Tenía ante mí la pequeña libreta marrón de Shaknahyi, la que llevaba en el bolsillo. La primera vez que la vi fue cuando investigamos el asesinato de Blanca. Ahora contemplaba sus tapas de vinilo, manchadas con huellas de sangre, y meditaba sobre las entradas codificadas de Shaknahyi. Se suponía que debía descubrir su significado.
Esto ocurría una semana después de mi visita a la casa de Jirji e Indihar. El día había comenzado con mal pie y no mejoró. Levanté la vista para ver a Kmuzu junto a mi cama sosteniendo una bandeja de zumo de naranja, tostadas y café. Supuse que había esperado a mi daddy despertador para aparecer. Tenía tan mal aspecto que casi sentí lástima por el pobre mamón.
—Buenos días, yaa Sidi —dijo bajito.
Yo también me encontraba fatal.
—¿Dónde está mi ropa?
Kmuzu se encogió de hombros.
—No lo sé, yaa Sidi. No recuerdo lo que hiciste con ella anoche.
Yo tampoco me acordaba de nada. Sólo una molesta oscuridad desde que anoche crucé la puerta principal, ya tarde, hasta hace un momento. Salté de la cama desnudo, con la cabeza martilleándome y el estómago amenazando con una inmediata revolución.
—Ayúdame a encontrar los téjanos —dije—. Mi caja de píldoras está en los téjanos.
—Por esto es que el Señor prohibe beber —dijo Kmuzu.
Le eché una mirada, tenía los ojos cerrados y aún sostenía la bandeja, que oscilaba peligrosamente. En pocos segundos el café y el zumo de naranja se verterían sobre mi cama. Pero en aquel momento para mí no tenía ninguna importancia.
Mi ropa no estaba debajo de la cama, que era el lugar lógico donde buscar. No estaba en el armario, ni en el ropero, ni en el baño. Miré sobre la mesa de la zona del comedor y en mi pequeña cocina. Sin suerte. Por fin encontré los zapatos y la camisa hecha una pelota en la estantería, encajada entre unas novelas de Lutfy Gad, un escritor detective palestino de mediados del siglo xx. Mis téjanos estaban primorosamente doblados y escondidos en mi escritorio entre varios pliegues de papel de impresora.
Ni siquiera me puse los pantalones. Cogí la caja de píldoras y volví a entrar en el dormitorio. Mi plan era tragarme varios opiáceos, tal vez una docena de soneínas, con el zumo de naranja.
Demasiado tarde. Kmuzu contemplaba horrorizado el pegajoso charco de mis sábanas apestosas a sudor. Se quedó mirándome.
—Limpiaré eso ahora mismo —dijo, reprimiendo una náusea.
Su expresión decía que esperaba perder su cómodo empleo en la Casa Grande y ser enviado a los polvorientos campos con los otros brutos no cualificados.
—No te preocupes por eso ahora, Kmuzu. Acércame esa taza de…
Oí el chasquido de la taza de café y el platillo deslizándose hacia el sur y cayéndose por el borde de la bandeja. Miré las sábanas hechas un asco. Al menos ya no se distinguía la mancha del jugo de naranja derramado.
—Yaa Sidi…
—Quiero un vaso de agua, Kmuzu, inmediatamente.
Había sido una noche infernal. Tuve la brillante idea de ir al Budayén después de trabajar.
—Hace mucho tiempo que no salgo de noche —le dije a Kmuzu cuando vino a buscarme a la comisaría.
—Al amo de la casa le complace que te concentres en tu trabajo.
—Sí, tienes razón, pero eso no significa que no pueda ver a mis amigos de vez en cuando.
Le di la dirección del club griego de Jo-Mama.
—Si lo haces, volverás a casa tarde, yaa Sidi.
—Ya sé que será tarde. ¿Prefieres que salga a tomar unas copas por la mañana?
—Por la mañana debes estar en la comisaría.
—Falta mucho para entonces —puntualicé.
—El amo de la casa…
—¡Gira a la derecha, Kmuzu, vamos!
No iba a tolerar ni una queja más. Le guié hacia el norte por las intrincadas calles de la ciudad. Dejamos el coche en el bulevar y cruzamos la puerta del Budayén.
El club de Jo-Mama estaba en la calle Tres, descansando contra la alta muralla norte del barrio. Rocky, la camarera auxiliar, frunció el ceño cuando acerqué un taburete a la barra. Era bajita y corpulenta, con un hirsuto cabello negro, y no se alegró de verme.
—¿Quieres ver mi licencia de encargada, policía? —dijo en tono mordaz.
—Déjame en paz, Rocky. Sólo quiero ginebra y bingara. —Me volví hacia Kmuzu, que estaba de pie a mi espalda—. Siéntate.
—¿Y éste quién es? —dijo Rocky—, ¿tu esclavo o algo así?
Asentí.
—Sírvele lo mismo.
Kmuzu levantó una mano.
—Simplemente un soda club, por favor —dijo.
Rocky me miró y yo le hice un discreto gesto con la cabeza.
Jo-Mama salió de su despacho y me sonrió.
—Marîd, ¿cómo estás? Ya no se te ve el pelo.
—He estado muy ocupado.
Rocky dejó una bebida ante mí y otra idéntica ante Kmuzu.
Jo-Mama le dio una palmada en el hombro a Kmuzu.
—Sabes, tu jefe tiene cojones —dijo con admiración.
—Algo he oído —respondió Kmuzu.
—Sí. Todos hemos oído algo —dijo Rocky, torciendo un poco la boca.
Kmuzu dio un sorbo a su ginebra con bingara e hizo un aspaviento.
—Este soda club sabe raro.
—Es el zumo de lima —dije sin pensar.
—Sí, te he puesto un poco de lima —dijo Rocky.
—Oh —dijo Kmuzu, dando otro sorbo.
Jo-Mama se rió. Era la mujer más grande que he visto en mi vida, grande, corpulenta y siempre cordial. Tenía una voz fuerte y ronca y una memoria prodigiosa para acordarse de quién le debe dinero y quién le ha hecho alguna mala pasada. Cuando se ríe, ves la cerveza espumear en los vasos por todo el bar, y cuando se enfada, no te da tiempo a ver nada.
—Tus amigos están en la mesa del fondo —me dijo.
—¿Quién?
—Mahmoud, Medio Hajj y ese cristiano altanero.
—Mis antiguos amigos.
Jo-Mama se encogió de hombros. Yo cogí mi bebida y me interné en la oscura caverna del club. Kmuzu me siguió.
Mahmoud, Jacques, Saied y ese adolescente americano, Abdul-Hassan, amante de Saied, estaban sentados a una mesa cerca del escenario. Al principio no me vieron porque estaban calibrando a la bailarina, a quien yo no conocía, pero era una mujer auténtica. Acerqué un par de sillas a su mesa y Kmuzu y yo nos sentamos.
—¿Cómo estás, Marîd? —dijo Medio Hajj.
—Mirad quién está aquí —dijo Mahmoud—. ¿Has venido a inspeccionar los permisos?
—Es un chiste malo que ya me ha contado Rocky.
Mahmoud ni se inmutó. Aunque como mujer había sido lo bastante ágil y hermosa como para bailar aquí en el club de Jo-Mama, después del cambio de sexo había ganado unos cuantos kilos y unos cuantos músculos. No tenía ganas de luchar con él para ver cuál de los dos era más duro.
—¿Por qué estamos mirando a esta titi? —preguntó Saied.
Abdul-Hassan contemplaba con rencor a la chica del escenario. Medio Hajj era un buen maestro.
—No es tan mala —dijo Jacques, haciéndonos partícipes de su punto de vista de heterosexual militante—. Es muy bonita, ¿no creéis?
Saied dio una patada en el suelo.
—Los travestis de la Calle lo son más.
—Los travestis de la Calle son productos —dijo Jacques—. Esta chica es natural.
—La toxina de los moluscos es natural, si es eso lo que te preocupa —dijo Mahmoud—. Prefiero mirar a alguien que ha perdido algo de tiempo y esfuerzo en mejorar su aspecto.
—Alguien que ha gastado una fortuna en moddies corporales, querrás decir —dijo Jacques.
—¿Cómo se llama? —pregunté.
Hicieron caso omiso de mi pregunta.
—¿Has oído lo de la muerte de Blanca? —le dijo Jacques a Mahmoud.
—Es probable que la mataran a palos en una batida policial —respondió Mahmoud, mirándome.
No iba a soportar nada más. Dejé mi silla.
—Acaba tu… soda club —le dije a Kmuzu.
Saied se levantó y se me acercó.
—Vamos, Marîd —susurró—, no les hagas caso. Intentan provocar tu cólera.
—Pues lo han logrado.
—Se cansarán pronto. Todo volverá a ser como antes.
Engullí el resto de mi bebida.
—Seguro —dije, sorprendido por la ingenuidad de Saied.
Abdul-Hassan me dirigió una mirada seductora, batiendo sus largas pestañas. Me pregunté de qué sexo sería cuando fuera mayor.
Jo-Mama había vuelto a desaparecer en el despacho y Rocky no se molestó en decirme adiós. Kmuzu me siguió fuera del bar.
—Bien —le dije—, ¿te diviertes?
Me ofreció una mirada vacua. No parecía divertirse demasiado.
—Pasaremos por el local de Chiri —le dije—. Allí si alguien me mira mal lo puedo echar. Es mi club.
Me gustaba como sonaba.
Guié a Kmuzu hacia el sur y luego giramos Calle arriba. Conducía con una mirada solemne de desaprobación en el rostro. No era el perfecto compañero para ir de copas, pero era leal. Sabía que no me abandonaría si encontraba alguna chica ardiente en cualquier parte.
—¿Por qué no te relajas? —le pregunté.
—Mi trabajo no consiste en relajarme —dijo.
—Eres un esclavo. Tu trabajo consiste en lo que yo te diga. Aminora un poco.
Al entrar en el club me brindaron una agradable bienvenida.
—Aquí llega, señoras —gritó Chiri—, el jefe.
Esta vez no parecía amargada cuando me llamó eso. Había tres transexuales y dos travestís trabajando con ella. Las chicas de verdad estaban todas en el turno de día con Indihar.
Es bueno sentirse como en casa en algún sitio.
—¿Qué tal, Chiri? —le pregunté.
Parecía disgustada.
—Una noche floja, no se ha hecho dinero.
—Siempre dices lo mismo.
Entré y busqué mi asiento de siempre en el extremo más alejado de la barra, donde ésta se curva hacia el escenario. Allí sentado divisaba toda la barra y podía ver quién entraba en el club. Kmuzu se sentó a mi lado.
Chiri me lanzó un posavasos de corcho. Yo di unos golpecitos en la barra delante de Kmuzu y Chiri asintió.
—¿Quién es este guapo demonio? —me preguntó.
—Se llama Kmuzu, es poco comunicativo.
Chiri sonrió.
—Yo puedo remediarlo. ¿De dónde eres, cielo?
Se dirigió a Chiri en algún idioma africano del que no comprendí ni una palabra, al igual que ella.
—Soy el esclavo de Sidi Marîd —dijo.
Chiri alucinó. Se quedó casi sin habla.
—¿Esclavo? Perdóname por decirlo, cariño, pero ser esclavo no es algo de lo que enorgullecerse. No puedes decirlo como si fuera una hazaña,¿sabes?
Kmuzu sacudió la cabeza.
—Es una larga historia.
—Ya me imagino —dijo Chiri, mirándome como si esperara una explicación.
—Si es una historia, nadie me la ha contado —dije.
—Te lo dio Papa, ¿no? Como te dio el club. —Yo asentí. Chiri puso ginebra y bingara sobre mi posavasos y lo mismo ante Kmuzu—. Si estuviera en tu lugar, a partir de ahora me cuidaría mucho de lo que desenvolviera bajo el árbol de navidad.
Yasmin me miró durante media hora antes de acercarse a decir «hola» y sólo porque los otros dos transexuales me estaban besando y restregándose contra mí, intentando quedar bien con el dueño. También funcionaba.
—Has llegado lejos, Marîd —dijo Yasmin.
Me encogí de hombros.
—Me siento como si aún fuera el sencillo norafde, siempre.
—Sabes que no es cierto.
—Bueno, todo te lo debo a ti. Fuiste tú quien me incitó a operarme el cráneo y hacer lo que Papa deseaba.
Yasmin cambió de tema.
—Sí, supongo que sí. —Se volvió hacia mí—. Oye, Marîd, lo siento si…
Le cogí la mano.
—No digas que lo sientes, Yasmin. Hace mucho de eso.
Parecía agradecida.
—Gracias, Marîd.
Se inclinó y me besó en la mejilla. Luego se apresuró hacia la barra a la que se habían sentado dos marinos mercantes de tez oscura.
El resto de la noche transcurrió rápido. Torné una copa detrás de otra y me aseguré de que Kmuzu hiciera lo mismo. Seguía creyendo que bebía soda club con un extraño zumo de lima.
En algún momento empecé a estar borracho y Kmuzu casi desvalido. Recuerdo a Chiri cerrando el bar a las tres de la madrugada. Contó la caja registradora y me ofreció el dinero. Le di la mitad de los billetes, como correspondía a nuestro acuerdo, luego pagué los salarios de Yasmin y de las otras cuatro. Todavía me quedó un grueso fajo de billetes.
Me gané un ardiente beso de buenas noches de un transexual llamado Lily y un pedazo de papel con el teléfono de alguien llamado Rani. Creo que Rani también le dio el papel a Kmuzu, para cubrir sus apuestas.
Ahí es cuando sobrevino el apagón. No sé cómo logramos volver a casa, pero no trajimos el coche con nosotros. Lo siguiente que recuerdo es despertarme en la cama y a Kmuzu a punto de derramar zumo de naranja y café caliente sobre mí.
—¿Dónde está el agua? —dije, vagando por la habitación, con los sunnies en una mano y los zapatos en la otra.
—Aquí, yaa Sidi.
Le quité el vaso y me tragué las tabletas.
—Te dejo un par para ti —le dije.
Parecía consternado.
—No puedo.
—No es recreativa. Es medicinal.
Kmuzu superó su aversión a las drogas lo suficiente como para tomar una soneína.
Yo distaba mucho de estar sobrio y los sunnies no me iban a resultar de mucha ayuda. Ya no me dolía, pero sólo estaba vagamente consciente. Me vestí rápido sin reparar en lo que me ponía. Kmuzu se ofreció a hacerme el desayuno, pero la mera idea me revolvía el estómago. Por una vez Kmuzu no insistió en que comiera. Creo que se alegraba de no tener que cocinar.
Bajamos la escalera a duras penas. Llamé un taxi para que me llevara al trabajo y Kmuzu me acompañó a fin de recuperar el sedán. En el taxi, recliné la cabeza contra el asiento, cerré los ojos y oí ruidos peculiares en mi cabeza. Mis oídos repicaban como la sala de máquinas de un antiguo remolcador.
—Que tengas un buen día —dijo Kmuzu, cuando llegamos a la comisaría.
—Que viva hasta la hora de comer, quieres decir.
Salí del taxi y me abrí paso entre mi grupo de jóvenes partidarios, arrojándoles un poco de dinero.
El sargento Catavina me miró con displicencia entrar en mi cubículo.
—No tienes buen aspecto.
—No me encuentro bien.
Catavina chasqueó la lengua.
—Te he contado lo que hago cuando estoy un poco resacoso.
—No apareces por el trabajo —le dije, desplomándome en la silla de plástico; no tenía ganas de charlar con él.
—Eso siempre funciona —dijo, saliendo de mi cubículo.
Yo no le gustaba, y a mí parecía no importarme.
Shaknahyi llegó quince minutos tarde. Yo seguía contemplando mi ordenador, incapaz de escarbar en la montaña de papeles que esperaban en mi escritorio.
—¿Qué tal? —dijo. No esperó mi respuesta—. Hajjar quiere vernos ahora mismo.
—No estoy presentable —dije abatido.
—Ya se lo he dicho. Vamos, mueve el culo.
Le seguí, renuente, por el pasillo hasta la pequeña oficina de Hajjar entre paredes de cristal. Aguardamos de pie ante su escritorio mientras él jugueteaba con una pequeña montaña de clips. Tras unos segundos levantó la vista y nos dirigió una mirada escrutadora. Era un acto meditado. Tenía algo difícil que decirnos y quería que supiéramos que le-dolía-más-a-él-que-a-nosotros.
—No me gusta tener que hacer esto —dijo, y parecía realmente apenado.
—Entonces olvídalo, teniente —le dije—. Vamos, Jirji, dejémoslo solo.
—Cállate, Audran —dijo Hajjar—. Reda Abu Adil ha presentado una queja oficial. Creo que os dije que le dejarais en paz.
No habíamos vuelto a ver a Abu Adil, pero hablamos con todos sus macarras a sueldo que pudimos arrinconar.
—Muy bien —dijo Shaknahyi—, lo suspenderemos.
—La investigación ha terminado. Hemos reunido toda la información que necesitábamos.
—Vale —dijo Shaknahyi.
—¿Comprendéis? A partir de ahora dejad tranquilo a Abu Adil. No tenemos nada contra él. No está bajo ningún tipo de sospecha.
—Correcto —dijo Shaknahyi.
Hajjar me miró.
—Perfecto —dije.
Hajjar asintió.
—Muy bien. Ahora, hay algo que quiero que comprobéis.
Le ofreció a Shaknahyi una hoja de papel azul claro.
Shaknahyi la observó.
—Esta dirección está por aquí cerca.
—Aja —respondió Hajjar—. Hemos recibido ciertas quejas del vecindario. Parece otro traficante de bebés, pero ese tipo tiene un horrible método. Si encontráis a On Cheung, detenedlo y traedlo a la comisaría. No os molestéis por las pruebas, ya las fabricaremos más tarde. Si no está allí, mirad a ver qué encontráis y traedlo.
—¿De qué le acusamos? —pregunté.
Hajjar se encogió de hombros.
—No es necesario acusarle de nada. Ya oirá bastantes cargos en el juicio.
Miré a Shaknahyi, que se encogió de hombros. Así era como antaño solía actuar el departamento de policía. El teniente Hajjar debía de sentir nostalgia de los viejos tiempos.
Salimos de la oficina de Hajjar y nos dirigimos al ascensor. Shaknahyi se metió el papel azul en el bolsillo de la camisa.
—No tardaremos mucho —dijo—. Luego iremos a comer algo.
La mera idea de la comida me produjo náuseas. Me di cuenta de que todavía estaba medio borracho. Pedí a Alá que mi estado no acarreara complicaciones en la calle.
Circulamos seis manzanas hacia una zona de desmedrados edificios de ladrillo rojo. Los niños jugaban en la calle, chutando un balón de fútbol de aquí para allá y lanzando fuertes gritos.
—Yaa Sidi! Yaa Sidi! —gritaron cuando divisaron el coche policía.
Observé que algunos de ellos eran los niños a quienes daba dinero cada mañana.
—Te estás convirtiendo en una celebridad en este barrio —dijo Shaknahyi divertido.
Grupos de hombres se sentaban frente a los edificios en viejas sillas de cocina, bebiendo té, conversando y mirando pasar el tráfico. Dejaron de hablar en cuanto aparecimos. Nos miraron caminar con los ojos entornados, llenos de odio. Al pasar alcancé a oír sus comentarios sobre nosotros.
Shaknahyi consultó la hoja azul y comprobó la dirección de uno de los edificios.
—Éste es —dijo.
Se trataba de una turbia tienda, cuyo escaparate estaba tapado por trozos de cajas de cartón pegados por dentro.
—Parece abandonado —dije.
Shaknahyi asintió y nos acercamos a algunos de los hombres que nos vigilaban de cerca.
—¿Alguien sabe algo sobre un tal On Cheung? —preguntó.
Los hombres se miraron entre sí, pero ninguno de ellos dijo nada.
—Un bastardo que compra niños. ¿Lo habéis visto?
No creí que ninguno de esos hombres desaliñados y muertos de hambre nos tendiera una mano, pero al fin uno de ellos se levantó.
—Yo os lo explicaré —dijo.
Los demás se burlaron de él y escupieron a sus pies mientras nos seguía a Shaknahyi y a mí hasta la acera.
—¿Qué es lo que sabes? —preguntó Shaknahyi.
—Ese tal On Cheung apareció hace unos meses —dijo el hombre. Miraba por encima del hombro con nerviosismo—. Cada día acudían mujeres a su tienda. Al entrar llevaban niños. Poco después salían, pero no con los niños.
—¿Qué hacía con los niños? —pregunté.
—Les rompía las piernas —dijo el hombre—. Les cortaba las manos o les arrancaba la lengua para que la gente se compadeciera de ellos y le diesen dinero. Luego los vendía a los propietarios de esclavos, quienes los lanzaban a la calle a mendigar. A veces vendía a las niñas más mayores a los chulos.
—On Cheung morirá al atardecer si Friedlander Bey se entera de esto —dije.
Shaknahyi me miró como si me hubiera vuelto loco. Se dirigió a nuestro informador.
—¿Cuánto pagaba por un niño?
—No lo sé. Quizá quinientos kiams. Los niños valen más que las niñas. A veces acudían a él mujeres embarazadas de otros barrios de la ciudad. Se quedaban una semana, un mes. Luego se iban a casa y decían a su familia que el niño había muerto —dijo encogiéndose de hombros.
Shaknahyi fue a la tienda y trató de abrir la puerta. Se movió, pero no se abrió. Sacó su pistola de agujas y disparó al panel de cristal por encima de la cerradura, luego alargó el brazo y abrió la puerta. Nos internamos en la tienda oscura y maloliente.
Había basura por todas partes, botellas rotas y envases de poliestireno, papeles de periódico rasgados y material de embalar. Un fuerte olor a desinfectante con aroma de pino flotaba en el aire. Tan sólo una vieja mesa contra la pared, una bombilla colgando del techo y en un rincón un asqueroso lavabo de porcelana con un grifo que goteaba. No había más muebles. Era evidente que a On Cheung le habían advertido del interés de la policía por su negocio. Caminamos por la habitación, aplastando cristales y plásticos. Allí ya no podíamos hacer nada más.
—Cuando eres policía —dijo Shaknahyi—, pasas por un montón de frustraciones.
Salimos al exterior. Los hombres en las sillas de cocina estaban vociferando a nuestro informador. Ninguno de ellos sentía ninguna estima por On Cheung, pero su amigo había quebrantado cierto código no escrito al hablar con nosotros. Le costaría caro.
Los dejamos en ello. El asunto me asqueó y me alegré de no ver ninguna prueba de las ocupaciones de On Cheung.
—¿Y ahora qué pasa? —pregunté.
—¿Sobre On Cheung? Redactaremos un informe. Quizá se haya trasladado a otra parte, quizá haya salido de la ciudad. Quizá algún día alguien le atrape y le corte los brazos y las piernas. Entonces podrá sentarse en un rincón de la calle y mendigar, me gustaría verlo.
Una mujer con un largo abrigo negro y un pañuelo gris cruzó la calle. Llevaba un niño pequeño envuelto en una keffiya a cuadros rojos y blancos.
—Yaa Sidil —me dijo.
Shaknahyi levantó las cejas y echó a andar.
—¿Puedo ayudarte, hermana? —le dije.
Era bastante raro que una mujer abordase a un hombre extraño en la calle. Claro que para ella yo era sólo un policía.
—Los niños me han dicho que eres un hombre bueno —dijo—. El propietario nos pide más dinero porque ahora he tenido otro niño. Dice…
Suspiré.
—¿Cuánto necesitas?
—Doscientos cincuenta kiams, yaa Sidi.
Le di quinientos. Los saqué de los beneficios del club de la noche anterior. Aún me quedaba mucho.
—Lo que decían es cierto, ¡oh elegido! —me dijo, con lágrimas en los ojos.
—Haces que me sienta incómodo —dije—. Paga el alquiler al propietario y compra comida para ti y para tus hijos.
—Que Alá aumente tu fuerza, yaa Sidi.
—Que él te bendiga, hermana.
Atravesó la calle corriendo y se metió en su casa.
—Te hace sentir bien, ¿no? —dijo Shaknahyi.
No sabría decir si se estaba burlando de mí.
—Me alegra poder ayudar un poco.
—El Robín Hood de los suburbios.
—Se me pueden llamar cosas peores.
—Si Indihar viera esta faceta tuya, tal vez no te odiase tanto.
Me quedé mirándole, pero él se limitó a reírse.
De nuevo en el coche patrulla, el ordenador de a bordo dijo:
—Coche número tres siete cuatro, responda inmediatamente. Se ha identificado al asesino Paul Jawarski en el restaurante Meloul de la calle Nür ad-Din. Está desesperado, bien armado, y disparará a matar. Otras unidades van en camino.
—Nosotros nos ocuparemos de él —dijo Shaknahyi.
La voz del ordenador se extinguió.
—El restaurante de Meloul es donde comimos en aquella ocasión, ¿no? —dije.
Shaknahyi asintió.
—Intentaremos reducir a ese bastardo de Jawarski antes de que agujeree la olla de cuscús de Meloul.
—¿La agujeree?
Shaknahyi se volvió hacia mí y me dedicó una amplia sonrisa.
—Le gustan las pistolas antiguas. Lleva una cuarenta y cinco automática. Te hace un socavón tan grande que cabe una pierna de cordero.
—¿Qué sabes de ese Jawarski?
Shaknahyi viró por la calle Nür ad-Din.
—Los patrulleros como nosotros llevamos una semana viendo su foto. Dice que ha matado a veintiséis hombres. Es el jefe de la banda de los cabezas planas. Ofrecen diez mil kiams de recompensa por él.
Se suponía que yo sabía de qué estaba hablando.
—No parece interesarte demasiado —dije.
Shaknahyi gesticuló con la mano.
—No sé si el aviso es verdadero o es otra falsa alarma. En este barrio hemos recibido tantas llamadas falsas como auténticas.
Llegamos los primeros al local de Meloul. Shaknahyi abrió la portezuela y salió, yo hice lo mismo.
—¿Qué quieres que haga? —le pregunté.
—Limítate a quitar a los viandantes del medio —dijo—. En todo caso hay algo…
Una salva de disparos partió del interior del restaurante. Aquellas armas de fuego metían mucho ruido. Sin duda atraían la atención, no como el chisporroteo y el siseo de las pistolas estáticas. Me lancé al suelo e intenté sacar la pistola estática del bolsillo. Sonaron más disparos y oí el estallido de cristales cerca. El parabrisas, pensé.
Shaknahyi se había tirado al suelo junto al edificio, fuera de la línea de fuego. Empuñaba su arma.
—Jirji —le llamé.
Me hizo una seña para que cubriera la parte trasera del restaurante. Me levanté y corrí unos metros, entonces oí a Jawarski huir por la puerta principal. Me volví y vi a Shaknahyi salir tras él disparando su pistola de agujas por la calle Nür ad-Din. Shaknahyi abrió fuego cuatro veces y Jawarski se dio la vuelta. Yo los miraba fijamente e imaginaba el tamaño y la negrura del cañón de la pistola de Jawarski. Parecía como si me apuntase directo al corazón. Disparó unas cuantas veces y se me heló la sangre, hasta que me percaté de que no me había dado.
Jawarski corrió hacia un patio a unas pocas puertas más allá de Meloul, y Shaknahyi le persiguió. El fugitivo debió de caer en la cuenta de que no podía cortar por la siguiente calle, porque retrocedió hacia Shaknahyi. Llegué en el preciso instante en que los dos hombres se encontraban frente a frente, disparándose. A Jawarski se le descargó el arma y huyó hacia la parte trasera de una casa de dos plantas.
Lo seguimos por el patio. Shaknahyi subió un peldaño de la escalera, abrió una puerta y se metió en la casa. Yo no quería hacerlo, pero tenía que seguirle. En cuanto abrí la puerta trasera, vi a Shaknahyi apoyado contra la pared, recargando su pistola de agujas. No parecía consciente de la gran mancha oscura que se extendía por su pecho.
—Jirji, estás herido —dije, con la boca seca y el corazón como un martillo.
—Sí. —Respiró hondo—. Vamos.
Caminó despacio por la casa hacia la puerta principal. Salió a la calle y paró un pequeño coche eléctrico de un civil.
—Demasiado lejos para ir a buscar el coche patrulla —me dijo, jadeante. Miró al conductor—. Estoy herido —dijo, metiéndose en el coche.
Me senté a su lado.
—Llévenos al hospital —ordené al acobardado hombrecito que estaba tras el volante.
Shaknahyi renegó.
—Olvídelo. Sígale —dijo señalando a Jawarski, que corría por el espacio que separaba la casa en que se había escondido de la siguiente.
Jawarski nos vio y disparó mientras corría. La bala entró por la ventana del coche, pero el calvo conductor no se detuvo. Veíamos a Jawarski escabullirse de una casa a otra. Entre las casas, se volvió y nos disparó de nuevo. Cinco balas más se incrustaron en el coche.
Por fin Jawarski llegó a la última casa de la manzana y subió por el porche. Shaknahyi apuntó con su pistola de agujas y disparó. Jawarski se tambaleó.
—Vamos —dijo Shaknahyi respirando con dificultad—. Me parece que ya le tenemos. —Abrió la puerta del coche y cayó sobre el pavimento. Yo bajé de un salto y le ayudé a incorporarse—. ¿Dónde están? —dijo.
Miré por encima del hombro. Un puñado de policías uniformados subían la escalera hacia el escondite de Jawarski y tres coches patrulla más se acercaban por la calle a toda velocidad.
—Están aquí, Jirji —dije.
Su piel empezaba a adquirir un horrible color gris.
Se apoyó contra el acribillado coche y respiró con dificultad.
—Duele como un demonio —dijo serenamente.
—Tranquilo, Jirji. Te llevaremos al hospital.
—No fue un accidente, la llamada sobre On Cheung, luego el aviso de Jawarski.
—¿De qué estás hablando? —le pregunté.
El dolor le mortificaba, pero no entraba en el coche.
—El archivo Fénix —dijo. Me miró intensamente a los ojos, como si intentara inculcar esa información directamente a mi cerebro—. Hajjar cometió un error con el archivo Fénix. Desde entonces he estado tomando notas. No les gustaba. Pon atención en quién se queda mis pertenencias, Audran. Pero juega con astucia o también se llevarán tus huesos.
—¿Qué demonios es el archivo Fénix, Jirji?
La ansiedad me embargaba.
—Toma —dijo, ofreciéndome la libreta de tapas de vinilo de su bolsillo.
Cerró los ojos y se desplomó sobre el capó del coche. Miré al conductor.
—¿Quiere llevarnos al hospital?
El renacuajo calvo me miró. Luego miró a Jirji.
—¿Cree que podré limpiar toda esa sangre de mi tapicería? —preguntó.
Cogí al cabrón de las solapas y lo arrojé fuera de su propio coche. Metí con mucho cuidado a Shaknahyi en el asiento del copiloto y me dirigí hasta el hospital más rápido de lo que he conducido en mi vida.
No sirvió de nada. Era demasiado tarde.