal vez una enfermera se deje impresionar también por ellas.

Fredric emitió un sonido entre suspiro y bufido.

– Tal vez, pero ella tampoco es una enfermera. Es una joven y tú la estás avergonzando.

– Si no permites a Elaine que eche un vistazo a tus heridas, entonces deberé hacerlo yo mismo -dijo Konrad con voz cansina-. Eso significa que las heridas de tu amigo inconsciente tendrán que esperar. Después de lo que hizo por ti, creí que colaborarías.

Fredric se incorporó sobre un codo, mientras con la otra mano seguía apretando las pieles.

– ¿Está realmente herido?

– Ha perdido un brazo, y además ha conjurado un hechizo como nunca antes había visto. Como mínimo debe de estar profundamente agotado, si no algo peor.

El paladín frunció el ceño.

– No te apartes de su lado si de veras está enfermo. Permitiré a tu enfermera que me… atienda, pero tal vez sea ella quien prefiera que otra persona se ocupe de nuestras heridas. Parece sentirse incómoda en presencia de dos extraños casi desnudos, independientemente de que estemos heridos o no.

– Elaine está bien -dijo Konrad sin volver la vista atrás. Había un leve tono de exasperación en su voz, pero eso era todo. La trataba como a un perro fiel.

La cara de Elaine debió de reflejar sus sentimientos, porque Fredric le dijo:

– Si prefieres que venga un hombre en tu lugar, lo entenderemos. Creo que tu amigo no es consciente de lo incómoda que te sientes.

Elaine negó con la cabeza.

– Si Konrad dice que no importa, es que no importa -replicó, aunque no pudo evitar que su voz denotara cierto enojo.

– Aja -comentó Fredric, quien volvió a recostarse con las manos ahora relajadas sobre las pieles-. Algunas personas están más ciegas que las demás ante aquello que ven todos los días.

El hecho de que un perfecto desconocido pudiera darse cuenta tan rápido de sus sentimientos, sumado a la indiferencia que demostraba Konrad, hirió a Elaine, que habría preferido que el paladín le hubiera asestado una puñalada a que la mirase con aquellos ojos compasivos y amables.

– ¿Permitirás que te examine las heridas? -dijo Elaine esquivando su mirada.

Le resultaba demasiado doloroso comprobar que para el paladín sus sentimientos eran obvios. Prefirió intentar que pensara que se trataba de pudor, aunque Elaine temía que éste supiera exactamente por qué no se atrevía a mirarlo a los ojos.

– De acuerdo. -Esas dos palabras estaban cargadas de dignidad.

Elaine lanzó una mirada fugaz a su rostro, ahora neutro, prudente. No la avergonzaría a propósito; estaba segura de ello, como si el paladín lo hubiera dicho en voz alta.

Elaine asió uno de los extremos de las pieles blancas. Fredric alzó las manos levemente para permitir que retirara las mantas. Elaine las retiró despacio, dejando al descubierto una estrecha franja de pálida piel con cada movimiento. En el brazo izquierdo había una mordedura que todavía sangraba. Le quedaría una fea cicatriz de recuerdo, pero no era nada serio, a menos que se infectara. Las infecciones se llevaban a la tumba a gran cantidad de guerreros, a pesar de que la herida en sí no fuera mortal.

Casi en el centro del pecho vio la marca de una cicatriz, y la recorrió suavemente con las puntas de los dedos. La piel era áspera y estaba abultada, como era habitual en las cicatrices. Abandonó la cicatriz para pasar los dedos por todo el pecho, como para comprobar que el resto de la piel era suave y sin imperfecciones, y después volvió a la cicatriz, aún más blanca debido a su antigüedad, una vieja cicatriz, justo por encima del corazón. Algo de gran tamaño le había atravesado la piel justo ahí, hacía ya mucho tiempo.

– Ésta fue una estocada mortal -comentó Elaine.

– En efecto. Silvanus también me salvó de ésa. -Se acarició la cicatriz con los gruesos dedos, con la mirada perdida en los recuerdos-. Fue un buen golpe, directo al corazón.

– ¿Cuántas veces te ha devuelto la vida Silvanus?

– Tres, contando con la de hoy.

– Pero eso es… es…

Elaine no tenía palabras para expresar lo que pensaba. Había visto a tantos morir de heridas ni la mitad de serias que esa estocada en el corazón. Claro estaba que Fredric también había muerto, sólo que no para siempre. A Elaine le parecía algo atroz… y al mismo tiempo magnífico.

La joven retiró las mantas uno o dos palmos más. El vientre era plano y fuerte. Más abajo del estómago se encontraba la herida que lo había matado en esta ocasión. Elaine dobló cuidadosamente las pieles justo por debajo de la cintura. Pero en seguida decidió que tal vez sería mejor retirarlas un poco más. Después ajustó con firmeza las pieles justo por debajo de los huesos de la cadera. La piel blanca y suave que le recubría el abdomen había quedado arruinada.

Las zarpas lo habían desgarrado en jirones. Los colmillos habían arrancado grandes trozos de carne del estómago, ahora ausentes. Aun cuando no hubiera muerto a causa de la herida, habría sido imposible sanarla. No quedaba la carne suficiente para rellenar el hueco que las bestias habían dejado. Los lobos habían devorado la carne más allá del músculo, abriéndose camino con sus fauces hacia el estómago e intestinos. Aquello no era como suturar los bordes de una herida de gran tamaño o como recomponer un corazón perforado. Faltaban grandes trozos de carne, que habían sido devorados antes de que él volviera a la vida. El tejido de la cicatriz era un gran montículo rosado que cubría gran parte del estómago.

Elaine tocó la herida. Casi podía sentir la nueva carne cediendo ante la presión de sus dedos. El tejido de la cicatriz sostenía el estómago y el intestino, allí donde nunca debería haber habido una cicatriz semejante.

– ¿Son éstas tus únicas heridas? -preguntó Elaine.

– Creo que también tengo herida la pierna izquierda. -Las manos volvieron a agarrar fuertemente las pieles-. Puedes destapar la pierna. -Estaba claro que no le permitiría seguir retirando las pieles.

Elaine hizo lo indicado y descubrió la pierna izquierda, doblando las pieles hasta la altura de la mitad del muslo. El cuerpo del paladín quedó de ese modo casi desnudo, salvo por una franja de pieles sobre las ingles y la otra pierna, todavía cubierta. La pierna que quedó al descubierto era muy larga y musculosa. Los cabellos blancos habían hecho pensar a Elaine que Fredric era un anciano, más viejo que Jonathan, pero el cuerpo correspondía al de un joven.

Las zarpas le habían cortado el ligamento de la corva. La herida había sanado en parte, y la carne del fondo había quedado soldada en una masa rosada. Los labios de la herida todavía estaban abiertos allí donde las zarpas habían desgarrado la carne, pero el daño más grave ya había sido reparado.

– ¿Cómo es posible que sólo curara tus heridas en parte? ¿Cómo supo la magia reconocer tu peor herida? ¿Tal vez porque, en caso de curar heridas de menor importancia antes de la que provocó la muerte, el hechizo no surtiría efecto?

Fredric soltó una carcajada.

– Muchacha, no lo sé. No soy sacerdote. He visto a Silvanus hacer muchas cosas fantásticas, pero nunca se me ocurrió preguntarle cómo lo hace.

Elaine observó su cara transformada por la risa. Estaba perpleja.

– ¿No te interesa saber cómo funciona?

El paladín alzó sus anchas espaldas en un gesto de indiferencia.

– Mientras funcione, eso es lo que importa.

– Hablas como un guerrero sin ninguna afición -dijo Randwulf.

Elaine se volvió hacia el que había considerado más joven. Aunque, tras ver el cuerpo de Fredric, ya no estaba tan segura. Randwulf en efecto parecía más joven por su manera de actuar, pero tal vez no lo era en edad.

Randwulf estaba tumbado sobre las pieles, desnudo, con excepción de unos calzones blancos. Elaine se volvió hacia el lado contrario y clavó la mirada en la pared de la tienda.

– ¿Dónde está la herida que te mató? -El simple hecho de formular aquella pregunta sonaba ridículo.

– ¿No prefieres buscarla tú misma, como has hecho con Fredric?

– Creo que no.

– Elaine, ¿puedes ayudarme? -preguntó Konrad.

La muchacha dejó escapar un suspiro que había estado reprimiendo sin saberlo. Si Konrad necesitaba su ayuda en aquel momento, era muy probable que se ocupara de Randwulf él mismo. Aquel hombre de ojos oscuros y cabellos rizados ansiaba demasiado que lo tocara.

Se acercó a Konrad, que seguía arrodillado al lado del elfo inconsciente. Había cortado la manga del brazo desgarrado del que sólo quedaba un palmo. Tendría que haberse visto el hueso desnudo y la carne desgarrada en jirones, y sin embargo su aspecto era suave. La piel se había vuelto a unir, ocultando el extremo del brazo en un muñón redondeado de piel dorada.

– ¿Está recuperándose? -preguntó Elaine.

Konrad asintió con la cabeza.

– Eso creo.

– ¿Para qué necesitas mi ayuda? -preguntó Elaine.

– Necesito una segunda opinión.

Elaine lo miró. Su atractivo perfil tenía una expresión seria; no estaba bromeando. Giró el rostro hacia ella. Los ojos verdes examinaron los suyos. De haberse tratado de otra persona, Elaine hubiera dicho que parecía inseguro.

– Si se tratara de un amputado normal, habría cauterizado la herida para que dejara de sangrar y para evitar la infección -Recorrió el muñón con una mano-. Pálpalo.

No deseaba hacerlo, pero Konrad nunca antes había pedido su opinión. Le había enseñado a limpiar y vendar heridas leves. Normalmente ella se ocupaba de examinar previamente a los heridos e informarle de quiénes eran los más graves. Una vez hecho esto, Elaine obedecía sus órdenes y actuaba en consecuencia. No era el momento de mostrarse aprensiva.

Elaine recorrió con los dedos el muñón. La piel era suave como la de un recién nacido; por debajo de ella no sobresalía ningún hueso cortante. El muñón era carnoso como si estuviera relleno en su extremo. Era terso, sólido, perfecto.

– Está curado -susurró Elaine.

Konrad asintió.

– ¿Crees que debo quemar el extremo del muñón?

– No, ya está curado. Quemarlo sólo provocaría una nueva herida, ¿no crees?

Elaine sabía que cauterizar la herida era inapropiado, pero no pudo evitar solicitar su aprobación. Se odió ligeramente por haber hecho esa pregunta.

Konrad miró fijamente al elfo, recorriendo con la mano el suave muñón.

– Creo que tienes razón. Sin embargo, por lo que he visto hasta ahora esto supera mis exiguos conocimientos. Casi no sé cómo atenderlos.

– Trata las heridas que no están del todo curadas y deja que las demás sigan su curso -propuso Elaine.

– ¿De veras lo crees así? ¿Has examinado a los otros dos?

– Todavía no he visto las heridas de Randwulf.

– Háblame de las heridas del paladín.

Una vez que Elaine hubo finalizado su informe, Konrad profirió un suspiro y se dirigió hacia Fredric.

– Examina a Randwulf -le indicó a Elaine.

La joven se quedó allí sentada por un momento, enojada. No estaba de humor para dejar que se burlaran de ella o que la martirizaran. Ya se había sentido lo bastante incómoda para todo el día.

Konrad se arrodilló al lado de Fredric y buscó con las manos las heridas de las que Elaine le había informado. No cuestionó su examen buscando otras posibles heridas, sino que fue directo a las zonas que Elaine le había mencionado. Era una prueba de confianza. Antes hubiera examinado personalmente a cada herido; ahora simplemente creía en su palabra. Tal vez no la amara pero la respetaba, y eso valía mucho para ella, lo bastante para arriesgarse a sufrir las burlas de Randwulf y a mucho más. El hecho de que él no la amara no significaba que ella no lo quisiera a él. Así es el amor. Una vez que aparece, no resulta tan fácil deshacerse de él.

Randwulf había vuelto a acurrucarse bajo las pieles. Por lo visto hacía demasiado frío en la tienda para coquetear tan descaradamente. Al ver que lo único que salía fuera de las pieles era su cabeza de rizos castaños, a Elaine le resultó más fácil acercarse a él. Tal vez sólo estaba bromeando y a la hora de la verdad se comportaría decentemente.

Y una vaca volando.

La sonrisa de Randwulf era encantadora, pero había algo diabólico en ella, un conocimiento demasiado íntimo en su mirada para ser dirigido a una joven desconocida. Parecía que supiera el aspecto que Elaine tenía desnuda o, como mínimo, que quisiera saberlo.

Elaine se ruborizó, pero la ira acompañó a la vergüenza. «Ya basta», pensó para sí. Se arrodilló ante la figura cubierta, con el ceño fruncido en una expresión de eficiencia.

– ¿Dónde te han herido? -Elaine dotó su voz de un tono frío y distante.

Él pareció no advertirlo.

– Oh, estoy gravemente herido por todas partes. Creo que es mejor que lo compruebes por ti misma. -Al decir esto, Randwulf apartó las mantas y Elaine bajó la mirada. Examinó el suelo como si su vida dependiera de ello.

El rostro de Randwulf apareció de repente en su campo de visión. Éste había apoyado la cabeza en su regazo, con la cara vuelta hacia ella.

– ¿No quieres ver mis heridas?

Elaine se puso en pie bruscamente. La cabeza se golpeó contra el suelo helado. Randwulf cerró los ojos.

– Ahora también me duele la cabeza.

– Eso espero -espetó Elaine.

Estaba enfadada con él, pero más aún consigo misma por permitir que la importunara de ese modo. Había atendido a unos cuantos desconocidos, pero ninguno se lo había puesto tan difícil. Era más fácil fingir que el contacto no era íntimo si el paciente colaboraba con la misma actitud.

– Ya está, ya lo he arreglado -dijo él.

Elaine temía alzar la mirada, pero finalmente lo hizo. Randwulf estaba tumbado, ahora cubierto hasta la barbilla. Su rostro, que asomaba por encima de las pieles, parecía muy joven. Tenía un aspecto pueril y adorable, pero el brillo de sus ojos era demasiado adulto para que resultara convincente. Pero por lo menos ya no estaba desnudo. Cualquier mejora en la situación sería bien recibida por Elaine.

Se arrodilló a su lado otra vez. Los dedos se curvaron sobre las pieles para retirarlas. Con los nudillos le rozó las mejillas. Alzó las pieles y la mano a la vez, para alejarla de su alcance. Si hubiera intentado besarla, Elaine se habría puesto en pie de un salto y habría dejado que se las arreglara él solo. Pero sus movimientos eran los de un gato. Un gato excesivamente sociable.

Elaine retiró despacio las pieles que lo cubrían, buscando heridas en el cuerpo del joven. Su piel no era tan blanca como la del paladín. Parecía que hubiera tomado el sol. El pecho y los brazos estaban bien torneados, pero eran más esbeltos que los de Fredric. Tampoco podía hacer gala de tantas cicatrices como su compañero. Había tenido más suerte, o tal vez era mejor guerrero, o se había iniciado recientemente en la vida aventurera. Elaine se decidió por esta última opción.

Ambos antebrazos presentaban mordeduras. Parecía como si sendos lobos lo hubieran asido cada uno por un brazo y hubieran tirado de él. Las heridas resultantes eran tremendas, pero no habían sido responsables de su muerte. El vientre plano de Randwulf estaba ileso, la piel suave.

Éste se recostó sobre las pieles, mientras una lenta sonrisa asomaba a su rostro. Parecía muy ufano consigo mismo. Elaine reprimió las ganas de darle una bofetada. Probablemente eso sólo le hubiera hecho reír. Y no tenía la menor intención de divertirle. Para su sorpresa, se dio cuenta de que deseaba hacerle daño. O como mínimo hacerle sentir tan incómodo como ella se había sentido antes.

Elaine respiró hondo y expulsó el aire muy despacio. Retiró las pieles más abajo de su cintura. Echó un rápido vistazo antes de pasar a examinar las piernas. Si la herida mortal estaba en sus partes íntimas, Konrad podía muy bien empezar a buscarla por sí mismo.

Sus piernas eran cortas, casi achaparradas, musculosas por la marcha, pero no presentaban ninguna herida. Una cicatriz blanca como un rayo petrificado recorría el muslo derecho, pero no había ninguna herida nueva.

Elaine suspiró.

– Date la vuelta, por favor.

Las heridas de Randwulf tenían que encontrarse, por supuesto, en un lugar poco habitual. Pero no podía haberlo hecho a propósito. Elaine pasó la mirada por la mueca de sus labios. El se estiró, con los brazos por encima de los hombros. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron. Era como un gato satisfecho que ya ha dado buena cuenta de su plato de leche. Sus ojos oscuros la miraron fijamente, como si ella fuera un pajarillo indefenso.

Konrad y Fredric se encontraban a tan sólo un metro de distancia. No podría hacerle nada. Simplemente estaba coqueteando o burlándose de ella o ambas cosas a un tiempo. Pero eso no significaba nada, nada que tuviera importancia real. El único poder que Randwulf tenía sobre ella era el que ella le diera; y ya le había dado demasiado.

– Date la vuelta, Randwulf, ahora. -Su voz era una buena imitación del tono que ponía Teresa cuando ya no podía soportar por más tiempo las tonterías de los niños o los juegos dentro de la casa.

Randwulf le guiñó un ojo, mientras su sonrisa se hacía aún más amplia. Se pasó las manos por el pecho y el vientre. Los ojos de Elaine siguieron el movimiento, que era justo lo que él quería. Las manos siguieron bajando, pero Elaine le agarró una muñeca y le retorció la piel en ambos sentidos a la vez. Randwulf lanzó un bufido de dolor.

– Date la vuelta para que te pueda ver las heridas o me veré obligada a rociar con sal las que ya he visto.

– No te atreverás -afirmó él, pero en sus ojos podía verse un atisbo de duda.

– La sal limpia las heridas y previene las infecciones.

Randwulf entrecerró los ojos como si no creyera lo que estaba oyendo. Pero debía de haber algo en la expresión de Elaine que lo convenció. Empezó a volverse lentamente, para darle tiempo de admirar su cuerpo.

Elaine puso la cara más seria que pudo, haciendo un esfuerzo consciente por recordar la que ponía Teresa en los momentos de máximo enfado. Esa mirada que siempre había ahuyentado a su hermano y a ella misma.

Randwulf no dejó de observarle la cara, intentando captar una reacción que no fuera la desaprobación. Sin éxito. Profirió un leve suspiro y se acomodó sobre el estómago, aunque con la cara vuelta hacia ella para seguir observándola.

Elaine, por su parte, miraba boquiabierta la zona de la nuca. Los cabellos del joven eran lo suficientemente largos para ocultar la herida por delante, pero ahora… Las fauces de los lobos le habían desgarrado la nuca, quebrando su espina dorsal. En la piel podían verse las marcas de los colmillos, pero la nuca aparecía de nuevo rellena, como un odre lleno de agua, y Randwulf se movía con la suficiente soltura como para saber que la rotura de la columna no había dejado secuelas. Las marcas de los colmillos estaban llenas de sangre como charcos de lluvia en miniatura.

Pero de la herida no manaba sangre, aunque ésta parecía estar en carne viva. La sangre estaba como mantenida en suspensión por alguna fuerza invisible. Tal vez al frotar la herida con un trapo mojado ésta volvería a sangrar. ¿Debían hacer que sangrara de nuevo? ¿Serían capaces de detener la hemorragia en ese caso? ¿Una sanación mágica?

Randwulf todavía observaba su rostro.

– ¿Tiene mal aspecto?

Randwulf era joven y atractivo, y la expresión horrorizada de Elaine lo perturbó.

Le había facilitado la manera de herirlo; para ello, Elaine sólo necesitaba mentirle. Y eso era lo único que no podía hacer.

– No es el aspecto de la herida, sino lo terrible que debió de haber sido. Tenías la columna rota, partida en dos. ¿Cómo puedes haberte recuperado?

– No lo sé -respondió.

– ¿Es la primera vez que… mueres? -preguntó Elaine.

Él se mordió el labio inferior, con cierta inseguridad en su mirada.

– Sí, la primera vez.

– ¿Tenías miedo?

– ¿De morir?

Elaine asintió.

– Tuve miedo cuando los lobos me aferraron los brazos con sus fauces y me retuvieron, tal como hubieran hecho dos hombres, cada uno por un lado. Entonces oí al hombre lobo detrás de mí. Sentía su aliento cálido y sonoro en mi nuca. Creo que grité. Por un solo instante sentí un dolor agudo y terrible; después, nada. No sentía nada. -Se pasó la mano por la nuca y palpó las marcas de los colmillos con las puntas de los dedos, con mucha suavidad-. El dolor se esfumó, pero sentí que me iba. Sentí que moría.

Elaine se limitó a mirarlo fijamente. No se le ocurría nada que decir.

– Elaine, ¿puedo hablar contigo? -dijo Konrad, ahora en pie, aunque encorvado debido a la escasa altura de la tienda. Se dirigió hacia la abertura de salida de ésta-. Mejor fuera.

Elaine hizo un esfuerzo por mantener una expresión neutra, se puso en pie y lo siguió hacia el exterior. El viento le azotó el rostro como una fría bofetada. Colocó la capucha en su sitio, luchando contra el viento para mantener el abrigo de pieles pegado al cuerpo.

Los largos cabellos de Konrad le cubrieron la cara, enredados por el gélido viento, al que daba la espalda. El abrigo ondeaba a su alrededor, pero no necesitaba arroparse porque ya lo hacía el viento por él. La tienda restallaba y daba sacudidas con cada ráfaga.

Konrad le pasó una mano por los hombros y la condujo a unos cuantos metros de la tienda. La mantuvo en el círculo que formaban sus brazos, para poder hablar por encima del aullido del viento y del golpeteo de las paredes de cuero de la tienda. Pero eso era todo. La proximidad física que a ella le hacía sentir una opresión en el pecho no significaba nada para él. Elaine volvió a recordárselo a sí misma, cuando Konrad se inclinó para hablarle, acercándose a su rostro.

– Si limpiamos las heridas, ¿crees que empezarán a sangrar otra vez y que no podremos detener la hemorragia? ¿Acaso la magia utilizada para sanarlas en parte afecta la manera como debemos atenderlos?

Elaine deseaba decir algo inteligente, y con certeza, pero eso hubiera sido una escandalosa mentira. Y había vidas en juego. No era momento de embustes.

– No lo sé.

– Sabes más de magia que yo -insistió Konrad.

Le estaba pidiendo de veras su opinión. Pero Elaine nunca había hecho alarde de sus conocimientos. Si no sabía algo, lo decía con toda claridad. Sin embargo, ahora se sentía poderosamente tentada. De la cara de Konrad la separaba la distancia de un beso. Y sus ojos la miraban, y la veían.

Elaine lanzó un profundo suspiro.

– Llevo muy pocos días estudiando magia, Konrad. No soy experta, pero Gersalius sí lo es. -Se sintió considerablemente complacida con este último pensamiento, satisfecha por habérsele ocurrido una buena idea, si no una buena respuesta.

– No puedo dejarlos solos. ¿Podrías tú hablar con el mago y volver para contármelo?

– Podría quedarme con ellos mientras tú hablas con Gersalius.

Era una generosa oferta. Lo último que Elaine deseaba era volver a la tienda. La mirada seria de Randwulf y el tono de su voz al contar el relato de su muerte la habían asustado. Prefería incluso sus burlas e insinuaciones.

– No, si pasa algo yo soy el mejor sanador del campamento; o, por lo menos, el único que está consciente. Además, el mago hablará con más franqueza contigo, ¿no crees?

Nuevamente le estaba pidiendo su opinión. Esta vez sí podría dar una respuesta.

– Sí, eso creo.

– Entonces ve a hablar con el mago. Yo esperaré aquí y no haré nada a menos que se trate de una emergencia.

– En seguida vuelvo -dijo Elaine.

Konrad asintió con un gesto brusco de cabeza, casi una reverencia, y se encorvó para volver a entrar en la tienda. Elaine se quedó quieta todavía un instante, en medio del viento incesante. Konrad le había pedido su opinión dos veces en un día. No sólo era un récord; era un prodigio que no podía durar. ¿Qué era lo que estaba cambiando en él?

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