Aquella noche hacía un frío glacial. Sentado al lado del fuego del campamento, Jonathan se dedicaba a mirar las llamas anaranjadas hasta que le dolían los ojos; después volvía la vista hacia la oscuridad, cegado por la luz. Teresa hacía guardia en las afueras, acurrucada en su abrigo. Era Konrad quien estaba de guardia cuando Jonathan había tomado asiento. ¿Cuánto tiempo llevaba allí, al lado del fuego?
Quería llamar a su mujer para hablar, pero no lo hizo. Ésta se encontraba sentada en la fría oscuridad, en un lugar en el que sus ojos no se veían afectados por las llamas, y lo suficientemente lejos de las tiendas para poder apreciar cualquier cosa que se acercara a ellas.
Teresa estaba haciendo guardia, y no debía distraerla. Su presencia ante el fuego con toda seguridad ya le resultaba lo bastante inquietante. Estaría preocupada por su estado de ánimo. Cuando permanecía inmóvil durante tanto tiempo, pensativo, con frecuencia era mala señal. Solía caer entonces en un estado depresivo, pero en este caso no se trataba de eso, sino que estaba intentando entender lo que había presenciado ese día.
Jonathan siempre había creído que la magia era maléfica por naturaleza o, como mínimo, que su carácter era débil e indolente. La mayoría de los méritos de la magia podían conseguirse también mediante el trabajo honrado. Tal vez una misma tarea resultaría más dura, o llevaría más tiempo, pero era posible.
Pero aquello… resucitar a los muertos y devolverles la verdadera vida… Jonathan acercó las manos a las llamas hasta que sintió que le hervía la sangre. El fuego no parecía calentar lo suficiente. Tal vez la sensación de frío no radicaba en el cuerpo, sino en algo mucho más profundo.
Habían montado la tienda adicional para emergencias junto a la suave elevación de la colina que se encontraba a sus espaldas. El sacerdote elfo y su hija la ocupaban ahora, seguros tras las paredes de cuero. Y los dos hombres, antes muertos, se habían retirado a sus respectivas esteras. Aunque parecían cansados, su estado no había empeorado. ¿Cómo era posible?
Oyó un leve ruido tras él que lo hizo volverse bruscamente, con el corazón en la garganta. Era Elaine, arropada en su abrigo blanco, en el que aún se veían manchas de sangre aquí y allá.
Era la última persona a la que Jonathan deseaba ver.
Pero allí estaba, de pie, con una expresión insegura en el rostro, como si supiera que no era bienvenida. El dolor que reflejaban sus ojos azul turquesa lo hirió como un cuchillo. No quería lastimarla. Por ella había traicionado todo aquello en lo que creía. Le había salvado la vida, pero ¿no habría puesto en peligro tal vez algo más valioso? ¿De quién era la culpa? ¿Suya? ¿De nadie?
Le alargó una mano. Ella sonrió y avanzó hacia él, aceptando la mano que se le ofrecía. El la atrajo hacia el círculo de sus brazos y de su abrigo, igual que cuando era pequeña.
Con un suspiro, Elaine se acurrucó en su pecho. Exactamente igual que cuando tenía diez años, cuando Jonathan por primera vez tuvo a un niño en sus brazos y le dijo las mentiras que dicen todos los padres, que el mundo era justo y que sus brazos de adulto podían protegerla de todo mal. Notaba sus suaves cabellos en la cara, que olían a hierbas y a… ella. El aroma tibio de un niño, que ningún perfume podría ocultar.
– ¿Todo esto ha sucedido realmente? -preguntó Elaine en un susurro.
– ¿A qué te refieres?
– Al elfo. Resucitó a dos hombres de la muerte; lo he presenciado, pero todavía no puedo creerlo.
– Yo tampoco podría creerlo de no haberlo visto con mis propios ojos.
– Thordin y Gersalius dijeron que ningún sacerdote sería capaz de resucitar a los muertos en Kartakass. ¿Por qué?
– No lo sé.
– ¿Sabías que Gersalius es extranjero, como Thordin? -preguntó Elaine.
– No, no lo sabía. -Jonathan se preguntó qué otras cosas desconocía del mago.
– ¿Acaso el elfo podría sanar a Calum?
Jonathan permaneció inmóvil. Había estado tan ocupado con sus elucubraciones acerca de la magia y el estado de las almas, que se había olvidado por completo de la enfermedad de Calum. Tenía que ser ella, la corrupta maga, quien le recordara a Calum y su sufrimiento. Jonathan se sintió avergonzado tanto por su mala memoria como por su suspicacia.
– No lo sé. Thordin nos contó que podían curar heridas, lesiones, pero no dijo nada de enfermedades o de la vejez.
– Quizá Calum llevaría mejor el hecho de ser un anciano si no tuviera tanto dolor.
Elaine alzó la vista, con la cabeza todavía apoyada en su hombro. Era un gesto familiar; por un momento, la niña volvía a mirarlo. Después se enderezó, sin apartarse de él, para mirarlo directamente a la cara, con sus ojos sinceros e implacables.
– ¿Me odias?
Tras haber formulado la pregunta, no apartó la vista; al contrario, buscó sus ojos. Fuera cual fuera la respuesta, Jonathan tendría que decírsela a aquellos ojos turquesa que conocía tan bien.
– Nunca podría odiarte, Elaine, y tú lo sabes.
Ella le escrutó el rostro, como buscando alguna pista.
– Sé que odias la magia y a todos los que la practican. Ahora yo soy maga, o por lo menos estoy estudiando para convertirme en una. Odias el hecho de que albergue magia en mi interior. -La última frase era una afirmación.
Jonathan tuvo que apartar la mirada de aquellos ojos inquisidores. En su lugar, miró fijamente a las llamas.
Elaine lo cogió por la barbilla y lo obligó a girar la cara hacia ella.
– No me digas una verdad a medias.
– Te quiero tanto como si fueras carne de mi carne.
– No era ésa la pregunta.
Elaine seguía mostrándose implacable. Teresa era la mujer más valiente que había conocido nunca, pero tal vez ni siquiera ella se habría atrevido a forzar aquella pregunta. Quizá no habría preguntado nada en absoluto; casi nadie lo hubiera hecho, por miedo a la respuesta.
– Preferiría que no fueras maga, Elaine.
– Lo sé -contestó ella, frunciendo el entrecejo-. ¿Odias ese hecho? ¿Prefieres que me vaya? -Ahora le tocó a ella apartar el rostro. Se acurrucó aún más en él, pero esquivó sus ojos-. No quería hacer esa pregunta, pero no puedo soportar ver que me odias, Jonathan.
Alzó la vista de repente. El dolor que se veía en sus ojos era tan intenso que Jonathan no pudo reprimir un grito ahogado.
– Prefiero alejarme que tener que presenciar el miedo que crece en vuestro interior -añadió Elaine.
– ¿Miedo? Pero yo no…
– Lo vi en la expresión de Teresa cuando estábamos en la cabaña la otra noche. También vi tu rostro después de mi visión. -Elaine negó con la cabeza-. Ambos me temíais.
– Tal vez teníamos miedo de tus nuevos poderes, pero no de ti. -Jonathan la abrazó y apoyó la barbilla sobre su rubia cabellera-. De ti nunca.
– Sé que me mientes -dijo la muchacha con la voz ahogada en llanto-. Puedo leer tus pensamientos como las palabras escritas en un libro.
Jonathan se apartó de ella, casi tropezando con el fuego. Sentía el corazón atascado en la garganta. Sus labios dieron forma a la palabra, que quedó sin pronunciar, un siseo entre dientes:
– Bruja.
Los ojos de Elaine brillaron anegados en lágrimas, a punto de desbordarse. Intentó abrir los ojos lo más que pudo para evitar el llanto.
– Ahora ya tengo mi respuesta.
Se puso en pie y se arrebujó en su abrigo como si éste pudiera protegerla de algo más que del frío.
– Cuando volvamos de Cortton, recogeré mis cosas y me iré con Gersalius. Podemos regresar a su casa. No creo que le importe el hecho de que pueda leer sus pensamientos.
Después dio media vuelta y se dirigió hacia su tienda, con la espalda muy recta y andares seguros, orgullosa, agarrotada por el dolor.
Jonathan quería llamarla para decirle que lo sentía. En efecto, lo sentía mucho, en lo más profundo de su ser. Pero había dedicado toda su vida a luchar contra la magia. No podía cambiar eso ahora. De no haberse encarado con él, podrían haber seguido fingiendo. Pero si podía leer sus pensamientos… era inútil.
Se sentó muy recto, acurrucándose en su abrigo. Teresa se acercó a él.
– ¿De qué estabais hablando Elaine y tú? -Se arrodilló ante el fuego para calentarse las manos.
Jonathan no respondió en seguida. No quería admitir ante su esposa su necedad, aunque si alguien conocía sus debilidades, ésa era Teresa. Lo asombroso era que siguiera a su lado.
– Dime, Jonathan. Se alejó de ti llorando.
– Me preguntó si la odiaba por ser maga.
– ¿Y dijiste que sí? -preguntó con voz indignada.
Jonathan alzó la vista, airado.
– ¡Por supuesto que no!
– Entonces, ¿qué pasó? -La expresión de su cara era ya colérica, ceñuda y suspicaz.
– Leyó mis pensamientos. Puedo mentir con las palabras; puedo incluso mentir con los ojos y con los gestos… pero, Teresa, ¿quién puede mentir con la mente?
Teresa se puso en pie como un torbellino, arrastrando el abrigo sobre el fuego, haciendo que éste desprendiera un remolino de chispas hacia el cielo. Empezó a dar grandes zancadas alrededor de la hoguera como un animal enjaulado, cada uno de sus movimientos impregnado de ira.
– ¿Y qué dijo tras haber leído tus pensamientos?
– Dijo…
Pero Jonathan no pudo continuar. Decírselo en voz alta a Teresa sería como permitir que se convirtiera en realidad. Si se lo decía a los demás, Elaine se iría, y él habría perdido la oportunidad de disculparse, de suplicarle que no se fuera.
– Jonathan. -Teresa lo interpeló desde el otro lado de la hoguera, con los brazos en jarras. Las llamas bañaban su rostro en fuertes contrastes de luces y sombras intermitentes-. ¿Qué dijo?
– Lo arreglaré. Hablaré con ella.
– Jonathan… -Teresa dejó caer las manos a ambos lados y se quedó allí de pie, como una columna de fuego-. Se marcha, ¿es eso?
Jonathan quería mirar hacia otro lado para no ver sus ojos acusadores, pero se obligó a no moverse, a no parpadear, a no flaquear. En su memoria quedaría grabada para siempre la decepción de Teresa. El desprecio.
– Le dije que la quería tanto como a una hija.
– Pero no pudiste ocultar tu odio hacia su magia.
Teresa masculló cada una de sus palabras, para después escupírselas. Nunca la había visto tan furiosa, por lo menos, no con él. Y se asustó.
– Sabía que odio la magia. Pero no es eso lo que más le molesta-se defendió.
– ¿De qué se trata entonces?
– El hecho de que temamos sus poderes. Eso es lo que no puede aceptar.
– ¿Cree que nosotros la tememos?
– Me dijo que tras la otra noche en la cabaña pudo percibir que le tenías miedo.
Teresa apartó la vista un momento, para luego volver a mirarlo. La ira, aunque justificada, se desvaneció de su rostro.
– Está en lo cierto.
– Lo sé -susurró Jonathan.
Se miraron uno al otro por encima del crepitante fuego. Una rama se quebró con un ruido seco, lo que avivó la hoguera y arrojó chispas que iluminaron la oscuridad del cielo. El chisporroteo de las llamas recordaba el murmullo de voces en una habitación contigua.
– ¿Qué vamos a hacer, Jonathan?
– Tal vez podríamos pedir ayuda al mago.
– ¿Harías eso? ¿Pedirle consejo a un mago en una cuestión tan personal? -preguntó atónita.
– Haría casi cualquier cosa con tal de que Elaine se quede.
Teresa sonrió, y algo se relajó en el interior de Jonathan. Se sintió como si alguien le hubiera concedido un aplazamiento de una pena de muerte. Lo había perdonado.
Teresa rodeó la hoguera para abrazarlo y posar la barbilla sobre la cabeza de Jonathan.
– Si ninguno de nosotros quiere que se marche, seguramente se quedará.
Jonathan no dijo nada, y el silencio era casi como una mentira. Había visto la expresión de la cara de Elaine, y había sentido cómo se apartaba de sus brazos. Si podía leer sus pensamientos, y éstos eran incontrolables… Pero no dijo nada. No quería discutir con Teresa esa noche. Necesitaba tanto su abrazo que no se atrevía a arriesgarse.
– Elaine preguntó si el elfo no podría tal vez curar a Calum.
Teresa se quedó muy quieta, todavía apoyada en él. Sabía que estaba dándole vueltas a la idea.
– ¿De veras crees que podría salvarlo?
– Ha resucitado a dos muertos, Teresa. Después de eso, lo creo capaz de cualquier cosa.
Teresa se dejó caer de rodillas, sin dejar de abrazarlo.
– Si pudiera salvar a Calum… Debemos pedirle que vaya a verlo.
– Hoy sufrió una herida grave, perdió un brazo. ¿Crees que está en condiciones de viajar durante días en medio de este frío, solo con sus acompañantes?
– Nosotros iremos con ellos.
– Calum nos encargó esta misión. Si el elfo Silvanus no puede sanarlo, Cortton será nuestra última oportunidad de luchar contra el mal a petición de Calum. No puedo fallarle ahora.
– Pero ¿y si realmente hay una posibilidad de que lo cure?
– Podemos hablarle mañana a Silvanus del mal que aqueja a Calum. Es posible que no sea capaz de curar una enfermedad, sobre todo si se trata de una dolencia derivada de su avanzada edad.
– Mi madre era mucho más anciana que Calum y murió tranquilamente en su lecho mientras dormía. Ser anciano no implica acabar los días con semejante suplicio.
Jonathan le propinó unas palmaditas en la mano.
– Me alegro de oír eso.
Ella sonrió de repente.
– No eres tan viejo.
– Digamos que ya no soy joven.
Teresa lo abrazó con fuerza.
– Eso no es lo mismo que ser viejo.
No se lo rebatió. No tenía ganas de discutir. El hecho de ver el robusto cuerpo de Calum consumido por el dolor y la edad había despertado en Jonathan la conciencia de su propia mortalidad como nunca antes ninguna batalla pasada..
– Hablaremos mañana con Elaine -dijo Teresa.
El asintió.
– Mañana, sí.
Al día siguiente hablarían con Elaine. Conversarían también con el sanador, y tal vez Silvanus les dijera que podía salvar a Calum Songmaster. Pero, pese a todo lo que había presenciado aquel día, Jonathan seguía sin poder creerlo. Era tan irreal como un sueño. Desconfiaba de cualquiera que le prometiera concederle los deseos de su corazón. Aquella clase de sanación seguía siendo una forma de magia. Y la magia con frecuencia prometía a las personas aquello que más querían, para luego encontrar la manera de incumplir su promesa. Jonathan temía que su mayor anhelo se convirtiera en realidad a condición de que no le importara que los demonios se dieran un banquete con su corazón.
– Vamos a dormir.
Teresa lo ayudó a levantarse. Tenía las rodillas entumecidas por haber estado tanto tiempo sentado a la intemperie, incluso con el fuego tan cerca. Hacía unos cuantos años el frío no hubiera afectado a sus huesos de ese modo.
Teresa lo besó con ternura en una mejilla, como si ella también pudiera leer sus lúgubres pensamientos.
– Por la mañana lo verás todo de otro color, esposo mío, te lo prometo.
Jonathan sonrió y le hizo creer que pensaba igual que ella. Pero era mentira. Una mentira que sus ojos expresaban en voz alta. Quizá, si practicaba lo suficiente, podría engañar también a Elaine. Pero evitar que le leyera la mente le parecía más difícil. Quizá el mago tuviera un remedio para eso.
¿Podía permitir que un mago, cualquier mago, lo hechizara? No lo creía posible. Pero albergaba una vaga esperanza. Por el amor de Elaine, necesitaba esa esperanza.