El escepticismo es la castidad del intelecto, y es una vergüenza entregarlo demasiado pronto o al primero que se nos presenta: es un acto noble conservarlo con orgullo a través de la larga juventud, hasta que por fin, al alcanzar la madurez del instinto y la discreción, uno pueda entregarlo sin riesgos para obtener a cambio fidelidad y facilidad.
Se había producido una situación de insurgencia, en el que el enemigo era muy superior en efectivos y en capacidad de ataque. Podía incluso derrocar al gobierno y utilizar los propios recursos del adversario para sus fines…
La Presidenta estornudó y buscó un pañuelo de papel en el bolsillo de su bata. No llevaba maquillaje, y se le notaba una crema suavizante en los labios agrietados.
— El médico me ordenó quedarme en cama por el peligro de contraer una neumonía viral. Le pedí que me recetara algo, pero según él, no existen antibióticos contra los virus.
Entonces, ¿cómo sabe que tengo un virus?
Der Heer abrió la boca para responder, gesto que no llegó a completar porque ella siguió hablando.
— No, no me conteste, porque seguro que va a hablarme del ADN, y necesito recurrir a las pocas fuerzas que me quedan para escuchar su historia. Si no tiene miedo de contagiarse, acérquese una silla.
— Gracias. Se trata del informe que tengo aquí, vinculado con la cartilla de instrucciones, que incluye un largo apéndice de neto corte técnico. Pensé que podía interesarle. En pocas palabras, le cuento que estamos leyendo, y comprendiendo, el Mensaje casi sin dificultad. Es un programa de aprendizaje sumamente ingenioso, y ya hemos reunido un vocabulario de alrededor de tres mil vocablos.
— No entiendo cómo es posible. Comprendo que puedan enseñarnos los nombres de sus números. Se marca un punto, y debajo se escriben las letras U N O, y así sucesivamente. Podría ser que enviaran un dibujo de una estrella, y debajo escribieran ESTRELLA, pero no veo cómo se dan mafia para usar verbos, tiempos pretéritos, los condicionales.
— Utilizan películas, porque las películas son perfectas para ilustrar verbos. Y a veces lo hacen con números, porque se pueden comunicar hasta ideas abstractas con ellos. Le explico cómo: primero nos envían los números y luego introducen algunas palabras, que nosotros entendemos. Mire, voy a indicarle las palabras con letras. Nos llega algo así (las letras representan los símbolos que insertan los veganos). — Escribió:
1A1B2Z 1A2B3Z 1A7B8Z «¿Qué le parece que es?
— ¿Mi boletín de calificaciones de la secundaria? ¿Lo que me está diciendo es que A simboliza una combinación de puntos y rayas, y que B simboliza otra combinación distinta?
— Exacto. Sabemos lo que son uno y dos, pero desconocemos qué significan A y B.
¿No le dice nada una secuencia de este tipo?
— Que A significa «más» y B, «es igual a».
— Muy bien. Sin embargo, seguimos sin saber qué es la Z. Supongamos que nos llega una transmisión así:
1A2B8Y «¿Se da cuenta?
— Déme otro ejemplo que termine en Y.
2000A4000BOY — Creo que ya entendí. Z significa «verdadero»; Y, «falso».
— Perfecto, Muy bien para una presidenta afectada por un virus y una crisis en Sudáfrica. Así, en unos pocos renglones de texto, nos enseñaron cuatro palabras; «más», «igual», «verdadero» y «falso». Cuatro vocablos muy útiles, dicho sea de paso. Después nos enseñan la división; dividen uno por cero y nos dan la palabra «infinito», o quizá «indeterminado». O nos dicen:
«La suma de los ángulos interiores de un triángulo es igual a dos ángulos rectos», y comentan que esa afirmación es verdadera sólo si el espacio es plano, pero falsa si se trata de un espacio curvo. De esa forma hemos aprendido a decir «si»…
— Nunca supe que el espacio pudiera ser curvo. ¿Cómo es posible que lo sea? No, está bien. No me conteste, porque seguramente eso no tiene nada que ver con el problema que debemos encarar.
— En realidad…
— Me dijo Sol Hadden que la idea de dónde podía estar la cartilla partió de él. No me mire así, Der Heer. Yo hablo con toda clase de personas.
— No fue mi intención… Tengo entendido que Hadden presentó varias sugerencias, todas ya planteadas con anterioridad por los científicos. La doctora Arroway las puso a prueba, y tuvo éxito con una de ellas: la modulación de fase.
— Sí. A ver si entendí bien, Ken. La cartilla está diseminada dentro del Mensaje, ¿verdad? Hay muchas repeticiones. Y hubo una primera cartilla poco después de que Arroway captara la señal por primera vez.
— Fue en seguida de haber registrado el tercer nivel del palimpsesto, el diseño de la Máquina.
— ¿Y es cierto que muchos países cuentan con la tecnología necesaria como para leer las instrucciones?
— Bueno, precisan un dispositivo llamado correlator de fase. Pero sí, los países importantes pueden leerlas.
— Quiere decir que los rusos, o para el caso, los chinos o los japoneses, pueden haber leído la cartilla hace un año, ¿no? ¿Cómo sabe usted si no han empezado ya a fabricar la Máquina?
— Yo también me lo pregunté, pero Marvin Yang asegura que es imposible. Las fotografías tomadas por satélites, los aparatos electrónicos de inteligencia, todo parece confirmar que no hay indicios de ningún proyecto de construcción como el que se necesitaría para fabricar la Máquina. Ahora bien, a todos se nos pasó por alto. Nos dejamos seducir por la idea de que las instrucciones tenían que venir al principio, y no insertas en medio del Mensaje. Sólo cuando se reinició el Mensaje y vimos que allí no estaban, empezamos a considerar otras posibilidades. Este trabajo se realizó en estrecha colaboración con los rusos y todos los demás. Pienso que nadie nos lleva la delantera, pero al mismo tiempo todos disponen ahora de las instrucciones. Me inclino a pensar que no hay para nosotros un curso unilateral de acción.
— Yo no quiero un curso unilateral de acción, pero sí saber con certeza que nadie más lo tiene. Bien, volviendo al tema de la cartilla. Ya hemos aprendido a decir «verdadero», «falso», «si…» «el espacio es curvo». ¿Cómo se hace para fabricar una Máquina con tan pocos datos?
— Mire, me parece que el resfriado no le ha embotado a usted los sentidos en lo más mínimo. Bueno, partamos desde allí. Por ejemplo, nos envían una tabla periódica de los elementos, y así mencionan todos los elementos químicos, la idea del átomo, la idea de un núcleo de electrones, protones y neutrones. Repasan algo de la mecánica cuántica sólo para cerciorarse de que les estamos prestando atención. Luego se concentran específicamente en los materiales necesarios para la construcción. Por ejemplo, como van a hacer falta dos toneladas de erbio, describen una estupenda técnica para extraerlo de rocas comunes. — Levantó una mano, adelantándose a una probable interrupción —.
No me pregunte por qué precisamos dos toneladas de erbio, porque nadie tiene ni la más remota idea.
— No iba a preguntar eso, sino cómo hicieron para especificar cuánto es una tonelada.
— La contaron en masas planckianas. La masa planckiana es…
— No me explique. Se trata de algo que conocen todos los físicos del planeta, ¿verdad?
Y que yo, por supuesto, desconozco. Vamos a lo fundamental. ¿Entendemos las instrucciones lo suficiente como para comenzar a descifrar el Mensaje? ¿Seremos capaces de construir esa Máquina o no?
— Todo indicaría que sí. Hace apenas una semana que tenemos la cartilla, y ya hemos comprendido capítulos enteros del Mensaje, con sus esmerados diseños y su sobreabundancia de explicaciones. Seguramente podremos entregarle una maqueta tridimensional de la Máquina antes de la reunión del jueves, para la elección de los tripulantes. Hasta ahora no sabemos cómo funciona la Máquina ni para qué sirve. Se mencionan algunos compuestos químicos orgánicos que parecerían no tener sentido en una máquina. No obstante, casi todos opinan que será posible fabricarla.
— ¿Quién piensa que no?
— Bueno, Lunacharsky y los rusos. Y Billy Jo Rankin, desde luego. Todavía hay gente para quien la Máquina hará estallar el mundo o inclinar el eje de la Tierra… Pero lo que impresiona a la mayoría de los científicos es lo precisas que son las instrucciones, y cuántos enfoques distintos sugieren la misma cosa.
— ¿Y qué opina Eleanor Arroway?
— Ella piensa que, si quisieran liquidarnos, se presentarían aquí dentro de unos veinticinco años, y nada podríamos hacer para protegernos porque son demasiado superiores a nosotros. Por eso dice que hay que construir la Máquina, pero si nos preocupa algún posible daño al medio ambiente, habría que fabricarla en un sitio apartado. El profesor Drumlin sostiene que puede construírsela en el centro mismo de California, por lo que a él respecta. Más aún, promete estar presente todo el tiempo que demande la fabricación, de modo que sería el primero en morir si llegara a estallar.
— Drumlin es el hombre que dedujo que se trataba del diseño de una Máquina, ¿no?
— No exactamente…
— Ya, voy a leer todos los antecedentes antes de la reunión del jueves. ¿Tiene algo más que comentarme?
— ¿En serio va a permitir que Hadden se encargue de la construcción?
— Bueno, eso no depende sólo de mí. El tratado que están redactando en París nos asignaría un cuarto del poder de decisión. Los rusos tendrían otro cuarto; los chinos y japoneses, en conjunto, otro cuarto, y el último cuarto para el resto del mundo. Muchos países desean construir la Máquina, o al menos algunas partes. Está el incentivo del prestigio, de las nuevas industrias, de conocimientos inéditos. A mí me parece perfecto, siempre y cuando nadie nos lleve la delantera. Es posible que a Hadden se le encomiende una parte. ¿Qué pasa? ¿Acaso no lo cree técnicamente idóneo?
— Sí, claro que sí, pero…
— Si no hay más temas que tratar, lo veo el jueves, Ken, virus mediante.
En el momento en que Der Heer cerraba la puerta y entraba en la habitación contigua, se produjo un explosivo estornudo presidencial. Sentado muy erguido en un sofá, el oficial de turno se sobresaltó. Der Heer lo tranquilizó con un gesto, y el hombre le pidió disculpas con una sonrisita.
— ¿Eso es Vega? ¿Y por eso hacen tanto alboroto? — preguntó la Presidenta, con cierto desencanto. Sus ojos se habían acostumbrado ya a la oscuridad, luego de la arremetida de flashes y luces de televisión con que los periodistas registraron su presencia unos momentos antes. Las fotos de la Presidenta en el acto de mirar por el telescopio del Observatorio Naval, que aparecerían en los diarios del día siguiente, no serían del todo auténticas puesto que ella no pudo ver nada hasta que se retiraron los fotógrafos, restableciéndose la oscuridad del recinto.
— ¿Por qué se mueve?
— Hay turbulencia en el aire, señora — le explicó Der Heer — Algunas burbujas de aire tibio pasan por allí, y distorsionan la imagen.
— Es como mirar a mi marido en la mesa del desayuno cuando se interpone una tostadora entre nosotros — comentó ella afectuosamente, levantando la voz para que la oyera su esposo, que se encontraba cerca, conversando con el director del observatorio.
— Sí, pero últimamente ya no hay tostadora en la mesa del desayuno — acotó él, de buen humor.
Antes de jubilarse, Seymour Lasker ocupaba un alto cargo en el sindicato de obreros del vestido. Había conocido a su mujer años atrás, cuando ella representaba a una empresa de indumentaria femenina, de Nueva York, y se enamoraron en el curso de la negociación de un convenio laboral. Llamaba la atención la excelente relación del matrimonio teniendo en cuenta sus ocupaciones tan disímiles.
— Yo puedo prescindir de una tostadora, pero demasiadas son las veces en que no me es posible desayunar con él. — La Presidenta enarcó las cejas en dirección a su marido, y luego, prosiguió mirando por el ocular del telescopio —: Me recuerda a una ameba azul…
toda gelatinosa. — Luego de la ardua sesión para elegir a los tripulantes, la Presidenta se hallaba de muy buen humor, y el resfriado se le había curado casi del todo —. Y si no hubiera turbulencia, Ken, ¿qué vería?
— Sólo un punto brillante, con una luz fija, sin titilar.
— ¿Nada más que Vega? ¿Ningún planeta, ningún anillo?
— No, señora. Todo eso sería demasiado pequeño y tenue como para que lo captara incluso un telescopio de grandes dimensiones.
— Bueno, espero que los científicos sepan lo que hacen — expresó en un susurro —.
Estamos arriesgándonos muchísimo por algo que nunca hemos visto.
Der Heer se desconcertó.
— Sin embargo hemos visto treinta y un mil páginas de texto, figuras, palabras, y además, la cartilla de instrucciones.
— Según lo entiendo yo, eso no es exactamente verlo sino llegar a una deducción. No me diga que los científicos del mundo entero están recibiendo la misma información, porque ya lo sé. También sé que los planos de la Máquina son claros y precisos, y que si nos echamos atrás, algún otro va a pretender construirla. Todo eso lo sé, pero no por eso dejo de estar nerviosa.
El grupo recorrió las instalaciones del Observatorio Naval para regresar a la residencia del Vicepresidente. Durante las últimas semanas se habían fijado en París las pautas para la elección de los tripulantes. Los Estados Unidos y la Unión Soviética exigían dos plazas cada uno; en esas cuestiones actuaban como perfectos aliados. Sin embargo, les costaba mucho imponer su criterio a los demás países del Consorcio. A ambas superpotencias ya no les resultaba tan fácil dominar a las demás naciones.
A la empresa se la consideraba una actividad de toda la especie humana. El nombre «Consorcio Mundial para el Mensaje» habría de cambiarse por «Consorcio Mundial para la Máquina». Los países que poseían ciertos tramos del Mensaje pretendían hacer valer su derecho a designar un tripulante. Los chinos sostenían que, a mediados del siguiente siglo, su población ascendería a mil quinientos millones, pero muchos de ellos serían hijos únicos debido al experimento llevado a cabo por su gobierno para reducir la tasa de natalidad. Una vez crecidos, esos niños — aseguraban — serían más inteligentes y más estables en el plano emocional que los niños de otros países, donde imperaban normas menos estrictas para la procreación. Dado que, en el término de cincuenta años, jugarían un papel más preponderante en los asuntos mundiales, sostenían, merecían que se les asignara por lo menos uno de los cinco lugares de la máquina.
Europa y Japón renunciaron a exigir una plaza a cambio de que se les encomendara la fabricación de importantes componentes de la Máquina, lo cual, en su opinión, les traería aparejado un gran beneficio económico. Por último, se reservó un lugar para los Estados Unidos, la Unión Soviética, China y la India, y el quinto quedó sin decidir. Respecto de esta última plaza hubo arduas negociaciones multilaterales basadas en el número de habitantes, el poderío económico, industrial y bélico, la alineación política de los países e incluso ciertas consideraciones sobre la historia de la especie humana.
Brasil e Indonesia aspiraban a ese quinto asiento fundándose en la cantidad de sus habitantes y en el equilibrio geográfico; Suecia se ofreció para actuar de arbitro en caso de que hubiera litigios de orden político; Egipto, Irak, Pakistán y Arabia Saudita planteaban cuestiones de equidad religiosa. Otros sugerían que, para la elección del quinto tripulante, se tuvieran en cuenta los méritos personales más que la nacionalidad.
Por el momento, la decisión quedó en suspenso.
En los cuatro países seleccionados, los científicos y dirigentes del quehacer nacional se abocaron a la tarea de elegir su candidato. Una especie de debate nacional sobrevino en los Estados Unidos. En los sondeos de opinión se propusieron muchos nombres con distintos grados de adhesión; entre ellos, héroes del deporte, autoridades de las diversas religiones, astronautas, científicos, artistas de cine, la esposa de un ex presidente, comentaristas de televisión, legisladores, millonarios con ambiciones políticas, cantantes de folklore y de rock, rectores de universidades y la Miss América de turno.
Según una larga tradición, desde que se trasladó la residencia del Vicepresidente a los terrenos del Observatorio Naval, los sirvientes de la casa eran suboficiales filipinos incorporados a la Marina de los Estados Unidos. Vestidos con un elegante blazer azul, con un escudo bordado que decía «Vicepresidencia de los Estados Unidos», los ayudantes en ese momento servían café. No se había invitado a esa reunión informal a la mayoría de las personas que participaron en la agotadora sesión para escoger a los tripulantes.
Quiso el destino que Seymour Lasker fuese el primer Primer Caballero de los Estados Unidos. Sobrellevaba su carga — los chistes, las caricaturas — con tan buen humor que por fin el país lo perdonó por haberse casado con una mujer lo suficientemente audaz como para considerarse capaz de dirigir a la mitad del mundo. Lasker en ese momento hacía reír a carcajadas a la esposa y el hijo del Vicepresidente, mientras la Presidenta invitaba a Der Heer a conversar en una biblioteca contigua.
— Muy bien — comenzó ella —. Hoy no se va a tomar decisión alguna y tampoco se hará un anuncio público sobre las deliberaciones. A ver si puedo resumir la situación. No sabemos para qué sirve esa maldita Máquina, pero suponemos, con cierto fundamento, que será para viajar a Vega. Dígame una vez más, ¿a qué distancia queda Vega?
— Veintiséis años luz, señora.
— Entonces, si esta Máquina fuese una especie de nave espacial capaz de desplazarse a la velocidad de la luz — no me interrumpa; ya sé que eso es imposible, que sólo se puede alcanzar una velocidad cercana a la de la luz —, tardaría veintiséis años en llegar a destino, según la forma en que medimos el tiempo aquí en la Tierra. ¿Correcto?
— Exacto. Aparte, habría que sumarle otro año para acceder a la velocidad de la luz y otro más para la desaceleración al llegar al sistema de Vega. Pero desde el punto de vista de los tripulantes, se tardaría mucho menos tiempo; quizás, apenas un par de años, según cuánto puedan aproximarse a la velocidad de la luz.
— Para ser biólogo, Der Heer, veo que ha aprendido mucho de astronomía.
— Gracias, señora. Traté de documentarme sobre el tema.
Ella lo miró largamente antes de proseguir.
— Por lo cual, en tanto la Máquina pueda acercarse a la velocidad de la luz, tal vez no importe demasiado la edad de los tripulantes. Pero si el viaje tarda diez o veinte años — usted mismo dice que es posible —, habría que elegir a una persona joven. Ahora bien; los rusos no aceptan esta hipótesis ya que van a optar entre Arkhangelsky y Lunacharsky, ambos de más de sesenta años.
Leyó los nombres con cierta vacilación, en una ficha que tenía por delante.
— Los chinos casi con seguridad van a enviar a Xi, también de más de sesenta. Por consiguiente, si yo pienso que ellos saben lo que hacen, también debería designar a alguien de sesenta.
Der Heer sabía que Drumlln tenía, exactamente, sesenta años.
— Pero por otra parte…
— Sí, ya sé — continuó la Presidenta —. La doctora india tiene cuarenta y tantos… En cierto sentido, esto es una reverenda estupidez. Estamos eligiendo a alguien para las Olimpíadas, y no sabemos qué deportes competirán. No sé por qué pensamos en enviar hombres de ciencia. Deberíamos escoger a Mahatma Gandhi o para el caso, al mismo Jesucristo, y no me diga que eso es imposible, Der Heer, porque, desde luego, ya lo sé.
— Cuando no se sabe qué deportes intervendrán, se envía a un campeón de decatlón.
— Claro; después nos enteramos de que la competencia era de ajedrez, de oratoria o escultura, y nuestro atleta sale en el último lugar. Bueno, usted opina que deberíamos decidirnos por un experto en el tema de la vida extraterrestre, que haya tenido una participación directa en la recepción y descifrado del Mensaje.
— Una persona con esos antecedentes tendrá idea de cómo piensan los veganos, o al menos, de cómo esperan ellos que pensemos nosotros.
— Y si hablamos de gente del máximo nivel, las opciones serían sólo tres.
Una vez más la Presidenta consultó sus notas.
— Arroway, Drumlin y… ése que se considera un general romano.
— El doctor Valerian, señora. Pero no creo que él se considere un general romano; es su apellido, no más.
— Valerian no se dignó siquiera responder el cuestionario del Comité de Selección. Lo descartó de plano porque no quiere separarse de su esposa, ¿verdad? y conste que no estoy criticándolo. ¿No será que la mujer está enferma o algo así?
— No. Que yo sepa, goza de perfecta salud.
— Bien. Me alegro por ellos. Envíele a la señora una nota de mi parte… dígale algo así como que debe de ser una gran mujer, para que un astrónomo renuncie al universo por ella. Pero esmérese con el lenguaje, Der Heer. Usted conoce el estilo que me gusta.
Agregue también alguna cita, algo de poesía quizá, pero elegante. Todos podríamos aprender mucho de los Valerian. ¿Por qué no los invitamos un día a cenar? Dentro de dos semanas viene el rey del Nepal… sería la oportunidad justa.
Der Heer anotaba rápidamente. Tendría que llamar al encargado de ceremonial de la Casa Blanca cuanto antes, y le quedaba otra llamada más urgente aún. Hacía horas que no podía acercarse siquiera a un teléfono.
— Entonces la opción sería entre Arroway y Drumlin. Ella es unos veinte años más joven, pero él tiene un estado físico envidiable. Practica deportes arriesgados, es un científico brillante, tuvo un notable desempeño en la decodificación del Mensaje y hará un muy buen papel cuando tenga que discutir con los otros viejos. Nunca trabajó con armas nucleares, ¿verdad? No quiero mandar a nadie que se haya dedicado a armas nucleares.
«Bueno, Arroway también es excelente como científica. Estuvo al frente del Proyecto Argos, conoce todos los pormenores del Mensaje y posee una marcada tendencia a la indagación. Es muy completa en todo sentido, y presentaría una imagen más juvenil de nuestro país. — La Presidenta hizo una pausa.
«Y a usted le gusta, Ken, lo cual no tiene nada de malo. También a mí me cae muy bien, pero a veces es un poco impertinente. ¿Escuchó la forma en que respondió al interrogatorio?
— Creo que sé a qué parte se refiere. Sin embargo, el Comité de Selección había estado casi ocho horas indagándola, y ella suele fastidiarse con las preguntas que considera tontas. Drumlin es igual. Quizás ella incluso lo haya aprendido de él, puesto que fue discípula suya durante un tiempo, usted sabe.
— Sí; él también contestó varias tonterías. Aquí tenemos la grabación de ambos interrogatorios; primero el de Arroway, y luego el de Drumlin. Oprima la tecla de encendido, Ken.
En la pantalla de un monitor apareció Ellie, a quien entrevistaban en su despacho de Argos. Hasta se alcanzaba a distinguir el papel amarillento con la cita de Kafka. Tal vez, en un sentido amplio, Ellie habría sido mas feliz si sólo hubiera recibido silencio desde las estrellas. Tenía arrugas junto a la boca y marcadas ojeras. Le notó también dos arrugas nuevas en el entrecejo. Al ver su cara de agotamiento en videotape, Ken se sintió culpable.
— ¿Qué opino yo sobre «la crisis mundial de población»? — decía Ellie en ese momento —. ¿Me preguntan si estoy a favor o en contra de ella? ¿Suponen que es una pregunta fundamental que van a hacerme en Vega y quieren estar seguros de que voy a dar una respuesta adecuada? Bien. El exceso de población es el motivo por el cual estoy a favor de la homosexualidad y el celibato del clero. La idea del celibato de los clérigos me parece especialmente buena porque tiende a eliminar cualquier propensión hereditaria al fanatismo.
Aguardó, inmutable, la siguiente pregunta. La Presidenta apretó el botón de pausa.
— Reconozco que algunas preguntas pueden no haber sido del todo felices — continuó la Presidenta —, pero una persona que ocupa un cargo tan prominente, en un proyecto con implicaciones realmente positivas en el plano internacional, no puede tener actitudes racistas. Necesitamos contar con la adhesión del mundo en vías de desarrollo. Por eso tenía sentido formular una pregunta como ésa. ¿No le parece que su respuesta deja en evidencia cierta… falta de tacto? Esa doctora tiene algo de insolente. Ahora veamos a Drumlin.
El científico presentaba muy buen aspecto, estaba bronceado y llevaba una corbata de lazo, a lunares azules.
— Sí, yo sé que todos tenemos emociones — decía —, pero hay que tener presente qué son las emociones. Son motivaciones que llevan hacia una conducta de adaptación, adquiridas cuando aún éramos demasiado tontos para entender las cosas. Pero si yo veo que una manada de hienas viene corriendo a mí mostrando los dientes, sé que estoy en una situación crítica. No necesito segregar unos centímetros cúbicos de adrenalina para comprender el peligro. Hasta puedo entender que quizá sea importante que yo haga cierta contribución genética a la siguiente generación, pero para eso no preciso ayuda de la testosterona en el torrente sanguíneo. ¿Están seguros de que un ser extraterrestre, mucho más avanzado que nosotros, soporta también la carga de las emociones? Sé que muchos me consideran demasiado frío y reservado, pero si honestamente pretenden comprender a esos seres, deben enviarme a mí, puesto que yo me parezco más a ellos que ninguna otra persona.
— ¡Qué sencilla la opción! — exclamó la Presidenta —. Una es atea, y el otro, ya se considera de Vega. ¿Por qué tenemos que enviar científicos? ¿Por qué no elegir a alguien… normal? Es una pregunta retórica — se apresuró a agregar —. Sé que es inevitable escoger a científicos. El Mensaje tiene que ver con la ciencia y está escrito en lenguaje científico. Además, la ciencia es lo que compartimos con los habitantes de Vega.
— Ella no es atea sino agnóstica. Tiene una mente abierta; no obstaculizada por el dogma. Es inteligente, perseverante y una profesional muy idónea. Creo que es la persona que nos hace falta en esta situación.
— Ken, me complace que se haya propuesto sostener la integridad de este proyecto, pero tenga presente los temores que sienten los que están del otro lado. Más de la mitad de las personas con las que hablo consideran que no tenemos por qué construir la Máquina. Si ya no podemos echarnos atrás, quieren que enviemos a alguien que sea absolutamente prudente. Arroway será todo lo que usted dice, pero muy prudente no es.
No hago más que recibir presiones por parte del Parlamento, de mis propios asesores, de las Iglesias. Tengo la sensación de que Arroway logró impresionar a Palmer Joss en la reunión que mantuvieron en California, pero dejó indignado a Billy Jo Rankin. Ayer me llamó él y me dijo: «Esa Máquina va a volar directamente hacia Dios o hacia el diablo.
Cualquiera que fuere el caso, le conviene enviar a un verdadero cristiano.» Trató incluso de valerse de su amistad con Palmer Joss para impresionarme. Es obvio que apunta a que se lo nombre a él. Para una persona como Rankin, Drumlin será un candidato mucho más potable que Arroway. Cierto es que Drumlin es un poco frío, pero también es confiable, de sentimientos patrióticos, un hombre íntegro. Sus antecedentes científicos son impecables, y además, quiere ir. Sí, tiene que ser él, y que Arroway quede como segunda alternativa.
— ¿Puedo informárselo yo a ella?
— Primero habría que hablar con Drumlin. Yo le aviso a usted apenas se haya tomado la decisión final y se la hayamos comunicado a Drumlin… Vamos, arriba ese ánimo, Ken.
¿Acaso no quiere retenerla aquí, en la Tierra?
Eran más de las seis cuando Ellie terminó de informar a los miembros del Departamento de Estado que participaban en las negociaciones de París. Der Heer había prometido llamarla apenas concluyera la reunión para la selección de los tripulantes ya que quería ser él, y no algún otro, quien le comunicara si la habían elegido. Ellie sabía que no había sido muy cortés al responder a sus examinadores, y quizá no la escogieran por ese motivo, entre muchos otros. No obstante, suponía tener alguna posibilidad.
En el hotel encontró un mensaje escrito a mano, que decía: La espero esta noche, a las ocho, en el Museo Nacional de Ciencia y Tecnología. Palmer Joss.
Ni hola ni explicaciones ni la saludo atentamente ni nada, pensó Ellie. Éste realmente es un hombre de fe. El papel en que venía escrita la nota era del propio hotel, y no había domicilio remitente. Era probable que Joss se hubiese enterado de la presencia de Ellie en la ciudad por el secretario de Estado mismo, y que hubiese ido al hotel esperando encontrarla allí. Ella había tenido un día agotador, y lo único que deseaba era poder dedicar todo su tiempo libre a la interpretación del Mensaje. Si bien no tenía muchas ganas de acudir a la cita, se dio una ducha, se cambió, compró una bolsita de castañas y a los cuarenta y cinco minutos tomaba un taxi.
Aunque aún faltaba un rato para la hora del cierre, el museo estaba casi vacío. En todos los rincones del amplio hall de entrada había enormes maquinarias, el orgullo de la industria del calzado, la textil y la del carbón, del siglo XIX. Un órgano de vapor, de la Exposición de 1876, interpretaba una alegre melodía — originariamente compuesta para bronces, le pareció — para un grupo de turistas africanos. No vio a Joss por ninguna parte, y tuvo que contenerse para no dar media vuelta y marcharse.
Si tengo que reunirme con Palmer Joss en este museo, pensó, y de lo único que hemos dialogado es de religión y del Mensaje, ¿dónde sería lo más lógico encontrarlo?
Era como el problema de elegir frecuencias en la búsqueda de inteligencia extraterrestre:
no hemos recibido aún un mensaje de una civilización avanzada y tenemos que decidir en qué frecuencia esos seres — sobre los cuales no sabemos nada, ni siquiera si existen — han resuelto transmitir. En eso se juega algo que sabemos tanto ellos como nosotros.
Ambos por cierto sabemos cuál es el átomo más abundante en el universo, la única frecuencia de radio en la cual éste se absorbe y emite. Ésa fue la lógica que se empleó en las primeras investigaciones de SETI cuando se adoptó la línea de 1420 megahertz de hidrógeno atómico neutral. ¿Qué sería lo equivalente en ese lugar? ¿El teléfono de Alexander Graham Bell? ¿El telégrafo? Pero, claro.
— ¿Hay un péndulo de Foucault en este museo? — le preguntó al guardia.
El ruido de sus pasos resonaba sobre el piso de mármol cuando se acercaba a la rotonda. Joss estaba inclinado sobre la baranda, contemplando el diseño de los puntos cardinales realizado en mosaicos. Había unos pequeños palitos verticales para indicar las horas, algunos parados, otros evidentemente volteados por la esfera a medida que iba pasando el día. Alrededor de las siete de la tarde, alguien lo había detenido, y en ese momento pendía inmóvil. Estaban completamente solos. Joss la había oído llegar hacía por lo menos un minuto, pero no le dijo nada.
— ¿Llegó a la conclusión de que, con una plegaria, puede detener el péndulo? — preguntó Ellie, sonriendo.
— Eso sería abusar de la fe.
— No veo por qué. Al contrario, conseguiría muchísimos adeptos. A Dios no le costaría nada hacerlo, y si mal no recuerdo, usted conversa habitualmente con Él… El motivo no es ése, ¿eh? ¿De veras quiere poner a prueba mi fe en la física que sustenta los osciladores armónicos? De acuerdo.
En cierto modo le sorprendía que Joss quisiera someterla a esa prueba, pero no pensaba acobardarse. Dejó caer del hombro la correa de su cartera y se quitó los zapatos. Joss pasó del otro lado de la baranda de bronce, y luego la ayudó a saltar a ella.
Caminaron resbalándose a medias sobre el declive de mosaicos y se pararon al lado de la esfera del péndulo. Al notar su coloración negro mate, Ellie se preguntó si sería de acero o de plomo.
— Tendrá que darme una mano. — Ellie abrazó la esfera, y juntos la sacaron de su posición vertical hasta quedar pegada al rostro de Ellie. Joss la miraba fijamente. No le preguntó si estaba segura, no le advirtió que tuviera cuidado de no caerse hacia adelante ni le dijo que tratara de no incorporar un componente horizontal de la velocidad al soltar la esfera. Detrás de ella había un buen metro, o metro y medio de piso plano, que luego comenzaba a subir para formar una pared en círculo. «Si no pierdo la calma», se dijo Ellie, «esto va a ser muy sencillo».
Aflojó la presión, y la esfera se alejó de ella.
El período de un péndulo simple, recordó, es 2 n, raíz cuadrada de L sobre g, donde L es el largo del péndulo y g es la aceleración producida por la gravedad. Debido a la fricción en el punto de sostén, el péndulo nunca puede oscilar de regreso a una distancia mayor de su posición original. Lo único que tengo que hacer es no inclinarme hacia adelante, se dijo.
Casi al llegar a la baranda opuesta redujo su velocidad y se detuvo; luego comenzó a recorrer el trayecto inverso mucho más de prisa de lo que había supuesto. A medida que se acercaba hacia ella parecía adquirir temibles proporciones. Era enorme y ya la tenía prácticamente encima. Ellie contuvo el aliento.
— Vacilé — confesó desilusionada, cuando la esfera se alejaba.
— Apenas lo mínimo.
— No. Vacilé.
— Usted cree. Cree en la ciencia. Sólo le queda una pequeñísima duda.
— No, no es así. Eso fue un millón de años de cerebros que luchaban contra miles de millones de años de instinto. Por eso su trabajo es mucho más fácil que el mío.
— En este tema, nuestras profesiones son iguales. Ahora me toca el turno a mí — dijo Joss, y sujetó la esfera en el punto más alto de su recorrido.
— Pero no estamos poniendo a prueba su fe en la conservación de la energía.
Joss sonrió y se plantó con firmeza.
— ¿Qué están haciendo ahí abajo? — preguntó una voz —. ¿Están locos? — Un guardia del museo, con orden de avisar a los visitantes que se acercaba la hora de cierre, se topó con el inverosímil espectáculo de un hombre, una mujer, una hondonada y un péndulo en un desierto rincón del cavernoso edificio.
— No se preocupe, señor — explicó Joss, en tono alegre —. Sólo estamos poniendo a prueba nuestra fe.
— Esto es un museo, y aquí no se pueden hacer esas cosas.
En medio de risas, Ellie y Joss consiguieron colocar la esfera en posición casi estacionaria, y treparon por la pendiente del mosaico.
— Tendría que estar permitido por la Primera Enmienda constitucional — sentenció Ellie.
— O por el primer mandamiento — acotó él.
Ellie se puso los zapatos, se colgó la cartera al hombro y, con la frente en alto, abandonó la rotonda con Joss y el guardia. Sin identificarse y sin que los reconocieran, lograron persuadir al hombre para que no los arrestara. No obstante, los obligaron a salir del edificio acompañados por un nutrido grupo de guardias uniformados, quienes seguramente temían que a Joss y Ellie les diera por encaramarse al órgano de vapor en pos de un ilusorio Dios.
Caminaron en silencio por la calle vacía. Como la noche era clara, Ellie pudo distinguir a Lira sobre el horizonte.
— Ésa más brillante, que se ve allá, es Vega — dijo.
Joss la contempló largo rato.
— El descifrado del Mensaje fue toda una hazaña — sostuvo él.
— No; fue una tontería. Es el mensaje más fácil que se le pudo haber ocurrido a una civilización avanzada. Hubiera sido una vergüenza no poder decodificarlo.
— Veo que le cuesta mucho aceptar los cumplidos. No; éste es uno de los descubrimientos que cambiarán el futuro, o al menos, las expectativas que abrigamos sobre él, como lo fueron en su momento el fuego, la escritura, la agricultura… o la Anunciación. — Volvió a posar sus ojos en Vega —. Si le asignaran un lugar en la Máquina, si pudiera viajar a la otra civilización, ¿qué cree usted que vería?
— La evolución es un proceso estocástico, o sea que no hay tantas posibilidades de predecir con sensatez cómo puede ser la vida en otro lugar. Si usted hubiera visto la Tierra antes del origen de la vida, ¿habría podido predecir una langosta o una jirafa?
— Conozco la respuesta a su pregunta. Usted pensará que esta historia nosotros la inventamos, que la sacamos de algún libro o que nos la cuentan en los templos, pero no es así. Yo tengo un conocimiento cierto y absoluto, producto de mi propia experiencia directa. No puedo expresarlo de otra manera: he visto a Dios cara a cara.
— Cuénteme cómo fue.
Así lo hizo Joss.
— Muy bien — dijo ella por fin —. Usted estuvo clínicamente muerto, luego revivió y recuerda haberse elevado en medio de las tinieblas hasta sumergirse en una luz brillante.
Vio un resplandor con forma humana y supuso que era Dios, pero no hubo nada que le dijera que ese resplandor había creado el universo o sentado una ley moral. Fue sólo una experiencia, que lo conmovió hondamente, sin lugar a dudas. Sin embargo, existen otras explicaciones posibles.
— ¿Tales como…?
— Bueno, por ejemplo el nacimiento. Al nacer atravesamos un largo túnel oscuro para ingresar luego en la luz. No se olvide de lo brillante que es para el bebé, luego de pasar nueve meses en la oscuridad. El nacimiento constituye el primer encuentro con la luz.
Imagínese el asombro que se debe de sentir ante el primer contacto con el color, con la luz, la sombra o el rostro humano, para reconocer los cuales seguramente estamos preprogramados. A lo mejor, si uno casi se muere, el cuentakilómetros vuelve de nuevo a cero por un momento. Que quede claro que no insisto en esta explicación porque es sólo una de muchas posibles, pero sí pienso que tal vez interpretó mal su experiencia.
— Usted no vio lo que vi yo. — Contempló nuevamente la titilante luz azul de Vega y luego miró a Ellie —. ¿Nunca se siente… perdida en su universo? ¿cómo sabe lo que tiene que hacer, cómo debe comportarse, si no existe Dios? ¿Se limita a cumplir la ley para no sufrir castigos?
— A usted no le preocupa el sentirse perdido, Palmer. Lo que le preocupa es no ser el centro, la razón de que se haya creado el universo. En mi universo hay muchísimo orden.
La gravedad, el electromagnetismo, la mecánica cuántica, todo gira en torno de leyes. Y en cuanto al comportamiento, ¿por qué no podemos determinar qué es lo que sirve a nuestro mejor interés… como especie?
— Ésa es una visión muy noble del mundo, y yo sería el último en negar que existe bondad en el corazón del hombre, pero, ¿cuánta crueldad se ha manifestado cuando no había amor a Dios?
— ¿Y cuánta cuando sí lo había? Savonarola y Torquemada amaban a Dios, o al menos eso afirmaban. Su religión toma a las personas como niños a los que hay que asustar con un coco para que se porten bien. Quieren que la gente crea en Dios para que obedezca los preceptos. Entonces lo único que se les ocurre es crear una estricta fuerza policial y amenazar con que un Dios que todo lo ve va a castigar cualquier transgresión que la policía haya pasado por alto. Palmer, usted supone que al no haber vivido yo su experiencia religiosa, no puedo apreciar la grandeza de su dios, pero es todo lo contrario.
Lo escucho hablar y pienso: «¡Su dios es demasiado pequeño! Un despreciable planeta, de unos pocos años de antigüedad, no merece la atención ni siquiera de una deidad menor, y mucho menos del creador del universo.»
— Me está confundiendo con algún otro predicador. Yo estoy preparado para un universo de millones de años, pero lo que digo es que los científicos todavía no lo han demostrado.
— Y yo sostengo que usted no ha comprendido la prueba. ¿En qué puede salir beneficiada la gente si la sabiduría convencional, las «verdades» religiosas son mentiras?
Cuando ustedes tomen plena conciencia de que el hombre es un ser adulto adoptarán otro estilo de predicación.
Se produjo un breve silencio, subrayado sólo por el eco de sus pasos.
— Perdóneme por ser demasiado vehemente.
— Le doy mi palabra, doctora, de que voy a reflexionar sobre lo que me ha dicho. Me ha planteado usted interrogantes para los cuales debería tener respuestas, pero con el mismo espíritu, permítame hacerle yo unas preguntas. ¿De acuerdo?
Ella asintió.
— Piense en la sensación que le produce, en este mismo instante, el hecho de tener conciencia. ¿Acaso siente los miles de millones de átomos en movimiento? Y mas allá de la maquinaria biológica, ¿dónde puede aprender un niño lo que es el amor?
En ese momento sonó el receptor de mensajes de Ellie. Seguramente la llamaba Ken para darle la noticia que estaba esperando. Se fijó en los números que se formaban en el indicador: era, en efecto, el teléfono de la oficina de Ken. No había teléfonos públicos en las inmediaciones, pero al cabo de unos minutos encontraron un taxi.
— Lamento tener que marcharme tan de prisa — se disculpó —. Fue un gusto conversar con usted y voy a pensar muy en serio en sus preguntas. ¿Quería hacerme alguna otra?
— Sí. ¿Qué precepto de la ciencia impide que los científicos actúen con maldad?