Capítulo seis — Palimpsesto

Y si los guardianes no son felices, ¿quién más lo puede ser?

ARISTÓTELES La Política, Libro 2, Capítulo 5


Cuando el avión alcanzaba ya la altitud de crucero y Albuquerque había quedado a más de ciento cincuenta kilómetros atrás, Ellie reparó en un cartoncito blanco con letras azules que le habían abrochado en el sobre de su billete aéreo. Decía, en el mismo lenguaje que advertía desde su primer viaje en avión, «Éste no es el talón para equipaje de que habla el artículo 4 de la Convención de Varsovia». ¿Por qué a todas las líneas aéreas, se preguntó, les preocupaba que los pasajeros pudieran confundir ese cartoncito con un talón de la Convención de Varsovia? Además, ¿qué era un talón de la Convención de Varsovia? ¿Por qué nunca había visto uno? ¿Dónde los ocultaban? En algún olvidado episodio de la historia de la aviación, alguna empresa aérea desatenta debió haberse olvidado de imprimir esa advertencia en rectángulos de cartón, fue demandada judicialmente y llevada a la quiebra por pasajeros indignados, convencidos erróneamente de que eso era un talón para la Convención de Varsovia. Era indudable que debía de haber motivos financieros que avalaban esa preocupación mundial respecto de cuáles pedazos de cartón no se describen en la Convención de Varsovia. Qué distinto sería, pensó, que semejante cantidad de líneas impresas se hubiera dedicado a algo más útil, como por ejemplo la historia de la exploración del mundo, ciertos casos fortuitos de la ciencia, o incluso la cifra promedio de kilómetros por pasajero hasta que el avión se estrellara. Si ella hubiera aceptado el avión militar que le ofreció Der Heer, habría tenido otras asociaciones casuales, pero eso quizás habría conducido a una eventual militarización del proyecto. Por eso prefirió viajar en un vuelo comercial. Valerian había cerrado los ojos apenas terminó de ubicarse en el asiento contiguo. No les corría prisa alguna, incluso luego de terminar con los detalles de último momento, vinculados con el análisis de datos y ante el indicio de que estaba por retirarse la segunda capa de la cebolla. Llegarían a Washington con suficiente antelación a la reunión que habría de realizarse al día siguiente; de hecho, con tiempo de sobra para poder dormir bien esa noche.

Ellie miró un instante el sistema de telefax que llevaba guardado en un maletín de cuero, debajo del asiento delantero. Era varios cientos de kilobits más veloz que el modelo antiguo de Peter, y producía gráficos mucho mejores. Bueno, quizás un día tendría que utilizarlo para explicarle a la Presidenta de los Estados Unidos qué hacía Adolf Hitler en Vega. Tenía que reconocer que se sentía un poco nerviosa por la reunión.

Nunca había conocido a un presidente de la nación y, según los criterios imperantes a fines del siglo xx, ésta era una buena presidenta. No había tenido tiempo de ir a la peluquería, y mucho menos de hacerse un tratamiento facial. Después de todo, no iba a la Casa Blanca para que la miraran.

¿Qué pensaría su padrastro? ¿Consideraría aún que no servía para la ciencia? ¿Qué pensaría su madre, confinada a un sillón de ruedas en un instituto geriátrico? Desde que se produjo el descubrimiento, una semana atrás, sólo había podido hablarle por teléfono brevemente una sola vez, y se prometió volver a llamarla desde Washington.

Tal como lo había hecho centenares de veces, miró por la ventanilla del avión y trató de imaginarse qué impresión de la Tierra se llevaría un observador extraterrestre, a esa altitud de doce o catorce mil metros, suponiendo que dichos seres tuvieran ojos semejantes a los humanos. En amplias zonas del mediooeste se veían diseños geométricos de cuadrados, rectángulos y círculos realizados por personas según sus predilecciones agrícolas o urbanas; había también enormes regiones del sudoeste en las cuales el único signo de vida inteligente era una ocasional línea recta que cruzaba montes y desiertos. Los mundos de civilizaciones más avanzadas, ¿son tan geométricos, son reconstruidos totalmente por sus habitantes? ¿O acaso, la señal de una civilización realmente adelantada sería el no dejar señal alguna? ¿Podrían ellos darse cuenta con sólo mirar en qué etapa nos encontramos de una inmensa secuencia cósmica de evolución en el desarrollo de seres inteligentes?

¿Qué otras cosas advertirían? Por lo azul del cielo, podrían obtener un cálculo aproximado del número de Loschmidt, la cantidad de moléculas que hay en un centímetro cúbico a nivel del mar. Aproximadamente tres veces diez elevado a la decimonovena potencia. Les sería fácil determinar la altura de las nubes por el largo de las sombras proyectadas sobre la Tierra. Y si supieran que las nubes son agua condensada, podrían calcular la temperatura de la atmósfera puesto que la temperatura debía descender a cuarenta grados centígrados bajo cero a la altura de las nubes más altas. La erosión de los accidentes geográficos, el recorrido sinuoso de los ríos, la presencia de lagos, todo hablaba de una antigua batalla entre procesos de formación y de erosión de la Tierra.

Podía notarse claramente que se trata de un planeta viejo con una civilización nueva.

La mayoría de los planetas de la Galaxia debían de ser pretécnicos y venerables, quizás hasta inertes. Algunos albergarían civilizaciones mucho más remotas que la nuestra. Debían de ser espectacularmente raros los mundos de civilizaciones técnicas que acababan de surgir. Eso era tal vez la cualidad más original de la Tierra.

A la hora del almuerzo, el paisaje había adquirido una tonalidad verde al sobrevolar el valle del Misisipí. No se percibía casi ninguna sensación de movimiento en los aviones modernos, pensó Ellie. Miró la silueta dormida de Peter; su compañero había rechazado con cierta indignación la posibilidad de aceptar el almuerzo del avión. Del otro lado del pasillo, un ser humano muy joven — de tres meses, quizás — viajaba cómodamente en brazos de su padre. ¿Qué opinión le merecía al niño el viaje aéreo? Uno llega a un lugar particular, entra en una estancia alargada llena de butacas y se sienta. La estancia retumba y se sacude durante cuatro horas. Después, uno se levanta y se va. Por arte de magia, está en un lugar distinto. Los pormenores del transporte parecen oscuros, pero la idea básica es fácil de atrapar, no se requiere para ello la especialización en ecuaciones de Navier-Stokes.

Ya había caído la tarde cuando sobrevolaron Washington, a la espera de autorización para aterrizar. Ellie divisó, entre el monumento a Washington y el de Lincoln, una multitud.

Según había leído una hora antes en el telefax del Times, se trataba de una marcha convocada por los negros para protestar contra las desigualdades económicas y educacionales. Teniendo en cuenta lo justos que eran sus planteamientos, pensó, habían sido demasiado pacientes. Se preguntó cómo reaccionaría la Presidenta ante la manifestación de los negros y la transmisión de Vega, temas ambos sobre los cuales habría de emitir algún comentario oficial al día siguiente.

— ¿Qué quiere decir, Ken, eso de que «se van»?

— Quiero decir, señora, que nuestras señales de televisión abandonan este planeta y se internan en el espacio.

— ¿Y hasta dónde llegan exactamente?

— Con el debido respeto, señora, no es así como hay que planteárselo.

— ¿Cómo, entonces?

— Las señales se expanden desde la Tierra en ondas esféricas, como pequeñas ondas sobre la superficie del agua. Se desplazan a la velocidad de la luz — doscientos ochenta mil kilómetros por segundo —, y continúan eternamente. Cuanto mejores sean los receptores de la otra civilización más lejos podrían encontrarse ellos, y así y todo recibir nuestras señales de televisión. Nosotros mismos podríamos detectar una transmisión potente de televisión proveniente de un planeta que girara en torno de la estrella más cercana.

La Presidenta permaneció un momento, muy erguida, ante los ventanales que daban al jardín. Luego se volvió.

— ¿Se refiere usted… a todo?

— Sí, todo.

— ¿Dice usted todas las porquerías que dan por televisión, los accidentes automovilísticos, los canales pornográficos, las noticias de la noche?

— Todo, señora. — Der Heer sacudió la cabeza.

— A ver si le entendí bien, Der Heer. ¿Esto significa que todas mis conferencias de prensa, mis debates, mi discurso inaugural… todo está allá arriba?

— Esa es la buena noticia, señora. La mala es que también lo están las apariciones por televisión de sus antecesores, de Richard Nixon, de los dirigentes soviéticos, muchas cosas desagradables que su adversario político opinó sobre usted. Es una bendición a medias.

— Dios mío. Prosiga, por favor. — La Presidenta se alejó del ventanal y daba la impresión de estar examinando atentamente un busto recientemente restaurado de Tom Paine, recuperado del sótano del Instituto Smithsoniano, adonde había sido recluido por el mandatario anterior.

— Le explico. Esos minutos de televisión procedentes de Vega fueron una transmisión original de 1936, en la inauguración de los Juegos Olímpicos de Berlín. Pese a que se emitió sólo en Alemania, constituyó la primera transmisión televisiva de la Tierra que contó con una considerable potencia. A diferencia de las transmisiones comunes de radio de los años treinta dichas señales de televisión atravesaron nuestra ionosfera y se internaron en el espacio. Estamos tratando de averiguar qué fue exactamente lo que se propaló en esa oportunidad, pero nos llevará tiempo. A lo mejor, esa bienvenida de Hitler fue sólo un fragmento de la transmisión que lograron captar en Vega.

«Por ende, desde el punto de vista de ellos, Hitler es el primer signo de vida inteligente sobre la Tierra, y no lo digo con ironía. Ellos no saben lo que significa la transmisión; por eso la graban y nos la envían de vuelta. Es una forma de decir: «Hola, los escuchamos».

Yo lo tomo como un gesto de amistad.

— ¿O sea que no hubo transmisiones televisivas hasta después de la Segunda Guerra Mundial?

— Hubo una emisión local en Inglaterra, en oportunidad de la coronación de Jorge VI, y otras similares, pero las transmisiones de envergadura se iniciaron a fines de la década del cuarenta. Todos esos programas se alejan de la Tierra a la velocidad de la luz.

Supongamos que la Tierra está aquí — Der Heer hizo un gesto en el aire —, y que hay una pequeña onda esférica que se aleja de ella a la velocidad de la luz, comenzando en 1936.

La onda sigue creciendo y apartándose de la Tierra. Tarde o temprano, llega a la civilización más próxima la que, asombrosamente, se halla muy cerca, sólo a veintiséis años luz, en algún planeta de la estrella Vega. Ellos la graban y nos la devuelven, pero demora otros veintiséis años en regresar a nosotros. Es evidente que los habitantes de Vega no se tomaron varias décadas en descifrarla. Deben de haber estado preparados, ya listos, esperando que apareciera la primera señal de televisión. La reciben, la registran y nos la envían de vuelta. Sin embargo, a menos que ya hayan estado aquí, en alguna misión de exploración hace cien años, no podían saber que estábamos a punto de inventar la televisión. Por eso la doctora Arroway piensa que esta civilización está inspeccionando todos los sistemas planetarios cercanos, para comprobar si algunos de sus vecinos son capaces de desarrollar una tecnología de avanzada.

— Ken, eso da mucho que pensar. ¿Está seguro de que… cómo se llaman? ¿Los veganos…? ¿Está seguro de que no entienden de qué se trata ese programa de televisión que recibieron?

— Señora, sin duda son inteligentes. La señal de 1936 era muy débil, o sea, que sus detectores deben haber sido tremendamente sensibles para haber podido captarla. Sin embargo, no creo que hayan podido comprender su significado. Ellos probablemente sean muy distintos de nosotros. Deben de tener una historia diferente, distintas costumbres. Es imposible que sepan lo que es una esvástica o lo que fue Adolf Hitler.

— ¡Adolf Hitler! Ken, me pongo furiosa. Cuarenta millones de personas mueren para derrotar a ese megalómano, y él se constituye en la estrella de la primera teledifusión a otro planeta. Nos está representando, a nosotros y a ellos. Es el sueño más alocado de ese demente, hecho realidad.

Hizo una pausa, para continuar con voz más calmada.

— ¿Sabe una cosa? Siempre me pareció que Hitler no era capaz de hacer bien el saludo hitleriano. Le salía torcido, o en un ángulo insólito. También estaba ese saludo con el codo doblado. Si alguien hubiera realizado los Heil Hitler de una forma tan ineficiente, de seguro lo habrían enviado al frente ruso.

— Pero, ¿acaso no hay una diferencia? Él devolvía el saludo a los demás. No estaba aclamando a Hitler.

— Sí, claro que sí — le retrucó la Presidenta y, con un gesto, invitó a su asesor a salir del salón. Cuando iban por el pasillo, de pronto ella se detuvo y miró a Der Heer.

— ¿Qué habría pasado si los nazis no hubiesen tenido televisión en 1936?

— Supongo que hubiese sido la coronación de Jorge VI, o una de las trasmisiones sobre la Feria de Nueva York, en 1939 si es que alguna era lo suficientemente poderosa como para que la captaran en Vega. También podrían haber recibido programas de los últimos años de la década del cuarenta, o principios de los años cincuenta… alguna de aquellas genialidades que había en esa época, signos maravillosos de vida inteligente sobre la Tierra.

— Esos malditos programas son nuestros embajadores frente al cosmos… emisarios de la Tierra. — La Presidenta hizo una pausa para saborear su propia frase —. Con respecto a los embajadores, siempre hay que elegir al mejor; sin embargo, hace cuarenta años que venimos enviando al espacio programas que son prácticamente basura. Me gustaría ver cómo resuelven esto los ejecutivos de las cadenas de televisión. ¡Y que ese loco de Hitler haya sido la primera noticia que tuvieron de los terrestres! ¿Qué van a pensar de nosotros?

En el momento en que Der Heer y la Presidenta ingresaron en el salón del gabinete, los que estaban de pie, formando pequeños grupos, guardaron silencio, y algunos de los que se hallaban sentados hicieron un esfuerzo por levantarse. Con un gesto mecánico, la Presidenta dejó en evidencia su gusto por la informalidad, y saludó de la misma forma al secretario de Estado y al secretario adjunto de Defensa. Luego examinó atentamente a la concurrencia. Algunos le devolvieron la misma mirada expectante; otros, al advertir cierto fastidio en su rostro, esquivaron sus ojos.

— Ken, ¿aún no llegó su amiga astrónoma…? ¿Arrowsmith? ¿Arrowroot?

— Arroway, señora. El doctor Valerian y ella llegaron anoche. Quizá se hayan demorado por algún problema de tráfico.

— La doctora Arroway llamó desde el hotel — informó un joven de impecable atuendo —.

Dijo que estaba recibiendo nuevos datos en su telefax, que quería traer a esta reunión, y pidió que empezáramos sin ella.

Michael Kitz se inclinó hacia delante, y habló con un tono de incredulidad.

— ¿Están transmitiendo información nueva sobre este tema por un teléfono abierto, sin dispositivos de seguridad, en un hotel de Washington?

Der Heer respondió en un tono tan bajo que obligó a Kitz a inclinarse más aún.

— Mike, creo que el telefax de la doctora cuenta, por lo menos, con cifrado comercial.

Además, no se olvide de que no existen pautas establecidas de seguridad en esta cuestión. Sin duda, la doctora tendrá una actitud de colaboración cuando se fijen dichas normas.

— Está bien, comencemos — dijo la Presidenta —. Ésta es una reunión conjunta informal del Consejo Nacional de Seguridad y el Grupo de Tareas que, por el momento, denominamos de Contingencias Especiales. Quiero dejar sentado que nada de lo que se diga en este salón, absolutamente nada, podrá comentarse con persona alguna que no se encuentre aquí, excepción hecha del secretario de Defensa y el vicepresidente, que han viajado al exterior. El doctor Der Heer les habló a ustedes sobre este increíble programa de televisión procedente de la estrella Vega. En opinión del doctor Der Heer y de otros — paseó la vista por los asistentes —, es sólo una casualidad que el primer programa de televisión en llegar a Vega haya tenido como protagonista a Adolf Hitler. Pero es… una vergüenza. Le he solicitado al director de Inteligencia Central que prepare un análisis sobre las posibles implicaciones que, en el marco de la seguridad nacional, podría acarrear esto. ¿Es una amenaza directa por parte de quien sea que esté enviando el mensaje? ¿Vamos a tener problemas si llegara un mensaje nuevo y lo descifrara primero algún otro país? Pero antes quisiera preguntar, Marvin, ¿esto tiene algo que ver con los platillos volantes?

El director de Inteligencia Central, un hombre mayor, de aspecto autoritario, presentó un panorama general. Los objetos volantes no identificados, conocidos por OVNIS, han sido motivo de preocupación para la CIA y la Fuerza Aérea, especialmente en las décadas del cincuenta y el sesenta, en parte debido a los rumores en el sentido de que podrían constituir un medio para que las potencias hostiles crearan confusión y sobrecargaran los canales destinados a las comunicaciones. Varios de los incidentes más confiables resultaron ser penetraciones del espacio aéreo norteamericano o ejercicios de vuelo sobre bases militares de los Estados Unidos en el exterior, por parte de aviones soviéticos o cubanos. Dichos vuelos son un modo habitual ¿e evaluar el grado de preparación del adversario, y los Estados Unidos también realizaban operaciones de esa índole, adentrándose en el espacio aéreo soviético. Un MiG cubano que incursionara trescientos kilómetros por la cuenca del Misisipí era considerado como publicidad indeseable por el NORAD, el Comando de Defensa Antiaérea. El procedimiento de rutina era que la Fuerza Aérea negara que ninguno de sus aviones se encontrara en las cercanías del sitio donde se había avistado el OVNI, y no emitir comentario alguno acerca de la violación de espacio aéreo, con lo que contribuía a fortalecer las creencias populares. Al oír esas explicaciones, el jefe del Estado Mayor de la Fuerza Aérea dio muestras de desagrado, pero no dijo nada. — La gran mayoría de fenómenos de OVNIS denunciados — continuó el director de Inteligencia — eran objetos naturales erróneamente interpretados por el observador. Aviones no convencionales o de tipo experimental, luces de automóviles que se reflejaban contra las nubes, globos, pájaros, insectos luminiscentes, incluso planetas y estrellas vistos en condiciones atmosféricas atípicas. Un número importante de casos resultó ser bromas o verdaderas ilusiones psíquicas. Hubo más de un millón de casos denunciados de OVNIS en el mundo entero desde que se acuñó la expresión «platillo volante», a fines de la década del cuarenta, y ninguno de ellos parecía tener fundada vinculación con seres extraterrestres. Sin embargo, la idea despertaba emociones profundas, y había publicaciones y grupos extremistas, incluso algunos hombres de ciencia, que mantenían viva la supuesta relación entre los OVNIS y la vida en otros mundos. La doctrina del milenio, de reciente origen, mencionaba a seres redentores que se desplazaban en platillos volantes. La investigación oficial de la Fuerza Aérea había culminado en la década del sesenta por falta de progreso, si bien se mantenían ciertas investigaciones mínimas llevadas a cabo conjuntamente por ellos y la CIA. Tan convencida estaba la comunidad científica de que no había nada extraterrestre en los OVNIS, que cuando el presidente Jimmy Carter solicitó a la NASA un estudio exhaustivo sobre dichos fenómenos, el organismo aeroespacial se negó a realizarlo.

— De hecho — interrumpió uno de los científicos presentes que desconocía el protocolo a que se atenían las reuniones como ésa —, el asunto de los OVNIS ha puesto escollos en una labor seria de búsqueda de inteligencia extraterrestre.

La Presidenta suspiró.

— ¿Alguno de los aquí presentes piensan que los OVNIS tienen algo que ver con esta señal que nos llega de Vega? — Der Heer se miraba las uñas. Nadie contestó.

— De todas maneras — continuó la Presidenta —, se va a oír el clamor de muchos apasionados de los OVNIS. Marvin, ¿por qué no sigue usted?

— En 1936, señora, una señal de televisión muy débil transmite la ceremonia de inauguración de las Olimpíadas a un puñado de receptores ubicados en la zona de Berlín.

El objetivo es demostrar el progreso y la superioridad de la tecnología alemana. Hubo algunas transmisiones anteriores, pero todas de muy baja potencia. En realidad, nosotros lo conseguimos antes que ellos. El secretario de Comercio Herbert Hoover realizó una breve aparición ante las cámaras el… 27 de abril de 1927. Lo concreto es que la señal alemana se aleja de la Tierra a la velocidad de la luz, y veintiséis años después llega a Vega. Ellos — quienesquiera que sean — estudian unos años la señal y nos la devuelven notablemente amplificada. La capacidad que tienen de recibir una señal tan débil es impresionante, pero también lo es la capacidad de hacerla regresar en niveles tan altos de potencia. Por cierto que todo esto trae aparejadas muchas cuestiones de seguridad. Los expertos en seguridad electrónica, por ejemplo, desearían saber cómo se hace para detectar señales tan tenues. Esa gente — o lo que fueren —, los habitantes de Vega, seguramente están más adelantados que nosotros, quizás algunas décadas, o mucho más tal vez.

«No nos suministran información alguna respecto de ellos mismos, salvo que en ciertas frecuencias, la señal transmitida no evidencia el efecto de Doppler por el movimiento de su planeta alrededor de su estrella. Nos han simplificado el paso de reducción de datos.

Son… serviciales. Hasta ahora, nada hemos recibido que tenga que ver con asuntos militares ni con ningún otro interés. Lo único que nos dicen es que poseen grandes conocimientos de radioastronomía, que les gustan los números primos, que son capaces de devolvernos nuestra primera imagen televisiva. No creo que haya riesgo alguno en que otras naciones lo sepan. Además, no hay que olvidarse de todos esos países que están recibiendo la misma transmisión de Hitler, una y otra vez. Todavía no han descubierto la manera de descifrarla. Tarde o temprano, los rusos, los alemanes o cualquiera va a plantearse esto de modular la polarización. Mi impresión personal, señora, no sé si el secretario de Estado concuerda conmigo, es que convendría dar a conocer la información al mundo antes de que nos acusen de pretender ocultarla. Si la situación se mantiene sin variantes, si no se producen grandes cambios, deberíamos hacer un anuncio público, e incluso dar a conocer esa filmación de tres minutos.

«Dicho sea de paso, no hemos podido encontrar en los registros germanos qué era lo que incluía esa televisación original. No podemos descartar que los veganos no hayan modificado en algo el contenido antes de devolvérnosla. Reconocemos perfectamente a Hitler, y la parte del estadio olímpico que se ve, coincide con el Berlín de 1936. Sin embargo, no hay forma de constatar si realmente Hitler se estaba rascando el bigote en vez de sonreír, como aparece en esta transmisión.

Ellie llegó algo jadeante, acompañada por Valerian. Trataron de situarse al fondo, contra la pared, pero Der Heer advirtió su presencia y se lo comunicó a la Presidenta.

— Doctora Arrow… way, me alegro de que haya podido llegar. Ante todo permítame felicitarla por el fantástico descubrimiento. Espléndido. Doctora, tenemos entendido que trae usted novedades. ¿Quiere informarnos al respecto?

— Señora Presidenta, perdóneme la tardanza, pero hemos obtenido un enorme logro en el plano cósmico. Nosotros… Es… Trataré de explicarlo de esta manera: hace miles de años cuando había escasa provisión de pergamino, la gente escribía una y otra vez sobre viejos pergaminos, produciendo lo que se llama un palimpsesto. Había escritos debajo de cada cosa escrita. Esta señal de Vega es, por supuesto, muy potente. Como usted sabe, están los números primos, y «debajo» de ellos, en lo que se denomina polarización modulada, este insólito asunto de Hitler. Sin embargo, debajo de la secuencia de números primos y debajo de la transmisión de los Juegos Olímpicos, acabamos de descubrir un mensaje increíblemente rico, o al menos suponemos que se trata de un mensaje.

Pensamos que ha estado allí todo el tiempo, pero acabamos de detectarlo. Si bien es más débil que la señal del anuncio me da vergüenza admitir que no lo habíamos descubierto antes.

— ¿Qué es lo que dice? — preguntó la Presidenta —. ¿De qué se trata?

— No tenemos ni la menor idea, señora. Algunos de los científicos del proyecto Argos se toparon con él esta mañana, hora de Washington. Hemos trabajado en esto toda la noche.

— ¿Utilizando un teléfono abierto? — quiso saber Kitz.

— Con cifrado comercial común. — Ellie se sonrojó un poco. Abrió el estuche de su telefax, sacó una diapositiva, la colocó en el proyector y todos pudieron verla en la pantalla.

— Aquí está cuanto sabemos hasta ahora. Vamos a ver un bloque de información que contiene aproximadamente mil bits. Luego vendrá una pausa, y después se repetirá el mismo bloque. A continuación habrá otra pausa, y proseguiremos con el bloque siguiente, que también se repite. La repetición de los bloques probablemente tenga por objeto reducir al mínimo los errores de transmisión. Ellos deben de considerar muy importante que recibamos exactamente lo que quieren comunicarnos. A cada uno de esos bloques vamos a llamarlo página. Argos está recibiendo varias decenas de páginas al día, pero no sabemos de qué tratan. No son un simple código visual como el mensaje de las Olimpíadas sino que hay aquí algo mucho más profundo y rico. Por primera vez parece ser información que ellos han producido. La única clave que tenemos hasta ahora es que las páginas están numeradas. Al comienzo de cada página aparece un número de aritmética binaria. ¿Ven ése de ahí? Y cada vez que llega otro par de páginas idénticas, viene con el siguiente número en orden ascendente. En este momento estamos en la página… 10.413. Es un libro voluminoso. Haciendo los correspondientes cálculos, el mensaje debe de haber empezado hace alrededor de tres meses. Hemos tenido suerte de haber empezado a detectarlo tan pronto.

— Yo tenía razón, ¿verdad? — Kitz se inclinó sobre la mesa para hablarle a Der Heer —.

No es la clase de mensaje que podríamos pasarle a los japoneses, los chinos o los rusos, ¿no?

— ¿Va a ser fácil descifrarlo? — preguntó la Presidenta.

— Desde luego, pondremos nuestro máximo empeño. También sería conveniente que colaborara la Agencia Nacional de Seguridad. No obstante, yo supongo que, sin una explicación de Vega, sin una cartilla de instrucciones, no vamos a adelantar mucho.

Obviamente no parece escrito en inglés, en alemán ni en ningún idioma de la Tierra.

Tenemos esperanzas de que el Mensaje concluya tal vez en la página 20.000 ó 30.000 y vuelva a comenzar, para que podamos completar las partes que nos faltan. A lo mejor antes de repetirse el Mensaje entero, vienen algunas instrucciones para comprenderlo cabalmente…

— Con su permiso, señora Presidenta…

— Señora Presidenta, éste es el doctor Peter Valerian, del Instituto de Tecnología de California, uno de los pioneros en este campo.

— Adelante, doctor Valerian.

— El mensaje ha sido enviado intencionadamente. Ellos saben que estarnos aquí. Por la transmisión de 1936 que interceptaron, tienen alguna idea de nuestra tecnología, de nuestro grado de inteligencia. No se tomarían todo este trabajo si no desearan que entendiéramos el Mensaje. En alguna parte de ese Mensaje debe de haber una clave que nos ayude a decodificarlo. Sólo es cuestión de almacenar la totalidad de los datos y analizarlos con mucho cuidado.

— ¿De qué supone usted que trata el Mensaje?

— Imposible saberlo, señora. Sólo puedo repetirle lo expresado por la doctora Arroway:

se trata de un Mensaje complejo. La civilización transmisora está ansiosa de que lo recibamos. Quizá no sea más que un pequeño volumen de la Enciclopedia Galáctica. La estrella Vega es tres veces más grande que el Sol, y casi cincuenta veces más brillante.

Debido a que quema su combustible nuclear con tanta rapidez, tendrá una vida mucho más breve que el Sol…

— Sí. Puede estar ocurriendo algo serio en Vega — lo interrumpió el director de Inteligencia Central —. A lo mejor el planeta está a punto de quedar destruido y quieren que alguien conozca su civilización antes de ser exterminados.

— También podría ser — insistió Kitz — que estuvieran buscando otro sitio adonde mudarse y que la Tierra les conviniera. Tal vez no sea por casualidad que resolvieron enviarnos la película de Hitler.

— Un momento — propuso Ellie —. Hay muchas posibilidades, pero no todo es posible.

La civilización emisora no tiene posibilidad de saber si hemos recibido el Mensaje, y mucho menos de constatar si podemos descifrarlo. Si el Mensaje resulta ofensivo, no estamos obligados a responderlo. Y aun si lo contestáramos, pasarían veintiséis años antes de que ellos recibieran la respuesta, y otros veintiséis para hacernos llegar la suya.

La velocidad de la luz es enorme, pero no infinita. Estamos aislados de Vega. Y si el mensaje contuviera algún motivo de preocupación para nosotros, tendríamos décadas para decidir el curso a seguir. Es muy pronto para que nos dejemos dominar por el pánico. — Estas últimas palabras las pronunció con una agradable sonrisa dirigida a Kitz.

— Agradezco sus conceptos, doctora — manifestó la Presidenta —. Sin embargo, las cosas están sucediendo con demasiada prisa. Y quedan muchos interrogantes sin respuesta. Ni siquiera he hecho aún una declaración pública sobre esto. No he tenido tiempo todavía de hablar sobre los números primos, sobre lo de Hitler, y ya tenemos que pensar en ese «libro» que, según usted, nos están enviando. Y como ustedes, los científicos, no son propensos a intercambiar opiniones, corren los rumores. Phyllis, ¿dónde está esa carpeta? Fíjense los titulares que voy a leerles.

Todos dejaban entrever la misma idea, con mínimas variaciones de estilo periodístico:

«Experta Espacial Afirma Señales de Radio Provienen de Monstruos de Ojos Saltones».

«Telegrama Astronómico Sugiere Existencia Inteligencia Extraterrestre», «¿Una Voz del Cielo?» y «¡Llegan los Invasores!» La Presidenta dejó caer los recortes sobre la mesa.

— Al menos todavía no se ha dado a conocer la historia de Hitler. No veo la hora de leer esos titulares: «Hitler Está Vivo y Reside en el Espacio». O algo mucho peor. Yo propondría levantar la sesión y volver a reunimos después.

— Con su permiso, señora — la interrumpió Der Heer —, hay ciertas implicaciones internacionales que deberían ser tratadas ahora.

La Presidenta se limitó a asentir con un suspiro.

— Corríjame si me equivoco, doctora Arroway — prosiguió Der Heer —. Todos los días sale la estrella Vega sobre el desierto de Nuevo México y ustedes reciben una página de esta compleja transmisión, la que casualmente estén enviando en ese momento a la Tierra. Unas ocho horas más tarde la estrella se pone. ¿Hasta aquí voy bien? De acuerdo.

Al día siguiente vuelve a salir la estrella por el este, y ustedes perdieron las páginas remitidas durante el lapso en que no pudieron observar la estrella, es decir, por la noche.

Así, estaríamos recibiendo desde la página treinta a la cincuenta, desde la ochenta a la cien, y así sucesivamente. Por más paciente que sea nuestra observación, siempre nos faltarían grandes tramos de información. Y aunque el mensaje vuelva a repetirse, existirían brechas.

— Eso es muy cierto — convino Ellie, al tiempo que se dirigía hasta un inmenso globo terráqueo. Era obvio que la Casa Blanca se oponía al concepto de oblicuidad de la Tierra puesto que el eje del globo era decididamente vertical. Ellie lo hizo girar —. La Tierra da vueltas en redondo. Para que no haya brechas, harían falta telescopios distribuidos regularmente en numerosas longitudes. Cualquier país que se dedique a observar sólo desde su territorio, recibirá un tramo del mensaje, y luego dejará de recibirlo, quizás en la parte más interesante. Es el mismo tipo de problema con que se enfrenta una de nuestras naves espaciales interplanetarias que envía información a la Tierra al pasar junto a algún planeta, pero quizás en ese momento, los Estados Unidos estén orientados hacia el otro lado. Por eso la NASA cuenta con tres estaciones de rastreo distribuidas en forma pareja en cuanto a latitud alrededor de la Tierra. A través de los años, estas relaciones han dado un excelente resultado. Pero… — Su voz se fue perdiendo, al tiempo que ella posaba sus ojos en P. L. Garrison, funcionario de la NASA allí presente.

— Bueno, gracias. Sí. La denominamos Red Intergaláctica y estamos muy orgullosos de ella. Poseemos estaciones en el desierto de Mojave, en España y en Australia. Desde luego, nuestros recursos financieros no alcanzan, pero con un poco de ayuda podremos acelerar nuestra labor.

— ¿España y Australia? — preguntó la Presidenta.

— Por razones de trabajo puramente científico — decía en ese momento el secretario de Estado —. Estoy seguro de que no habrá problemas. No obstante, si este programa de investigación tuviera derivaciones políticas, eso podría acarrearnos trastornos.

En los últimos tiempos se habían enfriado las relaciones de los Estados Unidos con ambos países.

— Sin lugar a dudas habrá derivaciones políticas — sostuvo la Presidenta.

— Pero no tenemos por qué atarnos a la superficie de la Tierra — intervino el general de la Fuerza Aérea —. Sólo se necesitaría instalar un gran radiotelescopio en nuestra órbita.

— Muy bien. — La Presidenta paseó la mirada por los asistentes —. ¿Tenemos ya un radiotelescopio espacial? ¿Cuánto tiempo nos llevará la instalación? ¿Quién lo sabe?

¿Doctor Garrison?

— Este… no, señora Presidenta. Durante los últimos tres años fiscales, la NASA ha presentado la propuesta del Observatorio Maxwell, pero nunca se lo incluyó en el presupuesto. Tenemos hecho un estudio pormenorizado, desde luego, pero llevaría años — tres, por lo menos — su puesta en práctica. Me veo en la necesidad de recordarles que hasta el otoño pasado los rusos poseían un radiotelescopio en funcionamiento en la órbita de la Tierra. No sé qué fue lo que falló, pero ellos estarían en mejores condiciones de enviar un cosmonauta a repararlo que nosotros de construir y lanzar uno desde cero.

— ¿Eso es todo? — dijo la Presidenta —. La NASA cuenta con un telescopio común en el espacio pero no con un radiotelescopio de grandes dimensiones. ¿No hay nada allá arriba que nos sirva? ¿Qué pasa con los organismos de inteligencia, la Agencia Nacional de Seguridad?

— Siguiendo con la misma idea — sostuvo Der Heer —, estamos recibiendo una señal muy potente en muchas frecuencias. Cuando Vega se pone en los Estados Unidos, hay otros radiotelescopios en varios países que reciben y registran la señal. No son tan sofisticados como los del proyecto Argos y quizá no han descubierto aún lo de la polarización modulada. Si nos ponemos a preparar un radiotelescopio para después lanzarlo al espacio, tal vez entonces el mensaje ya haya desaparecido. ¿No le parece doctora, que la única solución lógica sería la colaboración inmediata de varios países?

— No creo que ningún país solo pueda llevarlo a cabo. Harán falta muchas naciones, extendidas en longitud, alrededor de todo el globo. Será necesario utilizar los principales observatorios de radioastronomía ya existentes, los grandes radiotelescopios de Australia, la China, la India, la Unión Soviética, Medio Oriente y Europa Occidental. Sería una terrible irresponsabilidad de nuestra parte si nos quedáramos sin alguna parte del Mensaje sólo porque no hubo un telescopio enfocando a Vega. Algo tendremos que hacer respecto del Pacífico Oriental, entre Hawaii y Australia, y quizá también en el Atlántico medio.

— Bueno — intervino el director de Inteligencia Central —, los soviéticos poseen varios barcos de rastreo de satélites, que operan entre las bandas S y X, como por ejemplo el Akademik Keldysh y el Marshal Nedelin. Si llegamos a un acuerdo con ellos, tal vez podrían estacionar naves en el Atlántico o el Pacífico para cubrir esas brechas.

Ellie estuvo a punto de responder, pero la Presidenta se le adelantó.

— Está bien, Ken. Tiene usted razón, pero les repito que esto avanza con demasiada prisa y yo tengo otros asuntos importantes entre manos. Desearía que el director de Inteligencia y el personal de Seguridad Nacional trabajaran esta misma noche para determinar si nos queda alguna otra alternativa además de la cooperación con otros países, especialmente aquellos que no son nuestros aliados. Le encomiendo al secretario de Estado que, junto con los científicos, redacte una lista de naciones y de individuos con quienes tendremos que ponernos en contacto en caso de necesitar colaboración, y una evaluación de las consecuencias. ¿Algún país puede enojarse con nosotros si no le pedimos que escuche la señal? ¿Es posible que suframos algún chantaje por parte de alguien que prometa dar información y luego nos la niegue? ¿No sería conveniente que más de un país cubriera cada longitud? Analicen las posibles derivaciones. Y por favor — sus ojos fueron escrutando todos los rostros —, les pido que guarden el secreto. Usted también, Arroway. Demasiados problemas tenemos ya…

Загрузка...