Capítulo veinte — Estación Grand Central

Todas las cosas son artificiales, puesto que la naturaleza es el arte de Dios.

THOMAS BROWNE «On Dreams», Religio Medici (1642)



Los ángeles necesitan un cuerpo supuesto, no por ellos mismos sino para beneficio de nosotros.

SANTO TOMÁS DE AQUINO Summa Theologica, I, 51. 2



…pues al diablo le es dado presentarse en forma grata.

WILLIAM SHAKESPEARE Hamlet, II, 2, 628



La cámara de aire tenía capacidad para una persona por vez. Cuando se plantearon cuestiones de prioridad — qué país debía ser el primero representado en otra estrella —, los Cinco habían reaccionado con fastidio puesto que no los alentaba ese tipo de sentimientos competitivos. Luego se propusieron expresamente no tratar ese tema entre ellos.

Ambas puertas de la cámara de aire, la interior y la externa, se abrieron en forma simultánea. Al parecer, ese sector de Grand Central contaba con una adecuada presurización y suficiente oxígeno.

— ¿Y bien? ¿Quién quiere salir primero? — preguntó Devi.

Mientras aguardaba en fila con su cámara de vídeo en la mano, Ellie decidió que debía llevar consigo la hoja de palmera en el instante en que pisara por primera vez el nuevo mundo. Cuando fue a recogerla, oyó exclamaciones de júbilo afuera, quizá de Vaygay.

Ellie se internó presurosa bajo la brillante luz solar. En el umbral de la puerta exterior divisó arena. Devi se había sumergido hasta los tobillos en el agua, y salpicaba a Xi. Eda ostentaba una ancha sonrisa.

Era una playa y las olas morían sobre la arena. En el cielo azul, se veían unos perezosos cúmulos. Había grupos de palmeras a espacios irregulares, retirados de la orilla, y un sol en lo alto. Un solo sol, amarillo. Igualito al nuestro, pensó Ellie. Un tenue aroma perfumaba el aire; clavo de olor, quizás, y canela. Bien podía haber sido una playa de Zanzíbar.

De modo que habían viajado treinta mil años luz para caminar por una playa. Podría ser peor, pensó. La brisa formaba remolinos de arena ante sus ojos. ¿Acaso eso era una copia de la Tierra, reconstruida tal vez por los datos aportados por una expedición exploradora millones de años antes? ¿No sería que los cinco habían realizado ese viaje épico con el fin de aumentar su conocimiento sobre la astronomía descriptiva, para ser luego abandonados, sin mucha ceremonia, en algún bello rincón de la Tierra?

Al volverse, descubrió que el dodecaedro había desaparecido. A bordo había quedado la supercomputadora con su biblioteca de referencia, así como también parte del instrumental. La preocupación les duró escasamente un minuto. Estaban sanos y salvos, y el viaje valía la pena ser relatado luego en la Tierra. Vaygay miró la hoja que tanto se había empeñado Ellie en llevar; luego posó sus ojos en las palmeras de la playa y se rió.

— Como llevar carbón a Newcastle — comentó Devi.

Sin embargo, su hoja era distinta. Tal vez allí crecieran especies diferentes; o quizá la variedad local la hubiese producido un fabricante chapucero. Contempló el mar y no pudo menos de imaginar la primera colonización de la Tierra, cuatrocientos millones de años antes. Dondequiera que estuviesen en ese momento — ya fuese en el Océano Indico o en el Centro de la Galaxia —, los Cinco habían protagonizado un hecho sin precedentes.

Cierto era que no fueron ellos quienes decidieron el itinerario ni el punto de destino, pero habían cruzado el océano de espacio interestelar, dando comienzo a lo que seguramente habría de ser una nueva edad de la historia humana. Ellie se sentía muy orgullosa.

Xi se quitó las botas y se arremangó hasta las rodillas las bocamangas del mono cargado de insignias bordadas, que los gobiernos habían ordenado que vistieran los Cinco, y caminó entre las olas. Devi se ocultó detrás de una palmera; al verla salir luego vestida con el sari, y el mono doblado en el brazo, Ellie recordó una película de Dorothy Lamour. Eda se puso una especie de gorro de hilo, símbolo visual por el que se lo conocía en el mundo entero. Ellie los filmó en tomas breves que seguramente después, al volver a la Tierra, se asemejarían a cualquier película familiar. Fue entonces a reunirse con Xi y Vaygay. El agua estaba casi tibia. Era una tarde preciosa, un agradable cambio del invierno que habían dejado en Hokkaido apenas una hora antes.

— Todos trajeron algo simbólico — dijo Vaygay —, salvo yo.

— ¿A qué te refieres?

— Sukhavati y Eda, atuendos típicos. Xi optó por un grano de arroz. — En efecto, Xi sostenía entre el pulgar y el índice una bolsita plástica con el grano de arroz —. Tú tienes la hoja de palmera, pero yo no he traído recuerdo alguno de la Tierra. Soy el único materialista del grupo; todo lo que traje lo tengo en la cabeza.

Como Ellie se había colgado el medallón al cuello, debajo del mono, se desprendió el botón superior, se lo sacó y se lo dio a leer a Vaygay.

— La cita es de Plutarco — comentó él, al cabo de un momento —. Muy valientes las palabras de los espartanos, pero no te olvides de que la batalla la ganaron los romanos.

Por el tono de su advertencia, seguramente pensó que el medallón era un obsequio de Der Heer. Ellie sintió afecto por él al notar el tono de desaprobación dirigido a Ken — obviamente justificado por los acontecimientos — y su cariño a toda prueba. Entonces, le tomó del brazo.

— Me muero por un cigarrillo — confesó Vaygay, moviendo el brazo para apretar la mano femenina contra su cuerpo.

Se sentaron los cinco junto a un charco que formaba la marea en la orilla del mar. Las olas producían un suave ruido blanco que a Ellie le trajo recuerdos de Argos y de tantos años dedicados a escuchar los sonidos cósmicos. Un cangrejo pasó presuroso, avanzando de costado. Con cangrejos, cocoteros y algunas provisiones que llevaban en los bolsillos, podrían sobrevivir cierto tiempo. No había en la arena otras huellas que las suyas.

— Nosotros pensamos que ellos hicieron casi todo el trabajo. — Vaygay explicaba las conclusiones a que había llegado, junto con Eda, acerca de la experiencia —. Lo único que hizo el proyecto fue una mínima arruga o pliegue en el tiempoespacial como para que ellos tuvieran de dónde sujetar su túnel. En toda esa geometría multidimensional, debe de ser muy difícil detectar una arruguita en el tiempo sideral, y peor aún acoplarle una tobera.

— ¿Qué dices? ¿Que cambiaron la geometría del espacio?

— Sí. Creemos que el espacio, en el sentido topológico, no está conectado de manera simple. Y aunque a Abonneba no le agrade la analogía, es como una superficie plana bidimensional, conectada mediante una maraña de tubos con otra superficie igual, la superficie atrasada. La única manera de trasladarse de la superficie ingeniosa a la atrasada es por medio de los tubos. Imagínense que los habitantes de la superficie ingeniosa bajen un tubo con un pico o tobera. Construirán un túnel entre ambas superficies, siempre y cuando los atrasados colaboren produciendo un pequeño pliegue en su superficie, de modo que se pueda sujetar la tobera.

— O sea que los ingeniosos envían un mensaje de radio para indicarles a los atrasados que realicen un pliegue. Pero, si son seres bidimensionales, ¿cómo podrían producir un pliegue en su superficie?

— Acumulando gran cantidad de masa en otro lugar — sugirió Vaygay a modo de respuesta.

— Eso no es lo que hemos hecho.

— Lo sé, lo sé. Fueron los benzels los que lo lograron.

— Si los túneles son agujeros negros — sostuvo Eda con voz pausada —, existen verdaderas contradicciones. Hay un túnel interior en la exacta solución de Kerr a la ecuación de Einstein, pero es variable.

La más mínima alteración lo cerraría, convirtiendo al túnel en una singularidad física que impediría que se deslizara nada por él. Traté de imaginar una civilización superior que pudiera controlar la estructura interna de una estrella en caída para mantener estable el interior del túnel, lo cual sería muy complicado cuando se trata del colapso de un objeto tan voluminoso como el dodecaedro.

— Aun si Abonnema consigue descubrir la forma de mantener abierto el túnel — acotó Vaygay —, existen muchos otros problemas. Demasiados, quizá. Los agujeros negros atraen problemas mucho más de prisa de lo que atraen la materia. Deberíamos de haber terminado destrozados en el campo gravitacional del agujero negro, o estirados como los personajes de los cuadros de El Greco o las esculturas de ese italiano… — Se volvió hacia Ellie para que le recordara el nombre.

— Giacometti — dijo ella —, y era suizo.

— Sí, Giacometti. También se presentan otros inconvenientes. Según las condiciones de la Tierra, se requiere una infinita cantidad de tiempo para atravesar un agujero negro, y nunca jamás podríamos regresar a nuestro planeta. A lo mejor es eso lo que sucedió, y no podamos nunca retornar. En tal caso, debería de haber un infierno de radiación cerca de la singularidad. Ésta es una inestabilidad cuánticomecánica…

— Y por último — aseguró Eda —, un túnel al estilo Kerr puede provocar grotescas transgresiones a la causalidad. Con un ínfimo cambio de trayectoria dentro del túnel, podríamos salir en el otro extremo y encontrarnos en los albores de la historia universal, por ejemplo, un segundo antes del Big Bang, la explosión primigenia, y así tendríamos un universo por demás desordenado.

— Miren muchachos — dijo Ellie —, yo no soy experta en la teoría de la relatividad, pero ¿acaso no vimos los agujeros negros? ¿No caímos dentro de ellos y después salimos?

¿Es que un gramo de observación no equivale a una tonelada de teoría?

— Ya sé, ya sé — admitió Vaygay, afligido —. Debe de ser otra cosa.

— Un agujero negro que se forma naturalmente no puede ser un túnel puesto que tienen singularidades imposibles de sortear en su centro — afirmó Eda.

Con un sextante y los relojes de pulsera tomaron el tiempo del movimiento angular en la puesta del sol. Según los cánones de la Tierra, eran trescientos sesenta grados en veinticuatro horas. Antes de que el sol se ocultara tras el horizonte, desarmaron la cámara de Ellie y utilizaron la lente para encender una fogata. Ellie no se separó de su hoja de palmera por temor a que, en un descuido, alguien la arrojara a las llamas. Xi resultó ser un experto en eso de encender fuegos. Hizo que se situaran en la dirección que soplaba el viento y mantuvo el fuego bajo.

Poco a poco fueron saliendo las estrellas, las constelaciones familiares de la Tierra.

Ellie se ofreció para quedarse levantada, y ocuparse de la fogata mientras los demás dormían. Quería ver aparecer Lira, y al cabo de unas horas, lo logró. La noche era excepcionalmente diáfana, y Vega emitía un brillo firme. A juzgar por el movimiento aparente de las constelaciones en la esfera celeste, por las constelaciones del hemisferio sur que alcanzó a distinguir y por la Osa Mayor que se divisaba próxima al horizonte norte, llegó a la conclusión de que se hallaban en latitudes tropicales. «Si todo esto es un simulacro», pensó antes de quedarse dormida, «se nota que han puesto un notable empeño».

Tuvo un sueño extraño. Los cinco estaban desnudos, sin vergüenza, debajo del agua, quedaban suspendidos entre los corales, se introducían en grietas que de inmediato oscurecían las algas marinas a la deriva. En un momento ella se elevó hasta la superficie y vio volar al ras del agua una embarcación con forma de dodecaedro. Como las paredes eran transparentes, notó que en el interior iban personas que leían el diario o conversaban animadamente. Volvió a sumergirse en el agua, que era su medio natural.

Ninguno tenía dificultad para respirar, sino que inhalaban y exhalaban agua. No sentían la menor dificultad; por el contrario, nadaban con la misma sencillez de los peces. Vaygay tenía incluso aspecto de pez. «El agua debe de estar fuertemente oxigenada», supuso. En medio del sueño, se acordó de un ratón que había visto una vez en un laboratorio de biología, muy feliz dentro de un recipiente con agua oxigenada, que hasta chapoteaba con sus patitas delanteras. Trató de recordar cuánto oxígeno se precisaba, pero le costaba trabajo realizar el cálculo. Estoy pensando cada vez menos, se dijo, pero no importa; sinceramente no importa.

Sus compañeros tenían en ese momento una clara conformación de peces. Las aletas de Devi eran translúcidas. El espectáculo le resultaba interesante, vagamente sensual.

Deseó que continuara para sacar algo en limpio, pero ni siquiera tenía presente la pregunta que quería formular. «Oh, poder respirar agua tibia», pensó. «¿Qué se les ocurrirá después?»

Se despertó con una profunda desorientación, rayana en el vértigo. ¿Dónde estaba?

¿En Wisconsin, Puerto Rico, Nuevo México, Wyoming, Hokkaido? ¿O en el estrecho de Málaga? Luego hizo memoria. No quedaba en claro dentro de un lapso de treinta mil años luz, en qué punto de la Vía Láctea se encontraba. El colmo de la desubicación, pensó. A pesar del dolor de cabeza, se rió, y Devi, que dormía a su lado, se despertó. La tarde anterior había explorado un kilómetro de playa, sin hallar indicios de que estuviera habitada. Debido a que la arena creaba una loma ascendente, todavía no les llegaba el sol en forma directa. Ellie estaba recostada sobre una almohada de arena; Devi había enrollado su mono para apoyar sobre él la cabeza.

— ¿No te parece que hay algo de flojo en una cultura que necesita almohadas blandas?

— preguntó Ellie —. Los que de noche apoyan la cabeza en un tronco son los más inteligentes.

Devi festejó la broma y le deseó buenos días.

En eso oyeron gritos. Los tres hombres les hacían señas desde lejos; Ellie y Devi se levantaron y fueron hacia ellos.

Enclavada en la arena misma había una puerta de madera con picaporte de bronce, o de un material semejante. Tenía bisagras de metal pintadas de negro, y su correspondiente quicio, dintel y umbral, pero no una placa con nombre alguno. No era, en absoluto, nada extraordinario, para los criterios de la Tierra.

— Den la vuelta por el otro lado — les propuso Xi.

Desde la parte de atrás, la puerta no existía. Ellie pudo ver a todos sus compañeros, y la playa que continuaba entre los cuatro y ella. Se acercó a un lado, y distinguió una única línea vertical, delgada como una hoja de afeitar. No se atrevió a tocarla. Regresó a la parte posterior y quedó contenta al comprobar que no había sombras ni reflejos ante sus ojos; luego la cruzó.

— Bravo — exclamó Eda, sonriendo. Ellie se volvió y notó la puerta cerrada.

— ¿Qué fue lo que vieron? — quiso saber.

— Una mujer bonita que atravesaba una puerta cerrada, de dos centímetros de espesor.

Vaygay no parecía sufrir demasiado, pese a la carencia de cigarrillos.

— ¿No intentaron abrirla? — preguntó ella.

— Todavía no — respondió Xi.

Una vez más Ellie se colocó del otro lado para admirar la aparición.

— Me recuerda la obra de… ¿cómo se llama ese surrealista francés? — preguntó Vaygay.

— René Magritte — repuso ella —, y era belga.

— Supongo que estamos de acuerdo en que esto no es la Tierra — insinuó Devi, abarcando con un ademán el mar, la playa y el cielo.

— A menos que estemos en el Golfo Pérsico de hace tres mil años, rodeados de genios mitológicos — acotó Ellie, en tono de chanza.

— ¿No te impresiona el esmero de la fabricación?

— Sí, reconozco que el trabajo es bueno. Pero, ¿para qué es esto? ¿Con qué fin se tomaron la molestia de construir esta puerta con tanta precisión de detalles?

— A lo mejor les apasiona hacer bien las cosas, tal vez pretendan hacer alardes.

— No entiendo — dijo Devi — cómo pueden conocer tan minuciosamente nuestras puertas. Hay tantos modos distintos de hacer una puerta. ¿Cómo pudieron saberlo?

— Quizás a través de la televisión — contestó Ellie —. Vega recibió señales televisivas de la Tierra hasta… más o menos 1974. Bien — continuó, como si no fuera a cambiar de tema —, ¿qué creen que pasaría si la abriéramos y entráramos?

— Si nos han traído aquí para evaluarnos — señaló Xi —, lo más seguro es que del otro lado esté la Prueba, una para cada uno de nosotros.

Al ver que se sentía listo, Ellie deseó poder estarlo ella también.

Las sombras de las palmeras caían ya sobre la playa. En silencio se miraron unos a otros. Los cuatro parecían ansiosos por abrir la puerta y pasar; ella era la única… que se resistía. Le preguntó a Eda si no quería entrar él primero.

Eda se quitó la gorra, hizo una leve reverencia, se volvió y enfiló hacia la puerta. Ellie corrió a su lado, lo abrazó y le dio un beso en cada mejilla. Los demás lo abrazaron también. Eda se volvió una vez más, abrió la puerta, entró y desapareció en el aire, primero su pie y por último su mano. Por la puerta entornada sólo se divisó la prolongación de la playa. Luego la puerta se cerró. Ellie fue al otro lado, pero no halló rastro de su amigo.

El siguiente fue Xi. A Ellie le impresionaba lo dóciles que estaban todos, esa disposición para aceptar al instante cualquier invitación anónima. «Podrían habernos informado adonde nos llevaban y para qué es esto», pensó. «Pudieron explicarlo dentro del Mensaje mismo, o enviar la información luego de que se activara la Máquina. Podrían habernos dicho que íbamos a recalar en una perfecta imitación de una playa terráquea y que nos habríamos de encontrar con una puerta.» Cierto era que, por adelantados que fuesen, los extraterrestres no debían de tener conocimientos profundos del inglés con sólo haberlo oído por televisión. Su dominio del ruso, el mandarín, el tamil y el hausa debía de ser incluso más rudimentario. Pero ya que habían inventado el lenguaje para emplear en la cartilla de instrucciones, ¿por qué no lo utilizaban? ¿Sólo para mantener el suspenso?

Al verla con la vista fija en la puerta cerrada, Vaygay le preguntó si quería entrar ella a continuación.

— Gracias, Vaygay, pero estaba pensando algo que quizá te parezca una locura. ¿Por qué tenemos que hacer todo lo que nos indican? ¿Y si rehusamos seguir sus órdenes?

— Ellie, eres tan norteamericana. Yo estoy muy acostumbrado a hacer lo que me sugieren las autoridades, en especial cuando no me queda otra alternativa. — Sonriendo, giró sobre sus talones.

— No aceptes recriminaciones del gran duque — le gritó ella.

En lo alto graznaba una gaviota. Vaygay había dejado la puerta entornada, pero del otro lado sólo se veía la playa.

— ¿Te sientes bien? — preguntó Devi.

— Sí, pero prefiero estar un momento más conmigo misma. Enseguida voy.

— Te lo pregunto como médica. ¿Seguro que te sientes bien?

— Me desperté con dolor de cabeza, y creo que tuve unos sueños insólitos. No me cepillé los dientes ni bebí mi habitual café negro. También me agradaría leer el diario de la mañana. Salvo todo eso, estoy bien.

— Entonces no es nada grave. A mí también me duele un poco la cabeza. Cuídate, Ellie, y trata de recordar todo, así me lo cuentas… la próxima vez que nos veamos.

— Te lo prometo.

Se desearon suerte y se despidieron con un beso. Devi pisó el umbral y desapareció.

La puerta se cerró a sus espaldas. Luego Ellie creyó percibir cierto aroma a curry.

Se lavó los dientes con agua salada. Siempre había tenido un sesgo demasiado puntilloso de carácter. Desayunó con leche de coco y quitó con sumo cuidado la arena que se había juntado en la parte exterior de su microcámara y en el pequeño arsenal de videocasetes donde había registrado maravillas. Enjuagó la hoja de palmera en el mar, tal como lo había hecho el día en que la encontró en la playa de Cocoa, antes de emprender el viaje a Matusalén.

Decidió darse un baño ya que la mañana se había vuelto calurosa. Dejó la ropa doblada sobre la hoja de palmera y se internó, audaz, entre las olas. «No importa lo que pase», pensó, «es muy improbable que a los extraterrestres los excite ver una mujer desnuda, por bien conservada que esté». Trató de imaginar a un microbiólogo arrastrado a cometer crímenes pasionales luego de analizar la constitución de las células de un protozoario.

Flotó de espaldas, dejándose mecer por las olas. Pensó en miles de… cámaras, mundos simulados — o lo que fueren —, cada uno de ellos una copia fiel de la zona más hermosa del planeta madre de cualquier persona. Y cada representación con su cielo, su océano, su geología, su vida nativa idéntica a la del original. Parecía un despilfarro, aunque también sugería un resultado positivo de la experiencia. Por enormes que fuesen los recursos con que se contaba, cabía suponer que nadie iba a construir un paisaje tan imponente para cinco especímenes de un mundo condenado.

Por otra parte… también se mencionaba la idea de que los extraterrestres fuesen una especie de guardianes de zoológico. ¿Y si esa inmensa estación, con semejante cantidad de puertos de amarre, fuera verdaderamente un zoológico? «Pasen a ver los exóticos animales en su hábitat natural» imaginaba pregonar a un anunciante.

Llegarían turistas procedentes de toda la Galaxia, en especial durante las vacaciones escolares. Después, el jefe de estación, despejaría momentáneamente el sitio de turistas y de bestias, borraría las pisadas de la playa, para que a su llegada, el nuevo contingente de nativos disfrutara de medio día de descanso y recreación antes de someterlos al suplicio de las pruebas.

A lo mejor, ésa era la forma que tenían de abastecer los zoológicos. Recordó los animales enjaulados en los zoológicos terrestres que tenían dificultades para la reproducción al estar en cautiverio. Dio una voltereta en el agua, se zambulló debajo de la superficie, dio luego unas brazadas en dirección a la costa y, por segunda vez en veinticuatro horas, lamentó no haber tenido nunca un bebé.

La playa estaba desierta, y no se veía siquiera una vela en el horizonte. Unas pocas gaviotas rondaban cerca de la orilla, al parecer en busca de cangrejos. Deseó haber llevado pan para arrojarles unas migajas. Cuando ya estuvo seca, se vistió y fue a inspeccionar de nuevo la puerta, que simplemente estaba allí, aguardando. Todavía no se sentía con voluntad de entrar. Quizá más que desgana sintiese temor.

Se alejó, sin dejar de tenerla en su campo visual. Se sentó debajo de una palmera, flexionó las piernas hasta apoyar el mentón sobre las rodillas, y recorrió con la mirada la playa de arenas blancas.

Al rato se puso de pie. Con la hoja de palmera y la microcámara en una mano, se aproximó a la puerta e hizo girar el picaporte. Le dio un empujoncito y la puerta se abrió sin el menor chirrido. Al otro lado vislumbró la playa serena, desinteresada. Ellie entonces sacudió la cabeza, regresó al árbol y volvió a sentarse en actitud pensativa.

Le intrigaba saber dónde estarían sus compañeros. ¿Se encontrarían en algún edificio estrafalario, tildando respuestas en alguna prueba de elección múltiple? ¿O acaso la evaluación sería oral? ¿Y quiénes eran los examinadores? Una vez más se dejó dominar por la inquietud. Cualquier otro ser inteligente — que hubiera crecido en un mundo remoto, en condiciones físicas extrañas y con una serie completamente distinta de mutaciones genéticas —, un ser de esas características, seguramente no se asemejaría a nadie conocido, ni siquiera imaginado. Si ésa era la estación ferroviaria de la Prueba, debía de haber jefes de estación sin el más mínimo rasgo humano. Sentía en lo profundo de su ser un rechazo instintivo por los insectos, los topos y las serpientes. Era de esas personas que se estremecen — peor aún, que sienten asco — cuando se ven frente a seres humanos hasta con la más leve malformación. Los tullidos, los niños mongólicos, incluso los que padecen el mal de Parkinson, le provocaban desagrado y deseos de huir. Por regla general conseguía dominarse, pero se preguntaba si, con su actitud, no habría herido los sentimientos de alguien en alguna oportunidad. Nunca reflexionaba demasiado sobre el tema, tomaba conciencia de su turbación y enseguida pensaba en otra cosa.

No obstante, en ese momento temía no poder enfrentarse — y mucho menos conquistar — a un extraterrestre. No se había tenido en cuenta ese aspecto al seleccionar a los Cinco. Nadie les preguntó si les daban miedo los ratones, los enanos o los marcianos porque sencillamente no se le cruzó por la mente a ningún comité examinador.

Le llamaba la atención que a nadie se le hubiese ocurrido puesto que se trataba de algo importante.

Había sido un error enviarla a ella. Tal vez caería en desgracia si debía representarse delante de un galáctico con serpientes en el pelo, o peor aún, era probable que, si la sometían a una prueba, inclinaría la balanza en contra, y la especie humana sería suspendida en el examen. Contempló con aprensión y añoranza a un mismo tiempo la enigmática puerta cuya base había quedado bajo el agua al subir la marea.

Divisó la silueta en la playa, a lo lejos. Primero supuso que era Vaygay, que ya había terminado su prueba y venía a contarle la buena noticia. Luego reparó en que la persona no vestía mono y que era más joven, más vital. Tomó la cámara, pero por alguna razón vaciló. Se puso de pie y se llevó la mano a los ojos para protegerse del resplandor del sol.

Por un momento tuvo la sensación… No, eso era imposible. No creía que fuesen a aprovecharse de ella con tanto descaro.

Sin embargo, no pudo contenerse y echó a correr hacia él por la parte firme de la arena, junto a la orilla. El hombre estaba igual que en la última foto suya, feliz, lleno de energía, con la barba crecida luego de un día sin afeitarse. Ahogada en sollozos, se echó en sus brazos.

— Hola, Pres — la saludó él, acariciándole el pelo.

La voz era exacta, tal como la recordaba. También el porte, el aroma, la risa, el roce de la barba contra su mejilla. Todo junto contribuyó a hacerle perder el aplomo. Ellie tuvo la sensación de que se descorría una imponente roca y entraban los primeros rayos de luz en una tumba antigua, casi olvidada.

Tragó saliva y procuró dominarse, pero la enorme angustia que la conmovía le provocó otro acceso de llanto. Él le dio tiempo para reponerse, dirigiéndole la misma mirada tranquilizadora que recordaba haber visto en su rostro al pie de la escalera aquel día en que por primera vez ella se atrevió a emprender el temible descenso sin ayuda de nadie.

Lo que más había añorado era poder volver a verlo, pero siempre contuvo su anhelo dado lo imposible de llevarlo a cabo. En ese momento, en cambio, lloraba por todos los años que los habían separado.

De niña aún, y hasta de joven, solía soñar que llegaba él y le anunciaba que su muerte había sido un error, que en realidad estaba vivo. Pero esas fantasías le costaban caras, al despertarse luego en un mundo donde él ya no estaba.

Y en ese momento, de pronto, lo tenía consigo, y no era un sueño ni una aparición, sino un ser de carne y hueso… o algo semejante. La había llamado desde el cosmos, y ella había acudido a la cita.

Lo abrazó con todas sus fuerzas. Por un momento lo tomó de los hombros y lo apartó de sí para mirarlo mejor. Estaba perfecto. Era como si su padre, muerto muchos años atrás, hubiera ido al cielo, y por último — por vía tan poco ortodoxa — ella lograse volver a reunirse con él. Llorando, lo estrechó de nuevo entre sus brazos.

Más de un minuto tardó en calmarse. Si hubiera sido Ken, por ejemplo, ella al menos habría dado vueltas a la idea de que otro dodecaedro — quizás una Máquina soviética reparada — hubiese emprendido un viaje posterior desde la Tierra al Centro de la Galaxia.

No obstante, ni por un segundo se le cruzaba considerar tal posibilidad respecto de su padre, cuyos restos en descomposición yacían en un cementerio, junto a un lago.

Enjugó sus lágrimas, riendo y llorando al mismo tiempo.

— ¿A qué se debe esta aparición? ¿A la robótica o a la hipnosis?

— ¿Soy un artefacto o un sueño? Esa pregunta puede aplicarse a cualquier cosa.

— No pasa un día sin que piense que sería capaz de renunciar a lo que Riere con tal de poder estar de nuevo unos minutos con mi padre.

— Bueno, aquí estoy — dijo él en tono alegre, y dio una media vuelta como para que pudiese comprobar que también tenía espalda. Sin embargo era tan joven, incluso más que ella. En el momento de su muerte, contaba apenas treinta y seis años.

Quizá ésa fuese la forma de ellos de tranquilizarla. De ser así, habían sido muy considerados. Ellie le pasó un brazo por la cintura y lo condujo al sitio donde había dejado sus pertenencias. No notó nada extraño al tocarlo; si llevaba mecanismos o circuitos integrados debajo de la piel, al menos estaban bien ocultos.

— ¿Qué tal lo estamos haciendo? — preguntó ella —. Es decir…

— Te entiendo. Tardasteis muchos años en llegar aquí tras recibir el Mensaje.

— ¿Calificáis la velocidad y la exactitud?

— Ninguna de las dos.

— ¿O sea que todavía no hemos terminado la prueba?

Él nada respondió.

«Te ruego que me lo expliques — pidió, mortificada —. Algunos de nosotros pasamos años en la tarea de decodificar el Mensaje y fabricar la Máquina. ¿No vas a decirme de qué se trata?

— Te has vuelto muy peleona — la amonestó él, como si fuera su padre, como si estuviera comparando el último recuerdo que tenía de ella, con su personalidad actual, no del todo madura.

Su padre le revolvió el pelo con cariño, gesto que también recordaba ella de su infancia. No obstante, ¿cómo podían esos seres, a treinta mil años luz de la Tierra, conocer las costumbres de su padre en el remoto Wisconsin? De repente lo comprendió.

— Lo logran a través de los sueños. Anoche, cuando dormíamos, os hallabais dentro de nuestra mente, ¿verdad? Y así pudisteis extraernos todo lo que conocemos.

— Sólo realizamos copias. Creo que todo lo que estaba en tu cabeza continúa allí.

Fíjate y dime si te falta algo — dijo, sonriendo —. Eran muchos los datos que no podíamos conocer a través de vuestros programas de televisión. Sí podíamos evaluar el nivel tecnológico que habíais alcanzado, pero hay otras cosas que resulta imposible conocer si no es por la vía directa. Tal vez pienses que hemos invadido tu intimidad…

— No lo dirás en serio…

— … pero el problema es que no nos queda demasiado tiempo.

— ¿Ya se acabó el examen? ¿Respondimos todas las preguntas anoche, cuando dormíamos? ¿Pasamos la prueba o nos suspendisteis?

— No; esto es distinto. No tiene nada que ver con una evaluación de sexto grado.

Ella estaba en sexto grado cuando murió su padre.

— No pienses que somos una especie de comisario interestelar que elimina a balazos las civilizaciones malvivientes. Considéranos como una Dirección de Censo Galáctico, dedicada a reunir información. Sé que, en tu opinión, no se puede aprender nada de vosotros por ser tan atrasados en el plano tecnológico. Sin embargo, una civilización tiene también otros méritos.

— ¿Cuáles por ejemplo?

— La música, la benevolencia (me encanta esa palabra), los sueños. Los humanos poseen una habilidad especial para los sueños, aunque nunca hubiéramos podido saberlo por vuestros programas de televisión. En toda la Galaxia existen culturas que intercambian sueños.

— ¿Os dedicáis al intercambio cultural interestelar? ¿En eso queda todo? ¿No os preocupa que alguna civilización rapaz y sanguinaria llegue a desarrollar vuelos espaciales interestelares?

— Ya te dije que admiramos la bondad.

— Si los nazis se hubieran apoderado del mundo — el nuestro —, y luego hubiesen desarrollado vuelos interestelares, ¿no habríais intervenido?

— Te sorprenderías si supieras qué pocas veces eso sucede. A la larga, las civilizaciones agresivas terminan destruyéndose a sí mismas. Son así; no pueden evitarlo.

En ese supuesto, a nosotros nos correspondería dejaros solos, cerciorarnos de que nadie os moleste para que podáis resolver vuestro destino.

— Entonces, ¿por qué no hicisteis eso con nosotros? Te advierto que no estoy quejándome sino que siento curiosidad por saber cómo opera la Dirección del Censo Galáctico. La primera vez que tuvisteis noticias nuestras fue por medio de la transmisión de Hitler. ¿Por qué luego establecieron contacto?

— Esas imágenes, por supuesto, nos resultaron alarmantes. Se advertía que os acosaban graves problemas. Sin embargo, la música nos decía otra cosa. Al escuchar a Bethoven comprendimos que aún quedaban esperanzas. Los casos marginales son nuestra especialidad. Supusimos que os vendría bien recibir ayuda, aunque es muy poco lo que podemos ofreceros. Sabrás que la causalidad nos impone ciertas limitaciones.

Se había puesto en cuclillas para mojarse las manos en el mar; luego se las secó en los pantalones.

— Anoche exploramos el interior de cada uno de vosotros, y encontramos muchas cosas: sentimientos, recuerdos, conductas adquiridas, rasgos de locura, sueños, amores.

El amor es muy importante. Sin lugar a dudas, constituyen una interesante mezcla.

— ¿Todo eso en una sola noche de trabajo? — preguntó Ellie.

— Tenemos prisa porque no disponemos de mucho tiempo.

— ¿Acaso va a suceder…?

— No, pero si no elaboramos una causalidad uniforme, todo se resolverá por sí solo, y eso casi siempre es peor.

Ellie no comprendió ni una palabra.

— «Elaborar una causalidad uniforme.» Papá nunca se expresaba de esa forma.

— Claro que sí. ¿No te acuerdas de cómo solía hablarte? Se trataba de un hombre instruido, y desde que eras niña, él — yo — te hablaba de igual a igual.

— En efecto, lo recordaba. — Pensó en su madre, recluida en un asilo.

— Qué bonito colgante — dijo él, con ese aire de timidez que suelen adoptar los padres con sus hijas adolescentes —. ¿Quién te lo regaló?

— Una persona a la que no conozco demasiado, y que quiso poner a prueba mi fe…

Pero todo esto ya debes de saberlo.

Una vez más la sonrisa.

— Quiero que me digas qué piensas de nosotros — manifestó Ellie —, cuál es tu opinión sincera.

Él no titubeó ni por un instante.

— De acuerdo. Resulta asombroso que, en general, os vaya tan bien. Tenéis una carencia casi total de teorías sobre la organización social, vuestros sistemas económicos son arcaicos, no manejáis la maquinaria de la predicción histórica y casi diría que no os conocéis a vosotros mismos en absoluto. Teniendo en cuenta que vuestro mundo cambia a gran velocidad, me llama la atención que todavía no os hayáis autoaniquilado. Por eso aún no os damos por perdidos. Vosotros, los humanos, poseéis un talento natural para la adaptación… al menos en el corto plazo.

— Ésa es la cuestión principal, ¿no?

— Una de ellas. Puedes comprobar que, al cabo de un tiempo, las civilizaciones con perspectivas de corto plazo desaparecen.

Deseaba preguntarle qué era lo que sinceramente opinaba sobre los humanos, que le dijera desde el fondo de su corazón — o de cualquiera fuere su órgano interno equivalente — si la consideraba de la misma forma como ella tomaba a una hormiga. No obstante, no se atrevió a formular el interrogante por temor, quizás a la respuesta.

Por la cadencia de su voz, por los matices de su lenguaje trató de adivinar quién era ese ser disfrazado de su padre. Ella contaba con una enorme experiencia directa en el trato con los humanos, mientras que los jefes de estaciones galácticas tenían apenas un día. ¿No sería capaz de percibir algo acerca de la verdadera naturaleza que se escondía bajo esa fachada amable? No pudo. Por el contenido de sus palabras, ese hombre no era su padre, ni tampoco fingía serlo. Sin embargo, en todo lo demás era misteriosamente parecido a Theodore F. Arroway 1924–1960, ferretero, marido y padre ejemplar.

Procuraba con toda su voluntad no ser excesivamente sensiblera frente a esa… copia de su padre. También deseaba preguntarle qué había pasado desde que él llegó al cielo.

¿Qué opinaba de la Venida y el éxtasis? ¿Sobrevendría algún acontecimiento especial con el advenimiento del Milenio? Algunas culturas humanas prometían a los bienaventurados una vida ulterior en la cima de una montaña, en las nubes, en cavernas u oasis, pero no recordaba ninguna que ofreciera recompensar a los justos, después de su muerte, enviándolos a una playa.

— ¿Nos queda tiempo para algunas preguntas antes de… lo que haya que hacer?

— Sí, para una o dos.

— Háblame del sistema de transporte que utilizáis.

— Mejor te lo muestro directamente. No te muevas.

Una ameba de negrura total se desprendió del cenit, oscureciendo el sol y el cielo azul.

— Muy bueno el truco — musitó Ellie.

Bajo sus pies, la misma arena. Sobre su cabeza… el cosmos. Tenía la sensación de que se hallaba a una gran altura, por encima de la Vía Láctea, que miraban hacia abajo y divisaban su estructura en forma de espiral, mientras descendían hacia allí a una velocidad inaudita. El le explicaba con sencillez, empleando el lenguaje científico que a ella le resultaba familiar, en qué consistía esa estructura con forma de molinete. Le mostró el brazo espiral de Orión, en el cual se hallaba enclavado el Sol en esa época. Más hacia el interior en orden decreciente de importancia mitológica, se hallaba el brazo de Sagitario, el del Cisne-Carena y el de tres mil pársecs.

Apareció una red de líneas rectas que representaban el sistema de transporte que habían usado. La imagen le recordó los mapas indicadores de los subterráneos de París.

Eda había acertado. Cada estación — dedujo Ellie — se hallaba en el sistema de una estrella con doble agujero negro, de muy poca masa. Sabía que los agujeros negros no podían ser producto de un colapso estelar, de la normal evolución de los sistemas estelares puesto que eran demasiado pequeños. Quizá fueran primordiales, residuos que hubieran quedado del Big Bang, capturados por alguna inimaginable nave estelar, arrastrados luego hasta su correspondiente sitio. Quería preguntar sobre ese tema, pero la gira continuaba sin pausa.

Alrededor del centro de la Galaxia giraba un disco de hidrógeno, y dentro de él, un anillo de nubes moleculares que se desplazaban hacia la periferia. Él le mostró los movimientos ordenados del gigantesco complejo molecular Sagitario 82, lugar que, durante décadas, los radioastrónomos de la Tierra habían explorado en busca de moléculas orgánicas. Más cerca del centro encontraron otra inmensa nebulosa molecular, y luego Sagitario A, una intensa fuente de emisión de radioondas que la misma Ellie había observado desde Argos.

A continuación, en el propio núcleo de la Galaxia, trabados en un apasionado abrazo gravitacional, había un par de portentosos agujeros negros. La masa de uno de ellos era cinco millones de soles. De sus fauces emergían ríos de gas, del tamaño de los sistemas solares. Dos colosales — pensó en cuántas limitaciones tenían los idiomas terrestres —, dos monumentales agujeros negros giraban en órbita, uno alrededor del otro, en el centro de la Galaxia. Sobre uno se tenían noticias, o al menos se sospechaba su existencia; pero… ¿dos? Ese fenómeno, ¿no debía haber aparecido como un desplazamiento Doppler de las líneas espectrales? Se imaginó un cartel, debajo de uno de ellos, que dijera ENTRADA, y junto al otro, SALIDA. Por el momento, la entrada se encontraba en uso; la salida estaba simplemente allí.

Y era precisamente allí donde se hallaba la estación Grand Central, apenas en el límite exterior de los agujeros negros del núcleo de la Galaxia. Los cielos brillaban debido a los millones de estrellas jóvenes cercanas; sin embargo las estrellas, el gas y el polvo, eran consumidos por el agujero negro de entrada.

— Esto va a alguna parte, ¿verdad?

— Por supuesto.

— ¿Puedes decirme adonde?

— Claro. Todo termina en Cygnus A.

Sobre Cygnus A sí sabía algo. A excepción de unos restos de supernova que permanecían en Casiopea, Cygnus A era la más brillante fuente de emisión de radioondas de los cielos. Ella había calculado que, en un segundo, Cygnus A produce más energía que el Sol en cuarenta mil años. La fuente emisora se hallaba a seiscientos millones de años luz, mucho más lejos que la Vía Láctea, en el reino de las galaxias. Tal como ocurría con muchas fuentes extragalácticas de radioondas, dos enormes chorros de gas, que se desplazaban casi a la velocidad de la luz, estaban produciendo una compleja red de frente de choque con el gas intergaláctico, dando origen a una radiobaliza que brillaba con notable luminosidad en la mayor parte del universo. Toda la materia de esa inmensa estructura, a quinientos mil años luz, partía de un diminuto punto del espacio, exactamente a mitad de camino entre los chorros.

— ¿Quieres decir que están haciendo Cygnus A?

Le vino a la memoria una noche estival de su infancia, en Michigan, cuando sintió miedo de caerse al cielo.

— Pero no sólo nosotros. Se trata de un proyecto… de colaboración entre numerosas galaxias. Nuestra tarea consiste principalmente en el trabajo de ingeniería. Somos muy pocos los que nos dedicamos a las civilizaciones en surgimiento.

En cada pausa, Ellie experimentaba una especie de hormigueo en la cabeza, cerca del lóbulo parietal izquierdo.

— ¿Existen proyectos de cooperación intergalácticos? — preguntó —. ¿Quieres decir que hay infinidad de galaxias, cada una con su Administración Central, y a la vez formadas por cientos de miles de millones de estrellas? ¿Vierten millones de soles en Centauro… perdón, en Cygnus A? Discúlpame, pero la escala me deja anonadada. ¿Para qué lo hacéis? ¿Con qué intención?

— No debes pensar en el universo como en un desierto porque hace miles de millones de años que no lo es. Considéralo más bien… cultivado.

Nuevamente el hormigueo.

— Pero ¿con qué objeto? ¿Qué es lo que se puede cultivar?

— La cuestión básica es sencilla. No te dejes impresionar por la escala; al fin y al cabo, eres astrónoma. El problema radica en que el universo se expande, y no hay en él suficiente materia como para frenar la expansión. Después de un tiempo ya no hay otras galaxias, estrellas, planetas ni nuevas formas de vida… sólo lo mismo de siempre. Todo va a agotarse, y resultará aburrido. Por eso, en Cygnus A estamos poniendo a prueba la tecnología para producir algo novedoso, que podríamos denominar un experimento en remodelación urbana. No es nuestro único ensayo. Puede suceder que, más adelante, decidamos clausurar un sector del universo e impedir que el espacio se quede cada vez más vacío a medida que transcurren los eones. La manera de lograrlo, por supuesto, es aumentando la densidad de la materia local. Es un trabajo como cualquier otro.

Igual que dirigir una ferretería en Wisconsin.

Si Cygnus A se hallaba a seiscientos millones de años luz, los astrónomos de la Tierra — o de cualquier punto de la Vía Láctea, para el caso — lo veían tal como había sido seiscientos millones de años atrás. Sin embargo, sabía que, seiscientos millones de años antes no había en la Tierra ni el menor signo de vida. Ellos eran viejos.

Seiscientos millones de años antes, en una playa como ésa… pero sin cangrejos, gaviotas ni palmeras. Trató de imaginar una planta microscópica arrastrada a la costa, mientras esos seres se ocupaban de experimentar con la galactogénesis y los principios básicos de la ingeniería cósmica.

— ¿Hace seiscientos millones de años que venís arrojando materia en Cygnus A?

— Bueno, lo que captasteis mediante la radioastronomía fue sólo una de nuestras primeras pruebas de factibilidad. Ahora hemos avanzado mucho más.

Y a su debido tiempo, al cabo de millones de años, los radioastrónomos de la Tierra — si aún quedaban — detectarían un adelanto sustancial en la reconstrucción del universo alrededor de Cygnus A. Se preparó para enterarse de ulteriores revelaciones, proponiéndose no dejarse apabullar. Existía una jerarquía de seres en una escala que ella jamás imaginó. Sin embargo, la Tierra tenía su lugar, un puesto clave en dicha jerarquía porque seguramente ellos no se habían tomado semejantes molestias si no era con algún fin.

La negrura se desplazó hasta el cenit y allí fue consumida. Retornaron entonces el Sol y el cielo azul. El paisaje era el mismo: marejada, arena, palmeras, puerta, microcámara, hoja de palmera, y su… padre.

— Esas nubes interestelares y esos anillos que se mueven cerca del núcleo de la Galaxia ¿no se deben a explosiones periódicas que se producen por aquí? ¿No es peligroso situar la Estación en este lugar?

— Episódicas, no periódicas. Las hay de pequeña magnitud, no como las que provocamos en Cygnus A. Y puede controlárselas. Cuando sabemos que se avecina una, nos acurrucamos. Si el riesgo es grande, trasladamos provisoriamente la Estación a otro sitio. Pero todo esto es trabajo de rutina.

— Claro, de rutina. ¿Vosotros lo construisteis todo? Digo los subterráneos. ¿Vosotros y los otros… ingenieros de las demás galaxias?

— No, no. No construimos nada.

— Explícamelo mejor, porque no entiendo.

— Al parecer, ocurrió lo mismo en todas partes. En nuestro caso, surgimos hace mucho tiempo en muchos mundos distintos de la Vía Láctea. Los primeros de nosotros desarrollaron los vuelos interestelares y por azar descubrieron una de las estaciones de tránsito. Desde luego no sabíamos qué era. Nosotros ni siquiera podíamos asegurar que fuese algo artificial, hasta que algunos valientes se atrevieron a deslizarse por allí.

— ¿Quiénes son esos «nosotros»? ¿Te refieres a los antepasados de tu… raza, de tu especie?

— No, no. Somos numerosas especies de muchos mundos. Llegamos a hallar gran cantidad de subterráneos — de diversas edades y estilos de ornamentación —, todos abandonados. Como la mayoría se encontraba en buenas condiciones, lo único que hicimos fue repararlos e introducirles algunas mejoras.

— ¿No había ningún otro artefacto, ciudades muertas, crónicas de la época?

Él negó con la cabeza.

— ¿Ningún planeta industrializado que hubiese sido abandonado?

Él repitió el gesto.

— ¿Quieres decir que hubo una civilización que abarcó toda la galaxia, y que desapareció sin dejar rastros, salvo las estaciones?

— Fue más o menos así. Y lo mismo sucedió en otras galaxias. Hace miles de millones de años se fueron a otra parte, y no tenemos ni idea de a qué sitio.

— Pero, ¿dónde pueden haber ido?

Él meneó la cabeza por tercera vez.

— ¿Entonces vosotros no…?

— Somos meros guardianes. Quizás algún día regresen.

— Bueno, una sola más — imploró Ellie, blandiendo el dedo índice como seguramente habría sido su costumbre a los dos años —. Una última pregunta.

— Está bien — aceptó él, tolerante —. Pero mira que nos quedan pocos minutos.

Ellie echó otro vistazo a la puerta y contuvo un estremecimiento al ver que pasaba a su lado un cangrejo pequeño, casi transparente.

— Quiero que me hables de vuestros mitos, vuestras religiones. ¿Hay algo que os inspire sobrecogimiento, o acaso los creadores de lo sobrenatural no sentís nada frente a ello?

— También vosotros hacéis lo sobrenatural, pero ya sé qué es lo que me preguntas.

Claro que lo sentimos. Comprenderás que me cuesta mucho comunicarte algunas de estas cosas, y por eso prefiero ilustrarte con un ejemplo, que no será del todo exacto, pero al menos te dará…

Hizo una pausa y ella sintió de nuevo el hormigueo, esa vez en el lóbulo occipital izquierdo. Tuvo la sensación de que él le estaba efectuando disparos a sus neuronas.

¿Hubo algo que él no había captado la noche anterior? De ser así, se alegraba puesto que eso quería decir que no eran seres perfectos.

— …cierta idea de qué es lo sobrenatural para nosotros. Se refiere a pi, o sea la relación entre la circunferencia y el diámetro de un círculo. Esto lo conoces, por supuesto, como también sabes que pi es inconmensurable. No hay criatura en el universo, por inteligente que sea, que pueda calcular pi hasta su último dígito porque no existe, sino que las cifras se prolongan hasta el infinito. Los matemáticos humanos realizaron el esfuerzo de calcularlo hasta…

De nuevo el hormigueo.

— …su diez mil millonésimo dígito. Me imagino que no te sorprenderá enterarte de que otros matemáticos han avanzado aún más. Bueno, cuando se llega a diez a la vigésima potencia, ocurre algo. Desaparecen los números fortuitos, y durante un período increíblemente prolongado se obtiene sólo una larga serie de unos y ceros.

Distraídamente, él trazó un círculo en la arena con un dedo del pie.

— ¿Los ceros y los unos por último se interrumpen y se vuelve a la secuencia de números al azar? — Al ver una expresión de aliento en el rostro masculino, ella se apresuró a seguir —. Y la cantidad de ceros y de unos, ¿es producto de los números primos?

— Sí, de once de ellos.

— ¿Sugieres que existe un mensaje en once dimensiones oculto en lo más profundo del número pi, que alguien del universo se comunica mediante… la matemática? Explícame más, porque me cuesta comprender. La matemática no es arbitraria, o sea que pi debe tener el mismo valor en cualquier parte. ¿Cómo es posible esconder un mensaje dentro de pi? Está inserto en la trama del universo.

— Exacto.

Se quedó mirándolo.

— Hay algo todavía más interesante. Supongamos que la secuencia de ceros y unos aparece sólo en la matemática de base diez y que los seres que efectuaron este descubrimiento tenían diez dedos. Sería como si, durante millones de años, pi hubiese estado aguardando la llegada de matemáticos con diez dedos y veloces computadoras.

Por eso pienso que el Mensaje venía destinado a nosotros.

— Pero esa no es más que una metáfora, ¿verdad? No se trata de pi ni de diez elevado a la vigésima potencia. Y vosotros en realidad no tenéis diez dedos.

— Te diría que no. — Sonrió.

— Por Dios, ¿qué es lo que dice el Mensaje?

El levantó un índice y señaló la puerta, por donde, en ese momento, salía un grupito de personas trabadas en alegre conversación.

Se los notaba a todos muy joviales, como si estuvieran por emprender un picnic largamente esperado. Eda acompañaba a una despampanante mujer, vestida con blusa y falda de brillantes colores y el pelo cubierto por el gele que usan las musulmanas en Yorubaland; él parecía estar encantado de verla. Por las fotos que Eda le había mostrado, supo que se trataba de su esposa. Devi iba tomada de la mano de un muchacho de ojos enormes y expresivos, quien seguramente debía de ser Surindar Ghosh, el estudiante de medicina y marido de Devi, muerto muchos años atrás. Xi dialogaba animadamente con un hombrecito de aspecto autoritario que vestía una llamativa túnica bordada. Ellie lo imaginó supervisando personalmente la construcción de la maqueta fúnebre del Reino del Medio, gritando órdenes a todos los que dejaban derramar el mercurio.

Vaygay se adelantó con una niña de trenzas rubias, de entre once y doce años.

— Ésta es mi nieta Nina… más o menos. Mi gran duquesa. Debí habértela presentado antes, en Moscú.

Ellie abrazó a la niña y se alegró de que Vaygay no estuviese con Meera, la bailarina de strip tease. Le cayó muy bien advertir la ternura con que su amigo trataba a la nieta. A través de tantos años que lo conocía, Vaygay había guardado siempre ese rinconcito secreto de su corazón.

— No fui un buen padre con la madre de Nina — confesó él —. En los últimos tiempos, casi ni he podido ver a mi nieta.

Paseó la vista a su alrededor. Los jefes de la estación habían buscado a la persona mas amada por cada uno de los Cinco. Quizás el objeto fuese facilitar de ese modo la comunicación entre dos especies sumamente distintas. Era una suerte no ver a nadie departiendo amablemente con una copia fiel de sí mismo.

«¿Y si se pudiera hacer lo mismo en la Tierra?», se preguntó. ¿Qué pasaría si, pese a nuestra apariencia y simulación, fuera necesario presentarse en público con la persona a la que hemos amado más? ¿Y si fuese un requisito esencial para el discurso social en la Tierra? Todo cambiaría. Imaginó una falange de miembros de un sexo, rodeando a un solitario miembro del otro. O cadenas de gente, o círculos. Las letras «H» o «Q». Figuras en forma de 8. Se podría corroborar los afectos profundos con sólo mirar la geometría… una especie de relatividad general aplicada a la psicología social. Las dificultades prácticas serían considerables, pero nadie podría mentir respecto del amor.

Los Guardianes actuaban de manera cortés pero movidos por la prisa. No quedaba mucho tiempo para conversar. Una vez más se veía la entrada de la cámara de aire del dodecaedro, casi en el mismo sitio donde estaba cuando llegaron. Por razones de simetría, o debido a alguna ley de conservación interdimensional, había desaparecido la puerta. Se hicieron las presentaciones generales. Ellie se sintió algo cohibida al explicarle en inglés al emperador Tsin quién era su padre. Sin embargo, Xi se encargó de traducir, y todos se estrecharon la mano con aire solemne, como si acabaran de llegar y conocerse para comer juntos un asado. La esposa de Eda era una belleza, y Surindar Ghosh la observaba con algo más que desinteresada atención. Devi no daba muestras de estar celosa; tal vez se sintiera plenamente gratificada con los rasgos tan exactos del impostor.

— ¿Adonde fuisteis cuando atravesasteis la puerta? — le preguntó Ellie en voz baja.

— A Maidenhall Way, 4l6.

La miró sin comprender.

— Londres, 1973 — explicó Devi —. Con Surindar. — Hizo un gesto afirmativo con la cabeza, señalando a Surindar —. Antes de su muerte.

Ellie se preguntó dónde habría ido ella de haber cruzado el umbral; probablemente al Wisconsin de los años 50. Como no se había presentado donde debía, su padre tuvo que ir a buscarla. Lo mismo había hecho él en Wisconsin más de una vez.

A Eda también le habían mencionado un mensaje oculto en lo más recóndito de un número irracional, pero en su versión no se trataba de pi ni de e, la base de los logaritmos naturales, sino de una clase de números que ella desconocía. Al haber una infinidad de números irracionales jamás podrían saber con certeza qué número examinar, ya de regreso en la Tierra.

— Me moría de ganas de quedarme para investigar el tema — le confió a Ellie —, y me dio la sensación de que precisan ayuda, alguna forma de encarar el descifrado que aún no se les ha ocurrido. Pero creo que lo toman como algo personal, que no desean compartirlo con nadie. Y seamos realistas; pienso que no somos lo suficientemente inteligentes como para poder darles una mano.

¿No habían decodificado el mensaje de pi? Los jefes de estación, los guardianes, los inventores de nuevas galaxias, ¿no podían comprender un mensaje que habían tenido delante de sus narices durante una o dos rotaciones galácticas? ¿Tan difícil era el mensaje o acaso…?

— Ya es hora de volver a casa — le avisó su padre, amablemente.

No quería irse. Miró su hoja de palmera y trató de formular más preguntas.

— ¿Qué es eso de «volver a casa»? ¿Nos van a llevar hasta algún punto del sistema solar? ¿Cómo viajaremos desde allí a la Tierra?

— Vas a ver. Te resultará interesante.

Le pasó un brazo por la cintura mientras la conducía hasta la puerta abierta de la cámara de aire.

Igual que la hora de irse a la cama. Podíamos ser simpáticos para que nos permitieran quedarnos levantados un ratito más, y a veces lo conseguíamos.

— La Tierra ahora está conectada en ambos sentidos, ¿verdad? Si nosotros podemos retornar allá, quiere decir que podéis bajar hasta allá en un abrir y cerrar de ojos, lo cual me pone muy nerviosa. ¿Por qué no cortáis el enlace?

— Lo siento, Pres — repuso él, como si Ellie se hubiese excedido en su horario de ir a acostarse —. Durante un tiempo, por lo menos, el túnel permanecerá abierto para el tráfico hacia aquí, pero nosotros no pensamos utilizarlo.

Prefería el aislamiento de la Tierra respecto de Vega, que mediara un lapso de cincuenta y dos años entre una conducta reprobable producida en la Tierra, y la llegada de una expedición punitiva. Le incomodaba la idea de estar vinculada por medio de un agujero negro porque de ese modo, esos seres podían arribar casi al instante y presentarse en Hokkaido o en cualquier otro punto del planeta. Era una transición hacia lo que Hadden había denominado microintervención. Por más garantías que ellos dieran, de ahora en adelante vigilarían más de cerca a los humanos. No más visitas informales de inspección cada varios millones de años.

Analizó más en profundidad su desagrado. Qué… teológicas se habían vuelto las circunstancias. Había habitantes del espacio, seres tremendamente poderosos e inteligentes, preocupados por nuestra supervivencia, que observaban nuestro comportamiento. Pese a que reniegan de desempeñar ese papel rector, es obvio que tienen la facultad de decidir sobre la vida y la muerte, la recompensa o el castigo de los insignificantes pobladores de la Tierra. «Y esto», se preguntó, «¿en qué se diferencia de la antigua religión?» En el acto comprendió la respuesta: era una cuestión de pruebas. En los vídeos, en los datos recogidos por sus compañeros, habría testimonios fehacientes de que existía la Estación, del sistema de tránsito del agujero negro. Había cinco relatos independientes, que se corroborarían unos a otros, respaldados por pruebas físicas contundentes. Sería algo concreto, no rumores ni fórmulas mágicas.

Ellie se volvió y dejó caer la hoja de palmera. En silencio, él se agachó para recogerla y se la devolvió.

— Fuiste muy amable en responder todas mis preguntas. ¿No quieres hacerme alguna tú a mí?

— Gracias, pero ya anoche contestaste a todos nuestros interrogantes.

— ¿Esto es todo? ¿Ninguna orden ni instrucciones para los provincianos?

— Las cosas no funcionan de ese modo, Pres. Ya sois adultos y debéis desenvolveros por vosotros mismos. — Inclinó la cabeza hacia un lado, le sonrió y ella corrió a echarse en sus brazos, con los ojos llenos de lágrimas. Largo rato permanecieron abrazados, hasta que él la separó con dulzura. Ella pensó en levantar un índice para pedir un minuto más, pero no quiso disgustarlo.

— Adiós, Pres. Cariños a tu madre.

— Cuídate — dijo Ellie apenas con un hilo de voz, y dirigió una última mirada a la playa del centro de la Galaxia. Un par de aves marinas — petreles, quizá — se hallaban suspendidas sobre una columna de aire en ascenso, y continuaron en lo alto casi sin agitar sus alas. Al llegar a la puerta de la cámara de aire, Ellie se volvió.

— ¿Qué es lo que dice el Mensaje de pi? — le gritó.

— No lo sabemos — respondió él con cierta tristeza, adelantándose unos pasos hacia ella —. Tal vez sea una especie de accidente estadístico. Todavía estamos estudiándolo.

La brisa alborotó el pelo femenino.

— Bueno, avisadnos cuando lo hayáis descubierto.

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