Capítulo dieciséis — Los antepasados del ozono

El Dios que reconoce la ciencia debe ser un Dios de leyes universales exclusivamente, un Dios que se dedique a un negocio mayorista, no al por menor. Él no puede adaptar sus procesos a la conveniencia de cada individuo.

WILLIAM JAMES Las variedades de la experiencia religiosa (1902)


Desde una altitud de pocos cientos de kilómetros, la Tierra ocupa la mitad de nuestro cielo, y la franja azul que se extiende desde Mindanao hasta Bombay, que nuestros ojos pueden abarcar de una sola mirada, conmueve por su infinita belleza. Ése es mi mundo, piensa uno. Es el lugar de donde provengo, donde se encuentran todas las personas que conozco; allí es donde me crié, bajo ese exquisito e inexorable azul.

Podemos desplazarnos hacia el este, de horizonte a horizonte, de amanecer a amanecer, y rodear el planeta en una hora y media. Al cabo de un tiempo llegaríamos a conocerlo plenamente, con todos sus rasgos típicos y sus anomalías. Es tanto lo que puede observarse a simple vista. Pronto aparecerá de nuevo Florida. La tormenta tropical que vimos abalanzarse sobre el Caribe, ¿habrá llegado a Fort Lauderdale? Alguna de las montañas del Hindu-Kush, ¿estará sin nieve este verano? Son dignos de admiración los acantilados color aguamarina del Mar de Coral. Contemplamos los hielos flotantes del Antártico Sur y nos preguntamos si, en caso de desplomarse, llegarían a inundar todas las ciudades costeras del planeta.

De día, sin embargo, cuesta advertir signos de la presencia humana; pero por la noche — salvo la aurora polar —, todo lo que se ve es obra del hombre. Esa faja de luz es la zona este de Norteamérica, un brillo continuo desde Boston hasta Washington, una megalópolis de hecho ya que no de nombre. Más allá sé advierte la quema de gas natural, en Libia. Las relucientes luces de los buques japoneses para la pesca del camarón se han trasladado al Mar de China Meridional. En cada órbita, la Tierra nos cuenta nuevas historias. Es posible ver una erupción volcánica en Kamchatka, una tormenta de arena del Sahara que se aproxima al Brasil, un clima incomprensiblemente gélido en Nueva Zelanda. Entonces, empezamos a considerar a la Tierra como un organismo, un ser viviente. Nos preocupamos por él, le tenemos cariño, le deseamos lo mejor. Las fronteras nacionales son tan invisibles como los meridianos de longitud, como el trópico de Cáncer o el de Capricornio. Las fronteras son arbitrarias; el planeta es real.

El vuelo espacial, por ende, es subversivo. La mayoría de los que tienen la suerte de encontrarse en la órbita de la Tierra, al cabo de cierta meditación, comparte los mismos pensamientos. Los países que instituyeron el vuelo espacial, en gran medida lo hicieron por razones nacionalistas; sin embargo, se daba la ironía de que casi todos los que ingresaban en el espacio adquirían una sorprendente perspectiva transnacional de la Tierra como un único mundo.

Era dable imaginar el día en que llegaría a predominar la lealtad a ese mundo azul, o incluso a ese racimo de mundos que rodean la estrella amarilla a la que los humanos, por no saber que cada estrella es un sol, le confirieron el artículo definido: el Sol En ese momento, a raíz de que mucha gente se internaba por largos períodos en el espacio y podía entonces disponer de tiempo para la reflexión, comenzaba a sentirse la fuerza de la perspectiva planetaria. Resultó ser que gran cantidad de los ocupantes de esa órbita baja del planeta eran personas de influencia en la propia Tierra.

Desde antes de que el hombre entrara en el espacio, ya se habían enviado allá animales. Fue así como numerosas amebas, moscas de las grutas, ratas, perros y simios se convirtieron en audaces veteranos del espacio. A medida que fue posible extender cada vez más la duración de los vuelos espaciales, se descubrió el insólito hecho de que no se producía el menor efecto sobre los microorganismos, y muy poco sobre las moscas de las frutas. Sin embargo, al parecer la gravedad cero prolongaba la vida de los mamíferos en un diez a veinte por ciento. Al vivir en gravedad cero, se decía, el cuerpo gasta menos energía en luchar contra la fuerza de gravedad, las células demoran más en oxidarse, y en consecuencia uno vive más tiempo. Algunos físicos sostenían que los efectos serían mucho más pronunciados en los humanos que en las ratas. Se percibía en el aire un tenue aroma a inmortalidad.

El promedio de casos de cáncer se redujo a un ochenta por ciento entre los animales orbitales, comparados con un grupo de control, de la Tierra. Los casos de leucemia y carcinomas linfáticos disminuyeron en un noventa por ciento. Se advertían indicios — quizás aún no importantes en términos estadísticos — de que la remisión espontánea en enfermedades neoplásicas era mucho mayor en gravedad cero. Medio siglo antes, el químico alemán Otto Warburg había declarado que muchos tipos de cáncer se debían a la oxidación. Gente que en décadas anteriores peregrinaban en busca de curación, suplicaba en ese momento por un pasaje al espacio, pero el precio era exorbitante. Ya se tratase de medicina clínica o preventiva, los vuelos espaciales eran para unos pocos.

De pronto comenzaron a aparecer enormes sumas de dinero — antes inaccesibles — para invertir en estaciones civiles. Al finalizar el Segundo Milenio, ya había rudimentarios hoteles de retiro a pocos cientos de kilómetros de altitud. Aparte del gasto, había también una grave desventaja, desde luego: el progresivo daño osteológico y vascular nos imposibilitaría volver al campo gravitacional de la superficie terráquea. No obstante, eso no constituía un gran impedimento para muchos ancianos acaudalados quienes, con tal de ganar otra década de vida, se mostraban muy felices de retirarse al cielo y, llegado el caso, morir allí.

Algunos lo consideraban una inversión imprudente de los escasos recursos de la Tierra; los pobres y desvalidos padecían demasiadas necesidades apremiantes como para derrochar dinero en mimar a los ricos y poderosos. Era una tontería — afirmaban — permitir que una élite emigrara al espacio, mientras las masas debían permanecer en la Tierra, un planeta entregado de hecho a propietarios ausentes. Otros tomaron la situación como un regalo de Dios: los dueños del planeta se marchaban en multitudes; seguramente allá arriba — sostenían — no podrían hacer tanto daño como en la Tierra.

Nadie previo la principal consecuencia: que habrían de adquirir una perspectiva planetaria las personas con más capacidad para hacer el bien. Al cabo de unos años, quedaban muy pocos nacionalistas en la órbita de la Tierra. Una guerra atómica mundial plantea verdaderos problemas a quienes sienten cierta inclinación por la inmortalidad.

Había industriales japoneses, magnates navieros griegos, príncipes sauditas, un ex presidente, un ex secretario general del Partido, un barón chino ladrón y un traficante de heroína, jubilado. En Occidente, aparte de algunas pocas invitaciones promocionales, se optó por un solo criterio para poder residir en la órbita terrestre: poder pagar. El albergue soviético era distinto; se lo denominaba estación espacial, y se rumoreaba que estaba allí el antiguo secretario del Partido para una «investigación gerontológica». En general, las multitudes no lo tomaron a mal. Algún día, pensaban, ellos también irían allí.

Los residentes de la órbita tenían un comportamiento circunspecto, medido. Constituían el centro de atención de otras personas ricas y poderosas que aún se hallaban en la Tierra. No emitían declaraciones públicas, pero poco a poco sus opiniones comenzaron a influir sobre los gobernantes del mundo entero. Los venerables de la órbita propiciaban, por ejemplo, que las cinco potencias nucleares continuaran con el progresivo desarme.

Sin estridencias apoyaron la construcción de la Máquina por su capacidad para contribuir a la unificación del mundo. En ocasiones, alguna organización nacionalista publicaba algo acerca de una vasta conspiración en la órbita de la Tierra, de viejos achacosos que simulaban ser benefactores pero que regalaban su suelo natal. Circulaban panfletos, con la supuesta versión taquigráfica de una reunión a bordo del Matusalén, a la que concurrieron representantes de otras cinco estaciones espaciales privadas. Se transcribía una nómina de «de medidas a tomar», pensadas con el objeto de aterrorizar hasta al más tibio patriota. Timesweek declaró que los panfletos eran falsos, y los denominó «Los Protocolos de los Antepasados del Ozono».

Los días previos al lanzamiento, Ellie pasó largos ratos — a menudo las horas del amanecer — en la playa Cocoa. Le habían prestado un departamento que daba sobre el Atlántico. Solía llevar pedazos de pan para arrojárselos a las gaviotas y ver cómo los capturaban en el aire. Había momentos en que unas veinte o treinta gaviotas revoloteaban apenas a más de un metro de su cabeza. Agitaban enérgicamente las alas para mantenerse en su sitio, con el pico abierto, preparándose para la milagrosa aparición de la comida. Pasaban rozándose unas a otras en movimiento al parecer fortuito, pero el efecto del conjunto era el de una bellísima formación.

Al regresar, reparó en una humilde hoja de palmera, pequeña y perfecta, en la orilla de la playa. La recogió, le quitó la arena con cuidado, y la llevó al departamento.

Hadden la había invitado para que fuera a visitarlo a su «casa lejos del hogar», su mansión del espacio a la que había puesto por nombre Matusalén. Ellie no debía contar lo de la invitación a nadie que no fuese del gobierno, debido al deseo de Hadden de mantenerse oculto. De hecho, eran pocos los que sabían que se había retirado a vivir en el espacio. Ellie consultó con varios funcionarios estatales, y todos le sugirieron que fuera.

«El cambio de ambiente va a hacerte bien» fue el consejo de Der Heer. La Presidenta se manifestó decididamente a favor del viaje puesto que quedaba una sola plaza libre para el siguiente vuelo en el vetusto transbordador Intrépido. Quienes decidían irse a vivir en un asilo de la órbita solían viajar en una empresa de transporte comercial. Otro vehículo, de mayores dimensiones, también estaba por ser habilitado para tales vuelos. Sin embargo, la vieja flota de transbordadores era el medio más utilizado para los viajes al espacio, tanto por civiles como por militares.

No se exigía ningún requisito especial para volar, salvo gozar de un estado general de buena salud. Los vuelos comerciales partían completos y retornaban vacíos. Por el contrario, los transbordadores iban llenos a la ida, como también de vuelta. La semana anterior, antes de realizar su último aterrizaje, el Intrépido había atracado en Matusalén para recoger a dos pasajeros que regresaban a la Tierra. Ellie reconoció los nombres; uno era diseñador de sistemas de propulsión, y el otro, un criobiólogo. Se preguntó, entonces, qué habrían ido a hacer a Matusalén.

Apiñada en la cabina con el piloto, dos especialistas de la misión, un militar muy callado y un agente del servicio de recaudación impositiva, Ellie disfrutó enormemente del despegue perfecto. Era su primera experiencia en gravedad cero por un período más prolongado que un viaje en el ascensor de alta desaceleración, en el edificio neoyorkino del World Trade Center. Una órbita y media después, llegaron a Matusalén. El transporte comercial Narnia la traería de regreso a la Tierra dos días más tarde.

La Mansión — Hadden insistía en llamarla así — giraba lentamente, una revolución cada noventa minutos, de modo que siempre quedaba el mismo lado orientado hacia la Tierra.

El panorama que se apreciaba desde el escritorio de Hadden era una maravilla; no se trataba de una pantalla de televisión sino de una ventana realmente transparente. Los fotones que Ellie veía acababan de reflejarse desde los nevados Andes apenas una fracción de segundo antes. Salvo en el sector periférico del ventanal, no se advertía casi ni la menor distorsión.

Se encontró con muchas personas conocidas — incluso varias que se consideraban religiosas —, a quienes les daba cierto pudor expresar su sobrecogimiento. Pero uno tenía que ser de madera — pensó ella — para pararse frente a esa ventana y no experimentar esa sensación. Habría que mandar allí a jóvenes poetas y compositores — se dijo —, a pintores y cineastas, a todo individuo con profundas convicciones religiosas que no estuviera comprometido con las burocracias sectarias. Sería muy fácil — reflexionó — transmitir esa experiencia al habitante medio de la Tierra. La sensación era…

sobrenatural.

— Uno se acostumbra — confesó Hadden —, pero no se cansa de esto. De vez en cuando todavía me hacer sentir inspirado.

Hadden bebía una gaseosa dietética y ella no había querido aceptar nada mas fuerte.

La tasa de recargo sobre el alcohol etílico debía de ser alta en la órbita, pensó.

— Claro que hay cosas que se extrañan… las largas caminatas, poder nadar en el mar, los amigos que caen de visita sin avisar. Pero de todas formas son cosas que yo tampoco hacía a menudo en la Tierra, y como ve, los amigos pueden venir a visitarme.

— El costo es carísimo.

— A Yamagishi, mi vecino, una mujer viene a verlo, llueva o truene, el segundo martes de cada mes. Después voy a presentárselo; es un personaje. Se trata de un famoso criminal de guerra, que fue sometido a proceso pero nunca llegó a ser condenado.

— ¿Qué es lo que le atrae de esto? Usted no piensa que está por terminar el mundo.

Entonces, ¿qué hace aquí?

— Me encanta la vista. Además, hay otros incentivos de orden jurídico. Una persona como yo, que ha propiciado nuevos inventos, industrias inéditas, está siempre expuesta a transgredir alguna ley. Esto suele ocurrir porque las leyes viejas no se han puesto a la par de la tecnología moderna. Se pierde mucho tiempo con los juicios, y eso disminuye el rendimiento. Pero todo esto — con un amplio ademán abarcó la Mansión y la Tierra — no pertenece a ningún país. Los propietarios de la Mansión somos mi amigo Yamagishi, yo y algunos otros. No puede ser nada ilegal surtirme de alimentos y satisfacer mis necesidades materiales, pero para estar más seguros, nos hemos propuesto trabajar sobre circuitos ecológicos cerrados. No existe tratado de extradición entre la Mansión y ninguno de los países de la Tierra. A mí me resulta más… efectivo residir aquí.

«No vaya a pensar que he cometido delito alguno, pero como nos dedicamos a tantos temas novedosos, preferimos no correr riesgos. Por ejemplo, algunos creen que fui yo quien saboteó la Máquina, y no toman en cuenta que invertí cifras descabelladas para intentar construirla. Y usted vio lo que hicieron en Babilonia. Mis investigadores de seguros consideran que los atentados quizás hayan sido obra de la misma gente. No sé por qué tengo tantos enemigos; no lo entiendo, por ser que he hecho tanto bien a la humanidad. Por todo esto supongo que lo mejor es que yo viva aquí.

«Ahora bien; era sobre la Máquina que quería hablar con usted. La catástrofe de la clavija de erbio fue terrible… Realmente siento muchísimo la muerte de Drumlin, un hombre tan luchador. Para usted debe de haber sido una conmoción. ¿Seguro que no quiere beber algo?

A Ellie le bastaba con mirar la Tierra y escuchar.

— Sí yo no me desanimé con lo de la Máquina — prosiguió Hadden —, no veo por qué tenga que desalentarse usted. Tal vez le inquiete la posibilidad de que nunca se termine la Máquina norteamericana, de que haya tantas personas empeñadas en su fracaso. La Presidenta comparte la misma preocupación. Además, esas fábricas que levantamos, no son meras plantas de montaje. Hemos estado elaborando productos artesanales y va a ser muy costoso reponer todo lo que se perdió. A lo mejor piensa que quizás haya sido una mala idea desde el principio, que fuimos unos tontos en apresurarnos y que convendría efectuar un análisis global. Y aunque no se plantee todo esto, sé que la Presidenta sí lo piensa.

«Por otra parte, si no lo hacemos pronto, temo que jamás podamos llevarlo a cabo. No creo que la invitación quede en pie eternamente.

— Me sorprende que lo diga, porque precisamente de eso conversábamos con Valerian y Drumlin en el momento previo al accidente. Al sabotaje — se corrigió —. Continúe, por favor.

— Casi todas las personas con convicciones religiosas, suponen que este planeta es un experimento; en eso se resumen sus creencias. Siempre hay algún dios que fisgonea, que se mete con las esposas de los mercaderes, que entrega tablas de la ley en una montaña, que nos ordena mutilar a nuestros hijos, que nos indica qué palabras podemos decir y cuáles no, que nos hace sentir culpa por el hecho de experimentar un placer. ¿Por qué no nos dejan en paz? Tal grado de intervención proviene de una gran incompetencia.

Si Dios no quería que la mujer de Lot se volviera, ¿por qué no la hizo obediente, para que le hiciera caso al marido? O tal vez si no lo hubiera hecho a Lot tan idiota, quizá la esposa lo habría respetado más. Si Dios es omnipotente y omnisciente, ¿por qué no creó el mundo tal como quería que fuese? ¿Por qué siempre lo está arreglando y quejándose? Si hay algo que la Biblia deja en claro es la chapucería de Dios como fabricante. No sirve para el diseño ni para la ejecución de una obra. Si tuviera que competir con otros, se fundiría de inmediato.

«Por eso no creo que seamos un experimento. A lo mejor hay otros planetas experimentales en el universo, sitios en donde los aprendices de dioses pueden poner a prueba sus aptitudes. Qué lástima que Rankin y Joss no hayan nacido en uno de esos planetas. Pero en éste — una vez más señaló hacia la ventana —, no hay ni la más mínima intervención divina. Los dioses no vienen a componer las cosas que nos salieron mal.

Fíjese en la historia del hombre, y se dará cuenta de que siempre estuvimos solos.

— Hasta ahora — dijo Ellie —. ¿Deus ex machina? ¿Eso es lo que cree? ¿Piensa que por fin los dioses se compadecieron de nosotros y por eso nos mandaron la Máquina?

— Yo más bien pienso Machina ex deo, o como se diga en latín. No, no creo que seamos un experimento, por el contrario, éste es el planeta que a nadie le interesaba, el sitio donde nadie quiso intervenir. Un ejemplo de todo lo que puede suceder si ellos no toman cartas en el asunto, una clase modelo para los aprendices de dioses. «Si no hacen las cosas bien», se les dijo, «les va a salir un planeta como la Tierra». Pero desde luego, como sería un desperdicio destruir un mundo útil, de vez en cuando nos controlan, por si acaso. La última vez que nos observaron, retozábamos en las praderas, tratando de emular a los antílopes. «Bueno, está bien», dijeron. «Esa gente nunca nos traerá problemas. Vamos a controlarlos dentro de diez millones de años, pero para estar más seguros, convendría supervisarlos mediante frecuencias de radio.»

«De pronto un día suena una alarma.» Mensaje de la Tierra. «¿Cómo? ¿Ya tienen televisión? A ver qué es lo que han hecho.» Estadio olímpico, banderas nacionales, ave de rapiña, Adolf Hitler, multitudes entusiastas. «Ajá», dicen. Ellos conocen las señales de peligro. Rápidos como la luz, nos advierten: «Basta, ya, muchachos. El planeta en que viven es perfecto. ¿Por qué no se ponen a construir esta Máquina?» Se preocupan al vernos bajar por una pendiente y piensan que algo hay que hacer para que no nos desbarranquemos. Por eso yo también considero que debemos fabricar la Máquina.

Ellie sabía lo que hubiera pensado Drumlin de argumentos semejantes. Pese a que mucho de lo expresado por Hadden coincidía con sus propias ideas, estaba cansada de oír engañosas especulaciones respecto de qué podían pensar los veganos. Deseaba que continuara el proyecto, que se terminara la Máquina y se la pusiera en funcionamiento, que comenzara una nueva etapa en la historia de la humanidad. Todavía desconfiaba de las motivaciones que la animaban, pensaba con cautela aun cuando se la mencionara como posible candidata a integrar la tripulación de la Máquina. Por ende, las demoras en reanudar la construcción le daban tiempo para poner en orden sus ideas.

— Vamos a cenar con Yamagishi. Ya verá usted que le cae muy bien. Pero estamos un poco preocupados por él porque de noche mantiene muy baja su presión parcial de oxígeno.

— ¿Eso qué significa?

— Bueno, cuanto menor sea el contenido de oxigeno en el aire, más se prolonga la vida, o al menos eso es lo que afirman los médicos. Por eso todos controlamos la cantidad de oxígeno en las habitaciones. Durante el día no puede ser inferior al veinte por ciento, porque uno queda como atontado; se deteriora el funcionamiento mental. Sin embargo, de noche podemos disminuir la presión parcial del oxigeno, aunque siempre existe el riesgo de bajarla demasiado. Este último tiempo Yamagishi la reduce al catorce por ciento porque quiere vivir eternamente, y en consecuencia, no lo notamos lúcido hasta el mediodía.

— Yo he vivido siempre así, con un veinte por ciento de oxígeno — comentó Ellie, con una sonrisa.

— Él ahora está probando con drogas nootrópicas para eliminar el embotamiento y mejorar su memoria. No sé si también sirven para volvernos más inteligentes, pero al menos eso dicen. El hecho es que Yamagishi ingiere una cantidad enorme de nootrópicos y no respira suficiente oxigeno por la noche.

— ¿Su conducta es medio excéntrica?

— No sabría decirle, puesto que no conozco muchos criminales de guerra de noventa y dos años para compararlo.

— Precisamente por eso sería necesario verificar el experimento.

Hadden sonrió.

Pese a su avanzada edad, Yamagishi ostentaba el porte erguido adquirido durante sus largos años al servicio del Ejército Imperial. Era un hombre diminuto, completamente calvo, de fino bigote blanco y una plácida expresión en el rostro.

— Yo vine aquí por las caderas — explicó —. No me importa tanto la cura del cáncer, ni la prolongación de la vida, pero sí me preocupan las caderas. A mi edad, los huesos se quiebran con mucha facilidad. El barón Tsukuma se cayó de la cama y se murió. Medio metro, apenas, y se fracturó. En gravedad cero, las caderas no se quiebran.

El argumento parecía razonable.

Aunque hubo que hacer algunas concesiones de orden gastronómico, la cena fue de una asombrosa elegancia. Se había desarrollado toda una tecnología especializada para obtener comida sin peso.

Las fuentes eran cubiertas; las copas de vino tenían tapa y bombilla. Los alimentos tales como las nueces o los copos de maíz estaban prohibidos.

Yamagishi insistió para que probara el caviar. Se trataba de una de las pocas comidas occidentales — sostuvo — que era más barato enviar al espacio que comprar en la Tierra.

Era una suerte que hubiera tal cohesión entre las huevas de caviar, pensó Ellie. Trató de imaginar miles de huevas en caída libre, entorpeciendo el desplazamiento de ese asilo orbital. De pronto recordó que también su madre estaba internada en un asilo, aunque mucho más modesto que aquél. De hecho, orientándose por los Grandes Lagos — que en ese momento se veían a través del ventanal —, podía precisar el sitio exacto donde se encontraba ella. Se reprochó haberse dado el lujo de dedicar dos días a conversar con traviesos multimillonarios en la órbita terrestre, pero no encontrar nunca quince minutos libres para charlar con su madre. Se prometió entonces llamarla apenas regresara a la playa Cocoa. Enviarle un comunicado desde la órbita, se dijo, quizá sería demasiado novedoso para los ancianos que residían en el instituto geriátrico de Janesville (Wisconsin).

Yamagishi interrumpió sus pensamientos para informarle que él era el hombre de más edad que jamás hubiese estado en el espacio. Hasta el ex vicepremier chino era menor.

Se quitó la chaqueta, se arremangó, flexionó el bíceps y le pidió que le tocara un músculo.

En seguida pasó a enumerar con precisión de detalles todas las obras de beneficencia a las que había contribuido.

Ellie procuró establecer una conversación cordial.

— Todo es muy tranquilo y plácido aquí arriba. Usted seguramente disfruta del retiro.

Si bien el comentario iba dirigido a Yamagishi, fue Hadden quien respondió.

— No vaya a creer que aquí no pasa nada. De vez en cuando se presenta alguna crisis que nos exige obrar de prisa.

— El resplandor del sol es muy pernicioso porque provoca esterilidad — comentó Yamagishi.

— En efecto. Si se produce un importante resplandor solar, disponemos de unos tres días antes de que las partículas cargadas lleguen a la Mansión. Por eso, los residentes permanentes, como Yamagishi-san y yo, nos vamos al refugio contra tormentas. Todo muy espartano, muy cerrado, pero allí la diferencia es notable porque hay suficiente blindaje como para contrarrestar la radiación. Por supuesto, también hay cierto grado de radiación secundaria. Pero claro, el personal no permanente y los visitantes tienen que partir en ese lapso de tres días. Ese tipo de emergencia constituye un obstáculo para la flota comercial. En ocasiones hemos tenido que llamar a la NASA o a los soviéticos para que vengan a rescatar a alguien. Usted ni se imagina a las personas que tenemos que despachar durante esos episodios de resplandor solar: mañosos, jefes de servicios de inteligencia, mujeres hermosas…

— ¿Por qué me da la sensación de que el sexo ocupa uno de los primeros puestos entre los productos que se importan de la Tierra? — preguntó Ellie, sin mucho agrado.

— Porque es así, y debido a múltiples razones; entre ellas, la clientela, la belleza de este lugar… Sin embargo, el principal motivo es la gravedad cero, que le permite a uno hacer a los ochenta años cosas que ni siquiera creía posibles a los veinte. Tendría que venir a pasar unas vacaciones aquí… con su novio. Tómelo como una invitación formal de mi parte.

— Noventa — sentenció Yamagishi.

— ¿Cómo?

— Que se pueden hacer a los noventa años cosas que ni se soñaban a los veinte; eso decía Yamagishi. Por eso todos quieren instalarse aquí.

Cuando llegó el café, Hadden volvió a tratar el tema de la Máquina.

— Yamagishi-san y yo nos hemos asociado con otras personas. Él es presidente honorario del directorio de Industrias Yamagishi que, como usted sabe, es el principal contratista para la puesta a prueba de la Máquina, en Hokkaido. Ahora bien; para que se imagine nuestro problema le voy a dar un ejemplo. Pensemos en las tres cápsulas concéntricas. Están hechas de una aleación de niobio y obviamente la intención es que giren en tres direcciones ortogonales, a alta velocidad, en un vacío. Benzels, se las llama.

Todo esto usted ya lo sabe, desde luego. ¿Qué pasa? Los más prestigiosos físicos aseguran que no ocurrirá nada, pero claro, nadie hizo el experimento, de modo que no puede saberse. Supongamos que algo sucede cuando se ponga en funcionamiento la Máquina. ¿De qué dependerá? ¿De la velocidad de rotación? ¿De la composición de los benzels? ¿Será una cuestión de escala? Nosotros hemos fabricado estas cosas, en escala y en su verdadero tamaño. Queremos hacer girar nuestra propia versión de los benzels grandes, los que se acoplarán a los demás componentes de la Máquina.

Supongamos que lo hacemos y no ocurre nada raro. Después, vamos a querer ir agregándole los componentes de a uno, en un trabajo de integración de sistemas.

Imagínese si, en el momento de incorporar uno de los componentes — no el último —, la Máquina reacciona de manera sorprendente. El único interés que nos anima es poder entender cómo funciona la Máquina. ¿Ve adónde quiero llegar?

— ¿Dice usted que están montando en secreto una réplica fiel de la Máquina en el Japón?

— Bueno, no es exactamente un secreto. Estamos poniendo a prueba cada componente, pero nadie dijo que hubiera que hacerlo de a uno por vez. Le cuento lo que Yamagishi-san y yo proponemos: cambiaríamos las fechas fijadas para los experimentos de Hokkaido. Haríamos una integración total de sistemas, y si no pasa nada, comenzaríamos después la verificación de cada componente en particular. De todos modos, el dinero ya está invertido.

«Tenemos la convicción de que van a pasar meses — años quizás — antes de que los norteamericanos recuperen lo perdido, y no creemos que los rusos logren adelantarse en dicho período. Japón es el único que tiene posibilidades. No habría por qué anunciarlo en este momento, ni tomar ahora la decisión de activar la Máquina, puesto que sólo comenzaremos a probar los componentes.

— ¿Ustedes dos pueden tomar semejante decisión sin consultarlo?

— Esto estaría dentro de nuestras responsabilidades expresas. Calculamos que en seis meses podríamos llegar a la etapa que había alcanzado la Máquina de Wyoming. Desde luego, deberíamos tener mucho más cuidado para prevenir los actos de sabotaje. Pero si los componentes no tienen fallos, no habrá problemas con la Máquina. Además, piense que Hokkaido es un sitio de muy difícil acceso. Después, cuando todo haya sido verificado, le preguntaremos al Consorcio Mundial si no quieren intentar ellos ponerlo en funcionamiento. Si la tripulación está dispuesta, el Consorcio no va a negarse. ¿Qué opina usted, Yamagishi-san?

El anciano no oyó la pregunta. Entonaba en voz baja «Caída Libre», una canción muy en boga, llena de gráficos detalles acerca de la idea de sucumbir a la tentación en la órbita de la Tierra. Él no sabía toda la letra, explicó cuando le repitieron la pregunta.

Impertérrito, Hadden prosiguió.

— En ese entonces, a algunos de los componentes se los habrá hecho girar, o lo que fuere, pero de todas formas habrán pasado las pruebas de rigor. No creo que esto baste para desalentarla… me refiero a usted personalmente.

— ¿Y por qué supone que voy a ser uno de los tripulantes? Nadie me lo pidió, y además, ahora se agregan muchos otros factores.

— Creo que hay enormes posibilidades de que el Comité de Selección se incline por usted, y la Presidenta avalará la decisión con entusiasmo. Vamos — dijo, sonriendo —, no va a decirme que quiere pasar el resto de su existencia en la aldea.

Había nubes sobre Escandinavia y el Mar del Norte, y el Canal de la Mancha se veía cubierto por un velo transparente de niebla.

— Sí, usted va. — Yamagishi estaba de pie, con las manos caídas a los costados. Le hizo una profunda reverencia —. En nombre de los veintidós millones de empleados de la empresa que dirijo, fue un placer conocerla.

Dormitó entrecortadamente en la cabina que le asignaron. El minúsculo dormitorio estaba atado a dos paredes para que, al girar en gravedad cero, Ellie no se desplazara y fuese a chocar contra algo. Se despertó cuando todos al parecer dormían aún, y caminó sosteniéndose de unas asas hasta llegar al enorme ventanal. La Tierra se veía a oscuras, salvo unos toques de luz aquí y allá, valeroso esfuerzo de los humanos para compensar la opacidad del planeta cuando su hemisferio quedaba de espaldas al sol. Veinte minutos más tarde resolvió que, si se lo pedían, diría que sí.

Hadden se le acercó por detrás.

— La vista es estupenda, lo reconozco. Pese a que hace años que estoy aquí, todavía me impresiona. Pero, ¿no le molesta pensar que está rodeada por una nave espacial?

Una experiencia que nadie ha hecho sería andar con un traje espacial, sin cables, sin nave, quizá con el sol a nuestras espaldas, rodeados de estrellas por todos los costados.

Podría estar la Tierra debajo de uno, o tal vez otro planeta. Yo, por ejemplo, me imagino a Saturno. Y nosotros volando en el espacio, como si realmente estuviésemos identificados con el cosmos. Hoy en día los trajes espaciales vienen con lo necesario como para durar unas horas. La nave que nos dejó allí quizá volvería a buscarnos al cabo de una hora. O no.

«Lo mejor sería que no regresara, y así poder vivir nuestras últimas horas en el espacio, circundados por estrellas y mundos. Si uno padeciera un mal incurable, o si sólo quisiera darse un último gusto, ¿acaso habría algo mejor que esto?

— ¿Lo dice en serio? ¿De veras piensa comercializar este… proyecto?

— Bueno, tal vez sea pronto para comercializarlo. Digamos que estoy pensando en un estudio de factibilidad.

Ellie resolvió no contarle la decisión que había tomado unos minutos antes, y él tampoco se la preguntó. Más tarde, cuando el Naarnia comenzaba a atracar en Matusalén, Hadden la llevó a un lado.

— Comentábamos que Yamagishi es el más anciano aquí. Bueno, si hablamos de los que residimos en forma permanente — o sea, excluyendo a los astronautas, las coristas — yo soy el más joven. Sé que tengo un interés particular en la respuesta, pero existe la posibilidad médica concreta de que la gravedad cero me mantenga vivo durante siglos.

Como ve, he emprendido un experimento sobre la inmortalidad.

«No le he sacado este tema para fanfarronear sino por una razón práctica. Si nosotros estamos estudiando el modo de prolongar la vida, piense en lo que seguramente han hecho los seres de Vega. Probablemente sean inmortales, o casi inmortales. Yo, que soy quien se ha dedicado más tiempo y con mayor seriedad al análisis de esta cuestión, puedo asegurarle una cosa de los inmortales: esos seres son muy cautos, no dejan nada librado al azar. Yo no sé qué aspecto tienen ni qué pretenden de nosotros, pero en caso de que llegue a verlos, lo único que puedo aconsejarle es esto: lo que para usted sea algo rotundamente seguro y digno de confianza, para ellos constituirá un riesgo inaceptable. Si tuviera que realizar cualquier negociación allá arriba, no se olvide de lo que le digo.

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