Capítulo veintidós — Gilgamesh

El hecho de que sea irrepetible es lo que hace tan dulce la vida.

EMILY DICKINSON Poema Número 1741



En esa época — proclamada como el Advenimiento de una Nueva Era — los sepelios en el espacio se habían convertido en algo costoso pero habitual. Se trataba de un negocio comercial competitivo, que atraía sobremanera a aquellas personas que, en tiempos remotos, hubieran pedido que se esparcieran sus cenizas sobre su ciudad de origen, o al menos sobre la planta industrial que les había proporcionado la fortuna. No obstante, ya podía dejarse estipulado que los despojos mortales de una persona circunnavegaran la Tierra por toda la eternidad, para lo cual sólo era menester agregar una cláusula en el propio testamento. Luego — y suponiendo, por supuesto, que se contara con el dinero necesario —, al morir una persona se la incineraba, se comprimían sus cenizas en un minúsculo féretro del tamaño de un juguete, y en él se grababa el nombre de la persona, las fechas, un breve poema fúnebre y un símbolo religioso a elección (podía optarse entre tres). Junto con centenares de otros ataúdes en miniatura, el cajoncito se lanzaba al espacio hasta una altitud intermedia, de forma de evitar los atestados corredores de la órbita geosincrónica y la desconcertante resistencia atmosférica de la órbita más próxima a la Tierra. Así, nuestras cenizas circundarán triunfantes nuestro planeta natal en medio del cinturón Van Allen, un campo magnético adonde ningún satélite en su sano juicio se arriesgaría a llegar en primer lugar. Sin embargo, a las cenizas no les importa.

A esa altitud, la Tierra se hallaría envuelta por los restos de sus prominentes ciudadanos, y cualquier visitante de un mundo remoto con justa razón podría creer que se había topado con una siniestra necrópolis de la era espacial. La peligrosa ubicación de dicho cementerio justificaría la ausencia de parientes que fueran a rendir homenaje a sus muertos.

Al contemplar este panorama S. R. Hadden se sintió consternado considerando que esos ilustres personajes hubieran estado dispuestos a conformarse con una porción tan ínfima de inmortalidad. Sus partes orgánicas — el cerebro, el corazón, todo lo que los distinguía como personas — se había atomizado en la cremación. Después de la cremación, no queda nada de uno, apenas huesos pulverizados, material harto insuficiente como para que una civilización avanzada pueda reconstruirnos a partir de nuestros restos. Y por si fuera poco, el ataúd se situaba en el cinturón de Van Allen, donde hasta las cenizas resultan lentamente calcinadas.

Cuánto mejor sería — reflexionó — si se pudieran conservar algunas células nuestras vivas, con el ADN intacto. Deseaba que hubiera alguna empresa que contra el pago de un abultado arancel, congelara una porción de nuestro tejido epitelial y lo lanzara a una órbita alta, muy por encima del anillo de Van Allen, quizá más arriba incluso que la órbita geosincrónica. Así por lo menos algún biólogo molecular de otro planeta — o su similar terrestre del lejano futuro — podría reconstruirnos más o menos desde el comienzo. Nos restregaríamos los ojos, estiraríamos los brazos y nos despertaríamos en el año diez millones. O bien, si nadie tocara nuestros restos, seguirían habiendo en existencia múltiples copias de nuestro código genético, o sea que estaríamos vivos en principio. En cualquiera de ambos casos podría asegurarse que viviríamos eternamente.

Sin embargo, a medida que Hadden cavilaba más sobre el tema, la perspectiva comenzaba a resultarle demasiado modesta. Después de todo, no seríamos realmente nosotros, sino apenas unas pocas células que, en el mejor de los casos, servirían para reconstruir nuestra forma física. Pero eso no es uno. Sería necesario, pues, incluir fotos de familia, una minuciosa biografía, todos los libros y la música que nos gustaron en vida, y la mayor cantidad posible de datos sobre nosotros. La marca preferida de loción para después de afeitarse, por ejemplo, o la gaseosa dietética de nuestra preferencia. Pese a lo tremendamente egoísta que podía parecer la idea, le fascinaba. Al fin y al cabo, la era había provocado un prolongado delirio escatológico. Era natural, entonces, pensar en la propia muerte mientras todo el mundo meditaba sobre la extinción de la especie, o del planeta, o sobre el ascenso de los elegidos a los cielos.

Como no podía presuponerse que los extraterrestres sabrían inglés, si deseaban reconstruirnos deberían tomar nuestro idioma, razón por la cual sería necesario incluir también una especie de traducción, problema que a Hadden le causaba enorme placer:

era casi la antítesis del problema que había significado la decodificación del Mensaje.

Todo eso hacía imprescindible contar con una voluminosa cápsula espacial, para no quedar limitados a unas meras muestras de tejido. Bien podíamos enviar nuestro cuerpo entero. Sería una gran ventaja que pudiéramos congelarnos rápidamente luego de la muerte. A lo mejor así habría una mayor porción de nosotros en buenas condiciones, como para que a la persona que nos encontrara le resultase más fácil reconstruirnos.

Quizás hasta pudieran devolvernos la vida, por supuesto curando previamente el mal que nos había ocasionado la muerte. Sin embargo, si languidecíamos un poco antes del congelamiento — por ejemplo si los parientes no se hubieran dado cuenta de que ya estábamos muertos —, disminuían las perspectivas de supervivencia. Lo más aconsejable, pensaba, era que nos congelaran justo antes de morir para aumentar las posibilidades de una eventual resurrección, aunque ciertamente habría escasa demanda para este tipo de servicio.

Aunque pensándolo bien, ¿por qué justo antes de morir? Si sabemos que nos queda un año o dos de vida, ¿no sería mejor que nos congelaran de inmediato, antes de que se pudra la carne? Aun en ese supuesto — reconoció con un suspiro —, cualquiera fuere la índole de la enfermedad, cabía la posibilidad de que siguiera siendo incurable después de la resurrección; permaneceríamos congelados durante una era geológica, y luego de despertarnos, moriríamos en seguida a consecuencia de un melanoma o un infarto, sobre los cuales los extraterrestres tal vez no supieran nada.

Sacó entonces la conclusión de que había un único modo perfecto de llevar adelante su idea: una persona que gozara de excelente salud debía ser lanzada al cosmos, en viaje de ida solamente. Como beneficio adicional cabía mencionar el no tener que padecer la humillación de la vejez y la enfermedad. Al estar lejos del sistema solar interno, el equilibrio de nuestra temperatura descendería a unos pocos grados sobre el cero absoluto y no haría falta refrigeración adicional. Una atención perpetua, y gratis.

Siguiendo esa lógica, llegó al último punto de su argumento: si se requieren unos años para arribar al frío interestelar, nos conviene quedarnos despiertos para presenciar el espectáculo, y que se nos congele rápidamente sólo al abandonar el sistema solar.

También se lograría así reducir al mínimo nuestra dependencia con respecto a la criogenia.

Según se comentaba, Hadden había tomado las más sensatas precauciones para que no se le presentara un inesperado problema médico en la órbita de la Tierra, hasta el punto de hacerse desintegrar mediante ultrasonido unos cálculos en el riñón y la vesícula antes de partir rumbo a su mansión del espacio. Curiosamente, después fue y se murió de shock anafiláctico. Una indignada abeja salió zumbando de un ramo de flores que una admiradora le envió en el Narnia; sin embargo en la bien provista farmacia de Matusalén no existía el antisuero indicado. No se le podía echar la culpa al insecto, el que probablemente se había mantenido inmóvil en la bodega del Narnia debido a las bajas temperaturas. Se envió su cuerpo diminuto y quebrado para que lo examinaran los entomólogos forenses. La ironía del multimillonario abatido por una abeja no dejó de ser comentada en los editoriales de los diarios y en los sermones dominicales.

Pero en realidad, todo fue un engaño. Era mentira lo de la abeja, el pinchazo y la muerte. Hadden gozaba aún de una salud perfecta. En el primer instante del Año Nuevo, nueve horas después de haberse activado la Máquina, se encendieron los cohetes propulsores de un vehículo auxiliar amarrado a Matusalén, el cual cobró rápidamente la velocidad de escape para alejarse del sistema Tierra-Luna. Le había puesto por nombre Gilgamesh.

Hadden se había pasado la vida acumulando poder y reflexionando acerca del tiempo.

Cuanto más poder se tiene, pensaba, más se desea. El poder está relacionado con el tiempo, ya que todos los hombres son iguales en el hecho de morir. Por eso los antiguos reyes erigían monumentos en honor de sí mismos; sin embargo, los mausoleos sufren por la erosión y hasta los nombres mismos de los soberanos caen en el olvido. No, su idea era mucho más distinguida, más hermosa, más gratificante. Había encontrado una puertecita para trasponer la muralla del tiempo.

De haber anunciado al mundo sus planes, se le habrían presentado diversas complicaciones. Si Hadden permanecía congelado a cuatro grados Kelvin, a diez mil millones de kilómetros de la Tierra, ¿cuál sería su situación legal? ¿Quién se haría cargo de su empresa? Su plan era mucho más preciso. Introdujo entonces una cláusula en su complejo testamento para legar a sus herederos una nueva empresa que se dedicaría a los cohetes espaciales y la criogenia, y que habría de llamarse Inmortalidad S.A. Jamás tendría que volver a pensar en el asunto.

Gilgamesh no llevaba equipo de radio puesto que él ya no deseaba saber qué suerte habían corrido los Cinco. No quería más noticias de la Tierra, nada que le causara alegría ni tristeza. Sólo ansiaba soledad, pensamientos elevados… silencio. En caso de sobrevenir alguna adversidad en los años siguientes, el sistema criogénico de Gilgamesh podría activarse con sólo pulsar una perilla. Hasta ese entonces, se contentaría con su colección de libros, música y vídeos preferidos. No se sentiría solo además, nunca había sido de los que no pueden estar sin compañía. Yamagishi pensó en acompañarlo, pero en el último momento desistió porque supuso que se sentiría perdido sin sus «amigas». Y ese viaje no poseía suficientes incentivos — como tampoco el espacio necesario — para sus «amigas». La monotonía de la comida y las escasas diversiones quizás acobardaran a algunos, pero como Hadden se consideraba un hombre en pos de un grandioso sueño las diversiones no le preocupaban demasiado.

Al cabo de dos años el sarcófago volador caería en el pozo gravitacional de Júpiter, justo en el límite exterior de su banda radiactiva, giraría alrededor del planeta para ser luego lanzado al espacio interestelar. Durante un día tendría una vista más espectacular aún que la de la ventana de su escritorio, a bordo de Matusalén. Si sólo se tratara de poder apreciar un magnífico panorama, Hadden habría optado por Saturno puesto que le fascinaban sus anillos, pero Saturno quedaba a cuatro años por lo menos de la Tierra, y llegar hasta allí implicaría correr un riesgo. Es necesario ser muy precavido si lo que se busca es la inmortalidad.

A semejantes velocidades, se tardarían diez mil años en recorrer el trayecto hasta la estrella más próxima. No obstante, si estamos congelados a cuatro grados sobre el cero absoluto, tenemos tiempo sobrado. Tenía la certeza de que algún día — aunque transcurrieran un millón de años — Gilgamesh acertaría a ingresar en el sistema solar de otros seres. También cabía la posibilidad de que otros seres, más adelantados, interceptaran su barca fúnebre en la oscuridad que separa las estrellas, llevaran el sarcófago a bordo de su nave y seguramente supieran qué debían hacer. Eso no se había intentado nunca. Ningún habitante de la Tierra había estado tan cerca.

En la confianza de que su fin sería al mismo tiempo su comienzo, cerró los ojos y plegó los brazos contra el pecho, en el instante en que se encendían los motores y la bruñida nave emprendía su largo periplo rumbo a las estrellas.

«Dentro de miles de años, sólo Dios sabe qué estará ocurriendo en la Tierra», pensó, aunque eso no era problema suyo y jamás lo había sido. Pero él, él estaría dormido, congelado, en perfecto estado de conservación, mientras su sarcófago atravesaba el vacío interestelar, superando a los faraones, venciendo a Alejandro, eclipsando a Tsin.

Había planeado su propia resurrección.

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