Capítulo siete — El etanol en W3

No hay que dar el menor crédito a la opinión… de que los demonios actúan como mensajeros e intermediarios entre los dioses y los hombres para elevar todas nuestras peticiones a los dioses, y para conseguirnos su ayuda. Por el contrario, debemos creer que se trata de espíritus ansiosos por causar daño, totalmente apartados de la rectitud, llenos de orgullo y de envidia, sutiles en el arte de engañar…

SAN AGUSTÍN La Ciudad de Dios, VIII, 22



Que surgirán nuevas herejías lo afirma la profecía de Cristo, pero que tendrán que abolirse las antiguas, eso no lo podemos predecir.

THOMAS BROWNE Religio Medici, I, 8 (1642)


Había planeado ir a buscar a Vaygay al aeropuerto de Albuquerque y llevarlo a Argos en su Thunderbird. El resto de la delegación soviética viajaría en los autos del observatorio. A Ellie le hubiera encantado conducir a toda velocidad en el fresco aire del amanecer, escoltada tal vez por la guardia de honor de los conejos. Además, pensaba mantener una larga conversación privada con Vaygay durante el regreso. Sin embargo, los nuevos agentes de seguridad vetaron su idea. El sobrio anuncio que efectuó la Presidenta dos semanas antes al concluir su conferencia de prensa, había atraído a multitudes a ese aislado punto del desierto. Teóricamente podía haber algún brote de violencia, le aseguraron a Ellie. En el futuro debería movilizarse siempre en vehículos oficiales, y con una discreta custodia armada. La pequeña comitiva se encaminaba a Albuquerque a una velocidad tan moderada, que, sin darse cuenta, Ellie iba presionando un acelerador imaginario sobre la alfombra de goma que tenía bajo los pies.

Sería un placer volver a estar con Vaygay. Lo había visto por última vez en Moscú, tres años antes, durante uno de esos períodos en que a él se le prohibía visitar Occidente. Las autorizaciones para viajar al exterior se conseguían con mayor o menor facilidad según Riera cambiando la política oficial, y según el propio e imprevisible comportamiento de Vaygay. Solían negarle el permiso a consecuencia de alguna mínima provocación política de su parte, pero después volvían a otorgárselo cuando no encontraban a nadie de su nivel que encabezara alguna delegación científica. Recibía invitaciones del mundo entero para participar en seminarios, conferencias, coloquios, grupos de estudio y comisiones internacionales. En su calidad de premio Nobel de física y miembro activo de la Academia Soviética de Ciencias, gozaba de más independencia que la mayoría de sus compatriotas.

A menudo parecía estar en equilibrio precario en el límite exterior de la paciencia y la restricción de la ortodoxia gubernamental.

Su nombre completo era Vasily Gregorovich Lunacharsky, conocido en la comunidad mundial de físicos como Vaygay. Sus relaciones ambiguas con el régimen soviético intrigaban a Ellie y a muchos occidentales. Era pariente lejano de Anatoly Vasilyevich Lunacharsky, viejo colega bolchevique de Gorky, Lenín y Trotsky. El otro Lunacharsky había ejercido luego las funciones de comisario del pueblo para Educación, y embajador soviético en España hasta su muerte, acaecida en 1933. La madre de Vaygay había sido judía, y se comentaba que él había trabajado en armas nucleares, aunque era demasiado joven como para haber desempeñado un papel preponderante en la primera explosión termonuclear de los soviéticos.

Su instituto contaba con buen instrumental y un plantel de calidad, y su productividad científica era prodigiosa, pese a algunos obstáculos que le presentaba el Comité para la Seguridad del Estado. A pesar de los fluctuantes permisos para viajar al extranjero, era asiduo concurrente a las principales conferencias internacionales, incluso al simposio «Rochester» sobre física de alta energía, el encuentro «Texas» sobre la astrofísica relativista y las informales reuniones científicas «Pugwash» convocadas para hallar formas de reducir la tensión internacional.

Ellie sabía que, en la década de 1960, Vaygay visitó la Universidad de California y se quedó maravillado con la proliferación de irreverentes, escatológicas y descabelladas consignas impresas en botones prendedores, que permitían — rememoró ella con nostalgia — conocer a simple vista las inclinaciones sociales de una persona. Los distintivos también eran muy populares en la Unión Soviética, pero por lo general las inscripciones eran elogios para el equipo «Dynamo» de fútbol o para algunas de las naves espaciales de la serie Luna, que fueron las primeras en llegar a nuestro satélite. Los botones de Berkeley eran distintos. Vaygay los compraba por docenas, pero le encantaba ponerse uno en particular, del tamaño de la palma de su mano, que decía «Ruegue por el Sexo». Lo usaba incluso para asistir a las reuniones científicas. Cuando le preguntaban por qué le gustaba tanto, respondía:

— En el país de ustedes, es ofensivo en un solo sentido. En mi patria, resultaría ofensivo de dos maneras diferentes.

Si se le presionaba para que lo aclarara, comentaba que su famoso pariente bolchevique había escrito un libro relativo al lugar que debía ocupar la religión en el mundo socialista. Desde ese entonces, su dominio del inglés había mejorado notablemente — mucho más que el ruso que hablaba Ellie, pero su propensión a usar injuriosos prendedores en la solapa, lamentablemente, disminuyó.

En una ocasión, durante una vehemente discusión respecto de los méritos relativos de ambos sistemas políticos, Ellie se jactó de haber tenido la libertad de marchar frente a la Casa Blanca en una manifestación de protesta contra la intervención norteamericana en Vietnam. Vaygay replicó que en ese mismo período él había gozado de la misma libertad de marchar frente al Kremlin para protestar también por la injerencia norteamericana en la guerra de Vietnam.

Él nunca mostró deseos, por ejemplo, de fotografiar las barcazas llenas de malolientes desperdicios y las chillonas gaviotas que sobrevolaban la Estatua de la Libertad, como había hecho otro científico soviético el día en que ella los acompañó a viajar en ferry a Staten Island, en un descanso de un simposio realizado en Nueva York. Tampoco había fotografiado — como algunos de sus colegas — las casuchas derruidas y los ranchos de los barrios pobres de Puerto Rico en ocasión de una excursión en autocar que efectuaron desde un lujoso hotel sobre la playa hasta el observatorio de Arecibo. ¿A quién entregarían esas fotos? Ellie se imaginaba la enorme biblioteca de la KGB dedicada a las injusticias y contradicciones de la sociedad capitalista. Cuando se sentían desalentados por algunos fracasos de la sociedad soviética, ¿acaso les reconfortaba revisar las instantáneas de los imperfectos norteamericanos?

Había muchos científicos brillantes en la Unión Soviética a los que, por delitos conocidos, desde hacía décadas no se les permitía salir de Europa Oriental. Konstantinov, por ejemplo, viajó por primera vez a Occidente a mediados de los años sesenta. Cuando, en una reunión internacional en Varsovia, se le preguntó, por qué, respondió: «Porque los hijos de puta saben que, si me dejan partir, no vuelvo más.» Sin embargo, le permitieron salir durante el período en que mejoraron las relaciones científicas entre ambas naciones a fines de la década del sesenta y comienzos de la del setenta, y siempre regresó. No obstante, ya no se lo permitían y no le quedaba más remedio que enviar a sus colegas occidentales tarjetas en fin de año en las cuales aparecía él con aspecto desolado, la cabeza baja, sentado sobre una esfera debajo de la cual estaba la ecuación de Schwarzschild para obtener el radio de un agujero negro. Se hallaba en un profundo pozo de potencial, explicaba a quienes lo visitaban en Moscú, utilizando la metáfora de la física.

Jamás le concedieron permiso para volver a abandonar el país.

En respuesta a preguntas que se le formulaban, Vaygay sostenía que la revolución húngara de 1956 había sido organizada por criptofascistas, y que a la Primavera de Praga de 1968 la habían programado dirigentes no representativos, opositores del socialismo.

Sin embargo, añadía, si esas explicaciones no eran correctas, si se había tratado de verdaderos levantamientos populares, entonces su país había cometido un error al sofocarlos. Respecto al tema de Afganistán, ni siquiera se tomó el trabajo de citar las justificaciones oficiales. En una ocasión en que Ellie fue a visitarlo a su instituto, quiso mostrarle su radio de onda corta, en la que había marcado las frecuencias correspondientes a Londres, París y Washington, en prolijos caracteres cirílicos. Tenía la libertad, comentó, de escuchar la propaganda tendenciosa de todas las naciones.

Hubo una época en que muchos de sus colegas adoptaron la retórica nacional en lo concerniente al peligro amarillo. «Imagínese toda la frontera entre la China y la Unión Soviética, ocupada por soldados chinos, hombro a hombro, un ejército invasor», dijo uno de ellos, desafiando el poder de imaginación de Ellie. «Con la tasa de natalidad que tienen los chinos actualmente, ¿cuánto tiempo pasaría antes de que cruzaran todos la frontera?»

La respuesta fue una extraña mezcla de funestos presagios y gozo por la matemática.

«Nunca.» El hecho de apostar tantos soldados chinos en la frontera — explicó Lunacharsky — implicaría reducir automáticamente la tasa de natalidad; por ende, sus cálculos estaban equivocados. Lo dijo de tal modo que dio la impresión de que su posición contraria se debía al uso impropio de los modelos matemáticos, pero todos captaron su intención. En la peor época de tensión chino-soviética, jamás se dejó arrastrar por criterios paranoicos ni racistas.

A Ellie le fascinaban los samovares y comprendía por qué los rusos eran tan afectos a ellos. Tenía la sensación de que el Lunakhod, el exitoso vehículo lunar soviético con aspecto de bañera sobre ruedas, utilizaba cierta tecnología de samovar. En una ocasión Vaygay la llevó a ver una reproducción del Lunakhod que se exhibía en un parque de las afueras de Moscú. Allí, junto a un edificio destinado a la exposición de productos de la República Autónoma de Tadjikistan, había un enorme salón lleno de reproducciones de vehículos espaciales civiles. El Sputnik 1, la primera nave espacial orbital; el Sputnik 2, la primera nave que transportó a un animal, la perra Laika, que murió en el espacio; el Luna 2, la primera nave espacial en llegar a otro cuerpo celeste; el Luna 3, la primera nave espacial que fotografió el sector más lejano de la Luna; el Venera 7, la primera nave que aterrizó en otro planeta, y el Vostok 1, la primera nave tripulada por el héroe de la Unión Soviética, el cosmonauta Yury A. Gagarin, para realizar un vuelo orbital alrededor de la Tierra. Fuera, los niños trepaban a las aletas semejantes a toboganes, de un cohete de lanzamiento, con sus hermosos rizos y sus pañuelos rojos al viento a medida que se deslizaban hasta el suelo. La enorme isla soviética en el mar Ártico se llamaba Novaya Zemlya, Tierra Nueva. Fue allí donde, en 1961, hicieron detonar un arma termonuclear de cincuenta y ocho megatones, la mayor explosión obtenida hasta entonces por el ser humano. Sin embargo, ese día de primavera en particular, con tantos vendedores ambulantes que ofrecían el helado que tanto enorgullece a los moscovitas, con familias de paseo y un viejo sin dientes que les sonreía a Ellie y Lunacharsky como si fuesen enamorados, la vieja Tierra les parecía sobradamente hermosa.

En las poco habituales visitas de Ellie a Moscú o Leningrado, Vaygay organizaba programas para la noche. En grupos de seis u ocho asistían al ballet del Bolshoi o del Kirov, con entradas que Lunacharsky se ingeniaba para conseguir. Ellie agradecía a sus anfitriones la velada, y éstos le agradecían a ella ya que — explicaban —, sólo podían concurrir a dichos espectáculos en compañía de visitantes extranjeros. Vaygay nunca llevaba a su esposa, y por supuesto Ellie jamás la conoció. Él decía que su mujer era una médica dedicada por completo a sus pacientes. Ellie le preguntó una vez qué era lo que más lamentaba, ya que sus padres no habían cumplido nunca sus aspiraciones de irse a vivir a los Estados Unidos. «Lo único que lamento», respondió él con voz seria, «es que mi hija se haya casado con un búlgaro».

En una ocasión, Vaygay organizó una cena en un restaurante caucásico de Moscú, y contrató un tamada, un profesional para dirigir los brindis, de nombre Khaladze. El hombre era un maestro en ese arte, pero el dominio que tenía Ellie del ruso dejaba tanto que desear, que tuvo que hacerse traducir casi todos los brindis. Vaygay se volvió hacia ella y, sentando el tono que habría de imperar en la velada le comentó: «A los que beben sin brindar los llamamos alcohólicos.» Uno de los primeros brindis, relativamente mediocre, concluyó con deseos de «paz en todos los planetas», y Vaygay le explicó que la palabra mir significaba mundo, paz y una comunidad autónoma de campesinos que se remontaba hasta la antigüedad. Discutieron acerca de si había más paz en el mundo en las épocas en que las mayores unidades políticas eran del tamaño de una aldea. «Toda aldea es un planeta» aseguró Lunacharsky, levantando su copa. «Y todo planeta es una aldea», le contestó Ellie.

Esas reuniones solían ser no poco estruendosas. Se bebían enormes cantidades de coñac y vodka, pero nadie dio nunca la impresión de estar del todo ebrio. Se marchaban ruidosamente del restaurante a la una o dos de la madrugada y buscaban un taxi, por lo general, infructuosamente. Varias veces Vaygay la acompañó a pie el trayecto de cinco o seis kilómetros entre el restaurante y el hotel donde ella se alojaba. Él se comportaba como una especie de tío, atento, tolerante en sus juicios políticos, impetuoso en sus pronunciamientos científicos. Pese a que sus escapadas sexuales eran legendarias entre sus colegas, jamás se permitió siquiera despedir con un beso a Ellie. Eso la había intrigado siempre, aunque el cariño que sentía por ella era manifiesto.

Había numerosas mujeres en la comunidad científica soviética, comparativamente muchas más que en los Estados Unidos. No obstante, solían ocupar puestos de un nivel medio, y los científicos hombres, al igual que sus colegas norteamericanos, observaban con curiosidad a una mujer hermosa, de excelente formación profesional, que defendía con ardor sus opiniones. Algunos la interrumpían o fingían no oírla. Cuando eso ocurría, Lunacharsky acostumbraba a preguntar en un tono de voz más fuerte que el habitual:

«¿Qué dijo usted, doctora Arroway? No alcancé a oírle bien.»

Los demás entonces hacían silencio, y ella continuaba hablando sobre los detectores de galio impuro o sobre el contenido de etanol en la nube galáctica W3. La cantidad de alcohol de graduación 200 que había en esa sola nube interestelar era más que suficiente como para mantener la actual población de la Tierra, si cada adulto fuese un alcohólico empedernido, durante toda la vida del sistema solar. El tamada le agradeció la información. En los brindis siguientes, tejieron conjeturas respecto de si otras formas de vida se intoxicarían con etanol, si la ebriedad generalizada sería un problema de toda la Galaxia y si habría en cualquier otro mundo otra persona más competente para dirigir los brindis que Trofim Sergeivich Khaladze.

Al llegar al aeropuerto de Albuquerque se enteraron de que, milagrosamente, el vuelo comercial de Nueva York que traía a la delegación soviética había llegado con media hora de adelanto. Ellie encontró a Vaygay en la tienda de regalos regateando el precio de una chuchería. El debió de verla por el rabillo del ojo. Sin volverse, levantó un dedo.

— Un segundo, Arroway — dijo —. ¿Diecinueve con noventa y cinco? — continuó, dirigiéndose al indiferente vendedor —. Ayer vi unas idénticas en Nueva York a diecisiete con cincuenta. — Ellie se aproximó y vio que su amigo desparramaba un mazo de naipes con personas desnudas de ambos sexos en poses, que en ese momento se consideraban apenas indecorosas, pero que habrían escandalizado a la generación anterior. El dependiente trató de recoger las cartas mientras Lunacharsky se empeñaba en cubrir con ellas el mostrador. Vaygay ganó.

— Perdone, señor, pero yo no pongo los precios. Sólo trabajo aquí — se quejó el muchacho.

— ¿Ves los fallos de una economía planificada? — le comentó Vaygay a Ellie, al tiempo que entregaba un billete de veinte dólares —. En un verdadero sistema de libre empresa, probablemente compraría esto por quince dólares; quizá por doce noventa y cinco. No me mires así, Ellie, porque esto no es para mí. Contando los comodines, hay cincuenta y cuatro naipes, cada uno de ellos un hermoso obsequio para la gente que trabaja en mi instituto.

Sonriendo, Ellie lo tomó del brazo.

— Es un gusto verte de nuevo, Vaygay.

— Un raro placer, querida.

En el trayecto a Socorro, por acuerdo tácito, hablaron sólo de temas intrascendentes.

Valerian y el conductor, uno de los nuevos empleados de seguridad, ocupaban los asientos delanteros. Peter, que no era muy locuaz ni siquiera en circunstancias normales, se limitó a acomodarse en su butaca y escuchar la conversación, la cual rozó sólo tangencialmente la cuestión que habían venido a debatir los soviéticos: el tercer nivel del palimpsesto, el complejo y aún no descifrado Mensaje que estaban recibiendo en forma colectiva. Con cierta renuencia, el gobierno de los Estados Unidos había llegado a la conclusión de que la participación soviética era fundamental, sobre todo porque, debido a la gran intensidad de la señal procedente de Vega, hasta los radiotelescopios más modestos podían detectarla. Años atrás, los rusos habían tenido la precaución de desplegar una cantidad de telescopios pequeños a través de toda Eurasia, abarcando unos nueve mil kilómetros de la superficie de la Tierra, y en los últimos tiempos habían terminado de construir una importante estación cerca de Samarcanda. Además, había buques rastreadores de satélites que patrullaban tanto el Atlántico como el Pacífico.

Algunos de los datos obtenidos por los soviéticos eran innecesarios puesto que las mismas señales las registraban observatorios de Japón, la China, la India e Irak. De hecho, todos los radiotelescopios del mundo que tenían a Vega en su campo visual, estaban alertas. Los astrónomos de Inglaterra, Francia, los Países Bajos, Suecia, Alemania, Checoslovaquia, Canadá, Venezuela y Australia captaban pequeños fragmentos del Mensaje, y examinaban Vega desde el momento en que salía hasta su ocaso. El equipo detector de algunos observatorios no era suficientemente sensible como para diferenciar los impulsos individuales, pero de todos modos escuchaban el ruido borroso. Cada uno de esos países poseía una pieza del rompecabezas puesto que, como le había recordado Ellie a Kitz, la Tierra gira. Cada nación procuraba encontrarle sentido a los impulsos, pero era difícil. Nadie podía asegurar siquiera si el Mensaje estaba escrito en símbolos o en imágenes.

Era perfectamente factible que no se pudiera decodificar el Mensaje hasta que éste no regresara a la página uno — si es que regresaba —, y volviera a empezar con las instrucciones, con la clave para el descifrado. A lo mejor era un texto muy largo, pensó Ellie, o no recomenzará hasta pasado un siglo. Quizá no hubiese siquiera instrucciones. O tal vez el Mensaje (en todo el mundo ya se escribía con mayúscula) fuese una prueba de inteligencia, para que aquellos mundos que eran incapaces de decodificarlo no pudieran dar un uso incorrecto a su contenido. De pronto se le ocurrió que sentiría una profunda humillación por la especie humana si a final de cuentas no pudieran comprender el Mensaje. No bien los norteamericanos y soviéticos resolvieron colaborar y se suscribió solemnemente el Memorándum de Concordancia, todos los países que contaban con un radiotelescopio aceptaron cooperar. Se formó una suerte de Consorcio Mundial para el Mensaje, y de hecho la gente utilizaba esa expresión. Todos necesitaban del cerebro y de la información de los demás si pretendían descifrar el Mensaje.

Los diarios no hablaban de otra cosa, y se dedicaban a analizar los escasos datos conocidos: los números primos, la transmisión de las Olimpíadas, la existencia de un texto complicado. Era raro encontrar una sola persona en el planeta que, de una forma u otra, no tuviese noticia del Mensaje proveniente de Vega.

Las sectas religiosas, tanto las consolidadas como las marginales y otras inventadas al efecto, discutían los aspectos teológicos del Mensaje. Algunos sostenían que procedía de Dios, y otros, del diablo. Y lo más sorprendente, había quienes ni siquiera estaban seguros. Hubo un desagradable resurgimiento del interés por Hitler y el régimen nazi, y Vaygay le comentó a Ellie que había visto un total de ocho esvásticas en los avisos de la sección literaria del New York Times de ese domingo. Ellie le respondió que ocho era lo normal, pero sabía que exageraba; algunas semanas aparecían tan sólo dos o tres. Un grupo decía tener pruebas contundentes de que los platillos volantes se habían inventado en la Alemania de Hitler. Una nueva raza «no mestizada» de nazis había crecido en Vega, y ya estaba lista para bajar a arreglar los asuntos de la Tierra.

Había quienes consideraban abominable escuchar la señal e instaban a los observatorios a suspender sus tareas; otros la tomaban como un indicio de la Segunda Venida, auspiciaban la construcción de radiotelescopios más grandes aún y pedían que se los instalara en el espacio. Algunos se oponían a la idea de trabajar con los soviéticos aduciendo que podían suministrar información falsa, aunque en las longitudes que se superponían estaban dispuestos a aceptar los datos de iraquíes, indios, chinos y japoneses. También estaban los que percibían un cambio en el clima político mundial y sostenían que la existencia misma del Mensaje — aunque nunca se llegara a descifrarlo — estaba produciendo un efecto moderador en algunos de los países más belicosos. Dado que evidentemente la civilización transmisora era más avanzada que la nuestra, y como — al menos en los últimos veintiséis años — no se había autodestruido, algunos sacaban la conclusión de que no era inevitable que las civilizaciones tecnológicas se destruyeran a sí mismas. En un mundo que encaraba cautamente la forma de despojarse de las armas nucleares, pueblos enteros veían en el Mensaje un motivo de esperanza. Muchos lo consideraban la mejor noticia acaecida en largo tiempo. Durante décadas, los jóvenes habían tratado de no pensar detenidamente en el mañana. El Mensaje les daba a entender que quizás hubiese un futuro benigno, después de todo.

Los que se inclinaban por pronósticos tan alentadores a veces se inmiscuían en un terreno que, durante una década, había ocupado el movimiento milenarista. Algunos de estos últimos afirmaban que la inminente llegada del Tercer Milenio sería acompañada por el regreso de Jesús, de Buda, de Krishna o del Profeta, quien establecería sobre la Tierra una benévola teocracia, severa en el juicio a los mortales. Quizás eso fuera el presagio de la ascensión a los cielos de los elegidos. Pero para otros milenaristas — muchos más que los anteriores — la condición indispensable para la Venida era la destrucción física del mundo, tal como lo habían predicho antiguas obras proféticas, que a su vez se contradecían unas a otras. Los Milenaristas del Día del Juicio Final se sentían muy intranquilos por el nuevo aire de confraternidad mundial, preocupados por la constante disminución de armas nucleares en el orbe. Día a día se iban quedando sin medios para cumplir el dogma primordial de su fe. Las otras posibles catástrofes — exceso de población, contaminación industrial, terremotos, o el impacto cometario con la Tierra — eran demasiado lentas, improbables o poco apocalípticas para su gusto.

Algunos dirigentes milenaristas habían expresado ante multitudes de discípulos que, salvo en el caso de accidente, los seguros de vida eran un signo de fe tambaleante; que el hecho de adquirir un sepulcro o de dejar disposiciones para el propio sepelio era, salvo en el caso de los muy ancianos, un acto de flagrante impiedad. Los creyentes ascenderían con su cuerpo a los cielos, y habrían de presentarse al cabo de pocos años delante del trono de Dios.

Ellie sabía que el pariente famoso de Lunacharsky había sido el más extraño de los seres, un revolucionario bolchevique con un interés académico en las religiones del mundo. Sin embargo, Vaygay no daba muestras de preocupación por el creciente fermento teológico que surgía en el mundo. «En mi país, el principal interrogante religioso»

dijo, «va a ser si los veganos han denunciado o no, como corresponde, a León Trostsky».

Al acercarse a Argos comenzaron a advertir la proliferación de autos estacionados, carpas y grandes multitudes. Por la noche, las luces de los fogones alumbraban los antiguamente plácidos Llanos de San Agustín. La gente que se veía a la vera del camino no era en absoluto adinerada. Ellie reparó en dos parejas jóvenes. Los hombres vestían camisetas y jeans gastados, y caminaban con cierto andar jactancioso que habían aprendido de los mayores al entrar en la secundaria. Uno de ellos empujaba un viejo cochecito donde iba sentado un niño de unos dos años. Las mujeres caminaban detrás de sus maridos; una de ellas llevaba de la mano a una criatura recién iniciada en el arte de caminar; la otra se inclinaba hacia delante por el peso de algo que, un mes después, sería una vida nueva sobre este oscuro planeta.

Había místicos de comunidades cerradas que utilizaban una droga como sacramento, y monjas de un convento próximo a Albuquerque que empleaban el etanol con el mismo propósito. Había hombres de tez curtida que se habían pasado la vida al aire libre, y ojerosos estudiantes de la Universidad de Arizona. Había indios navajos que vendían corbatas de seda y baratijas a precios exorbitantes, un mínimo trastocamiento de las históricas relaciones comerciales entre los blancos y los nativos norteamericanos.

Soldados con permiso, de la base Davis-Monthan, de la Fuerza Aérea, se dedicaban a mascar tabaco y chicles. Un elegante hombre de pelo blanco y costoso traje, debía de ser ranchero. Había gente que habitaba en tugurios y en rascacielos, en ranchos de adobe, en dormitorios colectivos, en casas rodantes. Algunos acudían porque no tenían nada mejor que hacer; otros, porque querían contarles a sus nietos que habían estado allí.

Algunos llegaban con la esperanza de que todo fuera un fracaso; otros anhelaban la presencia de un milagro. Sonidos de serena devoción, calurosa hilaridad y éxtasis místico se elevaban de la muchedumbre y ascendían hacia el cielo de la tarde. Unas pocas cabezas observaron sin mucho interés la caravana de automóviles, todos con la inscripción DIRECCIÓN DE AUTOMOTORES DEL GOBIERNO DE LOS ESTADOS UNIDOS.

Algunos habían bajado la puerta trasera de las camionetas para almorzar; otros compraban mercaderías de vendedores ambulantes que audazmente promocionaban como RECUERDOS DEL ESPACIO. Había largas colas frente a unos pequeños compartimientos con capacidad máxima para una sola persona, que Argos había tenido la gentileza de instalar. Los niños correteaban entre los vehículos, las bolsas de dormir, las mantas y las mesas portátiles de picnic, sin que los adultos les llamaran la atención, salvo cuando se acercaban demasiado a la carretera o al cerco que circundaba el Telescopio 61, donde un grupo de jóvenes adultos, de camisas color azafrán, entonaba solemnemente la sagrada sílaba «Om». Había afiches con imaginativas representaciones de los seres extraterrestres, algunas de las cuales se habían hecho famosas en películas y revistas de historietas. Uno de ellos decía: «Hay Seres Extraños Entre Nosotros». Un hombre con aros de oro se afeitaba utilizando el espejo lateral de un tocadiscos. Una mujer con poncho levantó su taza de café a guisa de saludo al pasar el convoy de autos oficiales.

Cuando se acercaban al nuevo portón principal, próximo al Telescopio 101, Ellie alcanzó a ver a un hombre joven que, desde una tarima, arengaba a una nutrida multitud.

Llevaba puesta una camiseta en la que aparecía la Tierra en el momento de recibir el impacto de un rayo celeste. Advirtió también que, en el gentío, había otras personas con el mismo atuendo enigmático. Tras cruzar la verja, a petición de Ellie estacionaron a un lado del camino, bajaron los cristales y se pusieron a escuchar. El orador quedaba de espaldas, de modo que podían ver los rostros conmovidos de los oyentes.

— …y otros aseguran que hay un pacto con el demonio, que los científicos vendieron su alma al diablo. Hay piedras preciosas dentro de cada uno de estos telescopios. — Con un ademán señaló el 101 —. Eso lo reconocen hasta los mismos científicos. Hay quienes sostienen que es la parte satánica del trato.

— Rufianismo religioso — comentó Lunacharsky, en susurros.

— No, no. Quedémonos — pidió Ellie. Una sonrisa de curiosidad cruzó por sus labios.

— Muchas personas, con un profundo sentido religioso, creen que este Mensaje proviene de seres del espacio, de criaturas hostiles, extraños que quieren causarnos un mal, enemigos del hombre. — Pronunció esa última frase a gritos; luego hizo una pausa para acentuar el efecto —. Pero todos ustedes están hartos de la corrupción, de la podredumbre de esta sociedad, del deterioro causado por una tecnología pagana. Yo no sé quién tiene razón. No sé quién envió el Mensaje ni lo que significa, aunque tenga mis sospechas. Pronto lo sabremos. Lo que sí sé es que tanto los científicos como los burócratas nos esconden información, no nos dicen todo lo que saben. Nos están engañando, como siempre. Oh, Dios, nos han alimentado con mentiras y corrupción.

Azorada, Ellie oyó que un ronco murmullo de asentimiento se elevaba de la multitud. El orador apelaba a un profundo rencor que ella apenas si presentía.

— Estos científicos no creen que somos los hijos de Dios, sino que provenimos de los simios. Entre ellos hay comunistas declarados. ¿Quieren que sea gente así quien decida la suerte del universo?

La muchedumbre respondió un ensordecedor «¡No!»

— ¿Quieren que una sarta de incrédulos hable por boca de Dios?

— ¡No! — volvieron a corear.

— ¿O del demonio? Están negociando nuestro futuro con monstruos de un mundo extraño. Hermanos, el mal habita en este lugar.

Ellie suponía que el orador no se había percatado de su presencia, pero en ese momento el hombre se volvió y señaló directamente la caravana de autos.

— ¡Ellos no nos representan! ¡No tienen derecho a parlamentar en nombre de nosotros!

Algunos de los que estaban más próximos al cerco comenzaron a dar empujones.

Valerian y el conductor se atemorizaron. Como habían dejado los motores en marcha, en el acto aceleraron y continuaron rumbo al edificio administrativo de Argos, distante aún varios kilómetros. En el momento en que arrancaban, por encima del chirrido de los neumáticos y el rumor del gentío, Ellie alcanzó a oír nítidamente la voz del predicador.

— Lucharemos contra el mal que reina en este lugar. Se lo juro.

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