He aquí que os digo un misterio: No todos moriremos, pero todos seremos transformados
El universo parece haber sido ordenado con arreglo al número, por la providencia y la mente del creador de todas las cosas; el esquema fue establecido, como un bosquejo preliminar, por la dominación del número preexistente en la mente del Dios hacedor del mundo.
Subió corriendo la escalinata del asilo, y en la galería recientemente pintada de verde, donde resaltaban varios sillones de hamaca vacíos, vio a John Staughton agobiado, inmóvil, sus brazos como pesos muertos. En la mano derecha sostenía una bolsa de tienda, en la cual Ellie alcanzó a ver una gorra de baño, un estuche de maquillaje y un par de chinelas adornadas con pompones rosados.
— Murió. No entres — le imploró —. No la mires. Ella no hubiera querido que la vieras así. Tú sabes cómo cuidaba su aspecto. Además, ya no está ahí adentro.
Casi por costumbre, por un resentimiento nunca resuelto, estuvo tentada de dar media vuelta y entrar de todas maneras. ¿Estaba dispuesta, incluso en un momento así, a desafiarlo por una cuestión de principio? ¿De qué principio? A juzgar por la expresión del rostro de Staughton, era indudable la autenticidad de su remordimiento. Había amado a su madre. «Quizá», pensó Ellie, «la amara incluso más que yo», y de inmediato se sintió invadida por la culpa. Como hacía tanto tiempo que la madre no gozaba de buena salud, Ellie se había preguntado muchas veces cómo habría de reaccionar cuando llegara el momento. Recordó lo bonita que aparecía la madre en la foto que le envió Staughton, y de pronto, pese a todos los ensayos para la ocasión, prorrumpió en estremecedores sollozos.
Sorprendido por su dolor, Staughton se acercó a consolarla, pero ella lo detuvo con un gesto y, con gran esfuerzo, logró dominarse. Ni siquiera en un momento así podía abrazarlo. Eran dos extraños, mínimamente unidos por un cadáver. No obstante comprendía, en lo profundo de su ser, que se había equivocado al culpar a Staughton por la muerte de su padre.
— Tengo algo para ti — dijo él, y buscó dentro de la bolsa. Mientras revolvía el contenido, Ellie alcanzó a ver una billetera en símil cuero y un envase para dentaduras postizas, lo cual le hizo desviar la mirada. Por último, él extrajo un viejo sobre.
Para Eleanor, decía. Al reconocer la letra de su madre, hizo ademán de tomarlo, pero Staughton dio un paso atrás, con el sobre delante de la cara, como si Ellie hubiese pretendido agredirlo.
— Aguarda — dijo —. A pesar de que nunca nos hemos llevado bien, te pido un favor: no leas la carta hasta esta noche.
Transido de dolor, el hombre parecía diez años más viejo.
— ¿Por qué?
— Es tu pregunta preferida. ¿Es demasiado pedirte que me concedas este único favor?
— Tienes razón. Perdóname.
Staughton la miró de hito en hito.
— No sé qué te sucedió en esa Máquina — dijo —, pero a lo mejor te sirvió para cambiar.
— Eso espero, John.
Llamó a Joss para preguntarle si podía hacerse cargo de la ceremonia fúnebre.
— No necesito decirle que no soy practicante de ninguna religión, pero en cierta época mi madre sí lo era. Usted es la única persona a quien se lo pediría y estoy segura de que mi padrastro no pondrá inconvenientes. — Joss le prometió que viajaría en el primer vuelo.
En su habitación del hotel tomó el sobre y acarició cada uno de sus pliegues y arrugas.
Era viejo. Su madre debía de haberlo escrito años atrás y seguramente lo habría llevado en algún rincón de su cartera, sin decidirse nunca a entregárselo. Como no daba la impresión de que alguien lo hubiese abierto y vuelto a pegar, se preguntó si Staughton lo habría leído. Una parte de ella ansiaba abrirlo, pero cierto presentimiento le impedía tomar la decisión. Largo rato permaneció sentada en un sillón, pensando, con las piernas encogidas y el mentón apoyado sobre las rodillas.
Sonó entonces la campana de su telefax, que estaba conectado con la computadora de Argos. Pese a que el sonido le recordó tiempos idos, sabía que no había una verdadera urgencia. Si la máquina había encontrado algo, no iba a perderlo; tampoco desaparecería.
Si realmente había un mensaje oculto en π, podía esperarla toda una eternidad.
Siguió observando el sobre, pero el ruido de la campana la molestaba. Si de veras había algún contenido dentro de un número irracional, éste debía hallarse inmerso en la geometría del universo desde el principio. El nuevo proyecto que había encarado versaba sobre teología experimental. «Pero lo mismo rige para toda la ciencia», pensó.
NO SE ALEJE, le indicó la computadora en la pantalla del telefax.
Pensó en su padre… bueno, en esa copia fiel a su padre… en los Guardianes y su red de túneles que cruzaban la Galaxia. Ellos habían presenciado el origen y desarrollo de la vida en millones de mundos. Construían galaxias, clausuraban sectores del universo.
Eran capaces, al menos en cierta medida, de viajar a través del tiempo. Eran dioses, que estaban más allá de la imaginación de casi todas las religiones. Pero también tenían sus limitaciones. No fueron ellos quienes construyeron los túneles, ni tampoco estaban en condiciones de hacerlo. No habían insertado el mensaje dentro del número irracional, y ni siquiera podían descifrarlo. Los fabricantes del Túnel, los que inscribieron algo en π, eran otros seres, que ya no vivían allí, que se habían marchado sin dejar su nuevo domicilio.
Cuando ellos partieron — supuso —, los que habrían de ser los futuros Guardianes, se convirtieron en hijos abandonados. Como ella.
Recordó la hipótesis de Eda en el sentido de que los túneles eran agujeros de gusanos, distribuidos a intervalos convenientes alrededor de numerosas estrellas de ésta y otras galaxias. Si bien se asemejaban a los agujeros negros, poseían diferentes propiedades y un origen distinto. No carecían por completo de masa puesto que ella los había visto producir estelas gravitacionales en los residuos del sistema de Vega. Y a través de ellos, seres y naves de diversa especie recorrían la Galaxia.
Agujeros de gusanos. En el argot de la física teórica, el universo era una manzana en cuyo interior se entrecruzaban innumerables pasadizos. Para un bacilo que habitaba en la superficie, se trataba de un milagro, pero un ser instalado fuera de la manzana, quizá no se impresionaría tanto. Desde esa perspectiva, los fabricantes del Túnel eran tan sólo algo molesto, incómodo. Pero si ellos son gusanos, ¿qué somos nosotros?
La computadora de Argos había profundizado el estudio de π, mucho más que persona o máquina alguna de la Tierra, aunque no había llegado tan lejos como los Guardianes.
Es muy pronto — pensó — para que se nos presente el mensaje nunca descifrado sobre el cual me habló Theodore Arroway aquel día en la playa. A lo mejor eso no era más que un avance para publicitar futuras atracciones, una voz de aliento para proseguir con la exploración, para que los humanos no perdieran el ánimo. Fuese lo que fuere, no podía tratarse del mensaje que preocupaba a los Guardianes. Tal vez hubiera mensajes sencillos, y otros difíciles, encerrados en los diversos números irracionales, y la computadora de Argos había encontrado el más fácil. Con ayuda.
En la Estación aprendió una lección de humildad, tomó conciencia de lo poco que saben los humanos. «Es probable que haya tantas categorías de seres más adelantados que el hombre», pensó, «como las hay entre el hombre y las hormigas». Sin embargo no se deprimió. Por el contrario, aceptar esa idea despertó en ella una profunda sensación de asombro. En ese momento era mucho más a lo que se podía aspirar.
Evocó el tránsito del secundario a la universidad, de un lugar donde todo lo lograba sin esfuerzo, a otro donde hubo de empeñarse, disciplinadamente, para comprender. En la escuela secundaria era la más rápida en captar los conocimientos. En la universidad, descubrió que había muchos alumnos más despiertos que ella. La misma sensación de que aumentaban las dificultades experimentó al ingresar en el curso para posgraduarse, y cuando se graduó de astrónoma. En cada etapa encontraba personas más idóneas que ella, y al mismo tiempo, cada etapa le resultaba más fascinante que la anterior. Que se aclare la revelación, pensó, mirando el telefax. Ya estaba lista.
PROBLEMA DE TRANSMISIÓN. NO SE ALEJE POR FAVOR.
Estaba conectada con la computadora de Argos mediante un satélite llamado Defcom Alfa. Quizás había habido un error en la programación. Casi sin pensarlo, advirtió que había abierto el sobre.
FERRETERÍAS ARROWAY, rezaba el membrete, y el tipo de letra era de la vieja máquina de escribir que tenía su padre en casa. «13 de junio de 1964.» Su padre no podía haberla escrito puesto que había muerto varios años antes. Echó un vistazo al pie de la página y corroboró la firma de su madre.
Mi querida Ellie:
Ahora que ya he muerto, espero que tengas la bondad de perdonarme. Sé que cometí un pecado contra ti, y no sólo contra ti. No podía soportar la idea de que me odiaras si llegabas a conocer la verdad; por eso nunca reuní el coraje para decírtelo mientras vivía.
Sé cuánto querías a Ted Arroway quiero decirte que yo también lo amaba, lo amo aún.
Pero él no era tu padre. Tu verdadero padre fue John Staughton. Fui débil, cometí una insensatez, pero de no haber sido así, no estarías hoy en el mundo; por eso te pido que no pienses mal de mí. Ted lo sabia, me perdonó y acordamos no contártelo nunca. Sin embargo, en este momento miro por la ventana y te veo sentada en el patio, pensando en las estrellas y en cosas que jamás logré entender, y me lleno de orgullo por ti. Como siempre le das tanta importancia a la verdad, me pareció que era justo que supieras la verdad sobre tu origen.
Si John está aún con vida, él te habrá entregado esta carta. Sé que lo hará. Es un hombre más bueno de lo que crees, Ellie, y tuve suerte en volver a encontrarlo. A lo mejor lo odias tanto porque algo dentro de ti ya adivinó la verdad, aunque en realidad pienso que lo odias porque no es Ted Arroway.
Y sigues ahí, sentada en el patio. No te has movido desde que comencé a escribir esta cana. Estás, simplemente, pensando. Ruego a Dios que algún día encuentres eso que buscas con tanto afán. Perdóname. Sólo fui humana.
Cariños, Mamá.
Asimiló el contenido de una vez, y luego volvió a leerla. Sentía la respiración entrecortada y le transpiraban las manos. El impostor resultaba ser el personaje verdadero. Durante la mayor parte de su vida había rechazado a su propio padre, sin tener la más leve idea de lo que hacía. Qué entereza de carácter había puesto de manifiesto él frente a sus arranques de adolescente, cuando le echaba en cara que no era su padre, que no tenía derecho a indicarle lo que debía hacer.
El telefax volvió a sonar dos veces, invitándola a pulsar la tecla de RETORNO. Sin embargo, no tenía ánimo para responder. Pensó en su pa… en Theodore Arroway, en John Staughton, en su madre. Todos habían sacrificado muchas cosas por su bien, pero ella estaba demasiado preocupada por sí misma como para percatarse. Deseó que Palmer se hallase a su lado.
El telefax sonó una vez más y el carro comenzó a moverse. Había programado la computadora para que le llamara la atención con insistencia si encontraba algo en π. Sin embargo estaba demasiado atareada deshaciendo y reconstruyendo la mitología de su propia vida. Su madre seguramente se sentó ante el escritorio de la habitación grande, de arriba, y mientras pensaba cómo redactar la carta, miraba por la ventana a su hija Ellie de quince años, rebelde, resentida.
Su madre le había hecho otro regalo. Con esa carta, Ellie cerraba un círculo, rescataba su personalidad de años atrás. Había aprendido tanto desde entonces, y le quedaba aún mucho más por aprender.
En la mesa sobre la que descansaba el telefax había también un espejo. Allí vio Ellie a una mujer ni joven ni vieja, ni madre ni hija. No había avanzado lo suficiente como para recibir ese mensaje, y mucho menos descifrarlo. Había pasado su existencia procurando establecer contacto con los seres más extraños y remotos, mientras que en la vida real no lo había logrado casi con nadie. Siempre criticó cruelmente a los demás por crearse mitos, pero no advirtió la mentira que subyacía debajo de los propios. Toda su vida estudió el universo, pero nunca reparó en su mensaje más sencillo: las criaturas pequeñas como nosotros sólo podemos soportar la inmensidad por medio del amor.
Tan insistente fue la computadora en su intento por comunicarse con Eleanor Arroway, que fue casi como si transmitiera una urgente necesidad personal de compartir con ella el descubrimiento.
La anomalía quedó al descubierto dentro de la aritmética en base 11, con totalidad de ceros y unos. Comparado con lo que se había recibido de Vega, eso podía ser, en el mejor de los casos, un mensaje simple, pero su importancia en el campo de la estadística era inmensa. El programa reagrupó las cifras formando una trama cuadrada, de igual número de dígitos en sentido horizontal y vertical. La primera línea era una sucesión continua de ceros, de izquierda a derecha. En la segunda aparecía un único uno, justo en el centro, y ceros a ambos lados. Luego de varias líneas se formó un inconfundible arco, compuesto por unos. Rápidamente se construyó una sencilla figura geométrica, rica en promesas. Emergió luego la última línea de la figura, toda de ceros, también con un cero por centro.
Oculto en el cambiante esquema de las cifras, en lo más recóndito del número irracional, se hallaba un círculo perfecto, trazado mediante unidades dentro de un campo de ceros.
El universo había sido creado ex profeso, manifestaba el círculo. En cualquier galaxia que nos encontremos, tomamos la circunferencia de un círculo, la dividimos por su diámetro y descubrimos un milagro: otro círculo que se remonta kilómetros y kilómetros después de la coma decimal. Más adentro, habría mensajes más completos. Ya no importa qué aspecto tenemos, de qué estamos hechos ni de dónde provenimos. En tanto y en cuanto habitemos en este universo y poseamos un mínimo talento para la matemática, tarde o temprano lo descubriremos porque ya está aquí, en el interior de todas las cosas. No es necesario salir de nuestro planeta para hallarlo. En la textura del espacio y en la naturaleza de la materia, al igual que en una gran obra de arte, siempre figura, en letras pequeñas, la firma del artista. Por encima del hombre, de los demonios, de los Guardianes y constructores de Túneles, hay una inteligencia que precede al universo.
El círculo se ha cenado.
Eleanor encontró, por fin, lo que buscaba.
NOTA DEL AUTOR
Pese a haber recibido la influencia de gente que conozco, ninguno de los personajes de este libro es un retrato fiel de alguien en particular. No obstante, es mucho lo que le debo a la comunidad mundial de SETI, un pequeño grupo de científicos de todos los rincones de nuestro minúsculo planeta, que trabajan en colaboración, sin dejarse acobardar por los obstáculos, intentando hallar una señal procedente de los cielos. Tengo una especial deuda de gratitud con los pioneros de SETI, Frank Drake, Philip Morrison y el extinto I. S. Shklovskii. La búsqueda de inteligencia extraterrestre entra en este momento en una nueva fase con dos ambiciosos proyectos que se han puesto en marcha:
la exploración META/Sentinel, de ocho millones de canales, de la Universidad de Harvard (patrocinado por la Sociedad Planetaria con asiento en Pasadena), y otro programa más complejo aún, bajo los auspicios de la Administración Nacional para la Aeronáutica y el Espacio. Mi más sincero anhelo es que este libro quede desactualizado por el avance de los descubrimientos científicos verdaderos.
Varios amigos y colegas tuvieron la amabilidad de leer un primer borrador de esta obra y aportar pormenorizados comentarios. Vaya mi profundo agradecimiento a todos ellos:
Frank Drake, Pearl Druyan, Lester Grinspoon, Irving Gruber, Jon Lomberg, Philip Morrison, Nancy Palmer, Will Provine, Stuart Shapiro, Steven Soter y Kip Thorne. El profesor Thorne se tomó la molestia de analizar el sistema de transporte galáctico que se describe en el libro, y de avalarlo con cincuenta líneas de ecuaciones del campo de la física gravitacional. Scott Meredith, Michael Korda, John Herman, Gregory Weber, Clifton Fadiman y el ya fallecido Theodore Sturgeon me proporcionaron valiosos consejos en cuanto al contenido y el estilo. A través de las numerosas etapas de la preparación de este libro, Shirley Arden me brindó su inapreciable colaboración, razón por la cual me siento agradecido para con ella y Kel Arden. Gracias también a Joshua Lederberg por haberme sugerido, muchos años atrás, la posibilidad de que una forma avanzada de inteligencia pudiera habitar en el centro de la Galaxia de la Vía Láctea. La idea tiene antecedentes — como los tienen todas —, y algo similar imaginó, alrededor de 1750, Thomas Wright, la primera persona en mencionar concretamente que la Galaxia pueda tener un centro.
Esta obra surgió de un guión cinematográfico que Ann Druyan y yo escribimos en 1980–1981. Lynda Obst y Gentry Lee nos ayudaron en los primeros pasos. En cada tramo de la redacción fue inestimable la colaboración que me prestara Ann Druyan, desde el primer paso — el de conceptualizar el argumento y los personajes principales — hasta la corrección final de las galeradas. Lo que he aprendido de ella durante todo el proceso es el mejor de los recuerdos que guardo sobre el libro.
Libro difundido por la web www.pidetulibro.cjb.net