Capítulo once — El Consorcio Mundial para el Mensaje

La mayor parte del mundo está parcelada, y constantemente se divide, conquista y coloniza lo poco que queda de él. Y pensar que hay estrellas por la noche, anchurosos mundos que jamás podremos alcanzar. Me gustaría anexionar los planetas si me fuera posible; a menudo pienso en eso porque me entristece verlos con tanta nitidez, y sin embargo, tan lejanos.

CECIL RHODES Last Will and Testament (1902)


Desde la mesa que ocupaban junto a la ventana, veían caer la lluvia en la calle. Un peatón pasó corriendo. El dueño del local había descorrido el toldo a rayas que protegía los barriles de ostras que, clasificadas según su tamaño y calidad, constituían algo así como una publicidad callejera de la especialidad de la casa. Ellie se sentía muy cómoda en el interior del restaurante, el famoso Chez Dieux. Como estaba anunciado buen tiempo, había salido sin paraguas ni impermeable.

Vaygay introdujo un nuevo tema.

— Mi amiga Meera es bailarina de strip tease — dijo —. En cada viaje a este país, realiza presentaciones para grupos de profesionales, en simposios y convenciones. Según ella, cuando se desviste ante un público de trabajadores — en reuniones sindicales, por ejemplo —, los hombres se enloquecen, le gritan groserías, intentan subirse al escenario.

Pero cuando repite el mismo espectáculo para médicos y abogados, éstos permanecen inmóviles. Algunos, dice, se pasan la lengua por los labios. Mi pregunta es: ¿los abogados son más sanos que los obreros de las acerías?

Que Vaygay tenía diversas amistades femeninas, siempre había sido obvio. Abordaba a las mujeres de una manera tan directa y extravagante — salvo a ella, actitud que por algún motivo le causaba agrado y fastidio a la vez —, que ellas siempre podían negarse sin el menor problema. Muchas le decían que sí, pero la noticia sobre Meera le resultó algo inesperada.

Habían pasado la mañana comparando apuntes e interpretación de datos. La emisión continua del Mensaje había llegado a una importante nueva etapa. Vega transmitía diagramas con un sistema semejante a las radiofotos que publican los diarios. Cada imagen estaba formada por infinidad de puntitos negros y blancos, y cada uno de éstos se obtenía a partir de dos números primos. Se registró gran cantidad de tales diagramas, uno a continuación del otro, pero no intercalados en el texto. Parecía un cuadernillo de ilustraciones que se agrega al final de un libro. Al concluir la transmisión de la larga secuencia de diseños, se reanudó la emisión del ininteligible texto. Dichos diagramas parecían confirmar la opinión de Vaygay y Arkhangelsky: el Mensaje traía instrucciones, los planos para la fabricación de una máquina cuyo uso práctico se desconocía. En la reunión plenaria del Consorcio Mundial para el Mensaje, a celebrarse al día siguiente en el Palacio de L'Elysée, Ellie y Vaygay presentarían por primera vez algunos de los detalles ante los delegados de los países miembros. No obstante ya se corrían rumores respecto de la hipótesis de la máquina.

Durante el almuerzo, Ellie resumió su conversación con Joss y Rankin. Vaygay la escuchó con atención, pero no hizo preguntas. Fue como si ella le hubiera confesado algún indecoroso secreto personal.

— ¿Tienes una amiga de nombre Meera que es corista de strip tease, con permiso para trabajar en el plano internacional?

— Desde que Wolfgang Pauli descubrió el Principio de la Exclusión en ocasión de haber concurrido al Folies-Bergére, he considerado mi deber profesional como físico visitar París cuantas veces me fuera posible, es una especie de homenaje a Pauli. Sin embargo, nunca logro convencer a los funcionarios de mi país para que autoricen mis viajes con este único motivo. Por lo general me obligan a realizar alguna labor trivial sobre física.

Pero en dichos recintos — allí fue donde conocí a Meera — me convierto en un estudioso de la naturaleza.

Bruscamente su tono de voz perdió el tono de jovialidad para adquirir un matiz más serio.

— Según Meera, los profesionales norteamericanos son sexualmente reprimidos, atormentados por profundas dudas y sensación de culpa.

— ¿Ah, sí? ¿Y qué opina acerca de los profesionales rusos?

— Ah, en esa categoría sólo me conoce a mí, así que, por supuesto, su opinión no podría ser mejor. Tengo ganas de estar con ella mañana.

— Pero todos tus amigos asistirán a la reunión del Consorcio.

— Sí; me alegro de que vayas a estar tú — replicó él, con fastidio.

— ¿Qué es lo que te preocupa, Vaygay?

Se tomó su tiempo para responder, y comenzó a hablar con cierta vacilación no habitual en él.

— No sé si me preocupa o si sólo me produce algo de inquietud… ¿Y si el Mensaje realmente fuera el plano de una máquina? ¿Deberíamos fabricarla? ¿Quién debe hacerlo? ¿Todos juntos? ¿El Consorcio? ¿Las Naciones Unidas? ¿Unos pocos países en competencia? Y si el costo fuese desmesurado, ¿quién lo financiaría? ¿Y si después no funciona? La construcción de la máquina, ¿podría acarrear trastornos económicos a algunas naciones? ¿Podría haber algún otro tipo de perjuicio?

Sin interrumpir el aluvión de preguntas, Lunacharsky volvió a llenar las copas con el último vino que quedaba.

— Aún si el Mensaje se repitiera y consiguiéramos descifrarlo en su totalidad, ¿sería buena la traducción? ¿Sabes lo que dijo una vez Cervantes? Sostuvo que leer una traducción es como examinar el reverso de un tapiz. A lo mejor es imposible obtener una traducción perfecta, y por ende, no podríamos construir la máquina a la perfección.

¿Cómo podemos saber si hemos recibido todos los datos? Tal vez cierta información primordial se transmita por otra frecuencia que aún no hemos descubierto.

«Mira, Ellie, yo pensé que todos iban a ser prudentes respecto de la fabricación de la máquina, pero vas a ver que mañana muchos van a proponer la construcción inmediata, apenas hayamos recibido y decodificado las instrucciones, si es que alguna vez nos llegan. ¿Qué va a proponer la delegación norteamericana?

— No lo sé. — No obstante, Ellie recordaba que, no bien se comenzaron a recibir los diagramas, Der Heer se puso a averiguar si los medios económicos y tecnológicos de la Tierra servirían para la fabricación de la máquina. Poco pudo ella aportarle en ninguno de los dos aspectos. También se acordaba de lo preocupado y nervioso que lo había visto las últimas semanas. Desde luego, la responsabilidad que le cabía en el asunto era…

— ¿Der Heer y el señor Kitz paran en el mismo hotel que tú?

— No. Se alojan en el Embassy.

Siempre sucedía lo mismo. Debido a las particularidades de la economía soviética y a la imperiosa necesidad de adquirir tecnología militar en vez de bienes de consumo con su escasa moneda circulante, los rusos que viajaban a Occidente nunca disponían de mucho dinero en efectivo. No les quedaba más remedio que alojarse en hoteles de segunda o tercera categoría, a veces incluso en pensiones, mientras sus colegas occidentales vivían comparativamente con lujo. La situación ponía incómodos a los científicos de ambos países. Pagar la cuenta de esa comida no le hubiera costado nada a Ellie pero sí a Vaygay, pese a ocupar un cargo relativamente alto en la jerarquía científica de su patria.

— Vaygay, sé franco conmigo. ¿Qué es lo que tratas de insinuar? ¿Que Ken y Kitz están precipitando el asunto?

— Exacto. Me da la impresión de que en los próximos días vamos a presenciar discusiones prematuras sobre la posibilidad de construir algo que no tenemos derecho a construir. Los políticos piensan que lo sabemos todo, pero de hecho no sabemos casi nada. Tal situación podría llegar a ser peligrosa.

Ellie empezó a comprender que Vaygay había asumido en forma personal la responsabilidad de descifrar el Mensaje. Si el contenido provocaba una catástrofe, le afligía que todo fuese culpa suya. También lo animaban motivos menos personales, por supuesto.

— ¿Quieres que hable con Ken?

— Si te parece conveniente. ¿Tú tienes muchas oportunidades de conversar con él? — preguntó en tono indiferente.

— Vaygay, no me digas que estás celoso. Creo que advertiste mis sentimientos por Ken incluso antes que yo, cuando estuviste en Argos. Hace un par de meses que Ken y yo salimos juntos. ¿Tienes alguna objeción?

— No, Ellie, por favor. No soy tu padre ni tu amante. Sólo te deseo una gran felicidad, pero es que advierto tantas posibilidades desagradables…

Sin embargo, no se explayó.

Reanudaron la interpretación de algunos de los diagramas, con los que prácticamente cubrieron la mesa. También discutieron sobre política, y como de costumbre, se divirtieron criticando cada uno la política exterior del país del otro. Eso les resultaba mucho más interesante que protestar contra la política del país de uno. Durante la polémica de rigor acerca de si debían compartir los gastos de la cena, Ellie advirtió que el chaparrón se había convertido en una discreta llovizna.

La noticia del Mensaje de Vega había llegado hasta el último rincón del planeta Tierra.

Gente que no sabía nada de radiotelescopios ni de números primos se enteraba de una peculiar historia respecto de una voz proveniente de las estrellas, de seres extraños — que no eran hombres pero tampoco dioses — los que, según se había descubierto, habitaban en el cielo nocturno. No eran de la Tierra sino de una estrella que podía divisarse a simple vista. En medio del delirio de opiniones sectarias, también se percibía en el mundo entero una sensación de asombro, casi de recogimiento. Se estaba produciendo algo milagroso, una transformación. Se notaba el ambiente cargado de posibilidades, la sensación de un nuevo comienzo.

«La humanidad fue promovida a la escuela secundaria», escribió el editorialista de un diario norteamericano.

Había otros seres inteligentes en el universo, y podíamos comunicarnos con ellos.

Probablemente fueran mayores que nosotros, y más sabios. Nos enviaban bibliotecas de complejas informaciones. Todos presentían una inminente revelación secular, de modo que los especialistas en cada materia empezaron a inquietarse. A los matemáticos les preocupaba que se les hubieran pasado por alto ciertos descubrimientos elementales. A los líderes religiosos les preocupaba que los valores imperantes en Vega, por raros que fueren, pudiesen encontrar simpatizantes, sobre todo en jóvenes sin instrucción. A los astrónomos les preocupaba la posibilidad de haber cometido errores en el estudio de las estrellas cercanas. A los políticos y funcionarios estatales les preocupaba que una civilización superior pudiera demostrar admiración por otros sistemas de gobierno distintos de los que estaban en boga. El conocimiento que pudieran tener los veganos no había recibido la influencia de las peculiares instituciones, la historia o la biología humana.

¿Y si lo que consideramos como verdadero resulta ser un malentendido, un caso especial, un equívoco? La ansiedad llevó a los expertos a reevaluar el fundamento de sus materias.

Más allá de ese desasosiego vocacional, la gente percibía también una nueva aventura de la especie humana, una sensación de estar a punto de irrumpir en una nueva era, simbolismo magnificado por la cercanía del Tercer Milenio. Aún existían conflictos de orden político, algunos de los cuales — la crisis sudafricana — eran muy graves. No obstante, también se notaba en varios puntos del orbe un menor predicamento de la retórica jingoísta y del nacionalismo pueril. Había conciencia de ser todos humanos, millones de seres diminutos diseminados por el mundo quienes de pronto debían enfrentar una oportunidad sin precedentes, o incluso un grave riesgo colectivo. A muchos les parecía absurdo que los países beligerantes prosiguieran con sus mortales batallas cuando había que vérselas con una civilización no humana, de una idoneidad tremendamente superior. Hubo quienes no comprendieron el hálito de esperanza que flotaba en el ambiente, y lo tomaron por otra cosa. Confusión, quizás, o cobardía.

A partir de 1945 y durante varias décadas, fue creciendo en forma constante el arsenal de armas nucleares estratégicas. Cambiaban los gobernantes, cambiaban las estrategias y los sistemas defensivos, pero la cantidad de armas atómicas fue siempre en aumento.

Llegó un momento en que hubo más de veinticinco mil en el planeta, diez por cada ciudad. Sólo un peligro tan monumental logró revertir tamaña insensatez, apoyada por tantos dirigentes, de tantas naciones, durante tanto tiempo. Pero finalmente el mundo recobró la cordura, al menos en cierta medida, y pudo suscribirse un convenio entre los Estados Unidos, la Unión Soviética, Gran Bretaña, Francia y la China. El objetivo no era la utopía de eliminar de plano todas las armas nucleares, pero se logró que tanto norteamericanos como rusos redujeran a mil las armas atómicas que cada uno habría de conservar. Se estudiaron cuidadosamente los detalles de modo que ninguna superpotencia quedara en clara desventaja en algún momento del proceso de desmantelamiento. Inglaterra, Francia y China acordaron comenzar a reducir sus arsenales cuando las superpotencias estuvieran por debajo de las tres mil doscientas.

Para regocijo del mundo entero, se firmó el Acuerdo de Hiroshima, junto a la famosa placa que conmemoraba a las víctimas de la primera ciudad aniquilada por un arma nuclear:

«Descansen en paz puesto que nunca volverá a suceder.»

Todos los días se enviaban disparadores de fisión de igual número de ojivas norteamericanas y soviéticas a un lugar especial, dirigido por técnicos de ambos países.

Se extraía el plutonio, se lo sellaba y transportaba a plantas nucleares, donde lo convertían en electricidad. Ese proyecto conocido como el Plan Gayler por el nombre de un almirante norteamericano, fue aclamado por haber conseguido transformar las espadas en arados. Dado que los países conservaban aún un aterrador potencial de represalia, hasta las instituciones militares dieron buena acogida a la idea. Nadie, ni siquiera los generales, desea la muerte de sus hijos, y la guerra atómica es la negación de las tradicionales virtudes del militar: nada tiene de valeroso el apretar un botón. La televisión registró en directo la primera ceremonia de despojo. En la pantalla aparecieron cuatro técnicos norteamericanos y soviéticos, vestidos de blanco, que empujaban sobre sus ruedas dos enormes objetos metálicos color gris opaco, cada uno de ellos adornado con franjas, estrellas, hoces y martillos. Un enorme sector de la población mundial pudo presenciar el acontecimiento. En los noticieros de la noche se hicieron recuentos de cuántas armas estratégicas había desmantelado cada una de las potencias, y cuántas más quedaban aún. En el término de poco más de dos décadas, también esa noticia llegaría a Vega.

En el curso de los años siguientes continuó el desmantelamiento, casi sin pausa. Al principio no se notó un gran cambio de doctrina estratégica, pero poco a poco fue sintiéndose el efecto a medida que se iban eliminando los sistemas de armamento más poderosos. En el último año y medio fue notable el grado de desarme alcanzado por Rusia y los Estados Unidos. Muy pronto se observó la presencia de equipos de inspección de cada país en territorio del otro, pese a las voces de protesta que elevaban los militares de ambas potencias. Las Naciones Unidas de pronto advirtieron que podían mediar eficazmente en litigios internacionales, a tal punto que se resolvieron los conflictos de Nueva Guinea y los problemas fronterizos entre la Argentina y Chile. Incluso se llegó a hablar con fundamento de un tratado de no agresión entre la OTAN y el Pacto de Varsovia.

Los delegados a la primera sesión plenaria del Consorcio Mundial para el Mensaje llegaron con una predisposición hacia la cordialidad sin precedentes en otros tiempos.

Estaban representados los países que tenían que ver con el Mensaje, incluso aquellos que contaban apenas con una mínima información. Todos habían enviado delegados científicos y políticos, y asombrosamente algunos incluyeron también agregados militares.

Algunas delegaciones nacionales estaban encabezadas por sus ministros de Asuntos Exteriores y hasta por jefes de Estado. Uno de los integrantes de la delegación británica era el vizconde Boxforth, el «Sello Real» de la corona, título honorífico que a Ellie le resultaba muy divertido. B. Ya. Abukhimov, director de la Academia Soviética de Ciencias presidía la representación de su país acompañado también por Gotsridze, ministro de Industrias Semipesadas, y Arkhangelsky. La Presidenta de los Estados Unidos designó jefe de la delegación a Der Heer, aunque también asistieron el subsecretario de Estado, Elmo Honicutt, y Michael Kitz, entre otros, por el Departamento de Defensa.

Se instaló en el recinto un enorme mapa en el que se mostraba la ubicación de todos los radiotelescopios del planeta, así como también de las naves rastreadoras soviéticas.

Ellie paseó la vista por el amplio salón recientemente construido, contiguo a la residencia del Presidente francés. Una multitud de rostros, banderas y atuendos nacionales se reflejaba en las largas mesas de caoba y en los espejos de las paredes. Reconoció a muy pocos políticos y militares, pero en cada delegación encontró la cara conocida de por lo menos un científico o ingeniero: Annunziata e Ian Broderick, de Australia; Fedirka, de Checoslovaquia; Braude, Crebillon y Boileau, de Francia; Kumar Chandrapurana y Devi Sukhavati de la India; Hironaga y Matsui, del Japón… Le llamó la atención que en la mayoría de las delegaciones predominaran las personas con formación tecnológica, más que radioastronómica, sobre todo en la de Japón. La posibilidad de que en la reunión se tratara la construcción de una inmensa máquina motivó cambios de último momento en la composición de las delegaciones.

También reconoció a Malatesta, de Italia; Bedengaugh — un físico que se dedicaba a la política —, Clegg y el venerable Sir Arthur Chatos; Jaime Ortiz, de España; Prebula, de Suiza, lo cual le intrigó sobremanera puesto que Suiza ni siquiera contaba con un radiotelescopio; Bao, que había desarrollado una brillante labor en la instalación de la red de radiotelescopios de la China; Wintergaden, de Suecia. Había delegaciones llamativamente numerosas de países tales como Arabia Saudita, Pakistán e Irak. Y por supuesto, los soviéticos, entre los cuales Nadya Rozhdestvenskaya y Genrikh Arkhangelsky compartían en ese instante un momento de genuina hilaridad.

Buscó con la mirada a Lunacharsky hasta que por fin lo ubicó con la representación china. Estaba estrechando la mano de Yu Renqiong, director del Radioobservatorio de Beijing. Recordó que se habían hecho amigos durante el período de cooperación chinosoviética. Sin embargo, la hostilidad entre ambas naciones había puesto fin a todo contacto entre ellos, y las trabas que ponían los chinos a sus científicos para viajar al exterior eran aún tan severas como las que imperaban en la Unión Soviética. Reflexionó que ésa era la primera vez que se reunían en un cuarto de siglo, quizás.

— ¿Quién es ese chino viejo que le da la mano a Vaygay? — Viniendo de Kitz, la pregunta podía tomarse como un intento de cordialidad.

— Yu, director del Observatorio de Beijing.

— Yo pensaba que esos tipos se odiaban.

— Michael — sentenció Ellie —, el mundo está al mismo tiempo mejor y peor de lo que usted imagina.

— Me desconcierta con eso de «mejor», pero le aseguro que nunca me equivoco en cuanto a lo «peor».

Luego de la bienvenida a cargo del Presidente de Francia (quien, para sorpresa de todos se quedó a escuchar los discursos de presentación), después de que Der Heer y Abukhimov expusieran la mecánica a seguir en la conferencia, Ellie y Vaygay ofrecieron un resumen de la información obtenida. La suya fue una disertación no demasiado técnica — en consideración a los políticos y militares presentes — respecto de la forma en que operan los radiotelescopios, la distribución de las estrellas en el espacio y la historia del palimpsesto. El discurso conjunto concluyó con un estudio — que cada delegación observaba en monitores propios — del material diagramático recientemente recibido. Ellie cuidó de explicar que la polarización modulada se convertía en una secuencia de ceros y unos, que estos números se combinaban para delinear imágenes, y que, a pesar de todo, no tenían la menor idea de lo que representaba la figura.

Los puntos de la información se reagrupaban en las pantallas de las computadoras.

Ellie veía rostros iluminados con un tinte blanco, ámbar y verde proveniente de los monitores, en el salón parcialmente oscurecido. Los diagramas mostraban complejas redes ramificadas; toscas formas casi indecentemente biológicas; un dodecaedro regular casi perfecto. Se agrupó una gran cantidad de páginas que conformaban una construcción tridimensional, la que a su vez giraba lentamente. Cada enigmático objeto contaba con un epígrafe ininteligible.

Vaygay hizo hincapié en las incertidumbres con mucha más vehemencia que Ellie. No obstante, manifestó que, en su opinión, indudablemente el Mensaje era un manual para la construcción de una máquina. Como no mencionó que la idea había sido originariamente suya y de Arkhangelsky, Ellie aprovechó la oportunidad para subsanar la omisión.

Por la experiencia recogida en los últimos meses, Ellie sabía que tanto a los científicos como a los legos les fascinaban los detalles sobre la decodificación del Mensaje, pero que les inquietaba el concepto, aún no demostrado, de que se trataba de un conjunto de instrucciones. Sin embargo, no estaba preparada para la reacción de ese público, supuestamente formal. Vaygay y ella se habían alternado en el uso de la palabra. Cuando concluyeron, se produjo una estruendosa ovación. Las delegaciones soviéticas y de Europa del Este aplaudieron al unísono, con una frecuencia de dos o tres golpes cada latido del corazón. Los norteamericanos y muchos otros lo hicieron en forma separada, de modo que sus palmoteos no sincronizados originaron una suerte de ruido blanco.

Embargada por una extraña sensación de felicidad, no pudo dejar de pensar en las diferencias de carácter según la nacionalidad: los norteamericanos, individualistas; los soviéticos, propensos a las manifestaciones colectivas. También le llamaba la atención que, en grupos multitudinarios, sus compatriotas tendían a poner distancia con sus compañeros, mientras que los rusos estrechaban filas lo más posible. Ambos estilos de aplausos — aunque predominaba notoriamente el norteamericano —, le encantaban. Por ese momento se permitió pensar en su padrastro. Y en su padre.

Después del almuerzo continuaron las exposiciones acerca del registro e interpretación de los datos. David Drumlin presentó un encomiable análisis estadístico de todas las páginas anteriores del Mensaje que hacían referencia a nuevos diagramas numerados.

Sostuvo que el texto incluía no sólo un plano para la fabricación de una máquina, sino también la descripción de los diseños y métodos de construcción de sus componentes. En algunos casos, expresó, se describían industrias aún desconocidas en nuestro planeta.

Ellie quedó boquiabierta, y le preguntó con gestos a Valerian si él ya estaba enterado de eso. Valerian hizo ademán de no saber nada. Ellie buscó alguna expresión de asombro en la cara de otros delegados, pero lo único que advirtió fueron signos de agotamiento. Al terminar la disertación, fue a felicitar a Drumlin, y de paso, le preguntó cómo era que ella no estaba al tanto de esa interpretación suya.

— No me pareció tan importante como para que se molestara en escucharla. Fue apenas algo que se me ocurrió mientras usted consultaba a fanáticos de la religión.

Ellie pensó que, si Drumlin hubiese sido su director de tesis, todavía no habría podido obtener el doctorado. Él nunca la aceptó. Jamás pudieron tener una relación académica amistosa. Suspirando, se preguntó si Ken se habría enterado del trabajo de Drumlin con anterioridad. Sin embargo, en su carácter de presidente de la asamblea juntamente con su colega soviético, Ken estaba sentado en un escenario, frente a las butacas de los delegados, dispuestas en semicírculo a su alrededor. Hacía varias semanas que lo encontraba inaccesible. Drumlin no tenía obligación de comunicarle a ella sus descubrimientos, desde luego. Pero, ¿por qué, siempre que conversaba con él surgían controversias? En parte, tenía la sensación de que su doctorado, y su futura carrera en el campo de la ciencia, aún dependían exclusivamente de Drumlin.

En la mañana del segundo día, hizo uso de la palabra un miembro de la delegación soviética a quien ella no conocía. «Stefan Alexeivich Baruda», leyó en la pantalla de su computadora, «Director del Instituto de Estudios para la Paz, Academia Soviética de Ciencias, Moscú; Miembro del Comité Central del Partido Comunista de la URSS».

— Ahora se va a poner bravo — oyó que le comentaba Michael Kitz a Elmo Honicutt, del Departamento de Estado.

Baruda era un hombre atildado, vestía un elegante traje occidental, quizá de corte italiano y hablaba el inglés a la perfección. Había nacido en una de las repúblicas bálticas, era joven para dirigir un organismo tan importante — creado para analizar los efectos a largo plazo de la estrategia de desarme nuclear — y constituía un ejemplo de la «nueva ola» de dirigentes soviéticos.

— Seamos sinceros — decía Baruda en ese momento —. Se nos está enviando un Mensaje desde los confines del espacio. La mayor parte de la información fue recogida por la Unión Soviética y los Estados Unidos, aunque también otros países han obtenido datos importantes. Todas estas naciones se hallan representadas en esta conferencia.

Cualquiera de ellas — mi país, por ejemplo —, podría haber aguardado hasta que se repitiera el Mensaje varias veces, como esperamos que ocurra, y de ese modo completar los tramos que faltan. Pero esa tarea llevaría años, décadas tal vez, y como estamos un poco impacientes, hemos compartido la información.

«Cualquier país — el mío, por ejemplo — podría colocar en órbita alrededor de la Tierra grandes radiotelescopios con receptores sensibles que operaran en las frecuencias del Mensaje. También podrían hacerlo los norteamericanos, o incluso Japón, Francia o la Agencia Europea del Espacio. De este modo, cualquier país recibiría la totalidad de los datos, puesto que, en el espacio, un radiotelescopio puede apuntar todo el tiempo hacia Vega. No obstante, eso podría ser tomado como un acto de hostilidad. No es ningún secreto que los Estados Unidos o la Unión Soviética estarían en condiciones de derribar dichos satélites, y tal vez por esta razón también, hemos compartido la información.

«Es mejor colaborar. Nuestros científicos desean intercambiar no sólo los datos recogidos, sino también sus teorías y conjeturas, sus… sueños. En ese sentido, ustedes, los hombres de ciencia, son todos iguales. Yo no soy científico; mi especialidad es la administración de estado, y por eso sé que los países también son semejantes. Cada país es cauteloso, desconfiado. Nadie quiere darle ventajas al adversario si puede evitarlo. En consecuencia, se advierten dos opiniones — quizá más, pero por lo menos dos —; una, que aconseja el intercambio de toda la información, y otra, que propone que cada nación se aproveche de las demás.

«Los científicos ganaron esta controversia, y fue así como la mayor parte de los datos — aunque debo aclarar que no todos — obtenidos por los Estados Unidos y la Unión Soviética se intercambiaron. Lo mismo ha ocurrido con los datos que recogieron los demás países del mundo. Estamos satisfechos de haber tomado esta decisión.

Ellie le susurró a Kitz:

— No me parece demasiado bravo.

— Siga escuchando — murmuró él en respuesta.

— Pero hay otra clase de peligros que quisiéramos plantear a la consideración de esta asamblea. — El tono de voz de Baruda era el mismo que tenía Vaygay cuando almorzaron juntos. ¿Qué se traerían los rusos entre manos?

— El académico Lunacharsky, la doctora Arroway y otros científicos coinciden en suponer que estamos recibiendo instrucciones para la fabricación de una máquina compleja. Supongamos que el Mensaje termina, que vuelve al comienzo y que nos llega la introducción imprescindible para comprender el resto. Supongamos también que seguimos colaborando todos con la mayor buena voluntad, que intercambiamos los datos, las fantasías, los sueños.

«Ahora bien. Los habitantes de Vega no nos envían esas instrucciones sólo para divertirse; lo que pretenden es que construyamos una máquina. A lo mejor nos dicen para qué sirve dicha máquina, o tal vez no. Pero aun si nos lo dijeran, ¿por qué tenemos que creerles? ¿Y si este aparato fuera un Caballo de Troya? Afrontamos el enorme costo de construir la máquina, la encendemos y de pronto brota de ella un ejército invasor. ¿Y si provocara el fin del mundo? La fabricamos, la ponemos en funcionamiento y explota el planeta. Quizá sea ésa su forma de erradicar las civilizaciones nuevas del cosmos. No les costaría mucho; sólo pagarían un telegrama, y la civilización receptora, obediente, se autodestruiría.

«Lo que voy a proponer es sólo una sugestión, un tema a debatir, que planteo a consideración de ustedes. Todos habitamos el mismo planeta y por ende nuestros intereses son comunes. Mi pregunta es ésta: ¿no sería mejor quemar todos los datos y destruir los radiotelescopios?

Se produjo una conmoción. Numerosas delegaciones solicitaron simultáneamente el uso de la palabra. En cambio, los dos presidentes de la asamblea sólo creyeron necesario recordar a los representantes que estaba prohibido grabar o filmar las sesiones, así como también conceder entrevistas al periodismo. Todos los días se emitiría un comunicado de prensa redactado por ambos presidentes y suscrito por los jefes de las diferentes delegaciones. No podían trascender ni siquiera los pormenores de ese debate.

Varios delegados pidieron aclaraciones a la presidencia.

— Si Baruda tiene razón en su hipótesis del Caballo de Troya o del fin del mundo, ¿no sería nuestra obligación informar al público? — gritó el representante holandés, pero como no se le había autorizado a hablar tampoco se le conectó el micrófono.

Ellie oprimió la tecla correspondiente de su computadora para solicitar turno en la lista de oradores, y comprobó que la ponían en segundo lugar, después de Sukhavati y antes que uno de los delegados chinos.

Ellie conocía apenas a Devi Sukhavati. Se trataba de una mujer imponente, de cuarenta y tantos años, peinada al estilo occidental, con sandalias de tacón alto y ataviada con un hermoso sari de seda. Si bien era médica de profesión, se había convertido en una de las principales expertas indias en biología molecular, que trabajaba alternativamente en el King's College, de Cambridge, y en el Instituto Tata, de Bombay.

Era una de las pocas personas de su país que integraban la Royal Society de Londres, y se decía que tenía un buen respaldo de tipo político. Se habían conocido años antes, en un simposio internacional realizado en Tokio, antes de que la recepción del Mensaje eliminara los signos de interrogación de rigor que solían incluir los títulos de todas sus monografías científicas. Ellie percibía una afinidad mutua entre ambas, lo que en parte se debía al hecho de ser ambas unas de las pocas mujeres que participaban en reuniones científicas donde se trataba la posibilidad de la vida extraterrestre.

— Reconozco que el académico Baruda ha planteado una cuestión importante y sensata — comenzó a exponer Sukhavati —, y no se puede descartar irreflexivamente la posibilidad del Caballo de Troya. Teniendo en cuenta la historia de estos últimos tiempos, la idea me parece natural, y me sorprende que no haya surgido antes. No obstante, quisiera elevar mi voz de advertencia frente a dichos temores. Es sumamente improbable que los habitantes de un planeta de Vega estén en un mismo nivel tecnológico que nosotros. Incluso en nuestro planeta, las culturas no avanzan todas a la par. Algunas comienzan antes, otras después. Sabemos que ciertas culturas pueden ponerse a la par de otras, al menos en lo tecnológico. Cuando existían civilizaciones avanzadas en la India, la China, Irak y Egipto, había en el mejor de los casos, nómadas de la Edad de Hierro en Europa y Rusia, y culturas de la Edad de Piedra en América.

«Sin embargo, la diferencia de tecnologías debe de ser mucho mayor en las actuales circunstancias. Es muy probable que los extraterrestres nos lleven cientos, miles — o incluso millones — de años de ventaja. Les pido que comparen eso con el ritmo del avance tecnológico humano durante el último siglo.

«Yo me crié en un pueblecito de la India. En épocas de mi abuela, la máquina de coser a pedal era una maravilla tecnológica. ¿Qué podrían ser capaces de realizar seres que estén miles o millones de años adelantados con respecto a nosotros?

«Para ellos, no podemos representar ni la más mínima amenaza, situación que se mantendrá durante largo tiempo. No es ésta una confrontación entre griegos y troyanos, que estaban en igualdad de condiciones. Tampoco es una película de ficción en la que seres de diferentes planetas luchan con armas similares. Si lo que pretenden es destruirnos, pueden hacerlo con o sin nuestra cooperación…

— Pero, ¿a qué costo? — gritó alguien desde la platea —. ¿No se da cuenta? Batuda sostiene que nuestra propalación televisiva al espacio les sirve a ellos de pauta para saber que ha llegado el momento de aniquilarnos, y lo harán mediante el Mensaje. Las expediciones punitivas son costosas; el Mensaje es barato.

Ellie no supo a ciencia cierta quién había hablado, aunque le pareció que era uno de los miembros de la delegación británica. Sus comentarios no salieron por los altavoces ya que, una vez más, la persona no había recibido autorización para hacer uso de la palabra.

Sin embargo, la excelente acústica del recinto permitió oír perfectamente. Der Heer procuró restablecer el orden. Abukhimov se inclinó para susurrarle algo a un ayudante.

— Usted sostiene que fabricar la máquina puede ser peligroso — le respondió Sukhavati —. Yo opino que lo peligroso sería no construirla. Sentiría una profunda vergüenza por nuestro planeta si le diéramos la espalda al futuro. Sus antepasados — increpó a su interlocutor blandiendo un dedo — no fueron tan tímidos cuando pusieron proa a la India o a América.

La reunión se estaba convirtiendo en un pozo de sorpresas, pensó Ellie, pero no creía que las figuras de los exploradores Clive o Raleigh fueran los mejores modelos que necesitaran en ese momento para tomar una decisión. A lo mejor Sukhavati sólo pretendía enrostrar a los británicos sus antiguos agravios colonialistas. Esperó que se encendiera la luz verde en su consola, indicándole que le conectaban el micrófono.

— Señor presidente — dijo, adoptando un tono formal para dirigirse a Der Heer, con quien escasamente había podido estar en el curso de los últimos días. Habían quedado en reunirse al día siguiente, en un intervalo del congreso, y sentía cierta ansiedad al pensar en el encuentro. «No debo pensar en eso ahora», se dijo.

«Señor presidente, creo que podríamos aclarar ciertos aspectos de ambos puntos en debate: el del Caballo de Troya y el de la máquina del fin del mundo. Mi intención era hablar mañana sobre estos temas, pero pienso que debo hacerlo ahora, visto y considerando que se han puesto sobre el tapete. — Marcó en su teclado los códigos correspondientes a varias díapositivas. El gran salón espejado se oscureció.

«El doctor Lunacharsky y yo estamos convencidos de que éstas son distintas proyecciones de la misma figura tridimensional. Ayer mostramos la imagen entera en rotación computarizada. Creemos, aunque no podríamos asegurarlo, que lo que nos están enviando es la representación de cómo será el interior de la máquina. No existe aún una indicación precisa de escala, o sea que podría medir kilómetros de largo, o apenas unos milímetros. Sin embargo, fíjense en estos cinco objetos distribuidos en forma regular alrededor de la periferia de la principal cámara interior dentro del dodecaedro. Aquí vemos una ampliación de uno de ellos. Son las únicas cosas que presentan un aspecto al menos reconocible.

«Esto parecería ser un mullido sillón, perfectamente adaptado a la anatomía humana.

Lo que llama la atención es que seres extraterrestres, que evolucionaron en un mundo totalmente distinto, se asemejen tanto a nosotros como para tener los mismos gustos en lo relativo a mobiliario de sala. Miren esta otra toma. Me recuerda los sillones de mi infancia, en casa de mi madre.

En efecto, hasta parecía tener una funda floreada. Ellie experimentó una sensación de culpa. No se había despedido de su madre antes de viajar a Europa, y en rigor, la había llamado escasamente una o dos veces desde que comenzó a recibirse el Mensaje. «Qué mal que has estado», se recriminó.

Volvió a mirar los gráficos de la computadora. La simetría del dodecaedro se reflejaba en los cinco sillones del interior, cada uno ubicado frente a una superficie pentagonal.

— Es por eso que el doctor Lunacharsky y yo consideramos que los cinco asientos están destinados a nosotros, a cinco personas. De ser así, el interior de la cámara mediría apenas unos pocos metros, y la parte externa, quizás unos diez o veinte metros.

Indudablemente la tecnología es formidable, pero no creemos que lo que haya que construir sea del tamaño de una ciudad, ni tan complejo como un portaaviones. Es muy probable que seamos capaces de fabricarlo — sea lo que fuere —, si trabajamos en conjunto.

«Lo que trato de decir es que, como uno no pone sillones dentro de una bomba, no pienso que esto sea una máquina para provocar el fin del mundo ni un Caballo de Troya.

Concuerdo con lo que ha dicho o sugerido la doctora Sukhavati: que la idea de que esto sea un Caballo de Troya constituye una indicación de cuánto camino nos falta aún por recorrer.

Una vez más hubo una manifiesta reacción, pero esa vez Der Heer no trató de apaciguarla, sino que, por el contrario, encendió el micrófono de la misma persona que se había quejado en la ocasión anterior, el británico Philip Bedebvaugh, ministro del Partido Laborista en la débil coalición gobernante.

— …sencillamente no entiende cuál es nuestra preocupación. Si se trata literalmente de un caballo de madera, no nos sentiríamos tentados de hacerlo ingresar por las puertas de la ciudad. Sin embargo, disfrazado con otra apariencia, se aventarían nuestras suspicacias. ¿Por qué? Porque nos están engatusando… o sobornando. Aquí hay implícita una aventura histórica, la promesa de nuevas tecnologías. Hay indicios de aceptación por parte de… ¿cómo decirlo…? de seres superiores. Sostengo que, por sublimes que sean las fantasías que abriguen los radioastrónomos, si existe la más remota posibilidad de que la máquina sea un medio de destrucción, no habría que fabricarla. Más aún, concuerdo con lo propuesto por el delegado soviético: es menester quemar las cintas con los datos y declarar la instalación de radiotelescopios un crimen capital.

Reinaba un tremendo desorden en la reunión. Muchos delegados accionaban el dispositivo electrónico para pedir el uso de la palabra. El rumor de tantas voces se convirtió en un ruido sordo que a Ellie le recordó los años que había pasado escuchando los sonidos del cosmos. Era obvio que no iba a ser fácil llegar a un consenso, y ambos presidentes de la asamblea daban muestras de no poder contener a los delegados.

Cuando el representante chino se puso de pie para hablar, Ellie advirtió que sus datos personales no aparecían en la pantalla de su monitor. Al no tener ni idea de quién era ese hombre, se volvió para preguntar. Fue un funcionario del Consejo Nacional de Seguridad quien le informó:

— Es Xi Qiaomu, un tipo importante. Nació durante la Larga Marcha. De adolescente fue voluntario en Corea. Funcionario político del gobierno. Ahora pertenece al Comité Central. Es muy influyente. Este último tiempo se le ha mencionado mucho en las noticias.

También dirige las excavaciones arqueológicas chinas.

Xi Qiaomu era un hombre alto, de hombros anchos, y aproximadamente sesenta años.

Las arrugas de su rostro lo avejentaban, pero su postura y todo su físico le conferían una apariencia casi juvenil. Vestía la chaqueta abotonada hasta el cuello, tan habitual en los dirigentes políticos chinos como lo era el traje con chaleco para los funcionarios norteamericanos.

— Si nos dejamos dominar por el miedo, no haremos nada, pero con eso sólo conseguiremos retrasarlos un poco. No hay que olvidar que ellos ya saben que estamos aquí. Nuestra televisión llega hasta su planeta, o sea que todos los días recuerdan nuestra existencia. Dada la calidad de nuestros programas de televisión, seguramente no podrán olvidarnos. Si no hacemos nada y ellos se preocupan por nosotros, máquina o no máquina, vendrán lo mismo. No podemos escondernos de ellos. Si no hubiéramos hecho nada por progresar, no nos veríamos con este problema. Si tuviéramos sólo televisión por cable pero ningún importante radar militar, quizá no supieran que existimos. Pero ahora ya es tarde. No podemos volvernos atrás. Nuestro rumbo está marcado.

«Si realmente les preocupa que esta máquina pueda destruir la Tierra, no la construyan en el planeta sino en alguna otra parte. Así, si provoca el fin del mundo, no será el nuestro el que estalle. Pero claro, eso sería demasiado caro. Si no estuviéramos tan atemorizados, podríamos fabricarla en algún desierto remoto. Podría haber una terrible explosión en Takopi, en la provincia de Xinjing, y nadie resultaría muerto. Y si no tuviéramos el menor temor podríamos construirla en Washington, en Moscú, en Beijing, o incluso en esta hermosa ciudad.

«En la China antigua, a Vega y dos estrellas cercanas se las denominaba Chih Neu, que significa la joven con la rueca. Se trataba de un símbolo auspicioso, una máquina para hacer ropa nueva para los habitantes de la Tierra.

«Hemos recibido una invitación muy singular. Quizá sea para asistir a un banquete.

Nunca se ha invitado a la Tierra a concurrir a un banquete. Rechazar la invitación sería una descortesía.

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