Capítulo dos — Luz coherente

Desde que tengo uso de razón, mi afición por el aprendizaje ha sido tan fuerte y violenta que ni siquiera las recriminaciones de otras personas… ni mis propios reproches… me impidieron que siguiera esta inclinación natural que Dios me dio. Sólo Él conoce el porqué, y también sabe que le he implorado que me quite la luz del discernimiento, que me deje únicamente la necesaria como para cumplir con su mandato ya que, según algunos, todo lo demás es excesivo para una mujer. Otros afirman que hasta es pernicioso.

SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ Réplica al Obispo de Puebla (1691), que había criticado su trabajo erudito por ser inapropiado para su sexo.



Deseo proponer a la favorable consideración del lector una doctrina que, me temo, podrá parecer desatinadamente paradójica y subversiva. La doctrina en cuestión es la siguiente: no es deseable creer una proposición cuando no existe fundamento para suponer que sea cierta. Por supuesto, debo reconocer que, si dicha opinión se generalizara, transformaría por completo nuestra vida social y nuestro sistema político; como ambos actualmente son perfectos, este hecho debe pesar en contra de dicha opinión.

BERTRAND RUSSELL Ensayos Escépticos, I. (1928)



Alrededor de la estrella blanco azulada giraba un amplio anillo de desechos — piedras y hielo, metales y materiales orgánicos —, de un tono rojizo en la periferia y azulado en la parte más próxima a la estrella. El poliedro del tamaño de un mundo cayó verticalmente por una brecha en los anillos y emergió del otro lado. En el plano del anillo, había recibido sombras intermitentes producidas por rocas heladas y montañas que se desplomaban.

Sin embargo, en su trayectoria hacia un punto por encima del polo opuesto de la estrella, la luz del sol se reflejaba en sus millones de apéndices con forma de tazón. Observándolo con atención podría haberse advertido que uno de ellos realizaba un leve ajuste de enfoque. Lo que no hubiera podido verse habría sido la multitud de radioondas que partían de él para internarse en la inmensidad del espacio.

Durante toda la presencia del hombre sobre la faz de la Tierra, el cielo nocturno ha sido siempre para él una compañía y fuente de inspiración. Las estrellas son reconfortantes y parecen demostrar que los cielos se crearon para beneficio del ser humano. Esta patética vanidad se convirtió en la sabiduría convencional del mundo entero. Ninguna cultura estuvo exenta de ella. Algunas personas hallaron en los cielos una apertura hacia la sensibilidad religiosa. Muchos se sienten sobrecogidos y humillados por la gloria y la magnitud del cosmos. Otros, sienten el estímulo para manifestarse con el más exagerado vuelo de su fantasía.

En el mismo momento en que el hombre descubrió la vastedad del universo y se dio cuenta de que aun sus más disparatadas fantasías eran ínfimas comparadas con la verdadera dimensión de la Vía Láctea, tomó medidas para asegurar que sus descendientes no pudiesen ver las estrellas en lo más mínimo. Durante un millón de años, los humanos se han criado en el contacto diario, personal, con la bóveda celeste. En los últimos milenios comenzaron a construir las ciudades y a emigrar hacia ellas. En el curso de las últimas décadas, gran parte de la población humana abandonó una forma rústica de vida. A medida que avanzaba la tecnología y se contaminaban los centros urbanos, las noches se fueron quedando sin estrellas. Nuevas generaciones alcanzaron la madurez ignorando totalmente el firmamento que había pasmado a sus mayores y estimulado el advenimiento de la era moderna de la ciencia y la tecnología. Sin darse cuenta siquiera, justo cuando la astronomía entraba en su edad de oro, la mayoría de la gente se apartaba del cielo en un aislamiento cósmico que sólo terminó con los albores de la exploración espacial.

Ellie solía contemplar a Venus e imaginar que se trataba de un mundo semejante a la Tierra, poblado por plantas, animales y civilizaciones, pero todos distintos de los que tenemos aquí. En las afueras del pueblo, después de ponerse el sol, levantaba la mirada al cielo y escudriñaba ese puntito luminoso. Al compararlo con las nubes cercanas, aún iluminadas por el sol, le parecía amarillento. Trataba de imaginar qué pasaba allá arriba.

Se ponía de puntillas y miraba fijamente el planeta. En ocasiones, casi tenía la sensación de que podía verlo; la niebla amarilla de pronto se disipaba, y por unos instantes aparecía una enorme ciudad. Los autos espaciales avanzaban raudamente entre las espirales de cristal. A veces se imaginaba que espiaba dentro de esos vehículos y vislumbraba a uno de ellos. También se imaginaba a un ser joven, que observaba un puntito azul brillante en su cielo, puesto de puntillas, mientras se interrogaba acerca de los habitantes de la Tierra.

La idea le resultaba fascinante: un planeta tórrido, tropical, que rebosaba de vida inteligente, y a muy corta distancia.

Optó por la memorización mecánica aunque sabía que en el mejor de los casos, sólo le brindaría una educación hueca. Se esforzaba lo mínimo como para aprobar los cursos, y poder así dedicarse a otras cosas. Pasaba sus horas libres en un sitio denominado el «taller», una fábrica pequeña y sórdida que el colegio había instalado en la época en que estaba de moda la «educación vocacional». Por «educación vocacional» se entendía, principalmente, realizar trabajos manuales. Allí había tornos, taladros y otras máquinasherramienta a las que le estaba prohibido acercarse porque, por inteligente que fuese, seguía siendo «una chica». Con desgana, le dieron autorización para llevar a cabo sus propios proyectos en el sector de electrónica del «taller». Fabricó radios casi desde cero y luego prosiguió con algo más interesante.

Construyó una máquina de cifrado que, pese a ser rudimentaria, funcionaba. Podía recibir cualquier mensaje en inglés y, mediante una simple sustitución de cifra, transformarlo en algo semejante a una jerigonza. Lograr un aparato que hiciera el proceso inverso — es decir, decodificar un mensaje cifrado sin conocer las pautas de sustitución — le resultó mucho más difícil. La máquina podía realizar todas las sustituciones posibles (A simboliza a B, A simboliza a C, A simboliza a D…) o, si no, tener presente que, en inglés, algunas letras se emplean más que otras. Una idea de la frecuencia de uso de las letras la daba el tamaño de las cajas correspondientes a cada letra que había en la imprenta contigua. Según los chicos de la imprenta, las doce más utilizadas eran «ETADINSHRDLU», en ese orden. Al decodificar un mensaje, la letra más usada probablemente representara a la E. Ellie descubrió que algunas consonantes tenían cierta tendencia a aparecer juntas; las vocales se distribuían más o menos al tuntún. La palabra de tres letras más frecuente en el idioma era the. Si, dentro de una palabra, había una letra entre medio de una T y una E, casi con seguridad se trataba de una H. Si no, podía ser una R o una vocal. Dedujo otras reglas y pasó largas horas investigando la frecuencia de las letras en varios libros de texto, hasta que se enteró de que esas tablas de periodicidad ya habían sido compiladas y publicadas. Construyó la máquina de descifrado para su propio placer. No la usaba para enviar mensajes secretos a sus amigos. No sabía muy bien a quién podía hacer partícipe de ese interés suyo por la electrónica y la criptografía; los chicos se ponían muy inquietos y nerviosos, mientras que las chicas la miraban con desconfianza.

Los soldados de los Estados Unidos estaban librando batallas en un sitio remoto llamado Vietnam. Todos los meses reclutaban a más muchachos jóvenes de la calle o del campo para enviarlos a Vietnam. Cuanto más leía acerca de la guerra y más pronunciamientos escuchaba por parte de los dirigentes nacionales, más se indignaba. El presidente y el Congreso mentían y mataban, se dijo, y el pueblo lo consentía sin protestar. El hecho de que su padrastro apoyara la postura oficial respecto del cumplimiento de tratados, de la teoría del dominó y la agresión comunista, no hizo más que reforzar sus ideas. Comenzó a asistir a mítines políticos y manifestaciones en una universidad próxima. La gente que conoció allí le pareció más inteligente, más amiga, más vital que sus torpes y obtusos compañeros de secundaria. John Staughton primero le advirtió que no debía juntarse con estudiantes universitarios, y luego se lo prohibió. Según él, no iban a respetarla, se aprovecharían de ella. Con su actitud, Ellie estaba fingiendo una sofisticación que jamás tendría. Cada vez vestía peor. La ropa militar de fajina era inadecuada para una chica, además de constituir un hecho hipócrita para una persona que decía oponerse a la intervención norteamericana en el Sudeste asiático.

Aparte de unas tenues exhortaciones a Ellie y Staughton para que no pelearan, la madre participaba muy poco en estas discusiones. En privado, le imploraba a su hija que obedeciera a su padrastro, que se portara «bien». Ellie sospechaba en ese momento que Staughton se había casado con su madre sólo para cobrar el seguro por la muerte de su padre… ¿por qué, si no? Era obvio que no manifestaba el menor indicio de estar enamorado y no estaba dispuesto en lo más mínimo a portarse «bien» él. Un día, la madre le pidió a Ellie que hiciera algo que redundaría en beneficio de todos: que asistiera a clases de estudios bíblicos. Cuando vivía su padre, un escéptico en cuestiones religiosas, no se había mencionado nunca la posibilidad de estudiar la Biblia. ¿Cómo pudo la madre casarse con Staughton? se planteó la joven por enésima vez. Las clases bíblicas, continuó la señora, la ayudarían a adquirir las virtudes tradicionales, pero servirían para algo más importante aún para demostrarle a Staughton que Ellie estaba dispuesta a poner algo de su parte. Por amor y compasión hacia su madre, Ellie aceptó.

Así fue como, todos los domingos, durante casi todo el año lectivo, Ellie concurrió a un grupo de debate en una iglesia cercana. Se trataba de una de esas respetables congregaciones protestantes, no contaminada por el turbulento evangelismo. Asistían algunos alumnos secundarios, varios adultos — en su mayor parte mujeres de mediana edad — y la coordinadora, que era la esposa del pastor. Ellie nunca había leído seriamente la Biblia sino que se había inclinado por aceptar la opinión, quizá poco generosa, de su padre en el sentido de que era «mitad historia de bárbaros, mitad cuentos de hadas». Por eso, el fin de semana antes de comenzar las clases, leyó las partes que le parecieron más importantes del Antiguo Testamento, tratando de mantener una mente abierta. De inmediato advirtió que había dos versiones distintas y contradictorias de la creación en los dos primeros capítulos del Génesis. No entendía cómo pudo haber habido luz días antes de la creación del sol, y tampoco llegó a captar exactamente con quién se había casado Caín. Se llevó una gran sorpresa con las historias de Lot y sus hijas, de Abraham y Sara en Egipto, del compromiso de Dinah, de Jacob y Esaú. Comprendía que pudiera haber cobardía en el mundo real, que hubiera hijos que engañaran y estafaran a su padre anciano, que un hombre pudiera ser tan débil como para permitir que su mujer fuera seducida por el rey o incluso alentar la violación de sus propias hijas, pero en el libro sagrado no había ni una sola palabra de protesta frente a semejantes ultrajes. Por el contrario, daba la impresión de que se consentían, y hasta se ensalzaban, los crímenes.

Al comenzar el curso, estaba ansiosa por participar en un debate sobre esas incongruencias, porque la iluminaran respecto del propósito de Dios, o al menos le dieran una explicación de por qué el o los autores no condenaban tales crímenes. La mujer del pastor no quiso comprometerse. Por alguna razón, esas historias nunca se trataron en las discusiones. Cuando Ellie preguntó cómo las siervas de la hija del faraón se dieron cuenta con sólo mirar que el bebé que había en los juncos era hebreo, la profesora se ruborizó intensamente y le pidió que no hiciera preguntas indecorosas. (Ellie comprendió la respuesta en ese mismo instante.) Cuando llegaron al Nuevo Testamento, la agitación de la muchacha fue en aumento.

Mateo y Lucas remontaban la línea genealógica de Jesús hasta el rey David. Sin embargo, para Mateo había veintiocho generaciones entre David y Jesús, mientras que Lucas mencionaba cuarenta y tres. No había casi ningún nombre en común en ambas listas. ¿Cómo podía pensarse que tanto Lucas como Mateo transmitiesen la Palabra de Dios? Esa contradicción en la genealogía le parecía a Ellie un obvio intento por hacer adecuar la profecía de Isaías luego de ocurrido el hecho, lo que en el laboratorio de química se conocía como «inventar los datos». Se emocionó profundamente con el Sermón de la Montaña, sintió un gran desencanto ante la exhortación a dar al César lo que es del César, y quedó al borde de las lágrimas cuando la profesora en dos oportunidades se negó a explicarle el sentido de la cita: «No vengo a traer la paz sino la espada». Le anunció a su madre que había puesto todo de su parte, pero que ni loca la iban a obligar a asistir a una clase más de estudios bíblicos, pues había quedado francamente desilusionada.

Era una calurosa noche de verano y Ellie estaba tendida en su cama oyendo cantar a Elvis. Los compañeros del secundario le resultaban sumamente inmaduros y le costaba mucho tener una relación normal con los universitarios en las manifestaciones y conferencias, debido a la rigidez de su padrastro y a las horas que le fijaba para el regreso a su casa. No le quedaba más remedio que reconocer que John Staughton tenía razón al menos en algo: los jóvenes, casi sin excepción, tenían una tendencia natural hacia la explotación sexual. Al mismo tiempo, parecían mucho más vulnerables en el plano emocional de lo que ella hubiese creído. A lo mejor, una cosa causaba la otra.

Suponía que quizá no iba a poder concurrir al college, aunque estaba decidida a irse de su casa. Staughton no le pagaría estudios superiores, y la intercesión de su madre resultó infructuosa. No obstante, Ellie obtuvo un resultado espectacular en los exámenes para ingresar en la universidad, y sus profesores le anticiparon que muy posiblemente los más afamados centros de estudios le ofrecieran becas. Consideraba que había aprobado la prueba por pura casualidad ya que por azar había respondido bien numerosas preguntas de elección múltiple. Con escasos conocimientos, sólo lo necesario como para excluir todas las respuestas menos dos, tenía una posibilidad entre mil de obtener todas las respuestas correctas, se dijo. Para lograr veinte, las posibilidades eran de una entre un millón. Sin embargo, ese mismo test lo habían realizado quizás un millón de jóvenes en todo el país. Alguno debía tener suerte.

La localidad de Cambridge (Massachusetts) le pareció lo bastante alejada para eludir la influencia de John Staughton, pero también cercana como para poder volver a visitar a su madre, quien encaró la perspectiva como un difícil término medio entre la idea de abandonar a su hija o causarle un fastidio mayor a su marido. Ellie optó por Harvard y no por el Massachusetts Institute of Technology.

Era una muchacha bonita, de pelo oscuro y estatura mediana. Llegó a su período de orientación con una gran avidez por aprender de todo. Se propuso ampliar su educación e inscribirse en todos los cursos posibles aparte de los que constituían su interés central:

matemáticas, física e ingeniería. Sin embargo, se le planteó el problema de lo difícil que resultaba hablar de física — y mucho menos, discutir del tema — con sus compañeros de clase, en su mayoría varones. Al principio reaccionaban ante sus comentarios con una suerte de desatención selectiva. Se producía una mínima pausa, tras la cual proseguían hablando como si ella no hubiese abierto la boca. Ocasionalmente se daban por enterados de algún comentario suyo, o incluso lo elogiaban, para luego proseguir como si nada hubiera pasado. Ellie estaba segura de que sus opiniones no eran del todo tontas y no quería que le hicieran desaires o la trataran con aires de superioridad. Sabía que eso se debía en parte — sólo en parte — a su voz demasiado suave. Por eso debió adquirir una voz profesional, clara, nítida y varios decibelios por encima de un tono de conversación. Con esa voz era importante tener razón. Tenía que elegir el momento indicado para usarla. Le costaba mucho seguir forzándola puesto que corría el riesgo de prorrumpir en risas. Por eso prefería intervenir con frases cortas, a veces punzantes, como para llamar la atención de sus compañeros; luego podía continuar usando un rato un tono más normal. Cada vez que se encontraba en un grupo nuevo, tenía que abrirse camino de la misma forma, aunque sólo fuera para poder participar de los intercambios de opiniones. Los muchachos ni siquiera se percataban de que existiese ese problema.

A veces, cuando se hallaban en un seminario o en práctica de laboratorio, el profesor decía: «Sigamos adelante, señores.» Luego, al advertir que Ellie fruncía el entrecejo, agregaba: «Lo siento, señorita Arroway, pero a usted la considero como a uno de los muchachos.» El mayor cumplido que eran capaces de dispensarle era no considerarla manifiestamente femenina.

Tuvo que esforzarse por no volverse demasiado combativa o no convertirse en una verdadera misántropa. Reflexionaba que el misántropo es el que odia a todo el mundo, no sólo a los hombres. Y de hecho, ellos tenían un término para definir al que odia a las mujeres: misógino. Sin embargo, los lexicógrafos no se habían preocupado por acuñar una palabra que simbolizara el disgusto por los hombres. Como ellos eran casi todos hombres, pensó, nunca se imaginaron que hubiese un mercado para dicha palabra.

Había sufrido en carne propia, más que muchos compañeros, las restricciones impuestas en su hogar. Por eso le fascinaban sus nuevas libertades en el plano intelectual, social y sexual. En una época en que las chicas tendían a usar ropa informe que minimizara la diferencia entre los sexos, Ellie prefería una sencilla elegancia en ropa y maquillaje que le costaba obtener con su magro presupuesto. Pensaba que había formas más efectivas de realizar una afirmación política. Cultivó la amistad de unas pocas amigas íntimas y se granjeó varias enemigas, quienes la criticaban por su forma de vestir, por sus opiniones políticas o religiosas, o por el vigor con que defendía sus ideas. Su gusto y capacidad para la ciencia eran vistos con desagrado por muchas jóvenes, aunque algunas pocas la consideraban como la demostración viva de que una mujer podía sobresalir en ese campo.

En la cima de la revolución sexual, realizó experiencias con un gran entusiasmo, pero se dio cuenta de que intimidaba a sus posibles candidatos. Sus relaciones duraban unos pocos meses o, aun menos. La alternativa era disimular sus intereses o no expresar sus opiniones, algo que se había negado a hacer en el secundario. La atormentaba la imagen de su madre, condenada a una vida de prisión. Comenzó entonces a pensar en hombres que no estuvieran vinculados con el ámbito académico y científico.

Algunas mujeres carecían de artificios y dispensaban su afecto sin pensarlo dos veces.

Otras ponían en práctica una campaña militar, planificando posibles contingencias y posiciones de retirada, todo para «pescar» a un hombre deseable. La palabra «deseable» era lo que las traicionaba. El pobre tipo en realidad no era deseado sino apenas deseable.

En su opinión, la mayoría de las mujeres optaban por un término medio o sea que deseaban conciliar sus pasiones con lo que suponían las beneficiaría a largo plazo.

Quizás hubiese una ocasional comunicación entre el amor y el interés que no era advertido por la mente consciente. No obstante, la idea de atrapar a alguien en forma calculada le causaba espanto; por eso decidió ser ferviente partidaria de la espontaneidad. Fue entonces cuando conoció a Jesse.

Había ido con un amigo a un bar que funcionaba en un sótano, próximo a la plaza Kenmore. Jesse cantaba blues y tocaba la primera guitarra. La forma de cantar y de moverse le dio a Ellie la pauta de las cosas que se estaba perdiendo. La noche siguiente regresó sola, se sentó en la mesa mas cercana y ambos se miraron fijamente durante toda la actuación. A los dos meses vivían juntos.

Sólo cuando sus compromisos musicales lo llevaban a Hartford o Bangor ella trabajaba algo en lo suyo. De día alternaba con los otros estudiantes: muchachos que llevaban la regla de cálculo colgada, como un trofeo, del cinturón; muchachos con portalápices de plástico en el bolsillo de la camisa; muchachos vanidosos, de risa nerviosa; muchachos serios que se dedicaban de lleno a convertirse en científicos. Ocupados como estaban en su afán por sondear las profundidades de la naturaleza, eran casi desvalidos en las cuestiones de la vida diaria en la que, pese a toda su erudición, resultaban seres patéticos y poco profundos. Quizá la dedicación total a la ciencia los absorbía tanto que no les quedaba tiempo para desarrollarse como hombres en todos los planos. O tal vez su incapacidad en el aspecto social los hubiese llevado hacia otros campos donde no habría de notarse dicha carencia. Ellie no disfrutaba con su compañía, salvo en lo estrictamente científico.

De noche tenía a Jesse, con sus contorsiones y sus lamentos, una especie de fuerza de la naturaleza que se había adueñado de su vida. En el año que pasaron juntos, Ellie no recordaba ni una sola noche en que él propusiera irse a dormir. Nada sabía él de física ni de matemática pero era un ser despierto dentro del universo, y durante un tiempo ella también lo fue.

Ellie soñaba con conciliar sus dos mundos. Se le ocurrían fantasías de músicos y físicos en armonioso concierto social. No obstante, las veladas que organizaba ella no tenían nada de atractivas.

Un día él le anunció que quería un bebé. Había decidido arraigarse, llevar una vida seria, conseguir un empleo estable. Estaba dispuesto a considerar hasta la idea del matrimonio.

— ¿Un bebé? — dijo ella —. Yo tendría que dejar de estudiar, y todavía me faltan muchos anos. Con una criatura, quizá nunca podría volver a la universidad.

— Sí, pero tendríamos al niño. Perderías el estudio, pero tendrías otra cosa.

— Jesse, yo necesito estudiar.

Él se encogió de hombros y Ellie comprendió que ése era el fin de su vida juntos. Pese a que duraron unos meses más, ya todo se lo habían dicho en esa breve conversación.

Se despidieron con un beso y él partió rumbo a California. Ella jamás volvió a saber de él.

A fines de la década de 1960, la Unión Soviética consiguió asentar vehículos espaciales en la superficie de Venus. Fueron las primeras naves que el hombre logró hacer posar, en buenas condiciones de funcionamiento, en otro planeta. Más de una década antes, los radioastrónomos norteamericanos habían descubierto que Venus era una intensa fuente emisora de radioondas. La explicación más en boga era que la atmósfera de Venus atrapaba el calor mediante un efecto de invernáculo planetario.

Según ese concepto, la superficie del planeta era terriblemente tórrida, demasiado caliente para que existieran ciudades de cristal y venusianos de paseo. Ellie ansiaba obtener alguna otra explicación y trató, sin éxito, de imaginar algún modo en que la emisión de radioondas pudiese provenir de algún sitio más elevado que la superficie de Venus. Algunos astrónomos de Harvard y MIT sostenían que ninguna de las alternativas, que no fuera la de un Venus ardiente, podía justificar los datos sobre radio. La idea de un efecto masivo de invernáculo le resultaba a Ellie improbable. Sin embargo, cuando llegó allí la nave espacial Venera y sacó un termómetro, se comprobó que la temperatura era lo bastante alta para fundir el estaño o el plomo. Se imaginó la forma en que se derretirían las ciudades de cristal (aunque en realidad Venus no era tan caliente), su superficie bañada por lágrimas de silicato. Era una romántica y lo sabía desde siempre.

Sin embargo, no podía menos de admirar lo importante que era la radioastronomía. Los investigadores permanecieron en su lugar de trabajo, apuntaron los radiotelescopios hacia Venus y midieron la temperatura de superficie casi con la misma exactitud con que lo hizo la nave Venera, trece años más tarde. A ella siempre le habían fascinado la electricidad y la electrónica, pero ésa era la primera vez que se sentía impresionada por la radioastronomía. Bastaba con quedarse en el propio planeta y orientar un telescopio con dispositivos electrónicos para recibir información proveniente de otros mundos. La idea la maravillaba.

Comenzó entonces a visitar el modesto radiotelescopio de Harvard, y llegó un momento en que la invitaron a colaborar en las observaciones y el posterior análisis de datos. Durante el verano consiguió un empleo remunerado como ayudante en el Observatorio Nacional de Radioastronomía de Green Bank (Virginia Oeste), y allí pudo contemplar fascinada el primer radiotelescopio, que Grote Reber construyó en el patio de su casa de Wheaton (Illinois), en 1938, y que sirvió de muestra para ilustrar lo que un aficionado podía lograr con una gran dedicación. Reber podía detectar la emisión de radio proveniente del centro de la Galaxia siempre y cuando ningún vecino estuviera haciendo arrancar su coche, o cuando no se estuviese usando la máquina de diatermia que había en las proximidades. El centro galáctico era mucho más poderoso, pero la máquina de diatermia estaba mucho más cerca.

El ambiente de paciente investigación y la ocasional gratificación por algún modesto descubrimiento le resultaban de su agrado. Tenían la intención de determinar cómo aumentaba el número de fuentes extragalácticas emisoras de radioondas a medida que uno observaba más profundamente el espacio. Ellie comenzó a concebir formas más eficaces de captar tenues señales de radio. Llegado el momento, se graduó con honores en Harvard y fue a realizar su trabajo de postgrado al otro extremo del país: al Instituto de Tecnología de California.

Durante un año colaboró como aprendiz de David Drumlin, conocido en el mundo entero por su brillante nivel y su incapacidad para soportar a los mediocres. Sin embargo, era de esos hombres que suelen ser una eminencia en su profesión, pero que internamente padecen la terrible angustia de que alguien pueda llegar a superarlos.

Drumlin le enseñó lo fundamental de la materia, sobre todo el fundamento teórico. Si bien se comentaba que tenía mucha aceptación entre las mujeres, Ellie lo consideraba demasiado agresivo y centrado en sí mismo. Él a su vez la criticaba por ser muy romántica. El universo se rige por el orden estricto de sus propias leyes. Lo importante es pensar como lo hace el universo, no endilgarle al universo nuestras ideas románticas (y anhelos femeninos, llegó a decir). Citando a un colega, afirmaba que todo lo que no está prohibido por las leyes de la naturaleza, es de cumplimiento obligatorio. Pero lamentablemente, agregaba, casi todo está prohibido. Ellie lo observaba con atención durante las disertaciones tratando de comprender a esa extraña mezcla de rasgos de personalidad. Veía en él a un hombre de excelente estado físico, con canas prematuras, una sonrisa irónica, anteojos de media luna que usaba en la punta de la nariz, corbata de lazo, mentón cuadrado y restos de un acento provinciano.

Le divertía sobremanera invitar a cenar a los alumnos y profesores jóvenes (a diferencia del padrastro de Ellie, que disfrutaba al rodearse de estudiantes, pero que no los invitaba a comer por considerarlo un derroche de dinero). Drumlin hacía gala de una extremada parcialidad intelectual que lo llevaba a orientar siempre la conversación hacia los temas que él manejaba con autoridad y a descartar rápidamente las opiniones adversas. Después de cenar sometía a sus invitados a una exhibición de diapositivas donde aparecía él buceando en Cozumel o Tobago. Salía siempre sonriendo y saludando a la cámara, incluso en las tomas debajo del agua. En ocasiones aparecía también su colega científica, la doctora Helga Bork. (La mujer de Drumlin siempre ponía objeciones a esas fotos en particular, argumentando que la mayoría ya las había visto en cenas anteriores. En rigor, el público ya había visto todas las fotos. Drumlin reaccionaba exaltando las virtudes de la doctora Bork, con lo cual aumentaba la humillación de su esposa.) Algunos alumnos le seguían la corriente buscando algún dato novedoso que no hubiesen advertido antes entre los corales y los erizos de mar. Otros se ponían muy incómodos o dedicaban toda su atención a los bocadillos de aguacate.

Solía invitar a los estudiantes de postgrado, en grupos de dos o tres, para que lo llevaran en auto hasta el borde de su acantilado preferido, cerca de Pacific Palisades. Se sujetaba la cuerda de deslizamiento y saltaba luego por el precipicio, hacia las aguas tranquilas del océano. La misión de ellos consistía en bajar hasta el camino paralelo a la costa y recogerlo. A algunos los invitaba a realizar la experiencia con él, pero muy pocos aceptaban. Resultaba obvio que le fascinaba el espíritu de competición. Ciertos profesores consideraban a sus alumnos de postgrado como la reserva para el futuro, sus portadores de antorchas intelectuales para entregarlas a la siguiente generación. Sin embargo, Drumlin daba la impresión de tener una opinión muy distinta. Para él, los graduados eran pistoleros. Algunos de ellos, en cualquier momento podían desafiarlo para arrebatarle el título de «Pistolero más veloz del Oeste». Por eso, era menester mantenerlos en su lugar. Drumlin jamás hizo proposiciones amorosas a Ellie, pero ella estaba segura de que, tarde o temprano, iba a intentarlo.

Durante su segundo año en el Instituto de Tecnología de California, Peter Valerian regresó a la universidad al concluir una estancia de un año en el extranjero. Se trataba de un hombre no demasiado simpático. Nadie — ni siquiera él mismo — lo consideraba brillante. Sin embargo, poseía importantes antecedentes en el campo de la radioastronomía debido — como solía explicar cuando lo interrogaban — a que era «perseverante». Había un solo aspecto levemente deshonroso en su carrera científica: le fascinaba la posibilidad de que existiera la inteligencia extraterrestre. A cada profesor se le perdonaba alguna flaqueza; Drumlin se lanzaba por los precipicios y Valerian sentía atracción por la vida en otros mundos. Algunos se dedicaban a las plantas carnívoras o a la meditación trascendental. Valerian había estudiado la inteligencia extraterrestre — denominada con la sigla ETI — más en profundidad y durante más tiempo que nadie.

Cuando Ellie llegó a conocerlo mejor, se dio cuenta de que para él ETI constituía una suerte de fascinación, un romance, que contrastaba drásticamente con la monótona vida personal que llevaba. El pensar en la posibilidad de la vida extraterrestre no era para él un trabajo, sino una diversión.

A Ellie le encantaba oírle porque le daba la sensación de que se internaba en el País de las Maravillas o la Ciudad de las Esmeraldas. En realidad, era aún mejor, puesto que al terminar sus cavilaciones, siempre cabía la idea de que eso fuese posible, que realmente pudiera suceder. Algún día, pensaba ella, podía ocurrir en el plano concreto, no en el de la fantasía, que uno de los radiotelescopios recibiera un mensaje. Pero en cierto modo también era peor debido a que Valerian, tal como lo hacía Drumlin, respecto de otros temas, no se cansaba de acentuar la necesidad de cotejar la especulación con la realidad física. Eso era una especie de tamiz que separaba el análisis útil de los torrentes de reflexiones absurdas. Los extraterrestres con toda su tecnología debían obedecer estrictamente las leyes de la naturaleza, premisa que entorpecía numerosos y atrayentes proyectos. No obstante, lo que lograba pasar por ese cedazo, lo que sobrevivía al más escéptico análisis físico y astronómico, bien podía ser realidad. Por supuesto, nunca se podía estar seguro. Ciertamente existían posibilidades que uno no había considerado, o que otras personas, más inteligentes, podían llegar a imaginar algún día.

Valerian hacía hincapié en cómo estamos atrapados por el tiempo, por la cultura y nuestra biología, en lo limitados que somos, por definición, al imaginar criaturas o civilizaciones fundamentalmente distintos. Y al haber evolucionado en mundos muy diferentes, esos seres necesariamente tenían que ser distintos de nosotros. Era probable que, por ser más avanzados, poseyeran tecnologías inimaginables — eso era casi una certeza —, e incluso otras leyes de la física se hubieran descubierto en el momento en que nuestra generación comenzó a considerar el problema. Sostenía que iba a haber una física del siglo XXI, una física del siglo XXII e incluso una del cuarto milenio. Llegaríamos a afirmar cualquier ridiculez si intentáramos imaginar la forma de comunicarse que pudiera tener una civilización técnica muy diferente.

No obstante, se tranquilizaba, los extraterrestres tendrían que saber lo atrasados que éramos. Si fuéramos más avanzados, ellos ya conocerían nuestra existencia. Ahí estábamos, apenas comenzando a ponernos de pie; hace poco descubrimos el fuego; ayer nos topamos con la dinámica de Newton, las ecuaciones de Maxwell, los radiotelescopios y los primeros indicios de la superunificación de las leyes de la física.

Valerian estaba seguro de que ellos no nos harían difíciles las cosas. Por el contrario, tratarían de facilitárnoslas ya que, si pretendían comunicarse con tontos, deberían ser indulgentes con ellos. Por eso, pensaba, tendría su gran oportunidad si alguna vez llegaba un mensaje. El hecho de no ser un profesional brillante era, en realidad, su punto fuerte. Valerian creía saber todo lo que sabían los tontos.

Con el consenso de los profesores, Ellie eligió como tema para su tesis doctoral el perfeccionamiento de los receptores de sensibilidad que se empleaban en los radiotelescopios. Así podría utilizar su talento para la electrónica, liberarse de Drumlin y su enfoque principalmente teórico, y continuar sus charlas con Valerian, pero sin dar el arriesgado paso profesional de trabajar con él en la cuestión de la inteligencia extraterrestre. El tema era demasiado especulativo como para una disertación doctoral.

Su padrastro solía criticar sus intereses por poco realistas, ambiciosos o decididamente triviales. Al enterarse por rumores del tópico de su tesis (a esa altura Ellie ya no se hablaba con él), lo descalificó por prosaico.

Ellie estaba trabajando en el máser de rubí. El rubí está compuesto principalmente por alúmina, la cual es casi transparente por completo. El color rojo proviene de una pequeña impureza de cromo distribuida a través del cristal de la alúmina. Cuando se imprime un fuerte campo magnético sobre el rubí, los átomos de cromo aumentan su energía o, como les gusta decir a los físicos, se elevan hasta un estado de excitación. A ella le encantaba la imagen de los minúsculos átomos convocados a una actividad febril en cada amplificador, enloquecidos por llevar a cabo una causa buena: amplificar una señal de radio débil. Cuanto más fuerte era el campo magnético, más se excitaban los átomos de cromo. Así, se podía estimular un máser para que resultara particularmente sensible a una frecuencia de radio seleccionada. Ellie halló la forma de obtener rubíes con impurezas de lantano además de los átomos de cromo, a fin de poder sintonizar un máser en una frecuencia menor para que captara señales mucho más débiles que los máser anteriores. El detector debía hallarse inmerso en helio líquido. Luego instaló su nuevo instrumento en uno de los radiotelescopios del Instituto de California y pudo así detectar, en frecuencias totalmente nuevas, lo que los astrónomos denominan la radiación del fondo de cuerpo negro de grado tres: el vestigio, en el espectro radioeléctrico, del Big Bang, la inmensa explosión que dio comienzo a este universo.

«A ver si no me equivoqué», solía decirse. «Tomé un gas inerte que había en el aire, lo convertí en líquido, agregué ciertas impurezas a un rubí, le adherí un imán y pude detectar el fuego de la creación.»

Luego sacudía la cabeza, azorada. Para cualquiera que desconociese la física subyacente podía parecer la más pretenciosa nigromancia. ¿Cómo explicar eso a los mejores científicos de mil años atrás, que sabían de la existencia del aire los rubíes y la magnetita, pero no del helio líquido, la emisión estimulada y las bombas de flujo superconducentes? Más aún, recordó, ellos no tenían ni la más leve noción sobre el espectro radioeléctrico. Ni siquiera la idea de espectro, salvo en forma vaga, por el hecho de contemplar un arco iris. No sabían que la luz se forma con ondas. ¿Cómo podíamos confiar en ser capaces de entender la ciencia de una civilización adelantada mil años a la nuestra?

Fue necesario fabricar rubíes en grandes cantidades, porque sólo unos pocos reunían las condiciones necesarias. Ninguno poseía calidad de piedra preciosa, y casi todos eran diminutos. Sin embargo, ella se acostumbró a llevar puestos algunos de los sobrantes de mayor tamaño porque le quedaban bien con su tez morena. Por bien tallada que estuviera, se podía notar cierta imperfección en la piedra engarzada en un anillo o un prendedor: por ejemplo, en la forma extraña en que absorbía la luz en ciertos ángulos debido a un marcado reflejo interior, o una mancha clara en medio de la coloración roja. A sus amigos no científicos les explicaba que le gustaban los rubíes, pero que no podía darse el lujo de comprarlos. De algún modo, su actitud era como la del científico que descubrió el camino bioquímico de la fotosíntesis y que de ahí en adelante usó siempre un pinche de pino o una ramita de perejil en la solapa. Sus colegas, que cada vez sentían más respeto por ella, lo consideraban una peculiaridad sin mayor importancia.

Los grandes radiotelescopios del mundo se erigen en sitios remotos por la misma razón que Paul Gauguin puso proa a Tahití: porque, para trabajar bien, es preciso estar lejos de la civilización. A medida que fue en aumento el tráfico radial de civiles y militares, hubo que ocultar los radiotelescopios, confinarlos en un oscuro valle de Puerto Rico, por ejemplo, o en un inmenso desierto de Nuevo México o Kazakhstan. Como la interferencia radio sigue creciendo, tendría sentido emplazar los telescopios separados totalmente de la Tierra. Los científicos que trabajan en estos remotos observatorios tienden a ser decididos y tenaces. Las esposas los abandonan, los hijos se marchan de casa en la primera oportunidad, pero ellos perseveran en su labor. No se consideran a sí mismos soñadores o ilusos. El plantel permanente de científicos de tales observatorios está constituido por hombres de mente práctica, los expertos que saben mucho sobre diseño de antenas y análisis de datos, pero no tanto sobre los cuasar y los pulsar. En general, son gente que no soñaba con alcanzar las estrellas durante su infancia puesto que estaban muy ocupados reparando el carburador del auto de la familia.

Luego de obtener su doctorado, Ellie fue nombrada para un cargo adjunto de investigación en el observatorio de Arecibo, un enorme tazón de trescientos cinco metros de diámetro adherido al suelo, en un valle de la zona norte de Puerto Rico. Como allí se encontraba el radiotelescopio de mayores dimensiones del mundo, estaba ansiosa por utilizar su detector de máser para estudiar cuantos objetos astronómicos diversos pudiera: estrellas y planetas cercanos, el centro de la Galaxia, pulsares y cuásares. En su calidad de integrante del personal estable de Arecibo se le asignaría una cantidad importante de tiempo de observación. Existe una enorme competencia para tener acceso a los grandes radiotelescopios, ya que hay muchos más proyectos de investigación de los que pueden llevarse a cabo. Por eso, la posibilidad de tener reservado el uso de un telescopio es algo sumamente valioso. Para muchos astrónomos, era la única razón por la cual aceptaban residir en sitios tan alejados de la mano de Dios.

También esperaba poder explorar varias estrellas cercanas en busca de posibles señales de origen inteligente. Con su sistema detector sería posible recibir la fuga radioeléctrica de un planeta como la Tierra, aun si se encontraba a pocos años luz de distancia. Además, cualquier sociedad adelantada que intentase comunicarse con nosotros, indudablemente sería capaz de realizar transmisiones de mucha mayor potencia que las nuestras. Si Arecibo, que se utilizaba como telescopio de radar, podía transmitir un megavatio de potencia a un punto específico del espacio, una civilización que fuera apenas un poco más avanzada que la nuestra — suponía — estaría en condiciones de transmitir cien megavatios o más. Si ellos estuvieran intencionalmente transmitiendo a la Tierra con un telescopio de las mismas dimensiones de Arecibo pero con un trasmisor de cien megavatios, Arecibo tendría que poder detectarlos en cualquier parte de la Galaxia de la Vía Láctea. Cuando reflexionaba detenidamente sobre eso, le sorprendía que, en la búsqueda de la inteligencia extraterrestre, lo que podía hacerse superaba en gran medida lo que se había hecho. En su opinión, los recursos asignados a esa investigación eran magros.

Los lugareños denominaban a Arecibo «El Radar». Su función era algo oscura, pero al menos proporcionaba más de un centenar de empleos muy necesitados. Las muchachas de la zona no tenían acceso a los astrónomos, a algunos de los cuales se los podía ver, a cualquier hora del día o de la noche, llenos de energía vital, practicando aerobismo en la pista que rodeaba las instalaciones. En consecuencia, las atenciones que recibió Ellie a su llegada, se convirtieron muy pronto en motivo de distracción de su trabajo.

La belleza física del lugar era notable. Al atardecer, miraba por las ventanas y veía nubes de tormenta que se cernían en el otro extremo del valle, detrás de una de las tres inmensas torres de donde colgaban los alimentadores de bocina y el sistema máser que ella había hecho instalar. En la parte superior de cada torre brillaba una luz roja de advertencia para alertar a algún avión que pudiera haberse desviado de su curso e ido a parar a tan remoto paraje. A las cuatro de la madrugada Ellie salía a veces a tomar un poco el aire y se afanaba por descifrar el canto de miles de ranas, llamadas «coquis», nombre que imitaba su plañidero lamento.

Algunos astrónomos residían cerca del observatorio, pero el aislamiento, unido a la ignorancia del castellano y a su falta de experiencia con otras culturas, los impulsaba a llevar, a ellos y sus mujeres, una vida solitaria. Otros preferían vivir en la base Ramey de la Fuerza Aérea, que se jactaba de contar con la única escuela de habla inglesa de la zona. Sin embargo, el trayecto de una hora y media en auto que debían cubrir también acentuaba su sensación de aislamiento. Las constantes amenazas de los separatistas puertorriqueños, convencidos erróneamente de que el observatorio desempeñaba una importante función militar, aumentaban la impresión de histeria contenida, de falta de pleno control sobre las circunstancias.

Varios meses más tarde llegó Valerian de visita. El motivo aparente era pronunciar una conferencia, pero Ellie sabía que en parte su viaje obedecía a la intención de controlar cómo se desempeñaba ella y proporcionarle una suerte de apoyo psicológico. Las investigaciones de Ellie iban por buen camino. Había descubierto lo que parecía ser un complejo de nube molecular interestelar y había obtenido datos muy interesantes en el pulsar del centro de la Nebulosa del Cangrejo. También había concluido la búsqueda más minuciosa realizada hasta entonces de señales que pudieran provenir de una media docena de estrellas cercanas, sin resultado positivo. Se topó, sí, con uno o dos datos sospechosamente regulares, pero al volver a observar las estrellas en cuestión, no halló nada fuera de lo normal. Si estudiamos un número considerable de estrellas, tarde o temprano la interferencia terrestre o la concatenación de ruidos dispersos producirán una especie de esquema capaz de hacernos acelerar los latidos del corazón por un momento.

Habrá entonces que tranquilizarse y realizar una verificación. Si el sonido no se repite, lo consideraremos falso. Ellie creía que esa disciplina era imprescindible para conservar cierto equilibrio emocional. Estaba decidida a ser muy tenaz, sin desprenderse de la sensación de asombro que la impulsó desde el primer momento.

De k magra provisión de alimentos que había en el refrigerador de la comunidad, Ellie sacó lo suficiente como para un picnic rudimentario, y se instaló con Valerian en los alrededores del plato parabólico del observatorio. Se veía a cierta distancia a algunos operarios que reparaban o cambiaban paneles. Éstos llevaban puestos en los pies unas raquetas especiales para nieve con el fin de no deteriorar las planchas de aluminio u ocasionar perforaciones por donde pudiesen caerse al suelo. Valerian estaba encantado con el trabajo de Ellie. Se contaron chismes y comentaron novedades del mundo científico. La conversación giró luego en torno de SETI, sigla con que empezaba a denominarse la búsqueda de inteligencia extraterrestre.

— ¿Nunca pensaste en dedicarte exclusivamente a esto, Ellie?

— No, no demasiado. Pero en realidad es imposible, ¿verdad? No hay ningún organismo importante destinado únicamente a SETI en el mundo entero, que yo sepa.

— No, pero algún día podrá haberlo. Hay una posibilidad de que se agreguen decenas de platos adicionales al Circuito Mayor de Antenas y lo conviertan en un observatorio sólo para SETI. Desde luego se realizarían también ciertas actividades habituales de la radioastronomía, pero sería un excelente interferómetro. Te repito que es apenas una posibilidad. Sería muy costoso, haría falta una decisión política, y en el mejor de los casos, se lograría dentro de muchos años. Por eso te digo que es sólo para pensarlo.

— Peter, yo terminé de observar cuarenta y tantas estrellas cercanas del tipo del espectro solar. Examiné la línea de hidrógeno de veintiún centímetros, que todos sostienen es la frecuencia de radiobaliza puesto que el hidrógeno es el átomo más abundante del universo, etcétera. Y lo hice con la más alta sensibilidad que jamás se haya probado. Sin embargo, no obtuve ni el menor rastro de una señal. A lo mejor no hay nadie allá y esto no es más que una pérdida de tiempo.

— ¿Como por ejemplo la vida en Venus? Hablas sólo por desencanto. Venus no es más que un planeta de tantos, pero hay cientos de miles de millones de estrellas en la Galaxia.

Tú has observado apenas un puñado. ¿No te parece un poco prematuro para darte por vencida? Has resuelto la milmillonésima parte del problema. Quizá mucho menos, si tomas en cuenta otras frecuencias.

— Ya sé, ya sé. Pero, ¿no tienes la sensación de que si esos seres están en alguna parte, están en todas partes? Si seres realmente avanzados vivieran a mil años luz de distancia ¿acaso no deberían tener un puesto de avanzada en nuestro patio trasero?

Podría dedicarme toda la vida a SETI, y no convencerme jamás de que he completado la investigación.

— Ya estás hablando como Dave Drumlin. Si no logramos dar con ellos mientras él viva, entonces el tema no le interesa. Estamos sólo en el comienzo de SETI, Tú sabes cuántas posibilidades hay. Éste es el momento de dejar abiertas todas las opciones, el momento de ser optimistas. Si hubiéramos vivido en épocas pretéritas de la historia, no podríamos habernos planteado esto durante toda nuestra existencia, y nos habría resultado imposible hallar una respuesta. Sin embargo, esta época es ideal. Por primera vez alguien pudo dedicarse a buscar la inteligencia extraterrestre. Tú misma has construido un detector para rastrear civilizaciones en los planetas de millones de otras galaxias. Nadie te garantiza éxito, pero, ¿se te ocurre algún tópico más importante?

Imagínatelos allá arriba, enviándonos señales, y que aquí en la Tierra nadie los esté escuchando. Sería tremendo, ¿no? ¿No te avergonzarías de nuestra civilización si tuviéramos los medios como para captar las señales, pero nos faltara la iniciativa necesaria?

Doscientas cincuenta y seis imágenes provenientes de la izquierda se deslizaron por la izquierda. Otras doscientas cincuenta y seis de la derecha hicieron lo propio en su sector derecho. Con las quinientas doce resultantes, él integró una visión envolvente de las inmediaciones. Se hallaba inmerso en un bosque de enormes hojas, algunas verdes, otras descoloridas, casi todas más grandes que él. Sin embargo, no le costaba encaramarse y de vez en cuando mantener un precario equilibrio sobre una hoja doblada, para luego caer sobre el mullido almohadón de hojas horizontales antes de continuar su derrotero. Se daba cuenta de que iba por el centro de la pista. No pensaba en nada, ni siquiera en cómo habría de sortear un obstáculo cien o mil veces más alto que él. No necesitaba sogas puesto que ya estaba equipado. La tierra despedía un fuerte olor que seguramente acababa de dejar como señal otro de los exploradores de su grupo. La senda debía conducir hacia los alimentos, como lo hacía habitualmente. La comida aparecía en forma espontánea. Los exploradores la encontraban y marcaban el camino.

Él y sus compañeros iban a buscarla. A veces el alimento era otra criatura semejante, o si no, un trozo de algo amorfo o cristalino. Ocasionalmente era tan voluminoso que hacía falta la ayuda de varios compañeros para transportarla de vuelta. Hizo chasquear las mandíbulas por el goce anticipado.

— Lo que más me preocupa — continuó Ellie —, es lo contrario, o sea, que ellos no estén haciendo el menor intento. Podrían comunicarse con nosotros, pero no lo hacen porque no le ven sentido. Piensa, por ejemplo en las hormigas — dijo, mirando brevemente el borde del mantel que habían extendido sobre el césped —. Ellas tienen mucho trabajo, cosas en qué ocuparse. A un cierto nivel tienen plena conciencia del medio que habitan. Sin embargo, nosotros no tratamos de comunicarnos con ellas. Por eso pienso que esos seres ni siquiera saben que existimos.

Una hormiga grande, más audaz que sus compañeras, se había atrevido a subir al mantel y marchaba velozmente por la diagonal de uno de los cuadrados rojos y blancos.

Conteniendo cierta repulsión, Ellie la envió con un golpecito de vuelta al césped… donde debía estar.

Загрузка...