Capítulo nueve — Lo sobrenatural

El asombro es la base de la adoración.

THOMAS CARLYLE Sartor Resartus (1833-34)



Sostengo que el sentimiento religioso cósmico es la motivación más fuerte y noble para la investigación científica.

ALBERT EINSTEIN Ideas y Opiniones (1954)


Recordaba el momento exacto en que, en uno de sus numerosos viajes a Washington, se dio cuenta de que estaba enamorándose de Ken der Heer.

Los arreglos para una reunión con Palmer Joss estaban retrasándose una eternidad. Al parecer, Joss era reacio a visitar las instalaciones de Argos. Lo que le interesaba, decía, era la impiedad de los científicos, no la interpretación que ellos dieran del Mensaje, y para indagar en su personalidad era preciso reunirse en terreno más neutral. Ellie estaba dispuesta a ir a cualquier lado y un asesor especial de la Presidenta se había hecho cargo de las negociaciones. No debía asistir ningún otro radioastrónomo pues la Presidenta deseaba que concurriese sólo Ellie.

Ellie por su parte también esperaba el momento en que debería viajar a París con motivo de la primera reunión del Consorcio Mundial para el Mensaje. Ella y Vaygay coordinaban el programa de recolección de datos en el mundo entero. Como la recepción de la señal se había vuelto una tarea ya de rutina, con sorpresa comprobó que le quedaba cierto tiempo libre. Se propuso tener una larga conversación con su madre y no perder la serenidad por más que ella la provocara. Tenía una cantidad impresionante de correspondencia para poner al día, no sólo felicitaciones o críticas de colegas, sino también exhortaciones religiosas, teorías pseudocientíficas propuestas con una gran confianza y cartas de admiradores de todo el mundo. Hacía meses que no leía The Astrophysical Journal, aunque era autora de uno de los últimos trabajos, el artículo más extraordinario jamás editado en tan augusta publicación. La señal de Vega era tan potente que muchas personas, cansadas ya de ser radioaficionados, habían empezado a construir sus pequeños radiotelescopios y analizadores de señales propios. En la primera etapa de recepción del Mensaje, ellos habían encontrado datos interesantes, y a Ellie seguían acosándola aficionados que creían haber descubierto información desconocida por los profesionales del SETI. Ella se sentía obligada a escribirles cartas de aliento. Había también en Argos otros meritorios programas de radioastronomía — la exploración de los cuasar, por ejemplo — a los que había que prestar atención. Sin embargo, pese a todo, pasaba la mayor parte de su tiempo con Ken.

Desde luego, era obligación suya suministrar al asesor presidencial todos los datos vinculados con el proyecto Argos, puesto que la Presidenta debía contar con la información más completa posible. Ojalá los mandatarios de otras naciones, pensaba ella, estuvieran tan enterados sobre todo lo atinente a Vega como lo estaba la Presidenta de los Estados Unidos. Si bien no tenía estudios de ciencia, la Presidenta sentía un gusto genuino por la materia, y estaba dispuesta a apoyar a la ciencia no sólo por sus beneficios prácticos, sino, al menos en parte, por el placer de saber. Lo mismo había ocurrido con anteriores dirigentes norteamericanos desde James Madison y John Quincy Adams.

Así y todo, llamaba la atención la cantidad de tiempo que Der Heer podía pasar en Argos. Dedicaba una hora o más al día a comunicarse con su Oficina de Ciencia y Política Tecnológica, de Washington, pero el resto del tiempo se limitaba a… andar por ahí.

Investigaba el mecanismo del sistema de computación o visitaba los radiotelescopios. A veces se le veía acompañado por algún colaborador de Washington, aunque en general iba solo. Ellie lo divisaba por la puerta abierta del despacho que le habían asignado, con las piernas sobre el escritorio, leyendo algún informe o hablando por teléfono. La saludaba alegremente con la mano y seguía con lo suyo. Solía encontrarlo dialogando con Drumlin o Valerian, pero también con los técnicos y las secretarias, quienes en más de una ocasión lo habían descrito como «encantador».

Der Heer le planteaba muchas preguntas también a Ellie. Al principio eran puramente técnicas y programáticas, pero muy pronto comenzaron a incluir una amplia gama de previsibles acontecimientos futuros, y más tarde, meras especulaciones. Daba la impresión de que hablar sobre el proyecto era tan sólo un pretexto para estar juntos.

Una hermosa tarde de otoño en Washington, la Presidenta tuvo necesidad de postergar una reunión del Grupo de Tareas para Contingencias Especiales debido a una crisis de política internacional. Después de haber llegado desde Nuevo México, y al enterarse de que les quedaban varias horas libres, Ellie y Der Heer decidieron visitar el Memorial de Vietnam, diseñado por Maya Ying Lin, cuando ella no se había graduado aún de arquitecta en Yale. Rodeados de tan doloroso recordatorio de una guerra sin sentido, a Der Heer se le notaba inadecuadamente alegre, lo cual le hizo pensar a Ellie una vez más si no tendría fallas de carácter. Un par de guardaespaldas, con invisibles audífonos, los seguían a una distancia prudencial.

Ken obligó a una hermosa oruga azul a trepar a una ramita. El animal caminó con paso ágil, su cuerpo iridiscente ondulándose por el movimiento de sus catorce pares de patas.

Al llegar al extremo de la varita se sostuvo con sus cinco últimos segmentos y se aventuró en el aire en un intento por encontrar donde sostenerse. Al no tener éxito, giró en redondo para desandar varios pasos. Der Heer luego sostuvo el palito por la otra punta, de modo que cuando la oruga llegó al extremo, de nuevo no pudo avanzar más. Al igual que muchos mamíferos carnívoros enjaulados, empezó a ir y venir, según le pareció a Ellie, cada vez con mayor resignación. Sintió pena por la pobre criatura, por más que se tratara de una plaga que arruinaba las cosechas de cebada.

— ¡Qué maravilloso programa tiene este bichito en la cabeza! — exclamó él —. Siempre le da resultado. Es el software más perfecto. Se da mafia para no caerse nunca. El palito realmente está suspendido en el aire, y eso la oruga jamás lo vive en la naturaleza porque la ramita siempre está conectada a algo. ¿Nunca pensaste, Ellie, cómo sería tener ese programa en la cabeza, darte cuenta en forma espontánea de lo que debes hacer al llegar al final de la ramita? ¿Te preguntarías por qué sabes que debes extender tus diez patas delanteras en el aire pero al mismo tiempo aferrarte con fuerza con las otras dieciocho?

Ellie inclinó levemente la cabeza para observarlo a él, no a la oruga. Ken parecía no tener el menor problema de imaginarla a ella como un insecto. Trató de responder con naturalidad, sin olvidar que, para él, se trataba de un asunto interés profesional.

— ¿Qué vas a hacer ahora con la oruga?

— Voy a ponerla de nuevo en el césped. ¿Qué otra cosa podría hacer?

— Algunos quizá la matarían.

— Es difícil matar a una criatura una vez que ésta te ha demostrado su inteligencia. — No soltó la ramita con el insecto.

Siguieron caminando un rato en silencio, pasando frente a los casi cincuenta y cinco mil nombres grabados en el granito negro.

— Todo gobierno que se prepara para la guerra pinta a sus adversarios como monstruos — comentó Ellie —. No quieren que uno los vea como seres humanos. Si el enemigo no puede pensar ni sentir, no vacilaremos en darle muerte. Y matar es muy importante. Es preferible, entonces, verlos como monstruos.

— Eh, mira esta belleza — exclamó él —. Obsérvala atentamente.

Ellie trató de contener el asco para examinar el insecto con los ojos de Ken.

— Mira lo que hace. Si fuera tan grande como tú o yo, aterrorizaría a todo el mundo.

Sería un verdadero monstruo, ¿no? Pero es pequeña. Se alimenta de hojas, no molesta a nadie y añade un poco de hermosura a la naturaleza.

Ellie le tomó la mano que no tenía ocupada con la oruga, y continuaron paseando en silencio junto a las hileras de nombres, inscritos en orden cronológico de fallecimiento.

Desde luego, eran sólo las bajas de los norteamericanos. No existía un monumento semejante en todo el planeta, salvo en el corazón de sus familiares y amigos, para conmemorar a los dos millones de asiáticos que también habían muerto en la lucha. En los Estados Unidos, el comentario que más se oía respecto de la guerra era acerca del debilitamiento militar debido a causas políticas, explicación del mismo tenor psicológico que la «puñalada en la espalda» con que los militaristas alemanes pretendían justificar su derrota en la Primera Guerra Mundial. La guerra de Vietnam era una pústula en la conciencia nacional que ningún presidente había tenido el coraje de extirpar. (La subsiguiente política adoptada por la República Democrática de Vietnam no facilitó en nada la tarea.) Ellie recordaba lo habitual que era oír a los soldados norteamericanos referirse a sus adversarios vietnamitas llamándolos «mugrientos», «ojos torcidos» o cosas peores. ¿Seríamos capaces de alcanzar la próxima etapa de la historia humana sin erradicar primero esta tendencia a deshumanizar al adversario?

En la vida diaria, Der Heer no hablaba como académico. Si alguien lo encontraba en el quiosco de la esquina comprando el periódico, jamás se daría cuenta de que era un hombre de ciencia. No había perdido su acento de las calles de Nueva York. Al principio, a sus colegas les resultaba divertida la incongruencia que había entre su lenguaje y la calidad de sus trabajos científicos. Después, a medida que lo conocían mejor como persona y como investigador, tomaban su manera de hablar sólo como una peculiaridad suya.

Tardaron en darse cuenta de que se estaban enamorando, pese a lo obvio que era para los demás. Unas semanas antes, cuando se hallaba aún en Argos, Lunacharsky comenzó a despotricar contra la irracionalidad del lenguaje. Esta vez le tocó el turno al inglés norteamericano.

— Ellie, ¿por qué la gente dice «cometer nuevamente el mismo error»? ¿Qué le agrega «nuevamente» a la oración? ¿Y acaso no es cierto que burn up y burn down* significan lo mismo?

Asintió con desgana. Más de una vez le había oído quejarse ante sus colegas soviéticos por las incoherencias del idioma ruso y estaba segura de que lo mismo le oiría respecto del francés en la conferencia de París. Ella aceptaba de buen grado que los idiomas tuvieran ciertos rasgos poco felices, pero pensando que se habían formado a partir de tantas fuentes, como respuesta a tantas presiones, sería un milagro que fuesen del todo coherentes y precisos. No obstante, como a Vaygay le gustaba tanto despotricar, por lo general no solía polemizar con él.

— Tomemos también esta frase: estar enamorado «de la cabeza a los pies» — continuó él —. Es una expresión muy común, ¿verdad? Pero es exactamente al revés. Lo habitual es que uno esté con la cabeza sobre los pies. Cuando nos enamoramos, nos sentimos trastocados, ¿no? Tú deberías saber bien lo que se siente al enamorarse. Sin embargo, la persona que acuñó la expresión no conocía el amor. Suponía que uno anda caminando como siempre, en vez de sentirse flotando boca abajo en el aire, como la obra de ese pintor francés… ¿cómo se llamaba?

— Era ruso — respondió Ellie. Marc Chagall le daba en ese momento oportunidad de escapar de una conversación que se estaba volviendo densa. Más tarde Ellie se preguntó si Vaygay le estaría tomando el pelo o sólo deseaba sonsacarle una respuesta. Quizás hubiese reconocido en forma inconsciente los fuertes lazos que la unían con Der Heer.

La actitud algo esquiva de Der Heer tenía una explicación. Él era un asesor presidencial que le estaba dedicando una enorme cantidad de tiempo a un tema inédito, delicado. Por tanto, enamorarse de una de las principales ejecutoras de la idea constituía un riesgo. Como la Presidenta esperaba de él un juicio imparcial, debía ser capaz de recomendar cursos de acción que Ellie no deseara, e incluso propiciar que se rechazaran medidas propuestas por ella. En cierto sentido, el hecho de enamorarse de Ellie comprometería su eficacia.

Para ella, la situación era aún más complicada. Antes de adquirir la respetabilidad que le confería el cargo de directora de un importante observatorio, había tenido varias parejas. Si bien llegó a sentirse enamorada, jamás la tentó la idea del matrimonio.

Recordaba vagamente un cuarteto — ¿era de William Butler Yeats? — que en otras épocas utilizó para consolar a sus desdichados amantes porque, como siempre, ella decidía poner fin a la relación.

Dices que no hay amor, mi amor, a menos que dure para siempre.

Tonterías; hay episodios mucho mejores que la obra entera.

No se olvidaba de lo encantador que era John Staughton cuando cortejaba a su madre y lo rápido que abandonó esa pose no bien se convirtió en su padrastro. Después de casarse con un hombre, éste podía sacar a luz una personalidad de monstruo, hasta ese entonces oculta. Pensó que sus propias inclinaciones románticas la volvían vulnerable.

Estaba decidida a no cometer el mismo error de su madre. También sentía un profundo miedo de enamorarse sin reservas, de entregarse por entero a alguien que luego le fuese arrebatado. O que simplemente la abandonara. Por eso, no enamorándose de un hombre jamás tendría que echarlo de menos. (Trató de no reflexionar mucho sobre ese sentimiento puesto que no le parecía muy cierto.) Además, si nunca se encariñaba de veras con un hombre, jamás podría traicionarle; en lo más íntimo de su ser sentía que su madre había traicionado a su padre, a quien todavía extrañaba muchísimo.

Con Ken, las cosas parecían distintas. ¿O acaso ella habría ido modificando sus propias expectativas con el correr de los años? A diferencia de otros hombres, en situaciones de tensión Ken se mostraba más cariñoso y compasivo. Su tendencia a hacer concesiones y su gran capacidad para la política científica eran condiciones necesarias para su trabajo, pero debajo de esa capa ella creía presentir algo sólido. Le respetaba por la forma en que había incorporado la ciencia en la totalidad de su vida y por el valiente apoyo a la ciencia que había tratado de inculcar en los funcionarios de dos gobiernos.

Con la mayor discreción posible, vivían juntos en el pequeño departamento de Ellie.

Sus diálogos eran una delicia, un ágil intercambio de ideas. A veces respondían frases aún incompletas, como si de antemano conocieran perfectamente lo que el otro iba a decir. Ken era un amante tierno e inventivo.

Ellie solía asombrarse de las cosas que era capaz de hacer en presencia de él, debido al amor que compartían. Se sentía más conforme consigo misma gracias al amor de Ken.

Y como era obvio que él experimentaba lo mismo, su relación se asentaba sobre una base de amor y respeto infinitos. Al menos, eso pensaba ella. En compañía de muchos de sus amigos sentía una profunda soledad, que jamás la dominaba cuando estaba con Ken.

Le gustaba contarle sus recuerdos, fragmentos del pasado, y él no sólo manifestaba interés sino que parecía fascinado. La interrogaba durante horas sobre su infancia, siempre con preguntas directas pero cariñosas. Ellie empezó a entender por qué los enamorados suelen hablarse con lenguaje de bebés: no había ninguna otra circunstancia socialmente aceptable que permitiese aflorar en una persona al niño que llevaba dentro.

Si el niño de un año, de cinco, de doce, o el joven de veinte encuentran personalidades compatibles en el ser amado, existe una posibilidad real de mantener felices a esas subpersonas. El amor pone fin a su larga soledad. Quizá la profundidad del cariño puede medirse por el número de identidades que se movilizan en una relación afectiva. Ellie tenía la sensación de que, con sus anteriores compañeros, sólo una identidad había hallado su contraparte compatible, mientras que las demás se habían vuelto parásitas.

El fin de semana anterior a la reunión con Palmer Joss, estaban tendidos en la cama mientras el sol de la tarde, que entraba por entre las persianas, dibujaba formas sobre sus cuerpos enlazados.

— En la conversación cotidiana — decía Ellie —, puedo hablar de mi padre sin sentir más que… una leve punzada de dolor. Pero si realmente me pongo a evocarlo — digamos, a rememorar su sentido del humor, esa pasión suya por la honradez —, se me viene abajo la fachada y me dan ganas de llorar por su muerte.

— Sin lugar a dudas, el lenguaje nos libera del sentimiento, o casi — sostuvo Der Heer, acariciándole un hombro —. A lo mejor es una de sus funciones… que podamos comprender el mundo sin dejarnos abatir totalmente por él.

— En tal caso, la invención del lenguaje sería más que una bendición. Mira, yo daría cualquier cosa — honestamente, cualquiera de las cosas que tengo — con tal de pasar unos minutos con mi padre.

Se imaginaba un cielo lleno de bondadosos papas y mamas que volaban entre las nubes. Debía ser un sitio muy amplio como para dar cabida a los miles de millones de personas que habían vivido y muerto desde el surgimiento de la especie humana.

Seguramente estaría colmado, pensó, a menos que el cielo de la religión estuviese construido en la misma escala que el de la astronomía. Entonces habría espacio de sobra.

— Debe de haber algún número para poder medir la población total de seres inteligentes que habitan la Vía Láctea. ¿Cuántos supones que hay? Si hubiera un millón de civilizaciones, cada una con mil millones de individuos, sería… diez a la decimoquinta potencia. Pero si la mayoría fueran más avanzados que nosotros, quizá la idea de individuos sea inadecuada, y sólo se trate de un caso más de chauvinismo de la Tierra.

— Claro. Así podrías calcular también la tasa galáctica de producción de cigarrillos, de autos y de radios. Después pasarías a calcular el producto bruto galáctico, y una vez que lo averiguaras buscarías el producto bruto cósmico…

— Te burlas de mí — dijo ella con una sonrisa, sin el menor desagrado —. Pero piensa en esas cifras. Todos esos planetas con tantos seres más adelantados que nosotros. ¿No te impresiona?

Como se dio cuenta de que él pensaba en otra cosa, se apresuró a continuar.

— Mira esto — dijo —. Estuve leyendo un poco para la entrevista con Joss.

Estiró un brazo y tomó de la mesa de noche el volumen dieciséis de una vieja Enciclopedia Británica, lo abrió en una página que había marcado con un papelito a modo de señalador y le mostró un artículo que llevaba por título «Sagrado o Santo».

— Los teólogos parecen haber reconocido un aspecto especial, no racional — no me atrevería a llamarlo irracional — de lo sagrado o sacrosanto, y le dieron por nombre lo «sobrenatural». El primero en emplear el término fue un tal… Rudolph Otto, en su libro La idea de la Sagrado. Según él, todo hombre tiene la predisposición a descubrir y venerar lo sobrenatural, el misterium tremendum.

«En presencia del misterium tremendum, el hombre se siente insignificante, pero no aislado en forma personal. Para Otto, lo sobrenatural era una cosa «totalmente otra», y la reacción humana ante ella, el «asombro absoluto». Si los creyentes se refieren a eso cuando hablan de lo sagrado o sacrosanto, estoy de acuerdo con ello. Yo siento algo parecido con sólo prestar atención para escuchar una señal, aunque después no la reciba. Pienso que toda la ciencia experimenta el mismo sobrecogimiento.

«Ahora escucha esto. — Leyó del texto:

«Durante el último siglo, una cantidad de filósofos han mencionado la desaparición de lo sagrado, vaticinando la muerte de la religión. Un análisis sobre la historia de los cultos demuestra que las formas religiosas cambian, y que nunca ha habido unanimidad respecto de la naturaleza y la expresión de la religión. Es de vital importancia…»

«Los partidarios del sexo también escriben artículos religiosos, por supuesto — comentó —, y luego prosiguió con la lectura.

«Es de vital importancia saber si el hombre se halla ahora en una nueva situación como para desarrollar estructuras de valores fundamentales radicalmente distintos de los que le proporcionaba la conciencia tradicional que tenía de lo sagrado.»

— ¿Y?

— Creo que las religiones burocráticas tratan de institucionalizar en uno la percepción de lo sobrenatural en vez de darte los medios para que puedas percibir directamente lo sobrenatural… como si miraras por un telescopio de seis pulgadas. Si lo más significativo de la religión es el poder percibir lo sobrenatural, ¿quién te parece más religioso? ¿El partidario de las religiones burocráticas o el que se aboca al estudio de las ciencias?

— A ver si entendí bien — repuso Ken, usando una frase que solía emplear ella —. Es sábado por la tarde, y hay una pareja desnuda, tendida en la cama leyendo la Enciclopedia Británica, discutiendo sobre si la galaxia Andrómeda es más «sobrenatural»

que la resurrección. ¿Saben ellos cómo pasar un buen momento, o no?

Загрузка...