Capítulo diecinueve — Singularidad desnuda

…llegar al paraíso

Por la escalera de la sorpresa.

RALPH WALDO EMERSON «Merlin», Poemas (1847)



No es imposible que para algún ser infinitamente superior, todo el universo sea como una sola llanura, que la distancia entre los planetas sea apenas como los poros de un grano de arena, y que los espacios entre un sistema y otro no sean mayores que los intervalos entre un grano y el contiguo.

SAMUEL TAYLOR COLERIDGE Omniania


Estaban cayendo. Los paneles pentagonales del dodecaedro se habían vuelto transparentes, al igual que el techo y el piso. En dirección hacia arriba y abajo, Ellie divisó las clavijas de erbio, que al parecer se movían. Los tres benzels habían desaparecido. El dodecaedro se zambullía por un largo túnel oscuro, apenas del ancho suficiente como para permitir su paso. Debido a la aceleración, Ellie, que miraba hacia adelante, quedaba apretada contra el respaldo de su asiento, mientras que Devi — sentada frente a ella —, se inclinaba levemente desde la cintura. Quizás hubieran tenido que poner cinturones de seguridad.

Era difícil no pensar que habían penetrado la corteza de la Tierra, que iban rumbo a su núcleo. O tal vez marcharan directo… Trató de imaginar ese insólito vehículo como si fuese un ferry que atravesaba la mitológica Estigia.

Por la irregular textura de las paredes del túnel podía percibirse la velocidad. Las paredes no eran notables por su apariencia sino sólo por su función. Apenas unos pocos kilómetros debajo de la superficie terráquea, existen rocas ígneas, que no era precisamente lo que ellos veían en ese momento.

De vez en cuando uno de los vértices del dodecaedro rozaba la pared, de la cual se desprendían escamas de un material desconocido. Muy pronto una nube de finas partículas iba siguiéndolos. Cada vez que tocaban la pared, Ellie sentía una ondulación, como si se hubiese retirado algo suave para amortiguar el impacto. La tenue iluminación era difusa, uniforme. En ocasiones, el túnel describía una curva suave, y el dodecaedro se veía obligado a mantener la curvatura. Hasta el momento, Ellie no divisaba ningún objeto que se dirigiese hacia ellos. A semejante velocidad, hasta el choque con un pajarito podía ocasionar una tremenda explosión. ¿Y si sólo fuese una caída sin fin en un abismo insondable? La ansiedad le provocaba un nudo en el estómago. Así y todo, procuró no desanimarse.

«Es un agujero negro» pensó. «Me estoy despeñando por un agujero negro, aunque a lo mejor enfilo directo hacia una singularidad desnuda, como la llaman los físicos. En las proximidades de una singularidad, se violan las leyes de la causalidad, los efectos pueden preceder a las causas, el tiempo se retrotrae, muy difícilmente uno puede sobrevivir, y mucho menos recordar la experiencia.» Frente a un agujero negro en rotación — recordó haber estudiado años antes — había que evitar una singularidad de anillo, o algo aún más complejo. Los agujeros negros eran siniestros. «Si nos descuidamos y caemos en ellos, las poderosas fuerzas gravitacionales nos estirarán hasta convertirnos en un hilo largo y delgado. También nos aplastarían en sentido lateral.» Felizmente no se advertían indicios de tales peligros. A través de las superficies transparentes del techo y el piso, notó que la matriz organosilícea en algunas partes se hundía sobre sí misma, mientras que en otras, se desplegaba. Las clavijas de erbio embutidas giraban y saltaban. Dentro de la Máquina, todo — incluso ella y sus compañeros — presentaba un aspecto normal. Bueno, quizás estuvieran un poquito excitados, pero todavía no se habían transformado en hilos largos.

Sabía que esas cavilaciones eran ociosas. La física de los agujeros negros no pertenecía a su esfera. Además, no veía por qué eso pudiera tener algo que ver con los agujeros negros, los cuales eran primordiales — producidos en el origen del universo —, o bien se habían formado en épocas ulteriores, debido al colapso de una estrella mayor que el Sol. En tal caso, sería tan fuerte la gravedad — salvo los efectos cuánticos — que ni siquiera la luz podría escapar, aunque el campo gravitacional ciertamente permanecería.

De ahí que se los denominara «agujeros», y «negros». No obstante, allí no había colapso de estrellas, como tampoco creía que se hubiesen adentrado en un agujero negro primordial. De todas maneras, nadie sabía dónde podía ocultarse el agujero negro primordial mas cercano. Sólo se habían limitado a fabricar la Máquina y a poner en funcionamiento los benzels.

Miró a Eda y vio que estaba realizando unos cálculos con una pequeña computadora.

Mediante la conducción ósea, Ellie podía sentir, además de oír, un rugido cada vez que el dodecaedro rozaba contra la pared. Levantó la voz para hacerse oír.

— ¿Tienes idea de lo que sucede?

— Ni la más mínima — respondió él, a gritos —. Casi podría demostrar que no está ocurriendo nada. ¿Conoces las coordenadas de Boyer-Lindquist?

— No; lo siento.

— Después te las explico.

Se alegró de que, para él, fuese a haber un «después».

Ellie percibió la desaceleración antes de verla, como si acabaran de bajar una pendiente en una montaña rusa y hubieran iniciado el lento ascenso de otra loma. En el momento previo a la desaceleración, el túnel había realizado una serie de zigzagueos. No se percibía cambio alguno en la tonalidad ni el brillo de la luz que los rodeaba. Ellie tomó la cámara, acomodó la lente para una distancia focal larga, lo más lejos que pudo, pese a lo cual sólo divisó la curva siguiente del sinuoso camino. Ampliada, la textura de la pared le pareció compleja, irregular y, por un momento, vagamente fluorescente.

El dodecaedro redujo considerablemente la velocidad, y no se vislumbraba aún el final del túnel. Ellie puso en duda que pudiesen llegar a destino. ¿No habría habido un error de cálculo en el diseño? Tal vez se hubiese construido la Máquina con una minúscula imperfección, y aquello que en Hokkaido pareciera un defecto tecnológico aceptable, podría condenar la misión al fracaso allí en… dondequiera que estuviesen. Al contemplar la nube de finas partículas que los seguía — y en ocasiones se les adelantaba —, pensó si no habrían chocado contra las paredes más veces de lo permitido, perdiendo así el impulso que requería el diseño. El espacio entre el dodecaedro y las paredes era ya muy estrecho. A lo mejor permanecerían atascados en esa tierra de nunca jamás, y languidecerían hasta que se les acabara el oxígeno. ¿Era posible que los veganos se hubiesen tomado semejantes molestias para después olvidarse de que necesitamos respirar? ¿Acaso no habían reparado en la multitud de enfervorizados nazis?

Vaygay y Eda estaban dedicados por completo a los misterios de la física gravitacional:

los tuistores, la propagación de fantasmas, los vectores de Killing, el reenfoque geodésico y, por supuesto, la propia y diferente teoría de Eda sobre la superunificación. Bastaba verlos para darse cuenta de que no habían sacado en limpio ninguna explicación, aunque quizás al cabo de unas horas lograran avanzar en la resolución del problema. La superunificación abarcaba prácticamente todos los aspectos de la física que se conocían en la Tierra; por eso costaba creer que ese… túnel no fuese una solución, hasta ese entonces no descubierta, de las ecuaciones de campo de Eda.

— ¿Alguien vio una singularidad desnuda? — preguntó Vaygay.

— No sé qué aspecto tienen — respondió Devi.

— Perdona. Probablemente no sería desnuda. ¿No percibieron ninguna inversión de la causalidad, nada estrafalario — algo muy loco —, algo relacionado con lo que estaban pensando, como por ejemplo unos huevos revueltos que volvieron a armarse en claras y yemas?

Devi entrecerró los ojos para mirar a Vaygay.

— No te preocupes — se apresuró a intervenir Ellie —. Aunque te parezca una locura, todos ésos son interrogantes serios respecto de los agujeros negros.

— No — dijo Devi —, salvo la pregunta misma. — Luego se le iluminó el rostro —. Por el contrario, el viaje me resulta maravilloso.

Todos, en especial Vaygay, eran del mismo parecer.

— Esto es una versión acentuada de la censura cósmica — continuó él —. Las singularidades son invisibles incluso dentro de los agujeros negros.

— Vaygay está bromeando — opinó Eda —. Una vez que se entra en el horizonte de los eventos, no hay forma de escapar de la singularidad del agujero negro.

Pese a la advertencia de Ellie, Devi miraba a Vaygay y Eda con desconfianza. Los físicos solían inventar palabras y frases para explicar conceptos alejados de la experiencia cotidiana. Tenían por costumbre evitar los neologismos, y en cambio se valían de analogías triviales. La otra alternativa era designar las ecuaciones y los descubrimientos con el nombre de uno u otro. Pero si alguien los escuchaba sin saber que hablaban de física, seguramente pensaría que estaban locos.

Ellie se puso de pie para acercarse a Devi, pero en ese instante Xi los sobresaltó con un alarido. Las paredes del túnel producían movimientos ondulantes, se cerraban sobre el dodecaedro, lo apretaban hacia adelante. Cada vez que parecía que el dodecaedro iba a detenerse, las paredes le daban otro apretón. Ellie comenzó a sentir mareos. En algunos lugares la marcha se tornaba difícil, las paredes se esforzaban, al tiempo que ondas de contracción y expansión recorrían el túnel. En los tramos rectos, apenas si lograban deslizarse.

A una gran distancia divisó Ellie un puntito de luz que poco a poco adquiría mayor intensidad. Un brillo blanco azulado inundó el interior del dodecaedro reflejándose en los negros cilindros de erbio, ya casi inmóviles. Aunque el viaje parecía no haber durado más de diez o quince minutos, el contraste entre la luz tenue de todo el trayecto, y el poderoso resplandor que tenían al frente, era impresionante. Se precipitaban hacia esa luz, abandonaban el túnel para emerger luego al espacio. Ante sus ojos, un enorme sol blanco azulado, sorprendentemente próximo. Ellie comprendió en el acto que se trataba de Vega.

No quería mirarlo directamente, por medio de la lente para largas distancias focales; hubiera sido una tontería mirar incluso el Sol, que era una estrella más fría y opaca. No obstante, tomó un papel blanco, lo colocó en el plano focal de la lente y proyectó una imagen brillante de la estrella. Divisó dos grupos de manchas solares y un atisbo, una sombra de parte de la materia de ring plane. Dejó la cámara, estiró un brazo con la palma de la mano hacia afuera para cubrir sólo el disco de Vega, y tuvo la satisfacción de ver una corona brillante alrededor de la estrella que antes no había podido vislumbrar debido al resplandor.

Con la mano aún tendida, examinó el anillo de materia que rodeaba la estrella. La naturaleza del sistema de Vega había sido objeto de discusión en el mundo entero desde que se recibió el Mensaje con los números primos. Por representar a la comunidad astronómica del planeta Tierra, deseó no estar cometiendo ningún error grave. Filmó todo en vídeo con diferentes aberturas de foco y velocidades. Habían emergido casi en el ring plane mismo, en una brecha circunstelar carente de residuos. El anillo era sumamente delgado si se lo comparaba con sus amplias dimensiones laterales. Ellie percibió leves gradaciones de color, pero ninguna de las partículas individuales de los anillos. Si se asemejaban a los anillos de Saturno, una partícula de pocos metros de diámetro sería gigantesca. A lo mejor los anillos de Vega estaban compuestos de motas de polvo, terrones de roca, fragmentos de hielo.

Se volvió para mirar el sitio donde habían emergido y sólo vio un campo negro, una negrura circular, más negra que el terciopelo o que el cielo nocturno, que eclipsaba un sector del anillo de Vega que, de no haber quedado oculto por esa sombría aparición, sería claramente visible. Escudriñando en forma minuciosa por la lente creyó ver unos débiles destellos irregulares que procedían del centro mismo. ¿Sería luz proveniente de la Tierra? Del otro lado de esa negrura total se hallaba Hokkaido.

¿Dónde estarán los planetas? Exploró el ring plane con el objetivo de larga distancia focal en busca de algún planeta o al menos del sitio de resistencia de los seres que habían transmitido el Mensaje. Procuraba localizar un mundo cuya influencia gravitacional hubiera despejado el polvo estelar, pero no diviso nada.

— ¿No encuentras planetas? — preguntó Xi.

— Ninguno. Alcanzo a ver la cola de algunos cometas grandes en las inmediaciones, pero nada que se parezca a un planeta. Debe de haber millones de anillos separados, y me da la impresión de que están constituidos por desechos. El agujero negro parece haber despejado una enorme brecha en los anillos, y es precisamente en ese sitio donde nos encontramos ahora, orbitando lentamente alrededor de Vega. El sistema es muy joven — unos pocos cientos de millones de años —, y para algunos astrónomos es demasiado pronto como para que se hayan formado planetas. Pero si no, ¿de dónde provenían las transmisiones?

— A lo mejor esto no es Vega — sugirió Vaygay —. Puede que la señal de radio proceda de Vega, pero que el túnel conduzca al sistema de otra estrella.

— Quizá, pero me llama la atención la coincidencia de que esa otra estrella tenga el mismo color de temperatura que Vega — mira, desde aquí se aprecia que es azulada — y residuos de la misma especie. Cierto es que no se lo puede verificar debido al resplandor, pero me atrevería a afirmar que esto es Vega.

— Entonces, ¿dónde están ellos? — quiso saber Devi.

Xi, que tenía muy buena vista, miraba hacia arriba, en dirección al cielo que se extendía más allá del ring plane. Como no dijo nada, Ellie siguió el derrotero de sus ojos.

Sí, algo había a lo lejos, algo que brillaba al sol. Al contemplarlo con el objetivo, advirtió que se trataba de un inmenso poliedro irregular, cada una de sus caras cubierta de…

¿una especie de círculo? ¿Un disco? ¿Una bandeja?

— Toma, Quiaomu, mira por aquí y dime lo que ves.

— Son… lo mismo que tienen ustedes: miles de radiotelescopios, apuntados en muchas direcciones. No es un mundo sino sólo un mecanismo. Uno a uno fueron pasándose la cámara, y Ellie disimuló la impaciencia hasta que volvió a tocarle el turno. La naturaleza fundamental del radiotelescopio estaba más o menos explicitada por la física de las ondas de radio, sin embargo, la desilusionaba que una civilización capaz de producir — o aunque sólo fuese usar — los agujeros negros para una especie de transporte hiperrelativista aún se valiera de radiotelescopios de reconocible diseño, por numerosos que fueren. Le parecía un rasgo de atraso de los veganos, una falta de imaginación. El hecho de que hubiera miles de ellos enfocando todo el cielo sugería una exploración total de la esfera celeste, algo así como un Argos en gran escala. Se estaban escudriñando innumerables mundos en busca de transmisiones de televisión, radares militares o quizás otras variedades de emisiones de radio desconocidas en la Tierra. ¿Encontraban a menudo esas señales, o acaso habría sido la Tierra su primer éxito en un millón de años de observación? No había rastros de ningún comité de bienvenida. ¿Tan poca importancia le asignaban a la delegación que no habían designado a nadie para ir a recibirlos?

Cuando le devolvieron la cámara, puso especial esmero en la distancia, el objetivo y el tiempo de exposición. Deseaba obtener una constancia permanente con el fin de demostrarle a la Fundación Nacional para la Ciencia la seriedad con que trabajaba la radioastronomía. Ojalá hubiera alguna forma de determinar las dimensiones del mundo poliédrico. Un radiotelescopio en cero g podía ser de cualquier tamaño. Después de revelarse las fotos, podría precisarse el diámetro angular pero el diámetro lineal — las verdaderas dimensiones — serían imposibles de calcular a menos que supieran a qué distancia se hallaba el objeto.

— Si no hay mundos — decía Xi en ese momento —, entonces tampoco hay veganos; no vive nadie aquí. Vega no es más que un puesto de guardia, una casilla para que la patrulla de fronteras se caliente las manos. Esos radiotelescopios — miró hacia arriba — son las torres de observación de la Gran Muralla. Si uno está limitado por la velocidad de la luz, le resulta difícil mantener la cohesión de un imperio galáctico. Ordenamos a un destacamento que sofoque una rebelión. Diez mil años más tarde nos enteramos de lo sucedido. Como las cosas no anduvieron bien, les damos autonomía a los comandantes de la guarnición. Entonces, se acabó el imperio. Pero ésos — señaló los manchones negros que cubrían el cielo a sus espaldas —, ésos son caminos imperiales, como los tuvieron Persia, Roma y China. De esa forma uno no está limitado por la velocidad de la luz. Habiendo carreteras puede mantenerse unido un imperio.

Absorto en sus pensamientos, Eda meneaba la cabeza. Había algo vinculado con la física que le preocupaba.

El agujero negro — si es que eso era — giraba en ese momento en torno de Vega en una amplia franja libre de materia. Costaba creer lo negro que era.

Mientras efectuaba breves tomas del anillo exterior, Ellie se preguntó si algún día se formaría un sistema planetario, si las partículas entrarían en colisión, se adherirían, crecerían, si habría condensación gravitacional hasta que por último se crearan unos pocos mundos que girasen en órbita alrededor de la estrella. El espectáculo se asemejaba a la representación que tenían los astrónomos sobre el origen de los planetas del sistema solar, cuatro mil quinientos millones de años atrás. Alcanzaba a distinguir rastros no homogéneos en los anillos, visibles protuberancias en los lugares donde, al parecer, los residuos se habían acumulado.

El desplazamiento del agujero negro en torno de Vega producía ondas visibles en las franjas adyacentes de desechos. Era indudable que el dodecaedro dejaba tras de sí una modesta estela. Ellie se preguntó si esas alteraciones gravitacionales, si ese enrarecimiento provocarían alguna consecuencia a largo plazo. De ser así, la existencia misma de algún planeta miles de millones de años en el futuro, quizá se debería al agujero negro y la Máquina… y por ende, al Mensaje y al Proyecto Argos. No quería personalizar tanto ya que, si ella no hubiese existido, tarde o temprano otro astrónomo habría recibido el Mensaje. La Máquina se habría activado en otro momento, y el dodecaedro habría llegado hasta allí en otro momento. Algún otro futuro planeta del sistema podría deberle a ella su existencia.

Quiso recorrer con la cámara desde el interior del dodecaedro, tomar los tirantes que unían los paneles pentagonales transparentes y abarcar también el claro que se abría en los anillos, donde ellos — y el agujero negro — giraban en órbita. Siguió la dirección del claro, flanqueado por dos anillos azulados, hasta que divisó a lo lejos algo raro, como una desviación perceptible en el anillo interior.

— Qiaomu — dijo, pasándole la cámara —, dime qué ves hacia allá.

— ¿Dónde?

Volvió a señalarle, y en seguida advirtió que lo había notado porque percibió que él contenía el aliento.

— Otro agujero negro, pero mucho mayor.

Estaban cayendo una vez más, pero en un túnel enormemente más amplio.

— ¿Eso era todo? — le gritó Ellie a Devi —. Nos llevan a Vega para hacer alarde de los agujeros negros. Nos permiten vislumbrar sus radiotelescopios desde una distancia de mil kilómetros, pasamos diez minutos allí, nos meten en otro agujero negro y nos mandan de vuelta a la Tierra. ¿Y para eso invertimos tanto dinero?

— A lo mejor lo único que pretendían era conectarse con la Tierra — insinuó Lunacharsky.

Eda levantó ambas manos con las palmas desplegadas, como para apaciguarlos.

— Aguarden — dijo —. Esto es otro túnel. ¿Por qué suponen que nos conduce de regreso a la Tierra?

— ¿Acaso nuestro punto de destino no es Vega? — preguntó Devi.

— Según el método experimental, vamos a ver dónde aparecemos.

En ese túnel no rozaban tanto contra las paredes y había menos ondulaciones. Eda y Vaygay intercambiaban opiniones sobre un diagrama de espacio y tiempo que confeccionaron siguiendo las coordenadas de Kruskal-Szekeres. Ellie no tenía la menor idea de lo que hablaban. La etapa de desaceleración, ese tramo que les daba la sensación de ir subiendo una cuesta, aún los desconcertaba.

Esa vez, la luz al final del túnel era de color naranja. Emergieron a considerable velocidad en un sistema de dos soles que se tocaban. Las capas externas de una antigua y gigantesca estrella roja se introducían en la fotosfera de una estrella enana amarilla, más joven, semejante al Sol. La zona de contacto entre ambas era brillante. Ellie buscó anillos de residuos, planetas o radioobservatorios en órbita, pero no halló ninguno. Eso no significaba nada, se dijo. «Estos sistemas podrían tener gran cantidad de planetas, y yo nunca enterarme por medio de esta minúscula cámara.» Proyectó el doble sol sobre un papel y fotografió la imagen con un objetivo de corta distancia.

Al no existir anillos, había menos luz dispersa en ese sistema que alrededor de Vega; con el objetivo de gran angular logró visualizar una constelación que se asemejaba a la Osa Mayor, pero no pudo reconocer las otras constelaciones. Dado que las estrellas brillantes de la Osa Mayor se encuentran a unos pocos cientos de años luz de la Tierra, supuso que habían recorrido apenas unos cientos de años luz.

Le confió sus deducciones a Eda y le preguntó su parecer.

— La impresión que tengo es que esto es un subterráneo.

— ¿Un subterráneo?

Ellie recordó la sensación de caída que experimentaron apenas se puso en funcionamiento la Máquina.

— Sí, un subterráneo. Vega y todos los demás sistemas serían las paradas, las estaciones, donde suben y bajan los pasajeros. Aquí uno cambia de tren.

Señaló en dirección a los soles en contacto, y Ellie reparó que su mano producía dos sombras, una antiamarilla y la otra antirroja, como las que suelen verse — fue la única imagen que le vino a la mente — en una discoteca de baile.

— Pero nosotros no podemos bajarnos — continuó Eda —. Estamos en un coche cerrado, y vamos rumbo a la terminal, al fin del trayecto.

En una ocasión, Drumlin había calificado de fantasías ese tipo de especulaciones, y ésa era la primera vez que Ellie veía a Eda sucumbir a la tentación.

De los Cinco, ella era la única astrónoma pese a que su especialidad no se centraba en el espectro óptico. Sentía la obligación de acumular la mayor cantidad posible de datos, tanto de los túneles como del tiempoespacio cuatridimensional en el cual emergían periódicamente. El supuesto agujero negro del cual estaban saliendo continuaría eternamente en órbita alrededor de una estrella, o de un sistema de múltiples estrellas.

Siempre se presentaban por parejas; eran dos los que compartían la misma órbita; uno de donde eran expulsados, y otro en donde caían. No había dos sistemas similares y ninguno de ellos se asemejaba tampoco al sistema solar. No había en ninguno de ellos un artefacto, un segundo dodecaedro o un complejo proyecto de ingeniería capaz de desmembrar un mundo y volver a armarlo para que constituyera lo que Xi había llamado un «mecanismo».

En ese momento emergieron cerca de una estrella que cambiaba visiblemente su luminosidad — se dio cuenta por la sucesión de aberturas de diafragma que debió utilizar — y supuso que se trataría de una de las estrellas de Lira; a continuación había un sistema quíntuple y luego una enana de escaso brillo. Algunas se hallaban en el espacio abierto; otras, enclavadas en una nebulosa, rodeadas de resplandecientes nebulosas moleculares.

Pese al esfuerzo consciente que realizaba por mantener una calma profesional, Ellie experimentaba un enorme júbilo ante tal profusión de soles. Esperaba que cada uno de ellos fuese el lugar de residencia de una civilización, o que algún día lo fuera.

Sin embargo, luego de saltar por cuarta vez, comenzó a preocuparse. Subjetivamente, y según le indicaba su reloj, debía de haber pasado una hora desde que «partieron» de Hokkaido. Si el viaje se prolongaba mucho más, se sentiría la falta de ciertas comodidades elementales. Quizás, hasta a una civilización muy avanzada le resultara difícil percatarse de las necesidades fisiológicas humanas con sólo estudiar una transmisión televisiva.

Además, si los extraterrestres eran tan inteligentes, ¿por qué los obligaban a zarandearse tanto? Tal vez el primer salto desde la Tierra se hubiese dado con equipo rudimentario por lo primitivos que eran los que trabajaban en aquel extremo del túnel.

Pero, ¿y después de Vega? ¿Por qué no los trasladaban directamente al destino final, cualquiera fuese?

Cada vez que salían de un túnel, Ellie se sentía expectante. ¿Qué maravillas les tenían reservadas? Le daba la sensación de estar en un gigantesco parque de diversiones, y no le costaba imaginar a Hadden observando todo por su telescopio, desde el instante en que se activó la Máquina, en Hokkaido.

Por sublime que fuera el espectáculo que les ofrecían los emisores del Mensaje, y por mucho que disfrutara ella de sentirse algo dueña del tema cuando explicaba ciertos aspectos de la evolución estelar a sus compañeros, al rato empezó a desilusionarse.

Trató de analizar ese sentimiento y muy pronto comprendió la razón: los extraterrestres estaban haciendo alardes, rasgo que, a su entender, dejaba en evidencia un fallo de carácter.

En el momento en que se zambullían en otro túnel — éste más ancho y sinuoso que los anteriores — Lunacharsky le preguntó a Eda qué razón habría para que se hubiesen instalado las estaciones del subterráneo en sistemas estelares tan poco auspicios.

— ¿Por qué no están alrededor de una única estrella joven y sin residuos?

— Yo supongo — repuso Eda —, que el motivo es que todos los sistemas están deshabitados.

— Y tampoco quieren que los turistas amedrenten a los nativos — acotó Sukhavati.

Eda sonrió.

— O a la inversa.

— Pero eso es lo que piensas tú, ¿no? Que existe una especie de ética de no interferencia con los planetas primitivos. Ellos saben que de vez en cuando algunos primitivos podrían usar el subterráneo.

— Están muy seguros de los primitivos — continuó Ellie el pensamiento —, pero no pueden estarlo del todo. Al fin y al cabo, los primitivos son precisamente eso: primitivos, y por lo tanto sólo se les permite viajar en los subterráneos que van al interior, a los distritos rurales. Los fabricantes deben ser muy precavidos. Pero entonces, ¿por qué nos enviaron un tren local y no un rápido?

— Quizá sea muy complicado fabricar un túnel para trenes rápidos — sugirió Xi, con toda su experiencia en excavaciones. Ellie recordó el túnel que unía Honshu y Hokkaido, uno de los grandes orgullos de la ingeniería civil de la Tierra, y que medía apenas cincuenta y un kilómetros.

Las curvas se volvieron muy pronunciadas. Ellie pensó en su Thunderbird y sintió un amago de náuseas, que decidió contener mientras pudiera, puesto que el dodecaedro no contaba con bolsitas especiales para ese tipo de emergencias.

Bruscamente encararon una recta, y en el acto los rodeó un cielo estrellado.

Dondequiera que mirara había estrellas, pero no las comunes, que los observadores de la Tierra captaban a simple vista, sino multitudes, muchas que parecían casi rozarse unas con otras, que la envolvían en todas las direcciones algunas de una tonalidad amarilla, azul o roja, especialmente rojas. El firmamento resplandecía con la luminosidad de cercanos soles. Alcanzó a distinguir una inmensa nube de polvo en forma de espiral, un disco que al parecer se introducía en un agujero negro de sorprendentes proporciones, del cual partían fogonazos de radiación. Si ése era el centro de la Galaxia, como sospechaba, estaría bañado en radiación sincrotrónica. Deseó que los extraterrestres se acordaran de lo frágiles que eran los humanos.

A medida que el dodecaedro giraba, su campo visual abarcó… un prodigio, una maravilla, un milagro. Casi en el acto se hallaron delante de él, de ese algo que ocupaba medio cielo. Al sobrevolarlo, notaron que su superficie eran cientos, miles quizá, de puertas iluminadas, cada una de distinta forma. Muchas eran poligonales, circulares, otras poseían apéndices protuberantes o una secuencia de círculos superpuestos, levemente desviados del centro. Ellie comprendió que se trataba de puertos de amarre; algunos, de escasos metros de tamaño, mientras que otros medían kilómetros de largo, o más. Cada uno — supuso — era un gálibo para máquinas interestelares, como la que utilizaban ellos.

Las criaturas importantes, dueñas de complejas máquinas, poseían imponentes puertos de amarre. A las criaturas insignificantes, como los humanos, les estaban destinados atracaderos minúsculos. Se trata de un planteamiento democrático, sin privilegios hacia civilización alguna. La diversidad de puertos era un indicio de ciertas diferencias sociales entre las civilizaciones, pero sugería una pavorosa diversidad de seres y culturas. ¡Como si fuera la estación ferroviaria Grand Central, de Nueva York! pensó.

La perspectiva de una Galaxia poblada, de un universo rebosante de vida e inteligencia, le dio deseos de llorar de alegría.

Se aproximaban a un puerto con iluminación amarilla que, según advirtió, era el gálibo justo para el dodecaedro en el que viajaban. Reparó en un puerto contiguo donde un objeto, del tamaño del dodecaedro pero con forma de estrella de mar, se insinuaba suavemente bajo su gálibo. Miró a diestra y siniestra, arriba y abajo, estudió la curvatura casi imperceptible de esa estación Grand Central, situada, en su opinión, en el centro mismo de la Vía Láctea. ¡Qué reivindicación para la especie humana que por fin los hubiesen invitado allí! «Aún nos quedan esperanzas», se dijo. «¡Nos quedan esperanzas!»

— Bueno, esto no es Bridgeport — comentó en voz alta, mientras concluía en silencio la maniobra de amarre.

Загрузка...