¡Un mar encrespado!
Extendida sobre Sado
La Vía Láctea.
Quizá se hubiese elegido Hokkaido por sus características tan especiales. El clima requería técnicas de construcción totalmente no convencionales según las normas japonesas; en esa isla residían además los ainus, hirsutos aborígenes que aún eran objeto de desprecio para muchos nipones. Los inviernos eran allí tan crudos como en Minnesota o Wyoming. Hokkaido presentaba ciertos inconvenientes logísticos, pero su ubicación apartada era conveniente en caso de una catástrofe ya que estaba separada físicamente de las demás islas del Japón. Sin embargo, no quedaba aislada debido a que se había terminado de construir el túnel de cincuenta y un kilómetros que la unía con Honshu. Se trataba del túnel submarino más largo del mundo.
Se pensó que Hokkaido era un sitio seguro para poner a prueba los componentes individuales de la Máquina; sin embargo, había cierta preocupación respecto de la posibilidad de montar allí la Máquina. Se trataba de una región surgida de recientes movimientos volcánicos, y para ello servían de elocuente testimonio los montes que rodeaban la planta industrial. Una de las montañas crecía a un promedio de un metro por día. Hasta los soviéticos habían puesto de manifiesto su inquietud a ese respecto si bien sabían que, aun si la Máquina se fabricaba en el sector más remoto de la Luna, igualmente podía hacer estallar la Tierra cuando se la activase. La decisión de construir la Máquina constituía un factor crucial en la evaluación de los riesgos; dónde habría de fabricársela era una cuestión del todo secundaria.
A principios de julio, ya la Máquina volvía a tener forma. En los Estados Unidos, el tema era aún objeto de controversias políticas y sectarias. Al parecer, también se presentaban graves problemas técnicos en la Máquina soviética. Sin embargo en Hokkaido, en una planta industrial mucho más modesta que la de Wyoming, ya se habían montado las clavijas y completado la fabricación del dodecaedro, sin que se efectuara anuncio público alguno. Los antiguos pitagóricos, descubridores del dodecaedro, habían declarado secreta su existencia, estableciendo severas penas para quien la diera a conocer. Tal vez por eso era adecuado que ese moderno dodecaedro, del tamaño de una casa, y luego de transcurrir dos mil seiscientos años, fuese conocido sólo por unos pocos.
El director del proyecto japonés decretó varios días de asueto para todo el mundo. La ciudad más próxima era Obihiro, un hermoso lugar en la confluencia de los ríos Yubetsu y Tokachi. Algunos fueron al monte Asahi para esquiar en la nieve que aún no se había derretido; otros partieron en busca de aguas termales, para calentarse con los restos de elementos radiactivos calcinados en alguna explosión de supernova acaecida hacía millones de años. Varios miembros del proyecto se dirigieron a las carreras de Bamba, en las que competían carros tirados por enormes caballos. Sin embargo, en busca de un verdadero festejo, los cincos tripulantes se trasladaron en helicóptero a Sapporo, la ciudad más grande de Hokkaido, situada a menos de doscientos kilómetros de distancia.
Llegaron a tiempo para concurrir al festival de Tanabata. Cabía suponer que no existía demasiado riesgo para su seguridad puesto que el éxito del proyecto no dependía tanto de ellos como de la misma Máquina. Ninguno de los cinco había recibido un entrenamiento especial, más allá de estudiar en detalle el Mensaje, la Máquina y los instrumentos en miniatura que llevarían consigo. En un mundo sensato, pensó Ellie, sería fácil reemplazar a cualquiera de ellos, aunque no dejaba de reconocer los obstáculos de orden político que se habían esgrimido cuando hubo que elegir cinco personas que fuesen aceptadas por todos los integrantes del Consorcio Mundial para la Máquina.
Xi y Vaygay tenían «asuntos pendientes» — dijeron — que no podían terminar si no era bebiendo sake. Por consiguiente, Ellie, Devi Sukhavati y Abonneba Eda salieron con sus anfitriones japoneses a recorrer el paseo Odori, con su profusa exhibición de guirnaldas y farolitos de papel, imágenes de ogros y tortugas, y atractivas representaciones en cartón de jóvenes con atuendo medieval. Entre dos edificios colgaba el dibujo de un pavo real, pintado sobre tela.
Ellie miró brevemente a Eda, con su túnica de hilo bordada y su gorra alta, y luego a Sukhavati — que vestía un hermosísimo sari de seda —, y se sintió feliz de estar acompañada por ellos. Hasta ese momento, la Máquina japonesa había aprobado los ensayos de rigor, y había sido posible elegir una tripulación no sólo representativa de la población del planeta, sino también compuesta por individuos probos, no rechazados por la clase influyente de los cinco países. Cada uno de ellos era en cierto sentido, un rebelde.
Eda, por ejemplo, era un gran físico, y había descubierto lo que se conocía como «superunificación», elegante teoría de la física que abarcaba toda la gama de casos especiales, desde la ley de gravedad hasta los cuásares. La importancia de su trabajo era semejante a la de Isaac Newton o la de Albert Einstein, y de hecho a Eda se lo comparaba con ambos. Se trataba de un musulmán oriundo de Nigeria — dato no muy insólito de por sí —, pero apoyaba a una facción islámica no ortodoxa denominada Ahmadiyah, a la que también pertenecían los sufis. Los sufis — explicó Eda la noche de la cena con el abad Utsumi — eran para el Islam lo que el Zen para el budismo. Ahmadiyah abogaba por un «jihad de la pluma, no de la espada».
Pese a ser un hombre sereno, de temperamento humilde, era también un feroz opositor al concepto musulmán más convencional de jihad — o guerra santa —, y en cambio propiciaba el libre intercambio de ideas. Debido a esa posición suya era combatido por el sector musulmán más conservador; tanto fue así que varios países islámicos objetaron su designación como tripulante de la Máquina. Tampoco fueron los únicos. El hecho de que fuera negro, laureado con el premio Nobel — considerado por algunos como el ser más inteligente de la tierra — ya fue demasiado para aquellos que disimulaban su racismo bajo una fachada de aceptación social. Cuando, cuatro años antes, Eda visitó en prisión a ciertos activistas, se produjo un marcado resurgimiento del orgullo entre los negros norteamericanos. Eda tenía la virtud de dejar en evidencia lo peor de los racistas, y lo mejor de todos los demás.
— Dedicarle tiempo a la física es un lujo — le comentó a Ellie —. Mucha gente podría hacer lo mismo si contara con iguales oportunidades, pero si tenemos que recorrer las calles en busca de alimentos, no nos quedará tiempo para la física. Mi obligación, por lo tanto, es mejorar las condiciones para los jóvenes científicos de mi país.
A medida que ascendía a la categoría de héroe nacional en Nigeria, comenzó a hacer oír su voz para denunciar la corrupción, para acentuar la importancia de la honestidad en la ciencia y en todos los otros campos, para convencer a su pueblo de que Nigeria podía convertirse en un gran país. Tenía la misma población que los Estados Unidos en 1920, decía. Era una nación rica en recursos, y sus numerosas culturas constituían su fuerza. Si Nigeria lograba superar sus problemas — sostenía —, podía ser un ejemplo para el resto del mundo. Si bien buscaba el retiro y la soledad en todo lo demás, defendía esas cuestiones a voz en cuello. Muchos hombres y mujeres de Nigeria — musulmanes, cristianos y animistas — tomaban muy en serio sus conceptos.
Uno de los rasgos más notables de Eda era su modestia. Rara vez expresaba opiniones. Respondía en forma lacónica cada vez que se le formulaban preguntas directas. Sólo en sus escritos — o en el lenguaje oral, cuando uno ya lo conocía mucho — podía vislumbrarse la profundidad de su saber. En medio de tantas teorías que se tejieron en torno del Mensaje y qué sucedería al ponerse en funcionamiento la Máquina, Eda hizo un solo comentario: En Mozambique se dice que los monos no hablan porque saben que, si llegan a articular una sola palabra, el hombre los pondrá a trabajar.
En una tripulación de personas conversadoras, resultaba extraño tener a alguien tan taciturno como Eda. Al igual que los demás, Ellie prestaba atención a todo lo que él decía, incluso sus palabras más triviales. Eda describía como un «tonto error» su primera versión de la superunificación, que obtuvo apenas un éxito parcial. El hombre contaba poco más de treinta anos y, según Ellie y Devi, era sumamente atractivo. Tenía una sola esposa quien, junto con sus hijos, se hallaba de momento en Lagos.
Había en el lugar una plataforma de cañas de bambú levantada para la ocasión, adornada — más aún, cargada — con miles de tiritas de papeles multicolores. Gran cantidad de muchachos y chicas se dedicaban a aumentar tan extraño follaje. El festival de Tanabata es único en el Japón porque se realiza en conmemoración del amor. Se veían por doquier representaciones del tema central, en inmensos carteles y en un improvisado escenario: dos estrellas enamoradas, separadas por la Vía Láctea. Sólo una vez al año, el séptimo día del séptimo mes del calendario lunar, podían reunirse los enamorados, siempre y cuando no lloviera. Ellie alzó sus ojos para contemplar el cielo azul cristalino, y pensó en buenos deseos para los enamorados. El joven — decía la leyenda — era una especie de cowboy japonés, representado por la estrella enana Altair.
La muchacha era una tejedora, simbolizada por Vega. A Ellie le llamó la atención que Vega fuese el centro de un festival japonés pocos meses antes de la puesta en marcha de la Máquina. No obstante, si estudiamos muchas culturas, probablemente encontremos interesantes leyendas vinculadas con cada estrella del firmamento. La fábula era de origen chino, y también había sido mencionada por Xi años antes, en ocasión de la primera reunión del Consorcio Mundial, en París.
El Festival de Tanabata estaba muriendo en casi todas las grandes ciudades. Los matrimonios convenidos ya no eran habituales, y el sufrimiento de los amantes separados tampoco provocaba ya una reacción tan emotiva. Sin embargo, en varios lugares — por ejemplo, en Sapporo, Sendai y algunos más —, el Festival se volvía cada año más popular. En Sapporo era especialmente cruel debido a la indignación que aún provocaban los matrimonios entre japoneses y ainus. Se había creado en la isla toda una industria de detectives que, contra el pago de un arancel, investigaban los antecedentes familiares de los pretendientes matrimoniales. El hecho de tener antepasados ainus todavía era considerado motivo para un violento rechazo. Al recordar a su marido de antaño, Devi fue muy cáustica en sus críticas. Eda seguramente habría oído alguna historia por el estilo, pero no hizo comentario alguno.
El Festival de Tanabata de Sendai se había convertido en un sucedáneo televisivo para la gente que no podía contemplar las verdaderas estrellas Altair y Vega. Ellie se preguntó si los veganos seguirían transmitiendo eternamente el Mensaje. En parte debido a que se estaba concluyendo la fabricación de la Máquina japonesa, se la mencionó asiduamente en las emisiones de ese año del Festival. No obstante, no se invitó a los Cinco — como solía llamárselos — a participar de ningún programa de televisión, y muy poca gente estaba al tanto de su presencia en Sapporo con motivo del Festival. Sin embargo, muchos reconocieron en seguida a Ellie, Eda y Sukhavati, quienes regresaron luego al paseo Obori en medio de los gentiles aplausos de los transeúntes. Algunos también les hacían reverencias. Por los altavoces de una casa de discos se oía una atronadora música de rock. Tendido al sol, un perro viejo de ojos legañosos, al verlos pasar, sacudió débilmente la cola.
Los comentaristas japoneses hablaban de Maquiefecto, El Camino de la Máquina, es decir, la idea de la Tierra como planeta, habitado por seres que compartían un mismo interés en el futuro. Algo semejante habían proclamado algunas religiones, aunque no todas. Era comprensible que los fieles de esas congregaciones se negaran a aceptar la visión, la perspectiva que se le atribuía a una Máquina inédita. Si para admitir un nuevo enfoque del lugar que ocupamos en el universo — reflexionó Ellie — hace falta una conversión religiosa, entonces estamos frente a una revolución teológica en el mundo entero. La idea de Maquiefecto influía hasta en los milenaristas norteamericanos y europeos. Pero si la Máquina no funcionaba y desaparecía el Mensaje, ¿cuánto tiempo habría de durar dicho planteamiento? «Aun si cometimos algún error en la interpretación o la fabricación», pensó, «aun si no llegáramos a descifrar nada más sobre los veganos, el Mensaje de por sí constituye una prueba fehaciente de que existen otros seres en el universo, y que son más avanzados que nosotros. Esto debería bastar para mantener unido el planeta durante un tiempo», se dijo.
Le preguntó a Eda si nunca había tenido una experiencia religiosa que lo transformara.
— Sí — respondió él.
— ¿Cuándo? — A veces era necesario alentarlo para que hablara.
— La primera vez que tomé contacto con Euclides. También, cuando comprendí la gravitación newtoniana, las ecuaciones de Maxwell, la teoría de la relatividad, y cuando trabajé en el tema de la superunificación. He sido muy afortunado en tener muchas experiencias religiosas.
— No; tú sabes a qué me refiero, a algo que no pertenezca al plano de la ciencia.
— Jamás — repuso él al instante —. Jamás, salvo en la ciencia.
Eda le contó ciertos datos sobre su religión. Él no se consideraba sujeto a todos sus dogmas — afirmó —, pero se sentía cómodo con ella y pensaba que podía hacer mucho bien. Se trataba de una secta relativamente nueva — contemporánea de la Ciencia Cristiana y los Testigos de Jehová —, fundada por Mirza Ghulam Ahmad, en Punjab. Devi la conocía cono una secta proselitista, que se había arraigado en África Occidental. Los orígenes de la religión estaban ocultos en la escatología. Ahmad se proclamó Mahdi, la figura que los musulmanes confiaban en ver aparecer al fin del mundo. También dijo ser el nuevo Cristo, una reencarnación de Krishna y un buruz, o la reaparición de Mahoma. El ahmadiyah sufrió la influencia de los milenaristas cristianos, y muchos de sus fieles juzgaban inminente la reaparición de su líder. El año 2008 — centenario de la muerte de Ahmad — sería la fecha de su retorno final, como Mahdi. En términos generales, el fervor mesiánico parecía ir en aumento en el mundo entero, y Ellie se mostró preocupada por las irracionales predilecciones de la especie humana.
— En un festival del amor — sentenció Devi — no deberías ser tan pesimista.
Luego de una copiosa nevada, en Sapporo se modernizó la costumbre local de esculpir en hielo y nieve figuras mitológicas y de animales. Se talló, con lujo de detalles, un inmenso dodecaedro, que fue posteriormente exhibido como una especie de icono en los noticieros de televisión. Después de varios días de inesperado calor, los escultores tuvieron que salir a reparar los daños de su obra.
La posibilidad de que, al activarse la Máquina, llegara a desatarse un apocalipsis universal, era tema de frecuente discusión. El Proyecto de la Máquina respondió con expresiones de confianza dirigidas al público, con manifestaciones de tranquilidad dirigidas a los gobiernos, y con decretos en los que se ordenaba mantener en secreto la fecha de la puesta en funcionamiento. Algunos científicos propusieron que se activara la Máquina el 17 de noviembre, día en que se produciría la lluvia meteórica más espectacular del siglo. Un simbolismo muy elocuente, decían. No obstante, Valerian sostuvo que sería un riesgo innecesario obligar a la Máquina a despegar en medio de una nube de deyecciones cometarias. Por lo tanto la puesta en marcha se postergó unas semanas, para fines del último mes del año. Si bien esa fecha no era literalmente el final del milenio sino un año antes, ya habían planificado grandes festejos todos los que no entendían de convencionalismos de calendario, y los que deseaban celebrar la llegada del tercer milenio en dos meses de diciembre consecutivos.
Aunque los extraterrestres no podían saber cuánto pesaba cada tripulante, indicaron con suma precisión la masa de cada componente y el total de masa permitido, con lo cual quedaba un margen muy estrecho para equipos de diseño terrestre. Durante varios años se esgrimió ese argumento para conseguir que los cinco tripulantes fuesen mujeres, de modo de poder incluir un instrumental más pesado, pero posteriormente se rechazó la sugerencia por considerársela frívola.
No había lugar para trajes espaciales. Era de suponer que los veganos tendrían en cuenta la propensión de los humanos a respirar oxígeno. Dado que no llevaban ningún equipo especial, que había diferencias culturales y se desconocía el destino final, era obvio que la misión podía traer aparejado un grave riesgo. La prensa mundial a menudo se explayaba sobre esto; los Cinco, nunca.
Había quienes instaban a la tripulación a llevar consigo una variedad de cámaras, espectrómetros, supercomputadoras y bibliotecas de microfilm en miniatura, lo cual no dejaba de tener cierto sentido. No había a bordo de la Máquina instalaciones de baño ni de cocina. Sólo habrían de llevar un mínimo de provisiones, algunas de ellas guardadas en los bolsillos de sus monos. Devi se decidió por un rudimentario botiquín médico. Ellie, por su parte, apenas si pretendía llevar un cepillo de dientes y una muda de ropa interior.
Si son capaces de transportarme hasta Vega en un sillón, pensaba, seguramente podrán suministrarme todo lo que me haga falta. Si necesitara una máquina de fotos explicó a los directivos del proyecto, se la pediría a los veganos.
Ciertas opiniones, al parecer serias, pretendían que los Cinco fuesen desnudos, dado que las instrucciones no hacían mención de la ropa, y ésta quizás obstaculizara de alguna manera el funcionamiento de la Máquina. A Ellie y Devi — entre muchos otros — la idea les resultó divertida, y señalaron que no había ninguna proscripción contra el hecho de vestirse, costumbre muy popular de los humanos, según pudo apreciarse en la filmación de las Olimpíadas. Los veganos sabían que usábamos ropa, protestaron Xi y Vaygay. Las únicas restricciones se referían a la masa total. ¿Acaso tendríamos que quitarnos también las prótesis dentales y no llevar anteojos? Finalmente triunfó ese último parecer debido, en parte, a la renuencia de muchos países a que se los vinculara con un proyecto que culminase de tan indecorosa manera. Sin embargo, la discusión sacó a relucir rasgos de humor entre los periodistas, los técnicos y los Cinco.
— Si es por eso — sostuvo Lunacharsky —, tampoco se determinó que tengan que ser humanos los que vayan. A lo mejor, cinco chimpancés les resultan tanto o más aceptables.
Querían convencerla de lo valioso que sería poder contar aunque sólo fuera con una foto bidimensional de una máquina extraña, por no hablar de una imagen de los extraterrestres mismos. ¿Por qué no reconsideraba su posición y aceptaba portar una cámara? — Der Heer, que se hallaba en ese momento en Hokkaido con una nutrida delegación norteamericana — le pidió que tomara las cosas en serio. Era mucho lo que estaba en juego — dijo — como para… pero ella lo petrificó con una mirada que le impidió proseguir. Ellie sabía cómo habría terminado la frase: «como para que tengas actitudes infantiles». Lo llamativo era que Der Heer se comportaba como si fuera él el ofendido de la pareja. Ellie se lo comentó a Devi y ésta no hizo causa común con ella. Der Heer — dijo —, era «un encanto». Por último, Ellie aceptó llevar consigo una cámara de vídeo en superminiatura.
En la lista de «Efectos Personales» que le exigieron presentar, Ellie consignó: «Hoja de palmera, 0,811 kilogramos».
Se le encomendó a Der Heer la misión de conseguir que cambiara de parecer.
— Sabes que podrías llevar un estupendo sistema de infrarrojo para la transmisión de imágenes, que pesa apenas unos trescientos gramos. ¿Por qué te obstinas en incluir una rama de árbol?
— Es una hoja de palmera. Pese a que te criaste en Nueva York, debes saber lo que es una palmera. Habrás oído nombrarlas en Ivanhoe. ¿Acaso no leíste el libro en el colegio?
En la época de las Cruzadas, los peregrinos que realizaban el largo viaje a Tierra Santa traían de regreso una hoja de palmera para demostrar que habían estado allí. La necesito para que me levante el espíritu, y no me interesa lo avanzados que sean esos seres. Ésta es mi Tierra Santa, y voy a llevarles la hoja de palmera para mostrarles de dónde vengo.
Der Heer sólo atinó a menear la cabeza. No obstante, cuando Ellie le relató el episodio a Vaygay, éste dijo:
— Lo entiendo perfectamente.
Ellie recordó la preocupación de Vaygay y la historia que le había contado en París acerca del carruaje enviado a una aldea paupérrima. Ella no compartía la misma inquietud. La hoja de palmera tenía otro fin: la necesitaba para tener siempre presente a la Tierra porque temía ceder a la tentación de no regresar jamás.
El día antes de que se pusiera en marcha la Máquina, Ellie recibió una pequeña encomienda que le entregaron en mano. No traía remitente, y en el interior no había tarjeta ni firma alguna. Al abrirla encontró una cadena con un medallón, que supuestamente podía usarse como péndulo. En ambas caras del medallón, una inscripción grabada en letras pequeñísimas.
De un lado decía:
Hera, la reina majestuosa de espléndido atavío, Dirigía a Argos, Cuya mirada atenta Vigilaba el mundo.
En el reverso, se leía:
Ésta es la respuesta de los defensores de Esparta al comandante del ejército romano:
«Si eres un dios, no harás daño a quienes jamás te lo han hecho. Si eres un hombre, avanza, porque te toparás hombres de tu misma talla». Y mujeres.
Sabía quién se lo había enviado.
El mismo día en que habría de activarse la Máquina, se realizó una encuesta entre el personal superior del proyecto para saber qué creían ellos que iba a ocurrir. La mayoría daba por sentado que no pasaría nada, que la Máquina no iba a funcionar. Un grupo más reducido opinaba que los Cinco serían transportados velozmente al sistema de Vega, pese a la relatividad en contra. Hubo también sugerencias diversas: que la Máquina era un vehículo para explorar el sistema solar, la más costosa broma de mal gusto de la historia, un aula, una máquina de tiempo o una cabina telefónica galáctica. Un científico escribió: «Lentamente se corporizarán en los sillones cinco horrendos sustitutos con escamas en el cuerpo y dientes afilados». Esa respuesta fue la que más se aproximó a la idea de un Caballo de Troya. Hubo otra — una sola — que sólo decía: «Máquina para provocar el fin del mundo».
Se organizó una especie de ceremonia. Se pronunciaron discursos y se sirvió un refrigerio. La gente se abrazaba; algunos incluso lloraban. Sólo unos pocos se mostraban abiertamente escépticos.
Ellie consiguió llamar al asilo para despedirse de su madre. Sin embargo, ella no pudo responderle; según le informó la enfermera, estaba empezando a recuperar las funciones motrices y quizá pronto lograra articular algunas palabras. Luego de cortar la comunicación, Ellie comenzó a sentirse casi feliz.
Los técnicos japoneses lucían hachimaki, cintas que se ponían en la cabeza cuando se preparaban para algún esfuerzo mental, físico o espiritual, especialmente el combate. Las cintas llevaban una proyección convencional del mapamundi, en la que no predominaba ningún país en particular.
No había habido reuniones preparatorias de carácter nacional. Que Ellie supiera, tampoco se había convocado a nadie a congregarse al pie de un mástil. Los jefes de estado enviaron breves declaraciones en vídeo. El que remitió la Presidenta de los Estados Unidos le pareció espléndido:
— El motivo de estas palabras no es impartir instrucciones ni darles una despedida, sino decirles simplemente un hasta luego. Cada uno de ustedes emprende el viaje en nombre de millones de almas, representa a todos los pueblos del planeta. Si van a ser transportados a otro sitio, vean por todos nosotros, pero no sólo lo vinculado con la ciencia sino todo lo que puedan aprehender. Representan ustedes a la especie humana en su totalidad, la pasada, la presente y la del porvenir. Sea cual fuere el resultado, ya se han ganado un lugar en la historia, son héroes de nuestro planeta. Les ruego que hablen por nosotros. Sean prudentes, y… regresen.
Pocas horas más tarde entraron de uno en uno y por primera vez en la Máquina. Se encendieron entonces unas tenues luces interiores. Aun después de concluida la construcción de la Máquina, habiéndose aprobado todos los controles de rigor, se temía que fuera prematuro obligar a los Cinco a ocupar sus asientos. Había quienes suponían que el mero hecho de sentarse podía accionar la Máquina, aunque los benzels permanecieran inmóviles. Sin embargo, ahí estaban, y hasta ese momento nada extraordinario había sucedido. Ellie se permitió echarse hacia atrás con cierta cautela, y apoyarse en el tapizado plástico acolchado. Ella hubiera preferido ponerles fundas de algodón a los sillones, pero hasta ese mínimo detalle era una cuestión de orgullo nacional.
El plástico les pareció más moderno, más científico, más serio.
Como se conocían los descuidados hábitos de Vaygay para fumar, se prohibió llevar cigarrillos a bordo. Lunacharsky reaccionó con elocuentes maldiciones en diez idiomas.
Por eso, antes de entrar con sus compañeros, fumó un último Lucky Strike. Con la respiración algo jadeante, tomó asiento al lado de Ellie. El diseño extraído del Mensaje no hacía mención de cinturones de seguridad, razón por la cual no había ninguno en la Máquina. Algunos técnicos, sin embargo, afirmaban que era una tontería no haberlos colocado.
La Máquina va a alguna parte, pensó. Es un medio de transporte, una apertura hacia otro lugar… u otro tiempo. Un tren de carga que avanzaba raudamente en medio de la noche. Subiéndonos a él, podíamos dejar atrás los aplastantes pueblos provincianos de nuestra infancia, para emprender rumbo a las grandes ciudades de cristal. Era un descubrimiento, una huída, el fin de la soledad. Las demoras logísticas que hubo en la fabricación, las discusiones acerca de la interpretación correcta de las instrucciones, la habían sumido en la desesperanza. No era la gloria lo que ambicionaba… no tanto… sino en cambio una especie de liberación.
La maravilla actuaba como una droga en ella. Mentalmente todavía se consideraba como un pastor tribal, parado, lleno de estupor, frente a la Puerta de Ishtar de la antigua Babilonia; como Dorotea al vislumbrar por primera vez la Ciudad de las Esmeraldas; como un niño de los arrabales de Brooklyn al transitar por el Corredor de las Naciones, en la Feria mundial de 1939; como la princesa india Pocahontas al navegar por el estuario del Támesis y contemplar Londres desplegado ante sus ojos, de un horizonte al otro.
Su corazón cantaba de placer por la expectativa. Seguramente iba a descubrir qué otras cosas son posibles, qué pudieron lograr otros seres quienes, al parecer, habían estado viajando entre las estrellas mientras los antepasados del hombre saltaban aún de rama en rama en medio del follaje del bosque.
Al igual que muchas personas que había conocido en su vida, Drumlin la había llamado una romántica incurable. Una vez más Ellie se preguntó por qué muchos consideraban esa peculiaridad como un defecto que les producía vergüenza.
Para Ellie, el romanticismo había sido la fuerza motriz de su vida, fuente de innumerables placeres. Defensora y practicante del romance, partió a reunirse con el hechicero.
Se les hizo llegar por radio un informe de la situación. Al parecer, no había fallas de funcionamiento que pudieran detectar los instrumentos instalados en la parte exterior de la Máquina. El motivo de la espera era la necesidad de evacuar el espacio existente entre los benzels. Un sistema de extraordinaria eficiencia extraía el aire con el fin de obtener el mayor vacío que jamás se hubiera logrado sobre la Tierra. Ellie revisó la colocación de su microcámara de vídeo y le dio una palmadita a la hoja de palmera. Fuera del dodecaedro se habían encendido poderosos reflectores.
Dos de las cápsulas concéntricas giraban ya, tal como lo indicaba el Mensaje, a velocidad crítica; tanto, que los espectadores ya las veían borrosas. La tercera se activaría un minuto después. Se estaba acumulando una potente carga eléctrica. Cuando las tres cápsulas concéntricas alcanzaran la necesaria velocidad, se pondría en funcionamiento la Máquina. Al menos eso decía el Mensaje.
El rostro de Xi trasuntaba una gran firmeza, pensó Ellie. Lunacharsky se esforzaba por transmitir serenidad, Sukhavati tenía los ojos desmesuradamente abiertos, Eda sólo dejaba traslucir una actitud de atención. Devi la miró y le envió una sonrisa.
Deseó haber tenido un hijo. Ése fue su último pensamiento antes de que las puertas oscilaran y se volvieran transparentes y — esa sensación tuvo —, antes de que la Tierra se abriera para tragarla.