El lenguaje humano es como una olla vieja sobre la cual marcamos toscos ritmos para que bailen los osos, mientras al mismo tiempo anhelamos producir una música que derrita las estrellas.
La teología popular es una enorme incoherencia que procede de la ignorancia… Los dioses existen porque la naturaleza misma ha impreso el concepto de ellos en la mente del hombre.
Ellie se hallaba empaquetando cintas magnetofónicas, apuntes y una hoja de palmera para enviar al Japón cuando le avisaron que su madre había sufrido un ataque. Un mensajero del proyecto le entregó una carta de John Staughton, sin ningún encabezamiento de cortesía:
Tu madre y yo solíamos hablar sobre tus defectos. Siempre fue un tema difícil de conversación. Cuando yo te defendía (aunque no lo creas, lo hacia a menudo), me decía que yo era como arcilla en tus manos. Cuando te criticaba, me mandaba a paseo.
Quiero que sepas que tu renuencia a visitarla, estos últimos años, desde que empezó el tema de Vega, fue un continuo motivo de dolor para ella. A las compañeras de ese horrible asilo donde quiso recluirse les comentaba que ibas a ir pronto. Eso se lo dijo durante años. «Pronto.» Ya tenía pensado cómo iba a mostrar a su hija famosa, en qué orden te presentaría a esas decrépitas mujeres.
Probablemente no desees escuchar esto, y te la cuento con pesar, pero la hago por tu bien. Tu conducta es lo que más sufrimiento le acarreó en la vida, incluso más que la muerte de tu padre. Ahora serás todo un personaje en el mundo, que se codea con políticos y gente importante, pero como ser humano, no has aprendido nada desde tus épocas de secundaria…
Con los ojos llenos de lágrimas comenzó a hacer una bola con la carta, cuando notó algo duro en el sobre. Descubrió entonces que dentro había un holograma parcial con una vieja foto bidimensional por medio de la técnica de extrapolación de las computadoras. Se trataba de una foto que nunca había visto. En ella aparecía su madre, una mujer joven y bonita, que sonreía a la cámara, y con un brazo rodeaba los hombros del padre de Ellie.
Él daba la impresión de llevar un día entero sin afeitarse, y a ambos se los veía radiantes de felicidad. Con una mezcla de angustia, culpa, enojo con Staughton y cierto grado de autocompasión, no le quedó más remedio que aceptar que jamás habría de volver a ver a ninguna de las personas de esa foto.
Su madre yacía inmóvil sobre la cama, con una expresión extraña, que no era de alegría ni de tristeza, como de… espera. Su único movimiento era, de vez en cuando, un parpadeo. Imposible saber si oía o entendía lo que le decían. Ellie no pudo dejar de pensar en los esquemas de comunicación; un parpadeo podía significar «sí»; dos, «no».
También, si traían un encefalógrafo con un tubo de rayos catódicos que su madre pudiera ver, quizá fuera posible enseñarle a modular sus ondas beta. Pero ésa era su madre, no una constelación, y lo que allí hacía falta no eran algoritmos de descifrado sino sentimiento.
Tomó la mano de la anciana y habló durante horas. Evocó su infancia, recuerdos de sus padres. Recordó un episodio de cuando era pequeñita y jugueteaba entre las sábanas tendidas, cuando de pronto la alzaron en brazos acercándola al cielo. Mencionó a John Staughton. Pidió disculpas por muchas cosas. También derramó algunas lágrimas.
Como su madre estaba desarreglada, buscó un cepillo y la peinó. Observó ese rostro surcado por arrugas, y reconoció el propio. Los ojos húmedos tenían la mirada fija en ella, y de vez en cuando pestañeaban como a una gran distancia.
— Ya sé de dónde provengo — musitó Ellie.
La madre meneó la cabeza en forma casi imperceptible, como si se lamentara por tantos años de haber estado separada de su hija. Ellie le dio un suave apretón en la mano, y le pareció sentir que ella le respondía de la misma manera.
Le habían dicho que la vida de su madre no corría peligro. De producirse algún cambio en su estado, le avisarían a Wyoming. Al cabo de unos días podrían llevarla de regreso al asilo donde, le aseguraron, estaban en condiciones de atenderla como correspondía.
Staughton parecía aplastado, pero manifestaba un profundo sentimiento por su madre, que Ellie jamás había sospechado. Lo iba a llamar a menudo, le prometió.
En el austero salón resaltaba — quizá con cierta incongruencia — una estatua real — no un hológrafo — de una mujer desnuda al estilo de Praxiteles. Subieron en un ascensor Otis-Hitachi, en el cual el segundo idioma era inglés y no braille y atravesaron un amplio salón donde había gente reunida alrededor de varias procesadoras de palabras. Se tecleaba una palabra en hiragana — el alfabeto fonético japonés, de cincuenta y una letras — y en una pantalla aparecía el ideograma chino equivalente, en kanji. Había cientos de miles de tales ideogramas, o caracteres, almacenados en la memoria de las computadoras, pese a que en general bastaban unos tres o cuatro mil para leer un periódico. Dado que muchos caracteres de significado totalmente distinto se expresaban con la misma palabra, se imprimían, en orden de probabilidad, todas las posibles traducciones en idioma kanji. La procesadora poseía una subrutina contextual en la que los caracteres también se mencionaban según la apreciación que la máquina hiciera acerca del significado que correspondía. Rara vez se equivocaba. En un idioma que, hasta hacía poco, nunca había tenido una máquina de escribir, la procesadora de palabras estaba produciendo una revolución en las comunicaciones no del todo admirada por los tradicionalistas.
En el auditorio se sentaron en sillas bajas — una obvia concesión a los gustos occidentales —, alrededor de una mesa baja también, y se les sirvió té. Desde donde se hallaba, Ellie veía una ventana por la cual se divisaba la ciudad de Tokio. «Últimamente paso mucho tiempo frente a las ventanas», pensó. El diario era el Asahi Shimbun — las Noticias del Sol Naciente —, y a ella le resultó interesante comprobar que una mujer integraba el plantel de periodistas políticos, toda una rareza en los medios de información norteamericanos y soviéticos. Japón se había propuesto revalorizar el papel de la mujer.
Lentamente iban quedando atrás los tradicionales privilegios masculinos. Casualmente el día anterior, el presidente de una empresa denominada Nanoelectronics, le había comentado que ya no quedaba en Tokio ni una «chica» que supiera atar un obi, la ancha faja de los quimonos. Tal como sucedió antes con las corbatas de lazo abrochables, había ganado el mercado una imitación perfecta del obi, muy fácil de colocar. Las mujeres japonesas tenían cosas más importantes que hacer que pasarse media hora diaria envolviéndose con un obi. La periodista vestía un traje sastre cuya falda le cubría las rodillas.
Por razones de seguridad, no se permitía el acceso de la prensa a la planta de fabricación de la Máquina, en Hokkaido. En cambio, cuando los directivos del proyecto o miembros del personal viajaban a la isla de Honshu, concedían entrevistas a los medios periodísticos japoneses y extranjeros. A Ellie, como de costumbre, las preguntas le resultaron familiares. Salvo alguna variación según la procedencia del periodista, la construcción de la Máquina planteaba los mismos interrogantes en el mundo entero.
Luego de la «desilusión» que sufrieron norteamericanos y soviéticos, ¿estaba contenta de que pudiese fabricarse una Máquina en Japón? ¿No se sentía aislada en la remota isla de Hokkaido? ¿Le preocupaba el hecho de que los componentes empleados en Hokkaido hubiesen sido puestos a prueba más allá de lo que especificaban las estrictas indicaciones del Mensaje?
Con anterioridad a 1945, ese sector de la ciudad había pertenecido a la Armada Imperial. Por eso, se veía en las inmediaciones el techo del Observatorio Naval con sus dos cúpulas plateadas que albergaban telescopios que aún se utilizaban para llevar un cómputo de la hora.
¿Por qué la Máquina incluía un dodecaedro y tres cápsulas concéntricas llamadas benzels? Sí, comprendían que ella no lo supiera. Pero, ¿qué pensaba? Ellie respondió que, en esas cuestiones, no convenía emitir una opinión ante la falta de pruebas. Como ellos insistieron, defendió las virtudes de una actitud de tolerancia frente a la ambigüedad.
En caso de que existiera un verdadero peligro, ¿no sería mejor enviar robots en vez de personas, tal como sugirió un experto japonés en inteligencia artificial? ¿Llevaría ella algún efecto personal, fotos de familia, microcomputadoras, una navaja multiuso suiza?
Ellie divisó dos siluetas humanas que accedían al techo del cercano observatorio.
Tenían el rostro en sombras a consecuencia de unas viseras que llevaban y vestían armaduras acolchadas, típicas del Japón medieval. Blandiendo garrotes de madera más altos que ellos, se saludaron con una reverencia y procedieron luego a pegarse golpes, y a tratar de esquivarlos, durante media hora. Tan hipnotizada se sentía por el espectáculo — que nadie parecía advertir —, que sus respuestas se volvieron algo pomposas. Los garrotes debían de ser pesados puesto que el ritmo del combate era lento, como si se tratara de guerreros del fondo del mar.
¿Conocía a los doctores Lunacharsky y Sukhavati desde muchos años antes de recibirse el Mensaje? ¿Y a los doctores Eda y Xi? ¿Qué concepto le merecían? ¿Se llevaban bien los cinco? De hecho, en su fuero interno ella se maravillaba de poder integrar tan selecto grupo.
¿Qué impresión tenía sobre la calidad de los componentes japoneses? ¿Qué podía decir acerca de la reunión que los cinco mantuvieran con el emperador Akihito? Las conversaciones con autoridades del budismo y el sintoísmo, ¿tenían por objeto expreso recabar la opinión del sector religioso antes de que se activara la Máquina o sólo se trataba de un gesto de cortesía hacia el Japón por ser el país que los había invitado?
¿Consideraba que el artefacto podía ser en definitiva una especie de Caballo de Troya o una máquina que habría de provocar el fin del mundo? Procuró que sus respuestas fuesen amables, sucintas y no polémicas. El jefe de relaciones públicas del proyecto, que la había acompañado, se mostraba obviamente complacido.
De pronto se dio por terminada la reunión. El jefe de redacción les deseó a ella y sus colegas el mayor de los éxitos, y manifestó la esperanza de volver a entrevistarla a su regreso.
Sus anfitriones sonreían y le hacían reverencias. Los gladiadores ya se habían bajado del techo. Ellie notó que sus guardaespaldas lanzaban rápidas miradas en dirección a la puerta, ya abierta, del salón. Al salir, Ellie le preguntó a la mujer periodista qué había sido ese espectáculo medieval.
— Ah, son astrónomos de la Guardia Costera, que practican kendo todos los días, en su hora de almuerzo. Puede poner su reloj en hora con ellos.
Xi había nacido en la Larga Marcha y había luchado contra el kuomingtang de joven, durante la revolución. Prestó servicios como oficial de inteligencia de Corea y ocupó luego un cargo de gran autoridad vinculado con la tecnología estratégica china. No obstante, la Revolución Cultural lo humilló públicamente, condenándolo al exilio dentro de su país, aunque posteriormente habría de ser rehabilitado con honores.
Uno de los delitos de que acusaba a Xi la Revolución Cultural era la admiración que profesaba por ciertas antiguas virtudes confucianas, en especial un fragmento de Lun Yü, obra que, durante siglos, incluso los chinos de educación más elemental conocían de memoria. Sun Yatsen declaró que sobre ese pasaje se había basado su propio movimiento nacionalista revolucionario a comienzos del siglo XX.
«Los antepasados que pretendían ilustrar la ilustre virtud en todo el reino, primero ordenaron sus propios estados. Como deseaban ordenar sus propios estados, primero arreglaron sus familias. Como deseaban arreglar sus familias, primero procuraron cultivarse ellos. Como deseaban cultivarse, primero enmendaron sus corazones. Como deseaban enmendar sus corazones, primero trataron de ser sinceros de pensamiento.
Como deseaban ser sinceros de pensamiento, primero ampliaron al máximo sus conocimientos. Dicha ampliación del conocimiento reside en la investigación de las cosas.»
Por lo tanto, Xi consideraba la búsqueda del saber como el pivote central para el bienestar de China. Sin embargo los guardias rojos no pensaban lo mismo.
Durante la Revolución Cultural, Xi fue confinado a trabajar en una paupérrima granja colectiva de la provincia de Ningxia, cercana a la Gran Muralla, zona rica en tradiciones musulmanas. Allí, mientras araba unos campos pobres, desenterró un casco de bronce, bellamente decorado, perteneciente a la dinastía Han. Cuando le restituyeron su jerarquía, abandonó las armas estratégicas para dedicarse a la arqueología. La Revolución Cultural había intentado romper con cinco mil años de una tradición cultural continua. La reacción de Xi fue tender puentes para vincularse con el pasado de la nación, y fue así como emprendió cada vez con mayor ahínco la excavación de la ciudad subterránea de Xian.
Fue precisamente allí donde se realizó el gran descubrimiento del ejército de terracota del emperador que dio su nombre a la China. Su nombre oficial era Qin Shi Huangdi, pero a consecuencia de los caprichos de la transcripción, en Occidente se le conoció siempre por Tsin. En el siglo III antes de Cristo, Tsin unificó el país, levantó la Gran Muralla y compasivo, decretó que después de su muerte se hiciesen muñecos de terracota, de tamaño natural, para reemplazar a todos aquellos miembros de su séquito — soldados, siervos y nobles — que, según las antiguas tradiciones, tendrían que haber sido enterrados vivos junto con su cadáver. El ejército de terracota estaba compuesto por siete mil quinientos soldados, aproximadamente una división. Como cada uno poseía distintos rasgos faciales, se advertía que estaban representados todos los pueblos de China. El Emperador había logrado unificar diversas provincias enemigas para formar una sola nación. En una sepultura cercana se encontró el cuerpo, en perfecto estado de conservación, de la marquesa de Tai, funcionaría de poco rango en la corte del Emperador. La técnica para la preservación de los cadáveres — se advertía claramente la adusta expresión de la marquesa, producto quizá de largos años de reprender a la servidumbre — era muy superior a la del antiguo Egipto.
Tsin simplificó la escritura, codificó las leyes, construyó caminos, terminó la Gran Muralla y unió el país. También confiscó armas. Pese a que se lo acusaba de haber dado muerte a los eruditos que criticaban sus medidas, y de quemar libros por no estar de acuerdo con su contenido, él se vanagloriaba de haber eliminado la corrupción endémica y haber implantado la paz y el orden. Xi recordó la Revolución Cultural. Imaginaba cómo podían conciliarse tendencias tan conflictivas en el corazón de una sola persona. La arrogancia de Tsin había alcanzado mayúsculas proporciones; tanto fue así que, para castigar a una montaña que lo había ofendido, ordenó desnudarla de su vegetación y pintarla de rojo, el color que usaban los criminales condenados. Tsin fue grandioso, pero también un loco. ¿Acaso podía unificarse un grupo de países beligerantes sin estar un poco mal de la cabeza? Había que ser demente para intentarlo, le comentó Xi a Ellie, con una carcajada.
Cada vez más fascinado, Xi organizó masivas excavaciones en Xian. Poco a poco fue convenciéndose de que allí también yacía el mismo emperador Tsin, perfectamente conservado, en algún sepulcro próximo al ejército de terracota ya descubierto. Según los escritos antiguos, también se hallaba en las inmediaciones, debajo de un alto monte, una maqueta de lo que era la nación china en el 210 antes de Cristo, con una representación precisa hasta el último templo y pagoda. Los ríos, se decía, estaban hechos de mercurio, para que la nave imperial en miniatura navegara eternamente por los dominios subterráneos de Tsin. Cuando se comprobó que en Xian el terreno estaba contaminado con mercurio, la emoción de Xi fue en aumento.
Xi había desenterrado un manuscrito de la época, en el que se describía la majestuosa cúpula que el emperador había mandado construir sobre el minúsculo reino, denominado — al igual que el verdadero —, el Reino Celestial. Dado que la escritura china apenas había cambiado en dos mil doscientos años, pudo leer por sí solo el relato, sin ayuda de un lingüista. Un narrador de la época de Tsin le hablaba directamente a Xi. Muchas noches Xi se dormía tratando de imaginar la magnífica Vía Láctea que dividía la bóveda del cielo en el sepulcro del gran emperador, y la noche iluminada por los cometas que habían aparecido en el instante de su muerte para honrar su memoria.
La búsqueda de la tumba de Tsin y su maqueta del universo había tenido ocupado a Xi durante la última década.
Pese a no haberla encontrado aún, había logrado despertar la imaginación del pueblo chino. De él se decía: «Hay miles de millones de seres en la China, pero como Xi, ninguno». En un país que poco a poco moderaba las restricciones impuestas a la individualidad, se consideraba que su labor constituía una influencia constructiva.
Era obvio que a Tsin le obsesionaba el tema de la inmortalidad. No era raro suponer que el hombre que le dio su nombre al país más populoso del orbe, el que construyó la edificación más grande del planeta, temía ser olvidado. Por eso, ordenó erigir más edificaciones monumentales; preservó, o reprodujo para generaciones futuras, el cuerpo y el rostro de cada uno de sus cortesanos; construyó su sepultura y su maqueta del mundo, aún no halladas, y envió sucesivas expediciones al mar en busca del elixir de la vida. Se quejaba amargamente por los gastos que implicaba cada excursión. Una de esas misiones se formó con innumerables barcos de junco, y una tripulación de tres mil hombres y mujeres jóvenes, cuya suerte se desconoce. Nunca pudo encontrarse el agua de la inmortalidad.
Apenas cincuenta años más tarde surge en el Japón la agricultura del arroz y la metalurgia del hierro, adelantos que modificaron profundamente la economía del país y dieron origen a una clase de aristócratas guerreros. Xi argumentaba que el propio nombre japonés del Japón reflejaba a las claras el origen chino de la cultura nipona: la Tierra del Sol Naciente. ¿Adonde habría que haber estado parado — preguntaba — para que el sol saliera sobre Japón? Por eso, el mismo nombre del diario que Ellie acababa de recorrer evocaba, en opinión de Xi, la vida y la época del emperador Tsin. Ellie no pudo dejar de pensar que Tsin hacía parecer a Alejandro Magno un fanfarrón de colegio en comparación. Bueno, casi.
Si a Tsin le obsesionaba la inmortalidad, a Xi le obsesionaba Tsin. Ellie le relató el viaje realizado a la órbita de la Tierra para visitar a Sol Hadden, y ambos llegaron a la conclusión de que, de haber estado vivo el emperador Tsin en las postrimerías del siglo XX, seguramente habría residido en la órbita. Presentó a Xi y a Hadden entre sí mediante videófono, y luego los dejó conversar solos. El excelente inglés que hablaba Xi se había pulido durante su reciente intervención en el traspaso de la colonia de Hong Kong a la República Popular China. Seguían aún charlando cuando el Matusalén se puso, y tuvieron que continuar a través de la red de satélites de comunicaciones en órbita geosincrónica.
Debieron de haber congeniado sobremanera. Poco después, Hadden solicitó que se sincronizara la puesta en marcha de la Máquina de modo que él pudiera encontrarse en lo alto en ese instante. Quería tener a Hokkaido en el foco de su telescopio, dijo, cuando llegara el momento.
— Los budistas, ¿creen, o no, en Dios? — preguntó Ellie, cuando iban a cenar con el abad.
— Según parece, ellos afirman — repuso Vaygay con cierta aspereza — que Dios es tan grande que ni siquiera tiene necesidad de existir.
A medida que avanzaban velozmente por el campo, conversaron sobre Utsumi, abad del famoso monasterio budista del Japón. Unos años antes, en ocasión de conmemorarse el quincuagésimo aniversario de la destrucción de Hiroshima, Utsumi pronunció un discurso que concitó la atención del mundo entero. Tenía buenos contactos con los dirigentes políticos de su país y actuaba como una especie de asesor espiritual del partido gobernante, pero pasaba la mayor parte de su tiempo dedicado a sus ritos monásticos.
— Su padre también fue abad de un monasterio — mencionó Sukhavati.
Ellie enarcó las cejas.
— No te sorprendas tanto, porque tenían permitido contraer matrimonio, como los sacerdotes ortodoxos rusos. ¿No es así, Vaygay?
— Eso fue antes de mi época — respondió él, distraído.
El restaurante estaba enclavado en un bosquecillo de bambúes y se llamaba Ungetsu, la Luna Oculta; de hecho, en ese momento unas nubes ocultaban la luna en el cielo nocturno. Los anfitriones japoneses no habían invitado a otras personas. Ellie y sus compañeros se descalzaron y entraron en el comedor.
El abad tenía la cabeza rasurada y vestía una túnica de color negro y plata. Los saludó en un perfecto inglés coloquial, y su dominio del chino — según le comentó Xi a Ellie — también era discreto. El ambiente era apacible; la conversación, amable. Cada plato que se sirvió era una pequeña obra de arte, una joya comestible. Ellie comprendía que la nouvelle cuisine había tenido su origen en la tradición cultural nipona. Si la costumbre fuera ingerir los alimentos con los ojos vendados, Ellie no se habría sentido molesta. Si, por el contrario, esas exquisiteces fueran sólo para admirar y no llevárselas a la boca, también hubiera quedado satisfecha. El hecho de poder mirarlas, y además comerlas, le resultaba una invitación del cielo.
Ellie estaba ubicada frente al abad, al lado de Lunacharsky. Entre un bocado y otro, la charla terminó centrándose en la misión.
— Pero, ¿por qué nos comunicamos? — preguntó el abad.
— Para intercambiar información — respondió Lunacharsky quien, al parecer, dedicaba toda su atención a los rebeldes palitos chinos.
— Porque nos alimentamos de ella. La información es imprescindible para nuestra supervivencia, puesto que si no la tuviéramos, moriríamos.
Lunacharsky estaba concentrado en una nuez que se le deslizaba de los palitos cada vez que intentaba llevársela a la boca. Bajó, entonces, la cabeza para reunirse con la nuez a mitad de camino.
— Yo creo — prosiguió el abad — que nos comunicamos por amor o compasión. — Tomó con los dedos una nuez y, sin trámite, se la colocó en la boca.
— ¿Quiere decir que para usted la Máquina es un instrumento de compasión? — quiso saber Ellie —. ¿Acaso considera que no existe riesgo alguno?
— Yo puedo comunicarme con una flor — continuó él —, y hablar con una piedra. No tendría por qué resultarles difícil comprender a los seres — ¿ésa es la palabra adecuada? — de otro mundo.
— Acepto que la piedra pueda comunicarse con usted — intervino Lunacharsky, masticando su nuez. Había decidido seguir el ejemplo del abad —. Sin embargo, pongo en duda que usted pueda hacerlo con la piedra. ¿Cómo haría para convencernos de que es capaz de comunicarse con ella? El mundo está lleno de errores. ¿Cómo sabe que no se engaña a sí mismo?
— Ah, el escepticismo científico. — En el rostro del abad se insinuó una sonrisa que a Ellie le pareció encantadora; inocente, casi infantil —. Para comunicarse con una piedra, es menester despojarse de muchas… preocupaciones, no pensar ni hablar tanto. Y cuando digo comunicarme con una piedra, no me refiero a palabras. Los cristianos dicen:
«En el principio era el Verbo». Yo hablo de una comunicación anterior, mucho más fundamental que ésa.
— El evangelio según San Juan es el único que habla del Verbo — comentó Ellie, con cierta actitud pedante, pensó apenas las palabras salieron de su boca —. Los primeros evangelios sinópticos no incluyen la menor referencia al Verbo. En realidad se trata de un agregado de la filosofía griega. ¿A qué clase de comunicación preverbal se refiere usted?
— Su pregunta está formulada con palabras. Me pide que describa con palabras algo que no tiene nada que ver con ellas. Hay un viejo cuento japonés que se llama «El Sueño de las Hormigas» y se desarrolla en el reino de las hormigas. La moraleja es ésta: para comprender el lenguaje de las hormigas es preciso convertirse en hormiga.
— El lenguaje de las hormigas — sostuvo Lunacharsky, mirando fijamente al abad — es, de hecho, un lenguaje químico. Ellas van dejando huellas moleculares específicas que indican el camino elegido para ir en busca del alimento. Para entender su lenguaje, no me hace falta nada más que un cromatógrafo de gas o un espectrómetro de masas.
— Probablemente ése sea el único modo que conoce de convertirse en hormiga — replicó el abad, sin mirar a nadie en particular —. Dígame una cosa, ¿por qué hay gente que estudia las huellas que dejan las hormigas?
— Bueno — respondió Ellie —, supongo que un entomólogo diría que lo hace para comprender a las hormigas y su sociedad. Para los científicos es un placer comprender las cosas.
— Es otra forma de decir que aman a las hormigas.
— Sí, pero quienes financian a los entomólogos dicen algo distinto. Según ellos, el objeto es controlar la conducta de las hormigas, lograr que abandonen una casa que han infestado, por ejemplo, o llegar a desentrañar las características biológicas del suelo para la agricultura. Podría ser una alternativa interesante para evitar el uso de pesticidas. Sí, tal vez haya en eso algo de amor por las hormigas — reflexionó Ellie.
— Pero además va en ello nuestro propio interés — aseguró Lunacharsky —. Los pesticidas son venenosos también para nosotros.
— ¿Por qué hablan de pesticidas en medio de una comida como ésta? — intervino Sukhavati desde el otro lado de la mesa.
— Soñaremos el sueño de las hormigas en otra ocasión — dijo el abad, obsequiando a Ellie una vez más con su atractiva sonrisa.
Volvieron a ponerse los zapatos con la ayuda de largos calzadores. Luego enfilaron hacia los automóviles. Ellie y Xi observaron al abad subir a un lujoso automóvil con algunos de los anfitriones japoneses.
— Le pregunté si, ya que podía hablar con las piedras, también podía comunicarse con los muertos — dijo Xi.
— ¿Y qué respondió?
— Que con los muertos era fácil. Con quienes tiene problemas es con los vivos.