Mirar las estrellas siempre me hace soñar, como sueño al contemplar los puntitos negros que representan a pueblos y ciudades en un mapa. ¿Por qué, me pregunto, los puntos brillantes del firmamento no son tan accesibles como los puntitos negros del mapa de Francia?
Era una tarde espléndida, tan cálida pese a ser otoño, que Devi Sukhavati había salido sin su abrigo. Ella y Ellie caminaban por los concurridos Champs Élysées hacia la Place de la Concorde. La diversidad étnica que se advertía sólo podía emularla la de Londres, Nueva York y otras pocas ciudades del planeta. Una mujer, de falda y suéter, que paseaba con otra vestida de sari, no llamaban en absoluto la atención.
En las puertas de una cigarrería había una larga y políglota cola de personas atraídas por ser la primera semana que se vendían en forma legal cigarrillos de cannabis curado de los Estados Unidos. La ley francesa prohibía la adquisición y consumo de dichos cigarrillos por parte de los menores de dieciocho años, razón por la cual casi todos los que esperaban en fila eran de mediana edad, o mayores. En California y Oregón se cultivaban variedades sumamente potentes de cannabis para exportación. En esta tienda se vendía una clase nueva y especial la que, además, se había cultivado con rayos ultravioletas, que convertían a los cannabáceos inertes en el isómero A, al que habían puesto por nombre «Beso de Sol». El paquete, promocionado en el escaparate con un gran afiche, llevaba el eslogan: «Esto le será deducido de la participación que le corresponda del Paraíso.»
Los escaparates del bulevar eran una orgía de color. Las dos mujeres compraron castañas a un vendedor callejero, y gozaron con el sabor y la textura. Más adelante se maravillaron con L'Obélisque, el monumento militar de la antigüedad, robado — a un alto precio — para convertirse en moderno monumento militar.
Der Heer había faltado a su cita. Esa mañana la había llamado para disculparse, sin que se le notara demasiado afligido. El pretexto fueron los numerosos asuntos de orden político surgidos en la sesión plenaria. El secretario llegaría al día siguiente, interrumpiendo su visita a Cuba. Ken adujo estar muy ocupado y le pidió que lo comprendiera. Ellie comprendió. Se despreciaba a sí misma por acostarse con él. Para no tener que pasar sola la tarde llamó a Devi Sukhavati.
— Una de las palabras del sánscrito para decir «victorioso» es abhijit, y así se la llamaba a Vega en la India antigua. Fue bajo la influencia de Vega que las divinidades hindúes, los héroes de nuestra cultura, derrotaron a los asuras, los dioses del mal. Ellie, ¿me estas escuchando? Ahora bien, lo curioso es que los persas también tenían asuras, pero para ellos eran los dioses del bien. Después surgieron religiones en las que el dios principal, el dios de la luz, el dios Sol, recibió el nombre de Ahura-Mazda. Por ejemplo, los fieles de Zoroastro y de Mitra. Ahura, Asura, es el mismo nombre. Hoy en día todavía existen los zoroastrianos, y los mitraístas les dieron a los primeros cristianos un buen susto. Esas divinidades hindúes — que eran todas mujeres, dicho sea de paso — se llamaban devis, y de ahí proviene mi propio nombre. En la India, las devis son las diosas del bien; en Persia, se transformaron en diosas del mal. Algunos eruditos sostienen que de allí procede la palabra inglesa «devil» (demonio). La simetría es total. Probablemente todo esto sea una historia vagamente recordada sobre la invasión aria que desplazó a los dravidianos, mis antepasados, hacia el sur. Por eso, según en qué lado de los montes Kirthar viva uno, Vega apoya a Dios o al Diablo.
El motivo de haber relatado la simpática historia fue que Devi se había enterado de la discusión teológica que mantuvo su amiga unas semanas antes, en California. Ellie se sintió agradecida, pero al mismo tiempo recordó que no le había mencionado a Joss la posibilidad de que el Mensaje fuese el plano de una máquina de uso desconocido.
Seguramente pronto sabría todo por intermedio de la prensa. Debería pedir una llamada internacional, se dijo, para hablar con él y explicarle las novedades, pero se comentaba que Joss se hallaba en retiro. No había realizado ninguna manifestación pública luego de la reunión que tuvieron en Modesto. Rankin, por su parte, anunció en conferencia de prensa, que si bien podían existir ciertos riesgos, no se oponía a la idea de que los científicos recibieran la totalidad del Mensaje. Sin embargo, respecto a la traducción sostuvo que era imprescindible una revisión periódica por parte de todos los sectores de la sociedad, especialmente de aquéllos cuya misión es salvaguardar los valores morales y espirituales.
Se iban acercando a los jardines de las Tullerías, con su despliegue de matices otoñales. Adornando las negras verjas de hierro forjado había globos multicolores en venta. En el centro de un estanque había una estatua de mármol de Anfitrite y alrededor disputaban regatas barquitos de vela, alentados por una jubilosa multitud de niños con aspiraciones magallánicas. De pronto saltó un bagre a la superficie hundiendo al velero que iba en cabeza y los chicos se quedaron pasmados por la inesperada aparición. El sol se ocultaba y Ellie sintió un leve escalofrío.
Le fascinaba la apariencia de Sukhavati: sus inmensos ojos negros, su porte erecto, su magnífico sari. «Yo no soy elegante», se dijo Ellie. Por lo general podía mantener una conversación y al mismo tiempo pensar en otras cosas. Sin embargo ese día no era capaz de seguir la ilación de una idea y mucho menos de dos. Mientras debatían sobre el fundamento de las diversas opiniones respecto de si debía fabricarse o no la Máquina, mentalmente se representaba la imagen de la invasión aria a la India, acaecida tres mil quinientos años antes. Una guerra entre dos pueblos, cada uno de los cuales se proclamaba victorioso y exageraba patrióticamente los relatos históricos. En última instancia, todo se convierte en una batalla entre dioses. «Nuestro» lado siempre es el bueno, mientras que el malo es el otro. Imaginaba que el demonio de los occidentales, de barbita y tridente, podía haber derivado, a través de una lenta evolución, de algún antecedente hindú que, por lo que ella sabía, tenía cabeza de elefante y estaba pintado de azul.
— Quizá la idea del Caballo de Troya que planteó Baruda no sea tan descabellada — atinó a decir Ellie —, pero tal como sugiere Xi, no nos quedan muchas alternativas. Si ellos se lo proponen, pueden presentarse aquí dentro de veintitantos años.
Llegaron a un arco romano coronado por una estatua heroica, y por cierto apoteósica, de Napoleón que conducía un carro de guerra. De lejos, desde una perspectiva extraterrestre, qué patética resultaba esa pose. Se sentaron a descansar en un banco cercano; sus largas sombras se proyectaban sobre un cantero con flores de los mismos colores de la República Francesa.
Ellie ansiaba poder comentar su situación afectiva, pero temía que pudiese insinuarse un cariz político. En el mejor de los casos, sería una indiscreción. Como además tampoco conocía demasiado a Sukhavati, alentó a su compañera para que hablara ella sobre su vida, a lo que Devi accedió de buen grado.
Pertenecía a una familia de brahmanes no prósperos, con tendencia al matriarcado, del estado sureño de Tamil Nadu. El matriarcado imperaba aún en todo el sur de la India.
Devi ingresó en la Universidad Hindú de Henares. Cuando cursaba medicina en Inglaterra, se enamoró perdidamente de Surindar Ghosh, un compañero de estudios.
Lamentablemente Surindar era un harijan, un intocable, perteneciente a una casta tan odiada que para los brahmanes ortodoxos, con sólo mirarlos uno se contaminaba. Los antepasados de Surindar se vieron obligados a llevar una vida nocturna, como las lechuzas y los murciélagos. La familia de ella amenazó con desheredarla si contraían matrimonio. El padre le advirtió que, si se casaba, llevaría luto como si ella hubiese muerto. De todas formas se casaron. «No me quedaba otra salida; estábamos demasiado enamorados», confesó. Ese mismo año él murió de septicemia, que contrajo al practicar una autopsia sin la adecuada supervisión.
En vez de reconciliarla con su familia, la muerte de Surindar consiguió exactamente lo contrario. Devi se doctoró en medicina y decidió permanecer en Inglaterra. Descubrió su gusto por la biología molecular y muy pronto se dio cuenta de que tenía un verdadero talento para tan rigurosa disciplina. La reproducción del ácido nucleico la alentó a investigar el origen de la vida y eso a su vez la indujo a considerar la vida en otros planetas.
— Podríamos decir que mi carrera científica ha sido una secuencia de asociaciones libres; una cosa me fue llevando a la otra.
Últimamente se había dedicado a la caracterización de materia orgánica procedente de Marte. Si bien nunca volvió a casarse, decía que varios hombres la pretendían. Desde hacía un tiempo salía con un científico de Bombay, experto en computadoras.
Siguieron caminando hasta la Cour Napoleón, el patio interior del museo del Louvre. En el centro, la recientemente construida — y muy criticada — entrada piramidal; alrededor del patio, en altos nichos, había esculturas de los héroes de la civilización francesa. Debajo de cada hombre venerado — muy pocos ejemplos de mujeres pudieron ver — figuraba el apellido. Algunas de las inscripciones estaban gastadas, por la erosión natural o por la mano de algún ofendido visitante. Frente a una o dos estatuas, costaba mucho adivinar quién había sido el personaje ilustre. En uno de los monumentos, el que había provocado el mayor resentimiento del público, apenas quedaban tres letras.
A pesar de que se estaba poniendo el sol y el Louvre permanecía abierto casi hasta la noche, no entraron sino que continuaron caminando junto al Sena, siguiendo el curso del río hasta el Quai d'Orsay. Los puestos de venta de libros estaban ya por cerrar.
Prosiguieron su paseo tomadas del brazo, a la usanza europea.
Delante de ellas iba un matrimonio francés; los padres sostenían de la mano a su hijita, una niña de aproximadamente cuatro años quien, de vez en cuando, daba un brinco en el aire. Daba la impresión de que, en su momentánea suspensión en gravedad cero, la criatura experimentaba algo parecido al éxtasis. Los padres hacían comentarios sobre el Consorcio Mundial para el Mensaje, lo cual no era de extrañar puesto que era el tema dominante en todos los periódicos. El hombre aprobaba la idea de fabricar la Máquina, ya que ello implicaría utilizar nuevas tecnologías y crear más empleos en Francia. La mujer era más cautelosa, por motivos que no sabía exponer con claridad. La hijita, con sus trenzas al viento, no demostraba la más mínima preocupación por los planos que llegaban desde las estrellas.
Der Heer, Kitz y Honicutt convocaron una reunión a realizarse en la embajada norteamericana al día siguiente por la mañana, con el fin de prepararse para la llegada del secretario de Estado. El cónclave sería secreto y se llevaría a cabo en el Salón Negro, un recinto aislado del mundo exterior mediante mecanismos electromagnéticos que imposibilitaban la vigilancia, incluso con sofisticados dispositivos electrónicos. O al menos eso se suponía.
Luego de pasar la tarde con Devi Sukhavati, Ellie recibió el mensaje en su hotel y trató de hablar con Ken, pero sólo pudo comunicarse con Kitz. Se oponía a la idea de que la reunión fuese secreta, por una cuestión de principios, ya que el Mensaje venía destinado a todo el planeta. Kitz le respondió que no se ocultaban datos al resto del mundo; por lo menos los norteamericanos no lo hacían y que el objeto del encuentro era sólo proponer ideas al gobierno que lo ayudaran a afrontar las difíciles negociaciones que se avecinaban. Apeló al patriotismo de Ellie, a su desinterés y por último invocó la Resolución Hadden.
— Estoy seguro de que ese documento se halla aún guardado en su caja fuerte. Le aconsejo que lo lea.
Ellie intentó, otra vez sin éxito, hablar con Der Heer. «Primero se instala en Argos y me lo encuentro a cada instante. Después se muda a mi departamento y cuando ya estoy convencida de haberme enamorado no puedo conseguir siquiera que me conteste por teléfono.» Resolvió concurrir a la reunión, aunque fuera sólo para verlo cara a cara.
Kitz se manifestaba enteramente a favor de construir la Máquina; Drumlin apoyaba la idea con reservas; Der Heer y Honicutt no expresaban opinión, al menos exteriormente, y Peter Valerian se debatía en un suplicio de indecisión. Kitz y Drumlin hablaban incluso acerca de dónde podría fabricársela. El solo costo del transporte volvería prohibitiva la fabricación, o incluso el montaje, en el sector más alejado de la Luna, como insinuó Xi.
— Si empleáramos frenos aerodinámicos, sería más barato enviar un kilogramo a Fobos o Deimos que al sector más remoto de la Luna — expresó Bobby Bui.
— ¿Dónde diablos quedan Fobos y Deimos? — quiso saber Kitz.
— Son los satélites de Marte. Yo me refería a frenos aerodinámicos en la atmósfera marciana.
— ¿Y cuánto se tarda en llegar hasta allí? — preguntó Drumlin.
— Un año, quizá, pero una vez que tengamos una flota de vehículos interplanetarios y…
— ¿Comparado con tres días para llegar a la Luna? — interpuso Drumlin —. Bui, no nos haga perder tiempo.
— Fue sólo una sugerencia, una idea para pensar.
Der Heer parecía impaciente, distraído. Era obvio que pasaba por momentos de gran tensión. A Ellie le dio la sensación de que esquivaba sus ojos, y al instante le trasmitía una callada súplica con la mirada, que ella tomó como un signo alentador.
— Si lo que les preocupa es que se trate de una máquina que provoque el fin del mundo — decía Drumlin —, tienen que considerar las fuentes de energía. Si la Máquina no cuenta con una enorme fuente energética, no puede producir el fin del mundo. Por ende, si las instrucciones no hablan de un reactor nuclear de gigavatios, no creo que haya que afligirse por tal eventualidad.
— ¿Por qué tienen tanta prisa en comenzar la fabricación? — preguntó Ellie a Kitz y Drumlin.
Kitz miró a Honicutt y luego a Der Heer antes de contestar.
— Esta reunión es de máxima seguridad. Todos sabemos que no va a contar nada de lo que aquí se hable a sus amigos rusos. El tema es así: desconocemos para qué sirve la Máquina, pero según el análisis realizado por Dave Drumlin, es evidente que se creará una nueva tecnología, nuevas industrias quizás. El hecho de construir la Máquina tendrá un valor económico… piense, si no, en cuánto aprenderíamos. También podría tener valor militar, o al menos eso es lo que suponen los rusos. Mire, los soviéticos están en una encrucijada. Este proyecto implica que deberán mantenerse a la par de los Estados Unidos en un campo totalmente nuevo de la tecnología. Puede ser que el Mensaje contenga instrucciones para la elaboración de un arma decisiva, o que redunde en un beneficio económico. Ellos no saben qué, pero tendrán que empeñar toda su economía en el intento. Si desapareciera todo este asunto del Mensaje — si se quemaran los datos y destruyeran los telescopios —, los rusos podrían mantener el mismo nivel de paridad con nosotros. Por eso son tan cautos. Y por eso, desde luego, a nosotros nos entusiasma la idea.
En el aspecto temperamental, Kitz era insensible, pensó Ellie; pero lejos de ser tonto.
Cuando adoptaba una actitud fría y reservada, la gente reaccionaba con desagrado, lo cual lo llevaba a asumir una fachada de cortés amabilidad.
— Ahora quiero hacerle yo una pregunta — continuó Kitz —. ¿Vio que Baruda deslizó la idea de que se ocultaran datos? ¿Es cierto, o no, que faltan datos?
— Sólo de las primeras semanas — repuso Ellie —. Quedaron algunos blancos en el registro practicado por los chinos, y existe una ínfima cantidad de información que ninguno ha compartido, pero no veo indicios serios de ocultamiento. De todos modos, lo que falta lo completaremos cuando se reinicie la emisión del Mensaje.
— Si ocurre eso — polemizó Drumlin.
Der Heer dirigió el debate en el que se trataron los planes de contingencia: qué hacer cuando se recibieran las instrucciones; a qué industrias norteamericanas, alemanas y japonesas debía notificarse pronto; cómo elegir a los principales científicos e ingenieros que se ocuparan de la fabricación de la Máquina, si se resolvía construirla; y, en resumen, la necesidad de fomentar el entusiasmo del pueblo norteamericano y del Congreso para prestar apoyo al proyecto. Der Heer se apresuró a agregar que se trataba sólo de planes de contingencia, que no se estaba tomando decisión alguna y que, sin lugar a dudas, la preocupación de los soviéticos acerca del Caballo de Troya tenía su parte de razón.
Kitz planteó cómo se integraría «la tripulación».
— Nos piden que sentemos a cinco personas en sillones tapizados. ¿Qué personas?
¿Sobre qué base las elegimos? Probablemente tenga que ser un grupo internacional.
¿Cuántos norteamericanos? ¿Cuántos rusos? ¿Alguien más? No sabemos qué les va a suceder a esos cinco individuos cuando los situemos allí, pero queremos seleccionar a los mejores.
Ellie no mordió el anzuelo y él prosiguió.
— Otra cuestión fundamental es determinar quién financia esto, quién fabrica qué cosa, quién va a estar a cargo de la integración general. Creo que en este sentido podemos negociar que haya mayoría de compatriotas en la tripulación.
— Sigue en pie la idea de enviar a los mejores — acotó Der Heer.
— Claro — respondió Kitz —. Pero, ¿qué significa «los mejores»? ¿Los científicos?
¿Personas que hayan trabajado en organismos militares de inteligencia? ¿Hablamos de resistencia física, de patriotismo? (Ésta no es una mala palabra, dicho sea de paso.) Además — miró fijamente a Ellie —, está el tema del sexo. De los sexos, quiero decir.
¿Mandamos sólo a hombres? Si incluyéramos a hombres y mujeres, tendría que haber más de un sexo que del otro puesto que los lugares son cinco, un número impar. ¿Todos los miembros de la tripulación serán capaces de trabajar en armonía? Si seguimos adelante con este proyecto, habrá arduas negociaciones.
— A mí no me parece bien — intervino Ellie —. Esto no es como comprar un cargo de embajador contribuyendo para una campaña política. Esto es un asunto serio. ¿Pretende acaso enviar a cualquier idiota, a un veinteañero que desconoce cómo funciona el mundo y lo único que sabe es obedecer órdenes, a un político viejo?
— No. Es verdad — admitió Kitz con una sonrisa —. Pienso que vamos a encontrar candidatos que nos satisfagan.
Der Heer, con ojeras que le daban un aspecto demacrado, concluyó la reunión. En su rostro se insinuó una sonrisita dirigida a Ellie, pero sin demasiada emoción. Las limusinas de la embajada los aguardaban para llevarlos de regreso al Palacio de l'Élysée.
— Te digo por qué sería mejor enviar rusos — explicaba en ese momento Vaygay —.
Cuando ustedes, los norteamericanos, conquistaban sus territorios — pioneros, cazadores de pieles, exploradores indios y todo eso — nadie les opuso resistencia en el mismo plano tecnológico. Fue así como atravesaron el continente, desde el Atlántico hasta el Pacífico.
Posteriormente dieron por sentado que todo les sería fácil. Nuestro caso fue distinto. A nosotros nos conquistaron los mongoles, con una tecnología ecuestre muy superior a la nuestra. Cuando nos expandimos hacia el este, tuvimos que ser muy cautos. Nunca cruzamos desiertos ni supusimos que las cosas serían sencillas. Nos hemos habituado a la adversidad más que ustedes. Aparte, los norteamericanos están más acostumbrados a llevar la delantera en el plano tecnológico, y nosotros, forzosamente tenemos que ponernos a la par. En estos momentos, todos los habitantes del planeta se hallan en las mismas condiciones históricas que los rusos, es decir, que este proyecto requiere la participación de más soviéticos que norteamericanos.
El solo hecho de reunirse a solas con ella implicaba un riesgo para Vaygay, tanto como para Ellie, como Kitz se había empeñado en advertirle. A veces, en ocasión de alguna reunión científica en los Estados Unidos o Europa, le permitían a Vaygay salir una tarde con ella. Lo más frecuente era que lo acompañara algún colega o un custodio de la KGB, quien se hacía pasar por traductor, pese a que su dominio del inglés era obviamente inferior al de Vaygay; también solía presentarse con un científico del secretariado de tal o cual comisión académica, salvo que el conocimiento que esa persona demostraba sobre cuestiones profesionales a menudo era superficial. Cuando a Vaygay le preguntaban por esas personas, se limitaba a menear la cabeza, pero en general, tomaba a sus «carabinas» como una regla del juego: el precio a pagar para que le permitieran viajar a Occidente, aunque más de una vez a Ellie le pareció advertir en Vaygay cierto afecto cuando hablaba con su «niñero». No debía de ser fácil ir a un país extranjero y fingir ser un experto en un tema que uno no conoce en profundidad. Quizás, en el fondo de su corazón, los «niñeros» detestaban su tarea tanto como Vaygay.
Estaban situados en la mesa de siempre, junto a la ventana, en Chez Dieux. Soplaba un aire fresco, premonición del invierno. Un muchacho joven cuya única concesión al frío era una bufanda azul que llevaba anudada al cuello, pasó entre los barriles de ostras que se exhibían en la acera. Ellie pudo deducir por los cautelosos — y atípicos — comentarios de Lunacharsky, que las opiniones de los delegados soviéticos estaban divididas. Era obvio que les preocupaba la posibilidad de que la Máquina redundara en una ventaja estratégica para los Estados Unidos. Vaygay había quedado muy impresionado por la propuesta de Baruda de quemar la información y destruir los radiotelescopios puesto que no conocía de antemano su posición. Los soviéticos habían desempeñado un papel crucial en el registro de datos — era el país que cubría una mayor longitud, dijo —, y además eran los únicos que tenían buques equipados con radiotelescopios. Por lo tanto, esperaban que su actuación fuese preponderante en cualquiera que fuere el próximo paso a dar. Ellie le aseguró que, en lo que de ella dependiera, se les asignaría dicho rol.
— Mira, Vaygay, por nuestras transmisiones televisivas, ellos saben que la Tierra gira, y que existen muchas naciones. Lo deben de haber deducido con sólo mirar la propalación de las Olimpíadas, y seguramente lo confirmaron al recibir las imágenes procedentes de otros países. En consecuencia, si son tan avanzados como suponemos, podrían haber enviado la emisión de modo que la recibiera un solo país. Sin embargo, no lo hicieron porque su deseo es que el Mensaje llegue a todos los habitantes del planeta y que todos participen en la construcción de la Máquina. Esto no puede ser un proyecto enteramente norteamericano ni ruso.
No obstante, se vio en la necesidad de aclarar que no sabía qué papel jugaría ella en las decisiones respecto de la fabricación de la Máquina o la selección de los tripulantes. Al día siguiente regresaba a los Estados Unidos, más que nada para analizar la cantidad de datos recibidos en esas últimas semanas. La sesión plenaria del Consorcio parecía ser interminable y no se había fijado aún la fecha de cierre. A Vaygay los propios soviéticos le habían pedido que permaneciera unos días más puesto que acababa de arribar el ministro de Relaciones Exteriores, quien asumiría la titularidad de la delegación soviética.
— Mucho me temo que todo esto termine mal — vaticinó él —. Son tantas las cosas que pueden salir al revés. Fallas de orden tecnológico, político, humano. Y aun si superáramos todos los obstáculos, si la Máquina no nos llevara a una guerra, si la fabricáramos correctamente y no estalláramos por los aires, la situación me aflige de todas maneras.
— ¿Por qué? ¿A qué te refieres?
— En el mejor de los casos habremos quedado como unos tontos.
— ¿Quiénes?
— ¿Es que no entiendes, Arroway? — Se le hinchó una vena del cuello —. Me llama la atención que no lo percibas. La Tierra es… un gueto. Sí, un gueto donde estamos atrapados todos los seres humanos. Tenemos la vaga idea de que existen grandes ciudades fuera de nuestro gueto, con anchos bulevares por donde pasean carruajes y mujeres envueltas en pieles. Pero las ciudades están demasiado lejos y somos tan pobres que ni siquiera podemos llegar allí, ni aun los más ricos de nosotros. Además sabemos que ellos no nos quieren; por eso es que nos abandonaron en este sitio patético, en primer lugar.
«Y ahora nos llega una invitación, muy elegante, como dijera Xi. Una tarjeta con adornos y un carruaje vacío. Nosotros debemos elegir a cinco aldeanos para que el carruaje los lleve… ¿quién sabe adonde? A Varsovia, a Moscú o incluso a París. Por supuesto, a algunos los tienta la idea de ir. Siempre va a existir gente que se sienta halagada por una invitación, o que la tome como un medio para escapar de esta decrépita aldea.
«¿Y qué crees que va a ocurrir cuando lleguemos ahí? ¿Acaso supones que el gran duque nos invitará a cenar, que el presidente de la Academia nos formulará interesantes preguntas acerca de la vida cotidiana en esta inmunda comarca? ¿Crees que la Iglesia Ortodoxa rusa nos hará participar de un ilustre debate sobre temas religiosos?
«No, Arroway. Miraremos arrobados la gran ciudad, y ellos se reirán de nosotros. Nos exhibirán como objetos curiosos. Cuanto más atrasados seamos, más placer experimentarán.
«Es un sistema de cupos. Cada tantos siglos, cinco de nosotros pasarán un fin de semana en Vega. Los seres rústicos son dignos de compasión y es preciso demostrarles quiénes son los mejores.