La tierra, eso es suficiente
No quiero que las constelaciones estén más cerca
Sé que están bien donde están
Sé que satisfacen a aquellos que pertenecen a ellas
Se demoraron años; fue un sueño de la tecnología y una pesadilla para la diplomacia, pero finalmente se logró construir la Máquina. Se propusieron varios neologismos para designar el proyecto, y nombres evocativos de antiguos mitos, pero como desde el principio todos le dijeron simplemente «la Máquina», ésa fue la denominación que se adoptó. Las complejas y delicadas negociaciones internacionales constituían, para los editorialistas occidentales, la «Política de la Máquina».
Cuando se obtuvo el primer cálculo confiable del costo total de la obra, hasta los titanes de la industria aeroespacial se asustaron. La cifra rondaría los quinientos mil millones de dólares anuales durante varios años, casi la tercera parte del presupuesto militar total — incluyendo armas nucleares y convencionales — del planeta. Se temía que la fabricación de la Máquina acarreara la ruina de la economía mundial. Si se los analizaba con imparcialidad, los titulares del New York Times eran aún más extravagantes de lo que habían sido los del extinto National Enquirer, una década antes.
La historia será testigo de que ningún profeta ni vidente, ningún adivino ni nadie que afirmara tener poderes precognoscitivos, ningún astrólogo ni numerólogo había anticipado el Mensaje ni la Máquina, y mucho menos Vega, los números primos, Adolf Hitler, las Olimpíadas y todo lo demás. Muchos sostenían haberlo pronosticado, especialmente personas que previeron los acontecimientos pero se olvidaron de poner sus vaticinios por escrito. Las predicciones de hechos sorprendentes siempre son más exactas si no se las escribe de antemano: se trata de uno de esos extraños casos habituales de la vida cotidiana. Algunas religiones correspondían a una categoría levemente distinta pues — se argumentaba —, mediante una lectura atenta de sus sagradas escrituras podía anticiparse claramente que habrían de suceder tales prodigios.
Para otros, la Máquina traería aparejada un período de bonanza en la industria aeroespacial, que atravesaba una etapa de declinación desde que se implantaron los Acuerdos de Hiroshima. Se estaban desarrollando muy pocos sistemas nuevos de armamento estratégico. Si bien se notaba un incremento en el negocio de los hábitat en el espacio, eso de ninguna manera compensaba por la pérdida de estaciones orbitales de láser y otros inventos del sistema estratégico de defensa con que soñara un gobierno anterior. Así, los que se preocupaban por la seguridad del planeta si alguna vez llegaba a fabricarse la Máquina, se tragaron sus escrúpulos al tomar en cuenta los beneficios, que se traducirían en un mayor número de empleos, más ganancias y un gran adelanto profesional.
Unos pocos personajes influyentes sostenían que no había panorama más alentador para las industrias de alta tecnología que una amenaza proveniente del espacio. Sería preciso contar con sistemas de defensa, poderosísimos radares de exploración y eventuales puestos de avanzada en Plutón. Esos visionarios no se acobardaban ni siquiera frente a las objeciones respecto de la disparidad militar entre terrestres y extraterrestres. «Aun si no pudiéramos defendernos de ellos, ¿por qué no quieren que los veamos venir?», preguntaban. Se habían invertido billones de dólares en la construcción de la Máquina, pero eso sería sólo el comienzo, si sabían jugar sus cartas.
Se formó una insólita alianza política para propiciar la reelección de la presidenta Lasker, lo que en efecto se transformó en un referéndum sobre si debía, o no, fabricarse la Máquina. Su adversario hablaba de Caballos de Troya y del fin del mundo, y del seguro desaliento de los norteamericanos al tener que vérselas con seres que ya habían «inventado todo». La Presidenta expresó su confianza en que la tecnología nacional sabría enfrentar el desafío, y dejó implícito — aunque no lo dijo con palabras — que el ingenio norteamericano alcanzaría el mismo nivel que el que existía en Vega. Resultó reelecta por un respetable, aunque no abrumador, margen de sufragios.
Un factor decisivo fueron las instrucciones mismas. Tanto en la cartilla vinculada con el lenguaje y la tecnología básica, como en el Mensaje específico sobre la fabricación de la Máquina, no quedó ningún punto sin esclarecer. En ocasiones, se explicitaban tediosos detalles de pasos intermedios que parecían obvios, como por ejemplo cuando, en los fundamentos de la aritmética, se demuestra que si dos por tres es igual a seis, luego tres por dos también da el mismo resultado. Se estipulaba la verificación de cada etapa de la fabricación: el erbio producido por ese proceso debía poseer un noventa y seis por ciento de pureza. Cuando se completara el componente 31 y se lo introdujera en una solución de ácido fluorhídrico, los restantes elementos estructurales debían presentar el aspecto que indicaba el diagrama de la ilustración adjunta. Cuando se montara el Componente 408, la aplicación de un campo transversal magnético de dos megagauss debería hacer girar el rotor a tantas revoluciones por segundo antes de regresar por sí solo a un estado de inmovilidad. Si alguna de las pruebas fracasaba, se rehacía el proceso entero.
Al cabo de un tiempo, uno se habituaba a las pruebas y esperaba poder pasarlas.
Muchos de los componentes subyacentes, construidos por fábricas especiales — diseñadas según las instrucciones de la cartilla —, constituían un desafío para el entendimiento humano. No se entendía muy bien cómo podían funcionar, pero lo concreto era que funcionaban. Aun en tales casos, podían contemplarse los posibles usos prácticos de las nuevas tecnologías. De vez en cuando aparecían nuevos conceptos, sobre todo en el campo de la metalurgia y de los semiconductores orgánicos. En ocasiones se proponían varias tecnologías alternativas para producir un mismo componente; al parecer, los extraterrestres no sabían con certeza qué sistema resultaría más sencillo para la tecnología de la Tierra.
Cuando se terminaron de levantar las primeras fábricas y se produjeron los primeros prototipos, disminuyó el pesimismo acerca de la capacidad del hombre para reconstruir una tecnología extraña, escrita en un lenguaje desconocido. La sensación general era la de ir a rendir un examen escolar sin haberse preparado, y encontrarse con que podían resolverse los problemas aplicando conocimientos previos y sentido común. Como sucede con las pruebas bien estructuradas, el solo hecho de darlas constituía de por sí una experiencia de aprendizaje. Se aprobaron todos los exámenes: la pureza del erbio era la requerida; se obtuvo la superestructura de la ilustración luego de eliminar el material inorgánico con ácido fluorhídrico; el rotor giraba a las debidas revoluciones. Los críticos sostenían que científicos e ingenieros se dejaban adular por el Mensaje, y que al estar tan atrapados por la tecnología, perdían de vista los posibles riesgos.
Para la construcción de un componente, se pedía una serie de reacciones químicas orgánicas particularmente complejas. El producto resultante fue introducido en un recipiente del tamaño de una piscina, que contenía una mezcla de aldehído fórmico y amoníaco. La masa creció, se diferenció y luego permaneció en ese estado. Poseía una complicada red de delgados tubos huecos, a través de los cuales seguramente habría de circular algún líquido. Era coloidal, pulposa y de una tonalidad roja oscura. No producía copias de sí misma, pero era lo suficientemente biológica como para atemorizar a muchos. Al repetirse el proceso, se obtuvo un producto aparentemente idéntico. El hecho de que el producto terminado fuese muchísimo más complicado que las instrucciones seguidas para su elaboración, era todo un misterio. La masa orgánica no se movió de su sitio, sino que permaneció estática. Su ubicación ulterior sería dentro del dodecaedro, en el sector contiguo superior e inferior a la cabina de la tripulación.
Se estaban elaborando maquinarias idénticas en los Estados Unidos y la Unión Soviética. Ambos países prefirieron realizar la construcción en sitios apartados, no tanto para proteger a la población contra posibles efectos perniciosos, sino más bien para controlar el acceso del periodismo, de los curiosos y los que se oponían a la construcción.
Estados Unidos eligió fabricar la Máquina en Wyoming, y la Unión Soviética, en una zona próxima a los Cáucasos, en la república de Uzbek. Se instalaron nuevos establecimientos fabriles en las cercanías de los lugares de montaje. Cuando los componentes podían elaborarse en fábricas ya existentes, la producción se dispersaba en gran medida. Un subcontratista de artículos ópticos de Jena, por ejemplo, producía y ponía a prueba ciertos componentes destinados tanto a la Máquina norteamericana como a la soviética.
Se temía que el hecho de someter un componente a un ensayo no autorizado por el Mensaje pudiera destruir alguna simbiosis sutil de la totalidad de los componentes al ponerse en funcionamiento la Máquina. Una importante subestructura de la Máquina eran tres cápsulas esféricas concéntricas, exteriores, que debían girar a alta velocidad. Si a una de dichas cápsulas se la sometía a una prueba no autorizada, ¿funcionaría luego correctamente al ser ensamblada en la máquina? Y por el contrario, si no se la ponía a prueba, ¿funcionaría después a la perfección?
El principal contratista norteamericano para la construcción de la Máquina era Hadden.
Su dueño prohibió que se practicara ninguna prueba no autorizada y ordenó que se cumplieran al pie de la letra las instrucciones del Mensaje. A sus empleados les sugería que obraran como los nigromantes del medievo, que interpretaban con precisión las palabras de un hechizo mágico: «No se atrevan siquiera a pronunciar mal una sílaba», les advertía.
Faltaban, según qué doctrina calendaria o escatológica uno prefiriera, dos años para el Milenio. Era tanta la gente que se «retiraba», preparándose para el Fin del Mundo o la Venida — o ambas cosas — que en algunas industrias se notaba la falta de mano de obra cualificada. Una de las claves del éxito obtenido por los norteamericanos hasta ese momento residía en la firme decisión de Hadden de reestructurar su plantel de operarios para que la fabricación de la Máquina alcanzara un óptimo nivel.
Sin embargo, también Hadden se había «retirado», toda una sorpresa teniendo en cuenta las conocidas opiniones del inventor de Predicanex. «Los milenaristas me volvieron ateo», afirmó. Sus empleados aseguraban que las decisiones fundamentales seguía tomándolas él. Sin embargo, la comunicación con Hadden se realizaba mediante una rápida telerred asincrónica: sus subordinados dejaban los informes sobre el progreso de la construcción, los pedidos de autorización y preguntas de cualquier índole en una caja cerrada de un popular servicio de telerred científica, y recibían las respuestas en otra caja similar. El sistema era insólito, pero daba resultado. A medida que se iban resolviendo las etapas más complejas y la Máquina comenzaba ya a tomar forma, cada vez se tenían menos noticias de Hadden. Los ejecutivos del Consorcio Mundial empezaron a preocuparse, pero luego de una larga charla con Hadden, mantenida en un sitio no revelado, regresaron mucho más tranquilos. Nadie más conocía el paradero del industrial.
El arsenal mundial descendió a menos de tres mil doscientas armas nucleares por primera vez desde mediados de la década de 1950. Se notaba un adelanto en las conversaciones multilaterales vinculadas con los aspectos más difíciles del desarme.
Aparte, al utilizar nuevos sistemas automáticos para verificar el cumplimiento del tratado, había perspectivas alentadoras de una mayor reducción de armamentos. El proceso había generado una suerte de impulso propio en la mente tanto de los expertos como del público. Como ocurre en toda carrera armamentista, cada potencia procuraba marchar al mismo ritmo que la otra, pero en este caso la diferencia estaba en que se trataba de disminuir la cantidad de armas. En términos prácticos militares, no habían renunciado a mucho ya que conservaban la capacidad de destruir la civilización planetaria. No obstante, en el optimismo con que se miraba el futuro y en las esperanzas que se cifraban sobre la nueva generación, ya era notable lo que se había logrado. Quizá debido a los inminentes festejos mundiales del Milenio, tanto seculares como canónicos, también había decaído enormemente la cantidad de conflictos bélicos anuales entre los países.
«La Paz de Dios», la denominó el cardenal arzobispo de Ciudad de México.
En Wyoming y Uzbekistán se crearon nuevas industrias, al tiempo que surgían ciudades enteras. Desde luego, el costo recaía en forma desproporcionada sobre los hombros de los países industrializados, pero el costo prorrateado por cada habitante del planeta era de aproximadamente cien dólares por año. Para un cuarto de la población mundial, cien dólares representaban una parte considerable de su ingreso anual. Aunque la inversión de dinero en la Máquina no producía bienes ni servicio directos, se la consideraba un excelente negocio puesto que daba impulso a nuevas tecnologías.
En opinión de muchos, se avanzaba con demasiada prisa, y era menester comprender acabadamente cada paso antes de iniciar el siguiente. ¿Qué importaba, decían, que la fabricación de la Máquina se realizara en el curso de varias generaciones? La posibilidad de repartir los costos en varias décadas aliviaría, según ellos, los problemas económicos que acarreaba a los países la construcción. Se trataba, desde cualquier punto de vista, de un consejo prudente pero difícil de llevar a la práctica. ¿Acaso podía elaborarse un solo componente de la Máquina? En todo el mundo, científicos e ingenieros pretendían que se les diera rienda suelta al encarar aspectos de la fabricación para los cuales estaban capacitados.
Algunos temían que, si no se obraba con rapidez, jamás habría de construirse la Máquina. La Presidenta de los Estados Unidos y el Premier soviético se habían comprometido a llevar a cabo la tarea, pero nadie podía garantizar que sus sucesores respetaran el convenio. Además, por motivos personales muy comprensibles, los que estaban a cargo del proyecto deseaban verlo terminado mientras ellos conservaran aún cargos de responsabilidad. Había quienes percibían cierta urgencia intrínseca en un Mensaje propalado en tantas frecuencias, durante tanto tiempo. No se nos pedía que fabricáramos una Máquina cuando estuviéramos listos, sino en ese preciso momento.
Como todos los subsistemas de la etapa inicial se basaban en tecnologías elementales que se describían en la primera parte de la cartilla, pudieron aprobarse los ensayos prefijados. Sin embargo, al ponerse a prueba los subsistemas posteriores, más complejos, se advirtieron algunas fallas. Si bien eso sucedió en ambos países, fue más frecuente en la Unión Soviética. Dado que nadie sabía cómo funcionaban los componentes, por lo general resultaba imposible identificar la falla en el proceso de elaboración. En algunos casos, eran dos fabricantes distintos los que construían en forma paralela los componentes, compitiendo por una mayor velocidad y precisión. Si había dos componentes, y ambos habían aprobado las necesarias pruebas, cada nación se inclinaba por elegir el producto nacional. Por lo tanto, las Máquinas que se construían en los dos países no eran absolutamente idénticas.
Por último, en Wyoming llegó el momento de comenzar a integrar los sistemas, a ensamblar los componentes individuales de la Máquina. Quizá fuera el tramo más sencillo del proceso de fabricación. Se consideraba probable completar la obra en el lapso de uno o dos años. Algunos suponían que, al poner en funcionamiento la Máquina, sobrevendría el fin del mundo.
Los conejos de Wyoming eran mucho más astutos. O menos, tal vez. En más de una oportunidad los faros del Thunderbird alumbraron a alguno que otro animal cerca de la ruta. Sin embargo, la costumbre de alinearse en fila, al parecer no se había transmitido aún de Nuevo México a Wyoming. Ellie no notó mucha diferencia con Argos. También allí había un importante centro científico, rodeado por miles de kilómetros de un campo bellísimo, casi despoblado. Ella no estaba al frente de las tareas, ni pertenecía siquiera al plantel, pero se hallaba ahí, trabajando en una de las empresas más grandiosas jamás imaginadas. Con independencia de lo que sucediera después de que se activase la Máquina, el descubrimiento de Argos pasaría a ser considerado un punto crucial en la historia del hombre.
«Justo cuando se advierte la necesidad de una fuerza unificadora, nos cae este rayo del cielo, desde una distancia de veintiséis años luz, equivalentes a doscientos treinta mil millones de kilómetros», pensó Ellie. «Cuesta seguir aferrados a la idea de ser escoceses, checos o eslovenos cuando recibimos un llamado dirigido a todos, proveniente de una civilización milenios más avanzada.» La brecha que separaba a los países industrializados de los menos desarrollados era, por cierto, mucho más pequeña que la que separaba a los países industrializados de la civilización de Vega.
Las distinciones de toda índole — raciales, religiosas, étnicas, lingüísticas, económicas y culturales — a las que antes se asignaba tanta importancia, de pronto parecían menos marcadas.
«Somos todos humanos», era una frase que se oía habitualmente en esos días. Lo notable era, con qué poca frecuencia se había expresado esa clase de sentimientos, sobre todo en los medios de comunicación. «Compartimos el mismo planeta», se decía, «la misma civilización». Si a los representantes de alguna facción ideológica se les ocurría reclamar prioridad en posibles conversaciones, nadie suponía que los extraterrestres fueran a tomarlos en serio. Pese a su enigmática función, el Mensaje contribuía a unir al mundo, hecho que podía comprobarse con los propios ojos.
La primera pregunta que hizo la madre al enterarse de que no habían elegido a Ellie, fue: «¿Lloraste?» Sí, lloró, reacción muy natural, por otra parte. Claro que le hubiese gustado ser uno de los tripulantes, pero Drumlin era perfecto para ocupar ese lugar, le contestó a la madre.
Los soviéticos no se habían decidido aún entre Lunacharsky y Arkhangelsky; ambos se «capacitarían» para la misión. No se sabía qué significaba para ellos capacitarse, salvo tratar de comprender la Máquina lo más posible. Algunos norteamericanos aducían que ésa era simplemente una táctica de los soviéticos para tener dos expertos principales, pero a Ellie le parecía una crítica mezquina ya que tanto Lunacharsky como Arkhangelsky eran profesionales de reconocida competencia. Le intrigaba saber cómo harían los soviéticos para decidirse por uno u otro. Lunacharsky se encontraba en esos momentos en Estados Unidos, pero no en Wyoming. Había viajado a Washington con una importante delegación de su país para reunirse con el secretario de Estado y Michael Kitz, recientemente ascendido a subsecretario de Defensa. Arkhangelsky se hallaba en Uzbekistán.
La nueva urbanización que crecía en la inmensidad de Wyoming se llamaba Máquina.
Su contraparte soviética recibió el nombre ruso equivalente, Makhina. Cada una de ellas era un complejo de casas, edificios, barrios comerciales y residenciales, y — fundamentalmente — fábricas, algunas de las cuales presentaban un aspecto sencillo, al menos por fuera. Otras, sin embargo, impresionaban por lo exóticas, con cúpulas, alminares y kilómetros de intrincadas cañerías exteriores. Sólo las fábricas consideradas potencialmente peligrosas — por ejemplo las que producían los componentes orgánicos — se encontraban en Wyoming. Las tecnologías de más fácil comprensión se habían distribuido por todo el mundo. Una vez terminados los componentes, se los enviaba al Centro de Integración de sistemas, erigido en las proximidades de lo que antes fuera Wagonwheel (Wyoming). En ocasiones, Ellie veía llegar un componente y tomaba conciencia de que ella había sido el primer ser humano que vio su diseño. Cuando arribaba cada elemento nuevo y se lo sacaba de su embalaje, Ellie corría a inspeccionarlo. A medida que se realizaba el montaje de un componente sobre otro y que los subsistemas pasaban los controles de calidad, Ellie experimentaba una felicidad que, intuía, debía asemejarse al orgullo de madre.
Ellie, Drumlin y Valerian arribaron a una reunión de rutina vinculada con el ya superfluo monitoreo de la señal procedente de Vega. Al llegar se encontraron con que todos comentaban el incendio de Babilonia, ocurrido al amanecer, quizá la hora en que el sitio era frecuentado por sus más sórdidos visitantes habituales. Un comando agresor, equipado con morteros y bombas incendiarias, había lanzado un ataque simultáneamente por las puertas de Enlil y de Ishtar. El Zigurat fue consumido por las llamas. En una foto aparecía un grupo de visitantes de escaso ropaje, en el momento en que huían del Templo de Asur. Felizmente no hubo víctimas fatales, aunque sí numerosos heridos.
Un momento antes del hecho, una llamada anónima avisó al New York Sun que se estaba perpetrando el atentado. Se trataba de una represalia de inspiración divina — adujo el informante — realizada en nombre de la decencia y la moralidad, por personas hartas ya de tanta corrupción. El presidente de Babilonia S. A. repudió el acto y deploró una supuesta conspiración criminal, pero — al menos hasta ese momento —, nada había declarado S. R. Hadden, dondequiera que se encontrara.
Como se sabía que Ellie había visitado a Hadden en Babilonia, varios integrantes del proyecto le pidieron su parecer. Hasta Drumlin se mostró interesado en oír su opinión aunque, a juzgar por su obvio conocimiento sobre la geografía de Babilonia, era posible que hubiese estado allí más de una vez. Sin embargo, también podía ser que lo conociera sólo por las fotos y mapas del lugar que habían publicado las revistas.
Pasado el momento de los comentarios, se dispusieron a trabajar. El Mensaje continuaba emitiéndose en las mismas frecuencias, pasos de banda y constantes de tiempo, y tampoco se había variado la modulación de fase ni de polarización. El diseño de la Máquina y la cartilla permanecían aún debajo de los números primos y de la transmisión de las Olimpíadas.
Los extraterrestres daban la impresión de ser muy detallistas, o quizá se hubiesen olvidado de apagar el transmisor.
Valerian tenía una expresión perdida en los ojos.
— Peter, ¿por qué siempre mira el techo cuando piensa?
Muchos creían que Drumlin se había corregido con el paso de los años, pero cuando hablaba como lo acababa de hacer, demostraba que no se había reformado del todo. El hecho de haber sido elegido por la Presidenta de los Estados Unidos para representar al país ante los veganos era para él un gran honor. El viaje — les comentó a sus amigos — sería el punto culminante de su carrera. Su mujer, momentáneamente trasplantada a Wyoming, y aún obstinadamente fiel, tenía que soportar que Drumlin pasara las mismas diapositivas ante un nuevo público: los científicos y técnicos que construían la Máquina.
Dado que el emplazamiento fabril quedaba cerca de su Montana natal, Drumlin viajaba allí en ocasiones. En una oportunidad, Ellie misma lo llevó en auto hasta Missoula, y por primera vez desde que se conocían, Drumlin se mostró cordial con ella durante varias horas seguidas.
— ¡Shhh! Estoy pensando — respondió Valerian —. Aplico una técnica de silenciación.
Procuro eliminar las distracciones de mi campo visual, y viene usted a interferir en mi espectro de audio. Si me pregunta por qué no me basta con mirar un papel en blanco, le contesto que el papel es demasiado pequeño, que seguiría percibiendo las cosas con mi visión periférica. De todos modos, lo que me planteaba era esto: ¿por qué seguimos recibiendo el mensaje de Hitler y las Olimpíadas? Han pasado años. A esta altura ya deberían haber recibido la transmisión de la coronación británica. ¿Por qué no hemos visto primeros planos del cetro real, y una voz que anuncie que se ha «coronado a Jorge VI por la gracia de Dios, rey de Inglaterra e Irlanda del Norte, y, emperador de la India»?
— ¿Estás seguro de que Vega se hallaba sobre Inglaterra cuando se efectuó la transmisión de la coronación? — preguntó Ellie.
— Sí; eso lo verificamos al poco tiempo de recibir la emisión de las Olimpíadas. Y la intensidad fue muy superior a la del episodio de Hitler. No me cabe duda de que se podría haber captado en Vega.
— ¿Temes que ellos no quieran que sepamos cuánto saben sobre nosotros?
— Están apresurados. — Valerian solía a veces emitir expresiones ambiguas.
— Lo más probable — conjeturó Ellie —, es que quieran hacernos recordar que saben sobre la existencia de Hitler.
— Eso no es muy distinto de lo que he dicho yo — sostuvo Valerian.
— Bueno, no perdamos el tiempo con fantasías — protestó Drumlin, a quien ponían muy impaciente las especulaciones respecto de los posibles móviles de los extraterrestres.
Para él, de nada valía esbozar teorías puesto que pronto habrían de conocer la verdad.
Propuso que todos se dedicaran de lleno al Mensaje, con sus datos precisos, abundantes, expuestos con maestría —. A ustedes dos les vendría muy bien tomar un poco de contacto con la realidad. ¿Por qué no vamos a la zona de montaje? Creo que ya se comenzó la integración de los sistemas con las clavijas de erbio.
El diseño geométrico de la Máquina era sencillo pero los detalles eran sumamente complejos. Las cinco butacas para los tripulantes se hallaban en el sector medio del dodecaedro. No había un lugar especial para comer, dormir, ni para las necesidades fisiológicas, pero sí se indicaba expresamente el máximo peso permitido para la tripulación y sus pertenencias. En la práctica, dicha limitación beneficiaba a las personas de baja estatura. Eso quería decir, en opinión de algunos, que cuando se la activara, la Máquina remontaría vuelo para ir a reunirse con algún vehículo espacial interestelar, en las proximidades de la Tierra. El único problema era que, mediante una minuciosa exploración óptica y con radar, no se hallaba el menor indicio de dicha nave. No parecía muy posible que a los extraterrestres se les hubiera pasado por alto algo tan humano como las necesidades fisiológicas. A lo mejor la Máquina no iba a ninguna parte sino que les haría algo a los tripulantes. En la cabina central no había instrumento alguno, nada con qué guiar la Máquina, ni siquiera una llave de encendido; sólo los cinco sillones orientados hacia adentro, para que cada tripulante pudiera observar a los demás.
Encima y debajo de la cabina, en la parte más angosta del dodecaedro, estaban los elementos orgánicos, con su intrincada y desconcertante arquitectura. En el interior de ese sector, aparentemente ubicadas al azar, se encontraban las clavijas de erbio, y por fuera se hallaban las tres cápsulas esféricas concéntricas, cada una de las cuales representaba una de las tres dimensiones físicas. Se suponía que las cápsulas colgaban por suspensión magnética puesto que la cartilla incluía un potente generador de campo magnético, y el espacio entre las cápsulas y el dodecaedro debía ser un riguroso vacío.
En el Mensaje no se nombraba ningún componente. Al erbio se lo identificaba como el átomo con sesenta y ocho protones y noventa y nueve neutrones. También se describían en forma numérica las diversas partes de la Máquina; por ejemplo, el Componente 31.
Fue así como a las cápsulas esféricas comenzó a denominárselas «benzels», por Gustav Benzel, un técnico checoslovaco que, en 1870, había inventado la calesita.
El diseño y la función de la Máquina eran incomprensibles; fue necesario apelar a nuevas tecnologías para fabricarla, pero estaba hecha de materia, la estructura podía representarse con diagramas, y ya era posible visualizar su formato final. Debido a todo eso, reinaba un notable optimismo en el plano tecnológico.
Drumlin, Valerian y Arroway debieron cumplir con los pasos de rutina para identificarse — exhibir credenciales, dejar huellas digitales y de voz —, y pudieron así acceder a la amplia playa de montaje. En ese momento, unas imponentes grúas colocaban las clavijas de erbio dentro de la matriz orgánica. De unas guías elevadas colgaban varios paneles pentagonales para revestir el dodecaedro. Si bien los soviéticos habían tenido algunas complicaciones, los subsistemas norteamericanos aprobaron todos los controles de calidad, y poco a poco se iba configurando la Máquina. «Esto va cobrando forma», pensó Ellie. Miró hacia el sitio donde se trabajaba con los benzels. Cuando estuviera terminada, la Máquina presentaría un aspecto exterior semejante al de las esferas armilares de los astrónomos renacentistas. ¿Qué hubiera pensado Johannes Kepler de todo eso?
Técnicos, funcionarios del gobierno y representantes del Consorcio Mundial se apiñaban en las vías circulares, instaladas a diversas alturas, en el edificio de montaje.
Mientras observaban el panorama, Valerian comentó que su mujer había recibido varias cartas de la Presidenta, pero que no quería contarle de qué se trataban.
Ya casi se había terminado de colocar las clavijas, y por primera vez se haría una prueba de la integración de los sistemas. Algunos opinaban que el dispositivo de monitoreo era un telescopio de gravedad. Cuando estaba por comenzar la prueba, se situaron del otro lado de una columna para poder ver mejor.
De pronto Drumlin salió volando por los aires. Todo parecía volar, como por efecto de un tornado. Al igual que en una película de cámara lenta, Drumlin se abalanzó sobre Ellie con los brazos abiertos, y la derribó al piso. «Después de tantos años», pensó ella, «¿ésta es la forma que elige para una proposición sexual?» Drumlin todavía tenía mucho que aprender.
Nunca se pudo determinar quién lo hizo. Numerosas organizaciones se adjudicaron públicamente la autoría del atentado; entre ellas, la Facción del Ejército Rojo, el Jihah islámico, la Fundación para la Fusión de la Energía — que había pasado a la clandestinidad —, los separatistas sikh, el Khmer Vert, el Renacimiento Afgano, el ala radicalizada de las Madres Contra la Máquina, la Iglesia de la Reunificación, Omega Siete, Los Milenaristas del Juicio Final (aunque Billy Jo Rankin negó toda relación con el hecho, aduciendo que se culpaba a las diversas religiones en un intento de desacreditar a Dios), El Catorce de Febrero, el Ejército Secreto del Kuomintang, la Liga Sionista, el Partido de Dios y el recientemente resucitado Ejército Simbionés de Liberación. La mayoría de esas organizaciones no contaban con los medios para haber perpetrado el sabotaje; pero lo largo de la lista daba la pauta de cómo se había extendido la oposición a la Máquina.
El Ku Klux Klan, el Partido Nazi Norteamericano, el Partido Nacionalsocialista Democrático y varios organismos de similares tendencias se abstuvieron de realizar declaraciones, y no se atribuyeron la responsabilidad. Una influyente minoría de sus integrantes tenía la convicción de que el Mensaje había sido enviado por Hitler mismo.
Según una versión, Hitler había sido sustraído de la tierra en mayo de 1945 mediante cohetes alemanes, y en los años siguientes los nazis habían avanzado enormemente en el campo tecnológico.
Una comisión investigadora llegó a la conclusión de que una explosión fraccionó una de las clavijas de erbio; ambos fragmentos cayeron desde veinte metros de altura, y salieron impulsados lateralmente con notable velocidad. El impacto hizo desplomar una pared interior. Hubo once víctimas mortales, y cuarenta y ocho heridos. Gran cantidad de importantes componentes resultaron destruidos y, como el Mensaje no mencionaba una explosión entre los métodos de prueba, se temía que pudieran estar dañados otros componentes que, en apariencia, no habían sido afectados. Al no tener idea de cómo funcionaba la Máquina, era necesario ser muy riguroso en su fabricación.
Pese a la cantidad de organizaciones que se atribuyeron la autoría del atentado, de inmediato las sospechas recayeron sobre dos de los pocos grupos que no reivindicaban su responsabilidad: los extraterrestres y los rusos. Una vez más se volvió a hablar de máquinas para provocar el fin del mundo. Los extraterrestres habían planificado que la Máquina debía estallar, pero felizmente — se decía — habíamos sido poco cuidadosos en el montaje, y gracias a eso sólo estalló una pequeña carga. Los detractores encarecían que se suspendiera la construcción antes de que fuera demasiado tarde, y que se enterraran los componentes restantes en remotos salitrales.
Sin embargo, la comisión investigadora llegó a la conclusión de que la Catástrofe de la Máquina — como comenzó a decírsele — había tenido un origen más terrenal. Las clavijas poseían una cavidad central elipsoidal, de objeto desconocido, y su pared interior estaba revestida con una maraña de cables de gadolinio. En esa cavidad se hallaron explosivos plásticos y un reloj, materiales no incluidos en las instrucciones del Mensaje. Se torneó la clavija, se recubrió la cavidad, y el producto terminado fue puesto a prueba en una planta que Cibernética Hadden tenía en Terre Haute (Indiana). Dada la imposibilidad de confeccionar a mano los cables de gadolinio, fue menester emplear servomecanismos robot, y éstos a su vez se manufacturaron en un importante establecimiento fabril que fue necesario levantar. El costo de la edificación fue sufragado por Cibernética Hadden en su totalidad.
Al inspeccionarse las otras tres clavijas de erbio, se comprobó que no poseían explosivos. (Los fabricantes soviéticos y japoneses efectuaron varios experimentos de teledetección antes de osar inspeccionar las suyas). Alguien había introducido en la cavidad la carga y el reloj, casi al final del proceso de construcción, en Terre Haute. Una vez que esa clavija — y las de otros lotes — abandonaron la fábrica, se las transportó a Wyoming en un tren especial, con custodia armada. El momento elegido para la detonación y el carácter del sabotaje daban a entender que el autor tenía pleno conocimiento sobre la construcción de la Máquina, o sea que era alguien de adentro.
No obstante, la pericia no avanzaba. Eran muchos — entre ellos, técnicos, analistas de control de calidad, inspectores encargados de sellar el componente — los que habían tenido la oportunidad, si no los medios y la motivación, de cometer el sabotaje. Los que no aprobaron las pruebas poligráficas, contaban con firmes coartadas. Ninguno de los sospechosos dejó escapar un comentario indiscreto en algún bar de las inmediaciones.
No se supo de nadie que hubiera comenzado a gastar cifras desproporcionadas de dinero. Nadie «se quebró» en los interrogatorios. Pese a los denodados esfuerzos de los organismos de investigación, jamás se esclareció el misterio.
Los que acusaban a los soviéticos aducían que la intención de los rusos era impedir que los Estados Unidos activaran primero la Máquina. Los soviéticos tenían la capacidad técnica indispensable para el sabotaje, y también, por supuesto, conocían a fondo los pormenores sobre la fabricación. Apenas ocurrido el desastre, Anatoly Goldmann, antiguo discípulo de Lunacharsky, que se desempeñaba como representante de su país en Wyoming, realizó una llamada urgente a Moscú aconsejando a sus compatriotas que retiraran todas las clavijas. Esa conversación — registrada por los servicios de información norteamericanos — parecía demostrar la inocencia de los rusos, pero hubo quienes sugirieron que se trataba de un ardid para aventar sospechas. Ese argumento fue esgrimido por los mismos sectores que se oponían a la reducción de tensiones entre las dos superpotencias nucleares. Como era de prever, los jerarcas de Moscú se indignaron ante la insinuación.
En realidad, los soviéticos se enfrentaban en esos momentos con serios problemas de fabricación. Siguiendo las instrucciones del Mensaje, el Ministerio de Industria Semipesada obtuvo grandes logros en lo relativo a la extracción de minerales, la metalurgia y las máquinas-herramienta. Sin embargo, la nueva microelectrónica y la cibernética les resultaron más difíciles, razón por la cual debieron encargar a contratistas europeos y japoneses la mayor parte de los componentes de la Máquina. Más inconvenientes aún le acarreó a la industria local soviética la química orgánica, para la cual era preciso utilizar técnicas propias de la biología molecular.
En la década de 1930, se asestó un golpe casi fatal a los estudios genéticos en la Unión Soviética cuando Stalin censuró la moderna genética mendeliana por razones ideológicas, y consagró como científicamente ortodoxa la estrafalaria genética de un agrónomo llamado Trofim Lysenko. Dos generaciones de brillantes alumnos soviéticos quedaron sin aprender nada sobre las leyes fundamentales de la herencia. Fue así como, sesenta años después, en ese país no había avanzado la biología molecular ni la ingeniería genética, y muy pocos descubrimientos sobre el tema habían realizado los científicos soviéticos. Algo similar sucedió — aunque en menor escala — en los Estados Unidos cuando, amparándose en razones teológicas, se intentó prohibir en las escuelas públicas la enseñanza de la evolución, la idea central de la biología moderna. Muchos sostenían que una interpretación fundamentalista de la Biblia se contradecía con la teoría de la evolución. Afortunadamente, los fundamentalistas no eran tan influyentes en los Estados Unidos como lo había sido Stalin en Rusia.
En el informe especial preparado para la Presidenta se aseguraba que no había indicios para suponer que los soviéticos fuesen los autores del sabotaje. Por el contrario, ya que a los dos países se les había asignado el mismo número de tripulantes, había un enorme incentivo para apoyar la terminación de la Máquina norteamericana. «Si nuestra tecnología está en un nivel tres» — explicaba el Director de Inteligencia Central —, «y el enemigo ya se encuentra en el nivel cuatro, uno se alegra cuando, de pronto, surge la tecnología de nivel quince, siempre y cuando tengamos igual acceso a ella, y recursos adecuados». Muy pocos funcionarios estadounidenses culpaban a los rusos por el sabotaje, tal como lo expresó públicamente la Presidenta en más de una ocasión. Pero los viejos hábitos son difíciles de erradicar.
«Ningún grupo de insensatos, por organizados que estén, podrá desviar a la humanidad de su histórico derrotero», declaró la Presidenta. En la práctica, sin embargo, era muy difícil llegar a un consenso nacional ya que, a raíz del sabotaje, volvían a ponerse sobre el tapete todas las objeciones surgidas anteriormente. La perspectiva de que los rusos terminaran antes su Máquina fue lo único que alentó a los norteamericanos a proseguir.
La señora de Drumlin quería una ceremonia sencilla para las exequias de su marido, pero en esa cuestión, como en muchas otras, no pudo llevar a cabo sus deseos. Gran número de físicos, funcionarios de Estado, radioastrónomos, buzos aficionados, entusiastas del acuaplano y la comunidad mundial de SETI, quisieron estar presentes.
Primero se pensó realizar un funeral en la catedral de San Juan el Divino, de Nueva York, por ser la única iglesia del país de tamaño adecuado, pero la mujer de Drumlin ganó una pequeña victoria al lograr que se efectuara al aire libre, en Missoula (Montana), la ciudad natal de su marido. Las autoridades aceptaron la decisión porque Missoula les simplificaba los problemas vinculados con la seguridad.
A pesar de que Valerian no resultó herido con heridas graves, los médicos le aconsejaron no asistir el entierro; no obstante, desde un sillón de ruedas pronunció uno de los discursos de despedida. El genio de Drumlin, dijo Valerian, residía en saber qué preguntas debía formular. Había encarado escépticamente el problema de SETI, porque el escepticismo yacía en el corazón de la ciencia. Una vez que quedó claro que se estaba recibiendo un Mensaje, no hubo nadie más dedicado ni más imaginativo que él, para emprender la decodificación. En representación de la Presidenta, el subsecretario de Defensa Michael Kitz puso de relieve las cualidades de Drumlin, su calidez, la importancia que daba a los sentimientos de los demás, su inteligencia, su notable habilidad para los deportes. De no haber mediado ese cobarde y trágico atentado, Drumlin habría pasado a la historia como el primer norteamericano que llegó a otra estrella.
Ellie no quería ser uno de los oradores, le advirtió a Der Heer. Nada de entrevistas.
Quizás algunas fotos porque sabía lo importantes que eran las fotografías. No se tenía confianza como para decir lo que correspondía. Si bien durante años había oficiado de vocero de SETI, de Argos y luego del Mensaje y la Máquina, esto era distinto. Necesitaba tiempo para poner sus pensamientos en orden.
Estaba convencida de que Drumlin había muerto para salvarle la vida. Él advirtió la explosión antes que los demás, vio los cientos de kilos de erbio que se abalanzaban sobre ellos y, con sus rápidos reflejos, dio un salto para empujarla detrás de la columna.
Cuando Ellie le mencionó esa posibilidad a Der Heer, éste respondió:
— Lo más probable es que Drumlin haya saltado para salvar su propia vida, y tú estabas en el camino. — El comentario le resultó muy poco feliz. Al apercibir su desagrado, agregó Ken —: Lo que lo lanzó por el aire quizás haya sido la sacudida al chocar el erbio contra el andamiaje.
Sin embargo ella estaba absolutamente segura puesto que vio la preocupación de Drumlin por salvarle la vida. Y lo consiguió. Gracias a él, sólo tuvo rozaduras. A Valerian, que se hallaba en un lugar más resguardado, se le cayó encima una pared, que le quebró ambas piernas. Ellie había tenido suerte en más de un sentido, puesto que ni siquiera perdió el conocimiento.
Apenas comprendió lo que había pasado, el primer pensamiento de Ellie no fue dirigido a su antiguo profesor Drumlin, que acababa de sufrir una muerte horrible ante sus ojos; tampoco sintió asombro por el hecho de que Drumlin hubiese ofrendado su vida para salvarla ni pensó en los daños ocasionados a la Máquina. No. Con una marcada nitidez, lo que le pasó por la mente fue Voy a ir, van a tener que mandarme a mí, no puede ir nadie más que yo.
Al instante se arrepintió, pero ya era tarde. Se despreciaba a sí misma por el egoísmo puesto de manifiesto en tan lamentable situación. No importaba que Drumlin hubiese tenido en vida el mismo defecto, y le consternaba haberlo encontrado en ella, aunque sólo fuera por un momento. Cómo pudo planificar el futuro sin tomar en cuenta a nadie más que a su propia persona, se reprochó.
Cuando arribaron los investigadores al lugar del hecho, Ellie no fue con ellos muy comunicativa.
— Perdónenme, pero no es mucho lo que puedo aportar, íbamos caminando los tres por el andamiaje, cuando de pronto se produjo una explosión y todo salió volando. Siento no poder ayudarlos más.
A sus colegas les advirtió que no deseaba hablar del tema, y se recluyó en su departamento durante tanto tiempo, que fue preciso enviar a alguien a averiguar si le pasaba algo. Ellie trató de recordar hasta el más mínimo detalle del incidente. Procuró reconstruir la conversación que mantuvieran antes de ingresar en la zona de montaje, de qué habían hablado Drumlin y ella en aquel viaje a Missoula, qué impresión le había causado Drumlin cuando lo conoció al comenzar sus estudios superiores. Poco a poco se dio cuenta de que una parte de ella le había deseado la muerte, aun antes de que compitieran por el puesto de tripulante de la Máquina. Lo detestaba por haberla ridiculizado delante de sus compañeros de clase, por oponerse a Argos, por lo que le dijo apenas se reconstruyó la película de Hitler. Deseó que se muriera, y ya estaba muerto.
Según cierto razonamiento — que de inmediato le pareció rebuscado y falso —, podía considerarse culpable.
¿Habría estado él allí de no haber sido por ella? Por supuesto, se dijo. Cualquiera habría descubierto el Mensaje, y Drumlin, por decirlo de alguna manera, se habría metido igual. Pero acaso — y quizá por su propia negligencia científica —, ¿no lo había provocado ella para que se comprometiera más con el proyecto de la Máquina? Fue analizando punto por punto todas las posibilidades, dedicándoles mas atención a las más desagradables. Pensó en todos los hombres a quienes, por una razón u otra, había admirado. Drumlin, Valerian, Der Heer, Hadden… Joss, Jesse… ¿Staughton…? Su padre.
— ¿La doctora Arroway?
Ellie no tomó a mal que interrumpiera su meditación una mujer rubia y corpulenta, con un vestido de flores azules. La cara le resultaba familiar. Sobre su voluminoso busto, una tarjeta de identificación donde se leía: «H. Bork, Göteborg».
— Doctora, lamento el dolor que debe de sentir usted… y yo también. David me habló mucho de usted.
¡Pero claro! La legendaria Helga Bork, la compañera de buceo de Drumlin en aquellas insoportables sesiones de diapositivas. ¿Quién — se preguntó por vez primera — había tomado esas fotos? ¿O acaso los acompañaba siempre un fotógrafo en sus citas románticas subacuáticas?
— Me comentó el afecto que se tenían.
¿Qué me está diciendo esta mujer? ¿Drumlin no le habrá insinuado…? Se le llenaron los ojos de lágrimas.
— Discúlpeme, doctora Bork, pero no me siento bien.
Se alejó de prisa, con la cabeza gacha.
Le hubiera gustado estar con muchos de los asistentes al sepelio: Vaygay, Arkhangelsky, Gotsridze, Baruda, Yu, Xi, Devi. También con Abonneba Eda, cuyo nombre se mencionaba con insistencia como posible quinto tripulante. Sin embargo, no tenía ánimo para el trato social, y tampoco podría soportar reuniones largas. Además, no se tenía confianza. Si se atrevía a hablar, ¿en qué medida sus palabras servirían para beneficio del proyecto o para satisfacer sus propias necesidades? Todos la comprendieron. Al fin y al cabo, era ella la que había estado más cerca de Drumlin cuando la clavija de erbio le ocasionó la muerte.