Capítulo diez — La precesión de los equinoccios

Al sostener que existen los dioses, ¿no será que nos engañamos con mentiras y sueños irreales, siendo que sólo el azar y el cambio mismo controlan el mundo?

EURÍPIDES Hécuba


Todo salió distinto. Ellie supuso que Palmer Joss se presentaría en las instalaciones de Argos, que iba a observar la señal que recogían los radiotelescopios y la enorme sala llena de cintas y discos magnéticos donde se almacenaban los datos de varios meses.

Seguramente haría varias preguntas científicas y luego examinaría algunos de los innumerables impresos de computadoras en los que, con abundancia de ceros y unos, se exhibía el aún incomprensible Mensaje. Nunca pensó que habría de pasarse horas enteras discutiendo sobre filosofía o teología. Sin embargo, Joss se negó a viajar a Argos ya que lo que le interesaba analizar no eran cintas magnéticas, dijo, sino la personalidad humana. Peter Valerian habría sido el ideal para el debate por tratarse de un hombre sencillo, con facilidad para la comunicación y avalado por una profunda fe cristiana. Sin embargo, la Presidenta había rechazado la idea puesto que deseaba una pequeña reunión, con la expresa asistencia de Ellie.

Joss insistió en que el encuentro se realizara en el Centro de Estudios Bíblicos de Modesto (California), donde se hallaban en estos momentos. Ellie posó sus ojos en Der Heer y luego en la pared divisoria de vidrio que separaba la biblioteca de la sala de exposiciones. Allí vio una impresión en piedra arenisca de las pisadas de un dinosaurio del río Rojo entremezcladas con huellas de peatones en sandalias, lo cual demostraba, según se aseguraba en un cartelito indicador, que el dinosaurio y el hombre eran contemporáneos, al menos en Texas. También parecían estar incluidos los fabricantes de zapatos del mesozoico. El cartel apuntaba a una conclusión: que la teoría de la evolución era un engaño. No se mencionaba, según notó Ellie, la opinión de muchos paleontólogos en el sentido de que la impresión en piedra arenisca era falsa. Las huellas entremezcladas formaban parte de una amplia exhibición que llevaba por título «El Error de Darwin». A la izquierda había un péndulo de Foucault que probaba la aseveración científica — ésta, al parecer, no discutida — de que la Tierra gira. A la derecha, Ellie alcanzaba a ver parte de una pieza de holografía matsuyita en el podio de un pequeño teatro, desde donde las imágenes tridimensionales de los más eminentes sacerdotes podían comunicarse con los fieles.

En ese instante, el que se comunicaba con ella en forma mucho más directa era el reverendo Billy Jo Rankin. Ellie no supo hasta el último momento que Joss había invitado a Rankin, lo cual la sorprendió. Ambos tenían una antigua controversia teológica acerca de si se aproximaba una Venida, si este advenimiento necesariamente llegaría acompañado por el Juicio Final y respecto del papel que desempeñaban los milagros en la predicación, entre otras cosas. No obstante, en épocas recientes habían efectuado una muy publicitada reconciliación, según ellos, para el bien de la comunidad fundamentalista de Norteamérica. Los indicios de un acercamiento entre los Estados Unidos y la Unión Soviética producían efectos mundiales en cuanto al arbitraje de disputas. El hecho de realizar la reunión en ese sitio probablemente fuera el precio que Palmer Joss había tenido que pagar en aras de la reconciliación. Cabía suponer que, para Rankin, los objetos en exhibición servirían de sustento para su posición si se llegaban a tratar temas científicos. Al cabo de dos horas de debate, sin embargo, Rankin alternaba entre un tono reprobatorio y de súplica. Llevaba un traje de perfecto corte, las uñas arregladas, y su amplia sonrisa contrastaba con el aspecto más descuidado de Joss. Éste, con apenas una sonrisita en su rostro, tenía los ojos entrecerrados y la cabeza baja, en aparente actitud de oración. Hasta ese momento, casi no había intervenido en la conversación. Los conceptos vertidos por Rankin no diferían demasiado, en cuanto a doctrina, de la disertación televisiva de Joss.

— Ustedes, los científicos, son muy tímidos — decía en ese instante Rankin —. Al leer el título de sus artículos, uno nunca se entera del contenido. El primer trabajo de Einstein sobre la teoría de la relatividad se llamaba «La Electrodinámica de los Cuerpos en Movimiento». No: E = mc2. No, señor. «La Electrodinámica de los Cuerpos en Movimiento.» Yo supongo que si Dios se apareciera ante un grupo de científicos, quizás en uno de esos multitudinarios congresos profesionales, publicarían una nota titulada «Sobre la Combustión Dendriforme Espontánea en el Aire». Seguramente aportarían gran cantidad de ecuaciones; hablarían sobre la «economía de hipótesis», pero jamás mencionarían ni una palabra acerca de Dios.

«Porque ustedes, los científicos, son demasiado escépticos. — A juzgar por la forma en que movió la cabeza hacia un lado Ellie supuso que esa afirmación también incluía a Der Heer —. Dudan de todo, o al menos lo intentan. Siempre quieren verificar si las cosas son lo que denominan «verdades». Pero por verdadero entienden sólo lo empírico, lo que se puede ver y tocar. En su mundo, no queda lugar para la inspiración ni la revelación.

Desde el comienzo, descartan todo lo que pueda tener que ver con la religión. Yo desconfío de los científicos porque ellos a su vez desconfían de todo.

A pesar de sí misma, a Ellie le pareció que Rankin había expuesto bien su posición. Y pensar que a él se le consideraba el más tonto de los modernos evangelistas del vídeo.

«No, no es el tonto», se corrigió; «es el que toma por tontos a sus feligreses». ¿Debía responderle? Tanto Der Heer como los anfitriones del museo estaban grabando la sesión, y si bien ambos grupos habían acordado de antemano que no se daría un uso público de las grabaciones, Ellie no sabía si debía expresar sus opiniones por miedo a hacerle pasar vergüenza a la Presidenta. Sin embargo, las palabras de Rankin se habían vuelto ultrajantes, y no había el menor indicio de reacción por parte de Joss ni de Der Heer.

— Supongo que usted pretende una réplica — sostuvo Ellie —. No existe una postura científica «oficial» respecto de ninguna de estas cuestiones, y no puedo permitirme hablar por todos los científicos, ni siquiera por los que intervienen en el proyecto Argos. Sí puedo hacer algunos comentarios, si lo desea.

Rankin asintió enérgicamente, con una sonrisa de aliento. Joss se limitó a aguardar.

— Quiero que comprenda que no estoy atacando las creencias de nadie. En lo que a mí respecta, usted tiene todo el derecho de apoyar la doctrina de su agrado, por más que se pueda demostrar su falacia. Muchas de las cosas que sostienen usted y el reverendo Joss — vi su charla por televisión hace unas semanas — no pueden descartarse de un plumazo; por el contrario, va a costarme un poco rebatirlas. Pero permítame explicar por qué las considero improbables.

«Hasta ahora», pensó Ellie, he sido un modelo de mesura.

— Usted se siente incómodo con el escepticismo científico. Sin embargo, el escepticismo nace porque el mundo es complicado, sutil. La primera idea que se le ocurre a una persona no es necesariamente correcta. La gente es capaz de autoengañarse. Los científicos también. Científicos de renombre han afirmado, en distintas épocas, todo tipo de doctrinas socialmente aborrecibles. Desde luego, también lo han hecho los políticos y prestigiosos líderes religiosos. Me refiero, por ejemplo, a la esclavitud o al racismo de los nazis. Los científicos cometen errores, al igual que los teólogos y que todo el mundo, porque eso es parte de la naturaleza humana. Ustedes mismos lo dicen: «Errar también lo es».

«Por consiguiente, el escepticismo constituye una forma de evitar los errores, o al menos de disminuir las posibilidades de cometerlos. Se ponen a prueba las ideas, se las verifica empleando rigurosos criterios de comprobación. Yo no creo en la existencia de una única verdad, pero cuando se permite la discusión de las distintas opiniones, cuando cualquier escéptico puede practicar un experimento para verificar su teoría allí tiende a surgir la verdad. Esto lo ha experimentado la ciencia en toda su historia. No es un método perfecto, pero sí el único que parece dar resultado.

«Ahora bien. Al observar la religión, me encuentro con multitud de opiniones contrapuestas. Por ejemplo, para los cristianos el mundo tiene una cantidad limitada de años de vida. Según se puede apreciar en la exposición de esa sala algunos cristianos (también judíos y musulmanes) consideran que el universo cuenta con sólo seis mil años de antigüedad. Los hindúes, por el contrario — y hay muchísimos hindúes en el mundo — piensan que el universo es infinitamente antiguo, con infinito número de creaciones y destrucciones subsidiarias. No puede ser que ambos grupos tengan razón. O el mundo tiene una cierta cantidad de años, o bien es infinitamente antiguo. Los amigos suyos de ahí — señaló con un gesto a los empleados del museo que se hallaban cerca de «El Error de Darwin» — deberían ponerse a estudiar a los hindúes. Dios parece haberles revelado a ellos algo distinto que a ustedes. Pero ustedes sólo hablan consigo mismos.

«¿No se me estará yendo la mano?», se preguntó. — Las principales religiones de la tierra se contradicen unas a otras, y no todas pueden ser correctas. ¿Y si estuvieran todas equivocadas? Es una posibilidad. Su obligación es preocuparse por la verdad, ¿no?

Bueno, la forma de analizar ideas tan dispares, es ser escéptico. Yo no me considero más escéptica acerca de sus principios religiosos de lo que lo soy respecto de cada nueva idea científica con que me cruzo. Pero en mi profesión, se las denomina hipótesis, no revelación ni inspiración.

Joss se movió inquieto en su asiento, pero fue Rankin quien respondió.

— Son innumerables las revelaciones, las predicciones que hace Dios en el Antiguo y el Nuevo Testamento, que resultaron confirmadas. La venida del Salvador se anticipa en Isaías, capítulo cincuenta y tres y en Zacarías, capítulo catorce. En Miqueas, capítulo cinco se vaticina el nacimiento de Cristo en Belén. Que Él procedería de la familia de David se anuncia en Mateo, capítulo uno y…

— En Lucas, pero eso tendría que ser una vergüenza para usted, por tratarse de una profecía no cumplida. Mateo y Lucas le asignan a Jesús genealogías distintas, y lo peor es que remontan el linaje de David a José, no de David a María. ¿O acaso usted no cree en Dios Padre?

Rankin prosiguió serenamente. ¿Sería que no le había entendido?

— …la predicación y el padecimiento de Jesús se predicen en Isaías, capítulo cincuenta y dos y cincuenta y tres, y en el Salmo Veintidós. En Zacarías, capítulo once se dice que el Señor iba a ser traicionado por treinta monedas de plata. Si usted es sincera, no puede negar las pruebas de tantas profecías cumplidas.

«Además, la Biblia también habla para nuestro tiempo. Israel y los árabes, Rusia y los Estados Unidos, la guerra nuclear… todo figura en la Biblia. Cualquier persona sensata lo ve, sin necesidad de ser profesor universitario.

— Lo que pasa — replicó Ellie — es que ustedes tienen un problema de imaginación.

Casi todas esas predicciones son vagas, ambiguas, imprecisas, abiertas al engaño.

Puede interpretárselas de muchas maneras. Ustedes esquivan hasta las más directas, como por ejemplo la promesa de Jesús de que el Reino de Dios vendría durante la vida de algunas personas que integraban su auditorio. Y no me diga que el Reino de Dios está dentro de mí. Esa gente tomaba sus palabras de modo literal. Ustedes sólo citan los pasajes que creen ver cumplidos, y descartan el resto. Además, no se olvide de que había una tremenda necesidad de ver realizadas las profecías.

«Trate de imaginar que su dios — omnipotente, omnisciente, bondadoso — realmente quisiera dejar una señal para las futuras generaciones, para que pudieran confirmar su existencia… digamos los remotos descendientes de Moisés. Sería muy fácil. Bastarían unas pocas frases enigmáticas y la estricta orden de que se transmitieran sin modificación…

Joss se inclinó hacia delante en forma casi imperceptible.

— ¿Como por ejemplo?

— Por ejemplo, «El Sol es una estrella». O «Marte es un lugar descolorido, con desiertos y volcanes, igual que el Sinaí». O «Un cuerpo en movimiento tiende a permanecer en movimiento». O… — rápidamente escribió unos números en anotador —, «La Tierra pesa un millón de millones de millones de millones de veces de lo que pesa un niño». O… veo que ustedes dos tienen problemas con la relatividad especial, que todos los días se ve confirmada por los aceleradores de partículas y los rayos cósmicos… También podría ser «No viajarás más rápido que la velocidad de la luz.» Cualquier cosa que no pudieran haber sabido hace mil años.

— ¿Algún otro ejemplo? — preguntó Joss.

— Bueno, hay infinidades… al menos, uno por cada principio de la física. Veamos…

«Hasta en la más pequeña de las piedras se esconde luz y calor.» O si no, algo referente a la biología. — Señaló con la cabeza a Der Heer, quien parecía estar cumpliendo una promesa de no abrir la boca —: ¿Qué opina de «Dos hebras entrelazadas constituyen el secreto de la vida»?

— Ésa es interesante — dijo Joss —. Usted se refiere, por supuesto, al ADN. ¿Conoce el símbolo de la medicina? Se llama «caduceo». Los médicos del ejército suelen usarlo en la solapa: son dos serpientes entrelazadas. Una perfecta hélice doble. Desde la antigüedad, ha sido siempre el símbolo de la preservación de la vida. ¿No es ésta precisamente la clase de conexión que me sugiere?

— Bueno, a mí siempre me pareció una espiral, no una hélice, pero si hay suficientes símbolos, profecías, mitos y folklore, alguno de ellos va a coincidir en algún momento con cierta teoría científica sólo por casualidad. Reconozco que no estoy segura. A lo mejor usted tiene razón, y el caduceo es un mensaje de Dios. Por supuesto no se trata de un emblema cristiano ni de ninguna de las principales religiones de la actualidad. Supongo que no querrá sostener que los dioses les hablaban sólo a los antiguos griegos. Lo que yo digo es que, si Dios quería enviarnos un mensaje y la única forma que se le ocurría era mediante los escritos de la antigüedad, podría haberlo hecho mejor. Además, no tenía necesidad de limitarse a esos escritos. ¿Por qué no hay un crucifijo gigantesco que gire alrededor de la Tierra? ¿Por qué la superficie de la Luna no está cubierta con los diez mandamientos? ¿Por qué Dios tiene que ser tan claro en la Biblia y tan oscuro en el mundo?

Desde hacía unos instantes Joss estaba listo para responder, con una expresión de genuino placer en el rostro, pero era tal el entusiasmo que manifestaba Ellie con su fárrago de palabras, que quizá le pareció una descortesía interrumpirla.

— ¿Y por qué suponen que Dios nos ha abandonado? Solía conversar muy seguido con patriarcas y profetas, según dicen. Si es un ser omnipotente y omnisciente, no tiene que costarle nada recordarnos en forma directa, inequívoca, sus deseos al menos varias veces en cada generación. ¿Cuál es el motivo? ¿Por qué no lo vemos con diáfana claridad?

— Nosotros la vemos — aseguró Rankin, plenamente convencido —. Está alrededor de nosotros; responde nuestras plegarias. Decenas de millones de personas de este país han renacido, han sido testigos de la gloriosa gracia de Dios. La Biblia nos habla con la misma claridad hoy en día que en tiempos de Moisés y Jesús.

— Vamos, vamos. Usted sabe a qué me refiero. ¿Dónde está la gruesa voz que brama «Yo soy el que soy» desde los cielos? ¿Por qué Dios se manifiesta de maneras tan sutiles y discutibles en vez de hacer que su presencia sea irrefutable?

— Eso es precisamente lo que usted ha oído: una voz desde los cielos. — Joss hizo ese comentario al pasar, cuando Ellie se detuvo para recobrar el aliento.

— Exacto — sentenció Rankin —. Justo lo que iba a decir yo. Abraham y Moisés no tenían radios ni telescopios. No pudieron haber oído al Todopoderoso en frecuencia modulada. A lo mejor Dios en la actualidad nos habla por distintos medios que nos permiten llegar a una nueva comprensión. O quizá no sea Dios…

— Sí, Satanás. Ya he oído algo sobre eso, y me parece una locura. Dejemos este tema para más adelante, si me lo permiten. Ustedes sostienen que el Mensaje es la voz de Dios, de su Dios. Denme un ejemplo de su religión en el cual Dios conteste una plegaria repitiendo esa misma plegaria.

— Yo no llamaría plegaria a una película de los nazis — opinó Joss —. La explicación suya es que se trata de un modo de llamar nuestra atención.

— ¿Por qué, si no, Dios eligió hablarles a los científicos? ¿Por qué no a los predicadores como ustedes?

— A mí Dios me habla constantemente — expresó Rankin, golpeándose el esternón con la mano —. También al reverendo Joss. Dios me ha hecho saber que existe la revelación.

Cuando se aproxime el fin del mundo, sobrevendrá en nosotros el éxtasis, vendrá el juicio a los pecadores, la ascensión al cielo de los elegidos…

— ¿No le dijo si iba a hacer el anuncio en el espectro radioeléctrico? ¿Quedó registrada en alguna parte su conversación con Dios para que podamos comprobar si realmente existió? ¿O sólo debemos atenernos a lo que usted nos cuenta? ¿Por qué Dios prefiere anunciarlo a los radioastrónomos y no a los clérigos? ¿No le parece un poco extraño que el primer mensaje de Dios en dos mil años sean unos números primos… y la imagen de Hitler en las Olimpíadas de 1936? Su Dios debe de tener mucho sentido del humor.

— Mi dios puede tener cualquier sentido que desee.

Der Heer estaba sinceramente alarmado frente a los primeros indicios de verdadero rencor.

— Tal vez valdría la pena que recordáramos cuál era el propósito de esta reunión — dijo.

«Ya está Ken con sus ganas de apaciguar los ánimos», pensó Ellie. «En algunas ocasiones es valiente, sobre todo cuando no le cabe responsabilidad de acción. Tiene mucho coraje para hablar… en privado. Pero en lo relativo a la política científica, especialmente cuando actúa en representación de la Presidenta, es conciliador. Sería capaz de llegar a un arreglo hasta con el diablo mismo.»

— Ése es otro tema — polemizó Ellie, interrumpiendo su propio hilo de pensamiento, además del de Ken —. Si esa señal procede de Dios, ¿por qué parte de un solo punto de la esfera celeste, en las proximidades de una estrella cercana particularmente brillante?

¿Por qué no se origina en todo el cielo al mismo tiempo, con una suerte de radiación de fondo de cuerpo negro? Si proviene de una sola estrella, parece una señal de otra civilización. Si proviniera de todas partes, se asemejaría mucho más a un mensaje de Dios.

— Dios puede enviar la señal desde la boca de la Osa Menor, si lo desea. — Rankin tenía el rostro enrojecido —. Perdone, pero ha conseguido exasperarme. Dios puede hacer cualquier cosa.

— Cualquier cosa que usted no entiende, señor Rankin, se la atribuye a Dios, y así justifica todos los misterios del mundo, todo lo que constituye un desafío a su inteligencia.

Usted se limita a cerrar su mente y asegurar que es obra de Dios.

— Señorita, no he venido aquí a que me insulten…

— ¿Venido aquí? Creí que usted vivía acá.

— Señorita… — Rankin estaba a punto de decir algo, pero cambió de idea. Respiró hondo y continuó —. Éste es un país cristiano y los cristianos poseen el conocimiento verdadero sobre este tema, la sagrada responsabilidad de verificar que la palabra santa de Dios sea comprendida…

— Yo soy cristiana y usted no habla por mí. Lamentablemente quedó atrapado en una especie de manía religiosa estilo siglo V. Desde entonces, ocurrió el renacimiento, el iluminismo. ¿Dónde estaba usted?

Tanto Joss como Der Heer se hallaban ya con medio cuerpo fuera de sus asientos.

— Por favor — imploró Ken mirando fijamente a Ellie —. Si no nos atenemos a los temas previstos no vamos a poder cumplir con lo que nos ha encomendado la Presidenta.

— Bueno, no fui yo quien propuso «un franco intercambio de opiniones».

— Ya es casi mediodía — observó Joss —. ¿Por qué no interrumpimos para almorzar?

Luego de abandonar la biblioteca, apoyados sobre la baranda que rodeaba el péndulo de Foucault, Ellie se puso a hablar en susurros con Der Heer.

— Tengo ganas de agarrarme a puñetazos con ese pedante sabelotodo…

— ¿Por qué, Ellie, por qué? ¿Acaso la ignorancia y el error no son suficientemente dolorosos?

— Si al menos se callara la boca, pero está corrompiendo a millones.

— Querida, lo mismo piensa él de ti.

Cuando Der Heer y ella regresaron de almorzar, en el acto Ellie advirtió que Rankin parecía aplacado, mientras que Joss, que fue el primero en hablar, daba la impresión de estar alegre, mucho más de lo que exigía la simple cordialidad.

— Doctora — comenzó a decir —, supongo que estará impaciente por mostrarnos sus descubrimientos y que no viajó hasta aquí sólo para discutir sobre teología. Le ruego, sin embargo, que nos tolere un poco más. Tiene usted un lenguaje muy incisivo. Hacía mucho tiempo que no veía al hermano Rankin tan alterado por cuestiones de la fe.

Miró brevemente a su colega, que hacía garabatos en un anotador amarillo, con el cuello de la camisa desprendido y el nudo de la corbata flojo.

— Me llamaron la atención una o dos cosas de lo que dijo esta mañana. Usted afirma ser cristiana. ¿Puedo preguntarle en qué sentido se considera cristiana?

— Esto no formaba parte de la descripción de tareas que me entregaron cuando acepté la dirección del proyecto Argos — dijo ella, sin enojo —. Soy cristiana en el sentido de que considero a Cristo una admirable figura histórica. Creo que el sermón de la montaña constituye una de las mas notables aseveraciones éticas y una de las mejores alocuciones de la historia. Pienso que la idea de «amar al enemigo» podría ser, a largo plazo quizás, una solución para el problema de la guerra atómica. Ojalá Jesús estuviera vivo hoy en día puesto que su presencia redundaría en beneficio para todo el orbe.

Lamentablemente creo que Cristo no fue más que un hombre, valiente eso sí, que supo percibir muchas verdades que no gozan de popularidad. Pero no creo que haya sido Dios, ni hijo de Dios, ni sobrino nieto de Dios.

— Usted no quiere creer en Dios — sostuvo Joss —. Supone que se puede ser cristiano sin creer en Dios. Permítame preguntárselo directamente: ¿Cree usted en Dios?

— La pregunta tiene una estructura peculiar. Si contesto que no, ¿lo que digo es que estoy convencida de que Dios no existe o que no estoy convencida de que Dios sí existe?

— Pienso que no hay tanta diferencia, doctora Arroway. ¿Puedo llamarla doctora?

Usted cree, como Occam, que el fundamento del saber se halla en la ciencia ¿verdad? Si se le presentan dos explicaciones igualmente buenas, pero totalmente distintas, de una misma experiencia, escoge la más sencilla. Diría incluso que la historia de la ciencia avala su proceder. Ahora bien, si tiene serias dudas acerca de la existencia de Dios — lo suficiente como para no querer comprometerse con la fe —, entonces trate de imaginar un mundo sin Dios, un mundo que se creó sin intervención de Dios, un mundo en el que transcurre la vida cotidiana sin Dios, un mundo donde la gente muere sin Dios. Donde no hay castigo ni recompensa. No le quedaría más remedio que creer que todos los santos y profetas, todos los hombres de fe que alguna vez vivieron, fueron unos tontos, que se engañaron. No habría ninguna buena razón, ningún sentido trascendente que justificara nuestro paso por la Tierra. Todo sería apenas una compleja colisión de átomos, ¿correcto? Hasta los átomos que se hallan dentro de los seres humanos.

«Para mí, sería un mundo aborrecible e inhumano, donde no me darían ganas de vivir.

Pero si usted es capaz de imaginar un mundo semejante, ¿por qué vacila? ¿Por qué adopta una posición intermedia? Si ya cree todo eso, ¿no es mucho más simple asegurar que Dios no existe? ¿Cómo es posible que una científica escrupulosa se considere una agnóstica si puede aunque mas no sea imaginar un mundo sin Dios? ¿No tendría que ser manifiestamente atea?

— Pensé que iba a decir que Dios es la hipótesis más fácil — expresó Ellie —, pero este enfoque es mucho más interesante. Si se tratara sólo de una discusión científica, coincidiría con usted, reverendo. La ciencia se ocupa principalmente de examinar y corregir hipótesis. Si las leyes de la naturaleza explican todos los hechos sin la intervención sobrenatural, por el momento me consideraría atea. Después, si se descubriera una mínima prueba que no concordara, renegaría de mi ateísmo. Tenemos la capacidad de registrar cualquier falla en las leyes de la naturaleza. El motivo por el cual no me denomino atea es que esto no constituye una cuestión científica. Se trata de un tema religioso y político, y el carácter provisional de la hipótesis no se extiende hasta estos campos. Usted no se refiere a Dios como una hipótesis. Como cree haber encontrado la verdad, yo me permito señalarle que quizá no ha tomado en cuenta una o dos cosas. Pero si me lo pregunta, le contesto con la mayor serenidad: no estoy segura de tener razón.

— Siempre pensé que un agnóstico es un ateo sin el coraje de sus convicciones.

— También podría decir que un agnóstico es una persona profundamente religiosa, con un conocimiento al menos rudimentario de la falibilidad humana. Cuando afirmo ser agnóstica me refiero a que no hay pruebas contundentes de que Dios existe. Dado que más de la mitad de los habitantes de la Tierra no son judíos, cristianos ni musulmanes, pienso que no hay argumentos de fuerza que sustenten la existencia de su Dios. De lo contrario, toda la humanidad se habría convertido. Le repito, si su Dios pretendía convencernos, podría haberlo hecho mucho mejor.

«Mire qué claro y auténtico es el Mensaje, que se recibe en el mundo entero. Zumban los radiotelescopios de países con historias, lenguas y religiones distintas. Todos registran los mismos datos provenientes del mismo punto del espacio, en las mismas frecuencias, con la misma modulación de polarización. Hindúes, musulmanes, cristianos y ateos reciben el mismo mensaje. Cualquier escéptico puede instalar un radiotelescopio — y no es necesario que sea muy grande —, para obtener datos idénticos.

— No estará sugiriendo que el mensaje de radio procede de Dios — aventuró Rankin.

— En absoluto. Sólo pienso que la civilización de Vega, con poderes infinitamente menores que los que se le atribuyen a Dios, fue capaz de enviar información precisa. Si su Dios deseaba hablarnos por medios tan inciertos como la transmisión oral y las antiguas escrituras a través de miles de años, podría haberlo hecho de forma tal de no dar lugar a que se dudase de su existencia.

Hizo una pausa, pero como ninguno de los dos pastores habló, trató de desviar la conversación hacia el tema de los datos.

— ¿Por qué no esperamos un poco para emitir un juicio, hasta que hayamos adelantado en la decodificación del Mensaje? ¿No quieren ver algunos de los datos?

Esa vez aceptaron de buen grado. Sin embargo, Ellie sólo pudo mostrarles infinita cantidad de ceros y unos, que no transmitían una impresión demasiado alentadora. Con sumo cuidado explicó la supuesta división del Mensaje en páginas, y la esperanza de llegar a recibir algunas instrucciones. Por acuerdo tácito, ni ella ni Der Heer mencionaron la opinión soviética en el sentido de que se trataba del diseño de una máquina. Era apenas una conjetura en el mejor de los casos, y aún no había sido dada a publicidad por los soviéticos. Luego Ellie presentó una descripción sobre Vega: su masa, su temperatura de superficie, color, distancia de la Tierra, antigüedad y el anillo de deyecciones que giraba en torno de ella, descubierto en 1983 por el satélite astronómico de rayos infrarrojos.

— Además de ser una de las estrellas más luminosas del firmamento, ¿tiene algún otro rasgo especial? — quiso saber Joss —. ¿Algo que la vincule directamente a la Tierra?

— Bueno, no se me ocurre nada relativo a las propiedades estelares, pero sí hay un dato casual: Vega era el norte hace dos milenios, y volverá a serlo aproximadamente dentro de catorce mil años.

— Yo creía que el norte lo marcaba la estrella polar — comentó Rankin, aún haciendo garabatos en su anotador.

— Lo marcará durante varios miles de años, pero no eternamente. La Tierra es como un trompo cuyo eje tiene un lento movimiento de precesión en círculo. — Lo demostró utilizando un lápiz como eje de la Tierra —. Este fenómeno se llama la precesión de los equinoccios.

— Descubierta por Hiparco, de Rodas — añadió Joss —. Siglo II antes de Cristo. — A Ellie le pareció asombroso que pudiera citar en el momento semejante información.

— Exacto. En este momento — prosiguió ella —, una flecha desde el centro de la Tierra hacia el Polo Norte señala la estrella polar de la constelación de la Osa Menor. Creo que usted se refería a esta constelación cuando hablábamos antes del almuerzo. A medida que el eje de la Tierra se desplaza lentamente, va apuntando hacia otra dirección, no hacia la estrella polar. Esto da lugar a que, en un período de unos veintiséis mil años, cada polo celeste describa un cono con centro en el polo de la eclíptica. En la actualidad, el Polo Norte apunta muy cerca de la estrella polar, lo suficiente como para resultar útil para la navegación. Hace doce mil años, por casualidad apuntaba hacia Vega. Sin embargo, no existe una relación física. La forma en que las estrellas están distribuidas dentro de la Vía Láctea no tiene nada que ver con el hecho de que el eje de rotación de la Tierra tenga una inclinación de veintitrés grados y medio.

— Diez mil años antes de Cristo es más o menos la época en que se inició la civilización, ¿no? — preguntó Joss.

— A menos que usted crea que la Tierra se creó en el 4004 antes de Cristo.

— No, no creemos eso, ¿verdad, hermano Rankin? Pero también pensamos que no se sabe la edad del planeta con tanta certeza como suponen ustedes, los científicos. En este tema somos lo que se podría denominar agnósticos — declaró, con una sonrisa simpática.

— ¿De modo que a los que navegaban hace diez mil años por el Mediterráneo o el Golfo Pérsico, Vega les servía de guía?

— Aún transcurría el período glacial, o sea que era demasiado pronto para la navegación. Estaban los cazadores que entraban en América del Norte por el estrecho de Bering. Para ellos debe de haber sido providencial que una estrella tan brillante se encontrara justo en el norte. Seguramente muchos le deben la vida a tal coincidencia.

— Eso sí que es interesante.

— No quisiera que tomara mi uso de la palabra «providencial» como algo más que una simple metáfora.

— Jamás se me ocurriría, hija.

Joss daba muestras de pensar que la reunión tocaba a su fin y no se advertía en él el menor desagrado. Sin embargo, al parecer quedaban varios temas en la agenda de Rankin.

— Me llama la atención que no considere que fue por la providencia divina que Vega haya sido la estrella polar. Mi fe es tan profunda que no necesito pruebas; por el contrario, cada vez que aparece un hecho nuevo, no hace más que confirmar mi fe.

— Me da la impresión de que usted no escuchó atentamente lo que dije esta mañana.

Rechazo la idea de que estemos en una suerte de concurso sobre la fe y que usted sea el ganador incuestionable. Que yo sepa, usted ha puesto a prueba su fe. ¿Está dispuesto a arriesgar la vida por ella? Yo sería capaz de hacerlo por la mía. Acérquese a la ventana y mire ese enorme péndulo de Foucault, cuyo peso debe de superar los setecientos kilos.

Mi fe me dice que la amplitud de un péndulo libre — la distancia que puede alejarse de su posición vertical — no puede nunca aumentar, sino sólo disminuir. Estoy dispuesta a ir ahí fuera, colocarme la pesa delante de la nariz, soltarla y dejar que oscile de vuelta hacia mí.

Si mis creencias están equivocadas, un péndulo de setecientos kilos me azotará la cara.

Vamos ¿Quiere poner a prueba mi fe?

— En verdad no es necesario: le creo — respondió Joss —. Rankin, sin embargo parecía interesado. Quizá se estaría imaginando — pensó ella — cómo le quedaría el rostro después.

— Pero, ¿se atreverían ustedes a pararse treinta centímetros más cerca del péndulo y rogarle a Dios que acortara el recorrido de oscilación? ¿Y si resulta que habían entendido todo mal, que lo que estaban enseñando no era en lo más mínimo la voluntad de Dios? A lo mejor es obra del demonio… o tal vez, pura invención humana. ¿Cómo pueden estar tan seguros?

— Por la fe, la inspiración, la revelación, el temor de Dios — respondió Rankin —. No juzgue a los demás por su propia y limitada experiencia. El hecho de que usted rechace al Señor no impide que otras personas puedan reconocer su gloria.

— Mire, todos tenemos ansias de asombro por ser una característica muy humana. La ciencia y la religión se basan en el asombro, pero pienso que no es necesario inventar historias; no hay por qué exagerar. El mundo real nos proporciona suficientes motivos de admiración y sobrecogimiento. La naturaleza tiene mucha más capacidad para inventar prodigios que nosotros.

— Quizá seamos todos peregrinos en el camino que conduce a la verdad — insinuó Joss.

Al oír esas palabras de esperanza, Der Heer aprovechó para intervenir y todos decidieron dar por terminada la reunión. Ellie se preguntó si habrían logrado algún resultado positivo. Valerian habría sido mucho más convincente y menos provocativo.

Ellie deseó haber sabido contenerse.

— Fue un día muy interesante, doctora, y se lo agradezco.

Joss parecía algo distraído una vez más, aunque cortés. Cuando se dirigían al vehículo oficial que los aguardaba, pasaron frente a una exhibición tridimensional titulada «La Falacia del Universo en Expansión», junto a la cual un cartelito rezaba: «Nuestro Dios está vivo y goza de buena salud. Lo sentimos por el suyo.»

— Lamento haberte hecho tan difícil la tarea — le dijo Ellie a Der Heer.

— No, por favor. Estuviste muy bien.

— Ese Palmer Joss es un tipo muy interesante. No creo que haya logrado convencerlo, pero te digo una cosa: él casi me convierte a mí.

Bromeaba, desde luego.

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