14

Me pasé casi una semana en el hospital. Miré el holo, leí un montón y, en contra de mis deseos, unas cuantas personas vinieron a verme: Lily, el transexual que estaba perdidamente enamorado de mí, Chiri, Yasmin. Recibí dos sorpresas: la primera fue una cesta de frutas de Umar Abdul-Qawy, la segunda una visita de seis completos desconocidos, gente que vivía en el Budayén y en el barrio de la comisaría. Entre ellos reconocí a la joven con el bebé a la que di algún dinero el día que nos enviaron a Shaknahyi y a mí a buscar a On Cheung.

Parecía tan tímida y cohibida como cuando se me acercó en la calle.

—Oh caíd —dijo con voz temblorosa, dejando una cesta cubierta por una tela sobre mi mesa—, suplicamos a Alá tu recuperación.

—Pues ha dado resultado —dije con una sonrisa—, porque el doctor dice que saldré de aquí hoy.

—Alabado sea Dios —dijo la mujer. Se volvió hacia los que la acompañaban—. Estas personas son los padres de los niños, los niños que te piden limosna en las calles y en la comisaría. Te están agradecidos por tu generosidad.

Esos hombres y mujeres vivían en una pobreza que yo había conocido la mayor parte de mi vida. Lo curioso es que no se mostraban quisquillosos conmigo. Puede parecer ingrato, pero a veces sientes resentimiento hacia tus benefactores. Cuando era joven, conocí la humillación que a veces supone recibir caridad, sobre todo cuando estás tan desesperado que no te puedes permitir el lujo del orgullo.

Todo depende de la actitud de los donantes. Nunca olvidaré cómo odiaba la Navidad cuando era niño en Argel. Los cristianos del barrio solían reunir cestas de comida para mi madre, mi hermano pequeño y para mí. Luego venían a nuestra mísera casa y se paseaban sonrientes, orgullosos de su buena obra. Nos miraban a mi madre, a Hussain y a mí, esperando a que nos mostrásemos debidamente agradecidos. ¡Cuántas veces deseé no tener tanta hambre para arrojarle aquellos malditos alimentos enlatados a la cara!

Temía que esos padres sintieran lo mismo hacia mí. Quería que supieran que no tenían por qué hacer ninguna desmelenada demostración de preocuparse por mi bienestar.

—Me alegro de ayudarles, amigos. Pero en realidad, lo hago por motivos egoístas. El noble Corán dice: «Aquellos de vosotros que gastéis mucho, debéis velar por vuestros padres, parientes próximos, huérfanos, necesitados y peregrinos. Y todo el bien que vosotros hagáis, Alá lo sabrá». De modo que quizá si gasto unos cuantos kiams en una causa justa, me preparo para la noche en que me corra una juerga con las dos gemelas rubias de Hamburgo.

Un par de visitas sonrieron. Eso me relajó un poco.

—A pesar de eso —dijo la joven madre—, te damos las gracias.

—Hace menos de un año, no me iban muy bien las cosas. Comía de vez en cuando. A veces no tenía adonde ir y dormía en los parques y en los edificios abandonados. Desde entonces todo me ha salido bien y no hago más que devolver el favor. Recuerdo lo amables que fueron ciertas personas cuando estaba hundido.

En realidad, nada de eso era cierto, pero era caritativo.

—Ahora te dejamos, oh caíd —dijo la mujer—. Seguramente necesitarás descansar. Sólo queremos que sepas que si podemos hacer algo por ti, nos harías muy feliz.

La estudié de cerca, preguntándome si de verdad sentía lo que decía.

—Resulta que estoy buscando a dos tipos. On Cheung, el vendedor de bebés, y ese asesino de Paul Jawarski. Si alguien tiene alguna información le estaría muy agradecido.

Observé como intercambiaban miradas nerviosas. Nadie dijo nada. Como era de esperar.

—Que Alá te conceda paz y bienestar, caíd Marîd al-Amin —murmuró la mujer encaminándose hacia la puerta.

Me había ganado el epíteto. Me había llamado Marîd el digno de confianza.

Allah yisallimak —respondí.

Me alegré de que se fueran.

Una hora más tarde, una enfermera me dijo que mi médico había firmado el alta. Perfecto. Llamé a Kmuzu y me trajo ropa limpia. Tenía la piel muy sensibilizada y me dolía al vestirme, pero me alegraba de irme a casa.

—Morgan, el americano, desea verte, yaa Sidi —dio Kmuzu—. Dice que tiene algo que contarte.

—Buenas noticias —dije.

Subí al sedán eléctrico y Kmuzu cerró la puerta de mi lado. Luego dio la vuelta alrededor del coche y se puso al volante.

—Debes ocuparte de algunos asuntos. En tu escritorio hay un considerable montón de dinero.

—Ah, sí, ya me lo imagino.

Debían de ser dos gruesos sobres con mi sueldo de Friedlander Bey, más mi parte del local de Chiri.

Kmuzu deslizó sobre mí una mirada furtiva.

—¿Tienes algún plan para ese dinero, yaa Sidi? Le sonreí.

—¿Por qué, quieres que apueste por algún caballo?

Kmuzu frunció el ceño. Recordé que no tenía sentido del humor.

—Tu riqueza ha aumentado. Con el dinero que has ganado mientras estabas en el hospital, tienes más de cien mil kiams, yaa Sidi. Con esa suma se podría hacer mucho bien.

—No sé cómo controlas mi saldo bancario, Kmuzu. —A veces era tan cordial que me olvidaba de que en realidad era un vulgar espía—. Tengo algunos planes para destinar el dinero a un buen fin. Una clínica gratuita en el Budayén, o quizá ofrecer comidas a los necesitados.

Le dejé alucinado.

—¡Eso es maravilloso y sorprendente! —dijo—. Lo apruebo de todo corazón.

—Me alegro —dije con amargura. Lo había estado pensando de verdad, pero no sabía por dónde empezar—. ¿Te gustaría estudiar la posibilidad? Eso de Abu Adil y Jawarski ocupa todo mi tiempo.

—Me hará más que feliz. No creo que tengas bastante para fundar una clínica, yaa Sidi, pero ofrecer comidas calientes a los pobres, eso sí que es un gesto encomiable.

—Espero que sea más que un gesto. Avísame cuando tengas preparado el proyecto y algunas cifras para echarle un vistazo.

Lo mejor de todo era que eso mantendría ocupado a Kmuzu y me dejaría en paz un tiempo.

Al entrar en casa, Youssef me sonrió y me hizo una reverencia.

—¡Bienvenido a casa, oh caíd!

Insistió en pelearse con Kmuzu por llevar mi maletín y los dos me siguieron por el pasillo.

—Aún están reconstruyendo tus habitaciones, yaa Sidi —dijo Kmuzu—. Te he instalado en una suite del ala este. En el primer piso, lejos de tu madre y de Umm Saad.

—Gracias, Kmuzu. —Ya empezaba a pensar en el trabajo que debía hacer. No podía perder más tiempo recuperándome—. ¿Está Morgan aquí o tengo que llamarle?

—Está en la antecámara del despacho —dijo Youssef—. ¿He hecho bien?

—Perfecto, Youssef. ¿Por qué no le devuelves la maleta a Kmuzu? Él la llevará a nuestros aposentos provisionales. Quiero que me acompañes al despacho personal de Friedlander Bey. ¿Crees que le importará que lo use mientras está en el hospital?

Youssef lo pensó un momento.

—No —dijo despacio—, no veo ningún problema.

Sonreí.

—Bueno, tengo que ocuparme de sus asuntos hasta que se recupere.

—Entonces, te dejo, yaa Sidi —dijo Kmuzu—. ¿Puedo empezar a trabajar en tu proyecto benéfico?

—Lo antes posible. Ve en paz.

—Que Dios te acompañe —dijo Kmuzu, dirigiéndose hacia el ala del servicio.

Yo fui con Youssef al despacho privado de Papa.

Youssef se detuvo en el umbral.

—¿Le digo al americano que entre? —pregunté.

—No, que espere un par de minutos. Necesito mi potenciador de inglés o no entenderé ni una palabra. ¿Te importa ir a buscarlo?

—Le dije dónde lo encontraría—. Cuando vuelvas puedes decirle a Morgan que pase.

—No faltaba más, oh caíd.

Youssef se apresuró a cumplir mi encargo.

Sentí un molesto escalofrío cuando me senté en la silla de Friedlander Bey, como si ocupara un lugar de naturaleza impía. No me hizo ninguna gracia. Por un lado, no tenía ningunas ganas de representar el papel de joven señor del crimen, ni siquiera de ocupar el puesto más legal de intermediario entre los poderes internacionales. Ahora estaba a merced de Papa, pero si Alá no remediaba su estado terminal, no tardaría en verme convertido en su sucesor. Y yo tenía otros planes para mi futuro.

Eché un vistazo a los papeles del escritorio de Papa, sin hallar nada indecente ni inculpatorio. Me disponía a hurgar en los cajones, cuando Youssef regresó.

—Te he traído la ristra entera, yaa Sidi.

Gracias, Youssef, ahora por favor dile a Morgan que pase.

—Sí, oh caíd.

Empezaba a encontrarle el gusto a todo ese servilismo, mala señal.

Me enchufé el daddy de inglés en el preciso instante en que entraba el americano rubio.

—¿Como te va, tío? —dijo sonriendo—. Nunca había estado aquí. Tienes una casa preciosa.

—Friedlander Bey tiene una casa preciosa —dije, indicando a Morgan que se pusiera cómodo—. Yo sólo soy su chico de los recados.

Me recliné en la silla.

—¿Dónde está Jawarski?

La sonrisa de Morgan se desvaneció.

—Aún no lo sé, tío. He interrogado a todo el mundo, pero aún no tengo ni una pista. No creo que haya dejado la ciudad. Está en alguna parte, pero ha hecho un buen trabajo de ilusionismo, desapareciendo.

—Sí, tienes razón. Entonces, ¿cuáles son las buenas noticias?

Se rascó la barbilla prominente.

—Sé de alguien que conoce a alguien que trabaja para cierto negocio tapadera perteneciente a Reda Abu Adil. Es un turbio servició de entrega de paquetes. Sea como sea, ese tipo que mi amigo conoce ha oído a otra persona decir que Paul Jawarski quería su dinero. Parece como si tu amigo Abu Adil hubiera facilitado a Jawarski la salida de chirona.

—Murieron un par de guardias por ello, pero no creo que a Abu Adil le importe.

—Supongo que no. Así que Abu Adil contrató a Jawarski a través de su compañía de mensajeros para que viniera a la ciudad. No sé lo que pretendía Abu Adil, pero sé cuál es la especialidad de Jawarski. Mi amigo lo llama Escuela de Liquidaciones Jawarski.

—Y ahora Abu Adil se asegura de que Jawarski no dé ningún paso en falso.

—Eso creo.

Cerré los ojos y pensé en ello. Todo coincidía. No tenía ninguna prueba tangible de que Abu Adil hubiera contratado a Jawarski para asesinar a Shaknahyi, pero en mi corazón sabía que era cierto. También sabía que Jawarski había asesinado a Blanca y a las otras víctimas de la libreta de Shaknahyi. Y, como el teniente Hajjar trabajaba tanto para Friedlander Bey como para los tribunales de justicia, tenía pocas esperanzas de que la policía hiciera salir a Jawarski de su escondrijo. Incluso si lo hacía, Jawarski nunca sería procesado.

Abrí los ojos y miré a Morgan.

—Sigue buscando, amigo, porque no creo que nadie más lo haga.

—¿Dinero?

Le miré fijamente.

—¿Qué?

—¿Tienes algún dinero para mí?

Me levanté enfadado.

—¡No, no tengo ningún dinero para ti! Te dije que te pagaría los otros quinientos cuando encontrases a Jawarski. Ése fue el trato.

Morgan se puso en pie.

—Está bien, tío, no te lo tomes así.

Sentí vergüenza de mi arrebato.

—Lo siento, Morgan. No estoy furioso contigo. Es que este asunto me saca de quicio.

—Sí. Sé que eras un buen amigo de Shaknahyi. Está bien, seguiré investigando.

—Gracias, Morgan. —Le acompañé fuera del despacho y le mostré la puerta principal—. No dejaremos que se salgan con la suya.

—El crimen nunca paga, ¿no es cierto, tío?

Morgan sonrió y me dio una palmada en el hombro quemado. Me arrancó una mueca de dolor.

—Sí, tienes razón.

Caminé con él por el camino de grava. Quería alejarme de la casa y si me largaba ahora podría escapar sin que Kmuzu se me pegase como una lapa.

—¿Te apetece un paseo hasta el Budayén? —le dije.

—No, gracias. Tengo que resolver otros asuntos, tío. Te veré más tarde.

Volví hacia la casa y saqué el coche del garaje. Pensé en pasarme por mi club y ver si todavía existía.

Aún estaban las del tumo de día y sólo cinco o seis clientes. Indihar arrugó el ceño y desvió la mirada al verme. Decidí sentarme a una mesa en lugar de hacerlo en mi sitio habitual. Pualani se acercó a saludarme.

—¿Quieres una Muerte Blanca? —me preguntó.

—¿Muerte Blanca? ¿Qué es eso?

Encogió sus delgados hombros.

—Oh, así es como Chiri llama a esa horrible mezcla de ginebra y bingara que tú tomas.

—Sí, tráeme una Muerte Blanca.

No era mal nombre.

Brandi se movía en el escenario bailando música de propaganda sikh que de repente se había puesto muy de moda. La odiaba con toda mi alma. No me gusta escuchar discursos políticos, aunque tengan mucho ritmo y un pegadizo compás binario.

—Aquí tienes, jefe —dijo Pualani, dejando una servilleta de cóctel ante mí y depositando en ella un vaso alto—. ¿Te importa que me siente?

—¿Eh? Oh, claro que no.

—Quería preguntarte algo. Sabes, estoy pensando en operarme el cerebro para poder usar moddies.

Ladeó la cabeza y me dirigió una mirada escrutadora, como si yo no comprendiera lo que estaba tratando de decirme. No dijo nada más.

—Sí —dije por fin.

Con Pualani tenías que responder con monosílabos si no querías pasar el resto de tu vida atrapado en la misma conversación.

—Bueno, todo el mundo dice que tú sabes más que nadie sobre eso. Me preguntaba si podías recomendarme a alguien.

—¿Un cirujano?

—Aja.

—Bueno, hay un montón de doctores que te lo harán. La mayoría son de confianza.

Pualani frunció el ceño.

—Bueno, me preguntaba si podía acudir a tu médico en tu nombre.

—El doctor Lisan no tiene consulta privada. Pero su ayudante, el doctor Yeniknani, es un buen tipo.

Pualani me miró de soslayo.

—¿Me escribirías su nombre?

—Claro.

Escribí su nombre y su código telefónico en la servilleta de cóctel.

—¿Y también hace tetas?

—No lo creo, cielo.

Pualani ya había gastado una pequeña fortuna modificando su cuerpo. Tenía un adorable culo que había redondeado con silicona, pómulos acentuados con silicona, barbilla y nariz remodeladas e implantes de pecho. Tenía una figura devastadora y creo que era un error aumentar su busto, pero hace tiempo aprendí que no se puede razonar con las bailarinas en lo que respecta al tamaño de los pectorales.

—Oh, okay —dijo, obviamente contrariada.

Yo di un sorbo de mi Muerte Blanca. Pualani no dio muestras de marcharse. Dejé que continuara.

—¿Conoces a Indihar? —le preguntó.

—Sí.

—Bueno, tiene un montón de problemas. Está hecha polvo.

—Intenté hacerle un préstamo, pero no lo aceptó.

Pualani sacudió la cabeza.

—No, no aceptará un préstamo. Pero quizás puedas ayudarle de algún otro modo.

Entonces se levantó y caminó hasta la entrada del club y se sentó junto a una pareja de orientales con gorras de marinero.

A veces desearía perder de vista la vida real. Di otro trago a mi bebida, me levanté y fui hasta la barra. Indihar me vio y vino hacia mí.

—¿Quieres algo, Marîd?

—La pensión de Jirji no te va a ser de mucha ayuda, ¿no?

Me dirigió otra mirada de fastidio y se dio la vuelta. Se fue al otro extremo de la barra.

—No quiero tu dinero.

La seguí.

—No te estoy ofreciendo dinero. ¿Te gustaría un trabajo tranquilo donde pudieras vivir gratis y vigilar a tus hijos todo el día? No tendrías que pagar a la canguro.

Se volvió hacia mí.

—¿De qué se trata? —dijo con expresión de desconfianza.

Sonreí.

—Mudar al pequeño Jirji, a Zahra y a Hakim a una de las estancias vacías de la casa de Papa. Cada mes ahorrarías un montón de pasta.

Lo meditó.

—Tal vez. ¿Por qué quieres que vaya a casa de Papa?

Tenía que ocurrírseme algún motivo que pareciera real.

—Es por mi madre. Necesito que alguien la vigile. Estoy dispuesto a pagar lo que me pidas.

Indihar dio una palmada en la barra.

—Ya tengo trabajo, ¿recuerdas?

—Hey, si ése es el problema estás despedida.

Palideció.

—¿De qué demonios hablas?

—Piénsalo, Indihar. Te ofrezco un precioso hogar, alquiler y comida gratis, más un dinero a la semana por un trabajo de media jornada que consiste en asegurarse de que mi madre no cometa ninguna locura. Tus hijos estarán cuidados y no tendrás que venir a este bar cada día. No tendrás que desnudarte ni bailar ni tendrás que tratar con mamones borrachos ni culos perezosos como Brandi.

Alzó las cejas.

—Te daré una respuesta, Marîd, en cuanto descubra qué tramas.

Parece demasiado bueno para ser honrado, cariño. Quiero decir que no llevas un moddy de Santa Claus ni nada por el estilo.

—Piénsalo. Habíalo con Chiri. Tú confías en ella. Escucha su opinión.

Indihar asintió. Aún me miraba recelosa.

—Aunque acepte, no voy a joder contigo.

Suspiré.

—Muy bien, vale.

Al cabo de un minuto de sentarme, Fuad il-Manhous se dejó caer en la otra silla.

—Me desperté el otro día —dijo con su aguda voz nasal— y mi mamá me dijo: «Fuad, no tenemos dinero, coge una de las gallinas y ve a venderla».

Ya estaba otra vez con sus estúpidas fábulas. Le gustaba tanto llamar la atención que se comportaba como un completo idiota sólo para hacerme reír. Lo triste es que hasta sus historias más fantásticas estaban basadas en cagadas reales de Fuad.

Me miró fijamente para asegurarse de que le atendía.

—Y así lo hice. Salí al corral de mi mamá y perseguí a las gallinas hasta que atrapé una. Luego bajé la cuesta, subí otra, crucé un puente y caminé por las calles hasta llegar al zoco de los polleros con ella. Bueno, nunca había llevado una gallina al mercado, así que no sabía qué hacer. Me quedé allí plantado en medio de la plaza todo el día, hasta que vi que los mercaderes guardaban su dinero con llave en unas cajas y cargaban las mercancías sobrantes en sus carretas. Ya había oído la llamada del ocaso a la oración, de modo que me di cuenta de que no tenía mucho tiempo.

»Llevé la gallina a uno de los hombres y le dije que quería venderla. Él la miró y sacudió la cabeza. “Esta gallina ha perdido todos sus dientes”, me dijo.

»La miré y por Alá que tenía razón. La gallina no tenía ni un solo diente en su pico. Así que le dije: “¿Qué me darías por ella?”. Y el hombre me dio un puñado de fiqs de cobre.

»Entonces fui a casa con una mano en el bolsillo y la otra llena de fiqs de cobre. Cuando empezaba a cruzar el puente sobre el canal de drenaje, allí estaba una feroz nube de mosquitos. Empecé a mover las manos para ahuyentarlos, y crucé el resto del puente corriendo. Cuando llegué al otro lado vi que ya no llevaba el dinero. Había arrojado todas las monedas al canal.

Fuad carraspeó.

—¿Puedo tomar una cerveza, Marîd? —me preguntó—. Me ha entrado mucha sed.

Indiqué a Indihar que trajera una.

—¿Vas a pagarla? —le dije. Su cara se descompuso. Parecía un cachorro a punto de ser apaleado—. Era una broma. La casa invita. Quiero oír cómo termina la historia.

Indihar dejó una jarra ante él, luego se quedó de pie esperando oír el resto de la historia.

Basmala —murmuró Fuad, y dio un gran trago. Luego dejó la cerveza, me hizo una rápida mueca de agradecimiento y prosiguió—. Cuando llegué a casa mi mamá estaba muy furiosa. No tenía dinero y no tenía gallina. “La próxima vez”, me dijo, “guárdalo en el bolsillo”.

»“Ah, ¿cómo no se me ocurrió antes?”, le respondí. De modo que a la mañana siguiente mi mamá me despertó y me dijo que llevara otra gallina al zoco. Bueno, me vestí, salí y perseguí a las gallinas hasta que cogí una, y bajé una cuesta, subí otra, crucé el puente, y caminé por las calles hasta llegar al zoco con ella. Y esta vez no me quedé allí plantado bajo un sol sofocante toda la mañana y toda la tarde. Fui directamente al mercader y le enseñé la segunda gallina.

»“Está tan mal como la que me trajiste ayer”, me dijo. “Y además, tengo que hacerle un hueco en mi tenderete y guardarla todo el día. Te diré lo que haremos. Te daré un gran tarro de miel a cambio. Es una miel exquisita.”

»Bueno, era un buen cambio, porque mi mamá tenía otras cuatro gallinas, pero no tenía miel. De modo que cogí el tarro de miel y me fui a casa. Nada más cruzar el puente recordé lo que mi mamá me había dicho. Abrí el tarro y vertí la miel en mi bolsillo. Cuando subí la última cuesta ya no quedaba nada.

»Mi mamá volvió a enfurecerse. “La próxima vez llévala en la cabeza”, me dijo.

»“Ah, ¿cómo no se me ocurrió antes?”, le respondí. La tercera mañana, me levanté y cacé otra gallina, la llevé al zoco y se la mostré al mercader.

»“¿Todas tus gallinas tienen tan mal aspecto?”, me dijo. “Bueno, en nombre de Alá, te daré mi cena por ese pájaro.” Y el mercader me dio una ración de cuajada y suero de leche.

»Bueno, recordé lo que mi mamá me había dicho y la llevé haciendo equilibrio en la cabeza. Caminé por las calles, crucé el puente, bajé una cuesta y subí otra. Cuando llegué a casa, mi mamá me preguntó qué me habían dado por la gallina. “Bastante cuajada y suero de leche para tu cena”, le dije.

»“¿Y donde está?”, me preguntó ella.

»“En mi cabeza”, le respondí. Me miró y me empujó hasta el lavadero. Me lanzó todo un cubo de agua fría por la cabeza y me frotó el pelo con un cepillo de púas duras. No dejaba de maldecirme por haber perdido la cuajada y el suero.

»“La próxima vez llévalo con cuidado en las manos”, me dijo.

»“Ah, ¿cómo no se me ocurrió antes?”, le respondí. Así que a la mañana siguiente, muy temprano, antes de que saliera el sol, fui al corral y escogí la gallina más bonita y gorda que quedaba. Salí de casa antes de que mi mamá se despertara, bajé la cuesta y caminé por las calles hasta el zoco de los polleros con la gallina.

»“Buenos días, amigo mío”, me dijo el mercader. “Veo que traes otra gallina vieja y desdentada.”

»“Es una gallina muy hermosa, y quiero lo que vale, no menos”, repuse.

»E1 mercader miró la gallina de cerca y dijo entre dientes: “Sabes, estas plumas están muy pegadas”.

»“¿No es así como deben estar?”, me extrañé.

»Me señaló una fila de gallinas muertas con las cabezas cortadas. “¿Ves alguna pluma en ésas?”

»“No”, admití.

»“Entonces, lo siento. Me costará mucho tiempo y trabajo quitarle todas esas plumas. Sólo te puedo ofrecer este fiero gato.”

»Pensé que era buen negocio porque un gato puede cazar los ratones y las ratas que merodean por el corral y roban la comida de las gallinas. Recordé lo que mi mamá me había dicho e intenté llevar al gato con mucho cuidado en las manos. Poco después de bajar una cuesta y antes de subir la otra el gato maulló, se agitó, luchó y me arañó hasta que no pude sostenerlo. Saltó de mis manos y se me escapó.

»Sabía que mamá iba a enfurecerse. “La próxima vez átalo con un cordel y arrástralo”, me dijo.

»“Ah, ¿cómo no se me ocurrió antes?”, respondí. Sólo quedaban dos gallinas, de modo que me costó más coger una a la mañana siguiente, a pesar de que me daba igual la gallina que fuera. Cuando llegué al zoco el mercader se alegró de verme.

»“Alabado sea Alá porque los dos estamos bien esta mañana”, me dijo sonriente. “Veo que tienes una gallina.”

»“Exacto”, dije. Dejé la gallina en los cartones que servían de mostrador.

»El mercader cogió la gallina, la sopesó en sus manos y la golpeó con el dedo como cuando se cata un melón. “No pondrá huevos esta gallina, ¿verdad?”, me preguntó.

»“¡Claro que pone huevos! ¡Es la mejor clueca que ha tenido mi madre!”

»El hombre negó con la cabeza, frunció el ceño y dijo: “Ves, ése es el problema. Cada huevo que pone esta gallina le resta carne de sus huesos. Sin duda sería una preciosa y gorda gallina si no hubiera puesto huevos. Menos mal que me la has traído antes de que se consumiese”.

»“También los huevos tienen valor.”

»“No veo los huevos. Te diré lo que haremos. Te cambiaré este pollo muerto, limpio, listo para comer, por tu gallina ponedora. Ninguno de los demás polleros te hará un trato mejor. En cuanto se enteren de que esta gallina es tan buena ponedora no te darán ni dos fiqs de cobre.”

»Estaba encantado de que aquel hombre me hubiera tomado tanto afecto, porque me contaba cosas que ninguno de los demás mercaderes me habría contado. De modo que le cambié mi inútil ponedora por un pollo listo para comer, aun cuando me pareció un poco famélico, olía raro y tenía un color muy extraño. Recordé lo que mi mamá me había dicho, así que lo até con un cordel y lo llevé a rastras camino a casa.

»¡ Tendrías que haber oído los alaridos de mi mamá cuando llegué a casa! Ese pobre pollo desplumado estaba completamente estropeado. “¡Por mis ojos! ¡Eres el mayor idiota de todas las tierras del Islam! ¡La próxima vez cárgatelo a hombros!”, gritó.

»“¡Ah! ¿Cómo no se me ocurrió antes?”, respondí.

»De modo que sólo quedaba una gallina, y me prometí a mí mismo que al día siguiente iba a hacer el mejor trato. No esperé a que mi mamá se despertara. Me levanté pronto, me lavé la cara y las manos, me puse mi mejor traje y salí al corral. Tardé una hora en coger a la última gallina, que era la favorita de mi mamá. Se llamaba Mouna. Por fin le eché el guante a su escurridizo y aleteante cuerpo. La saqué del corral, bajé una cuesta, subí la otra, crucé el puente, caminé por las calles hasta el zoco, con la gallina.

»Pero esa mañana el pollero no estaba en su tenderete. Le esperé unos minutos, pensando dónde podría estar mi amigo, hasta que por fin se me acercó una muchacha. Vestía como una musulmana recatada debe vestir y debido al velo no podía verle la cara, pero cuando habló, supe por su voz que sin duda era la muchacha más linda que había conocido en mi vida.

—Así puedes verte metido en un montón de líos —le dije a Fuad—. Yo he cometido el error de enamorarme por teléfono más de una vez.

Puso mala cara ante la interrupción y prosiguió.

—Sin duda era la muchacha más hermosa que había conocido en mi vida. Y me dijo: «¿Eres el caballero que ha estado vendiendo sus gallinas a mi padre cada mañana?».

»Yo le dije: “No estoy seguro. No sé quién es tu padre. ¿Es éste su tenderete?”. Ella dijo que sí. Yo le respondí: “Entonces yo soy ese caballero y aquí traigo nuestra última gallina. ¿Dónde está tu padre esta mañana?”.

»Grandes lagrimones asomaron a sus ojos. Me miraba con una expresión digna de lástima, al menos la que yo podía ver. “Mi padre está gravemente enfermo. El doctor no espera que pase de este día”, dijo.

»Vaya, estaba muy impresionado por la noticia. “Alá tenga piedad de tu padre y le conceda salud. Si muere, hoy tendré que vender mi gallina a otro.”

»La muchacha no dijo nada durante un momento. No creo que le importara lo más mínimo lo que le ocurriese a mi gallina. Por fin dijo: “Mi padre me ha enviado a buscarte. Le remuerde la conciencia. Dice que hizo un trato injusto y desea enmendarlo antes de ser llamado al seno de Alá. Te suplica que aceptes este asno, el mismo que ha arrastrado la carreta de mi padre desde hace diez años”.

»Sospechaba un poco de su oferta. Después de todo, no conocía a la chica tanto como a su padre. “A ver si lo entiendo”, dije, “¿quieres cambiarme tu precioso asno por esta gallina?”.

»“Sí”, respondió ella.

»“Tendré que pensarlo. Es nuestra última gallina, ¿sabes?” Lo pensé una y otra vez y no encontré nada que pudiera irritar a mi mamá. Estaba segura de que por fin se alegraría de uno de mis cambalaches. “Muy bien”, dije, y aferré el arnés del asno. “Coge la gallina y dile a tu padre que rezaré por su recuperación. Quizá él vuelva mañana a su puesto en este zoco, inshallah.”

»“Inshallah”, dijo la muchacha, y bajó púdicamente los ojos. Se fue con la última gallina de mi mamá y nunca la volví a ver. Sin embargo, he pensado mucho en ella, porque sin duda es la única mujer que he amado.

—Sí, seguro —dije riendo.

A Fuad le vuelven loco las putas baratas, de esas que llevan navaja. Lo puedes encontrar toda la noche en el Red Light, el local de Fátima y Nassir. No conozco a nadie que tenga redaños para entrar allí solo. Fuad se pasa la vida allí, enamorándose y dejándose rajar.

—De cualquier modo —dijo—, llevaba el asno a casa, cuando recordé lo que mi mamá me había dicho. Así que forcejeé y me esforcé hasta que pude llevar el asno a hombros. Debo admitirlo, no entendí por qué mi mamá quería que lo llevase de ese modo, cuando podía andar por su propio pie lo mismo que yo. Pero no quería que se volviera a enojar.

»Me dirigía tambaleante a casa con el asno a hombros y, mientras subía la colina, pasé por el hermoso palacio amurallado del caíd Salman Mubarak. Ya sabes que el caíd Salman vive en esa gran mansión con su bella hija de dieciséis años, que no se ha reído desde el día en que nació. Ni siquiera ha sonreído. Puede hablar perfectamente, pero no lo hace. Nadie, ni siquiera su rico padre, la ha oído pronunciar palabra desde que la esposa del caíd, la madre de la muchacha, murió cuando ésta tenía tres años. Los médicos le dijeron que si alguien podía hacerla reír, recuperaría el habla, o que si alguien la podía hacer hablar, volvería a reír como cualquier persona normal. El caíd Salman hizo la tradicional oferta de riquezas y la mano de su hija en matrimonio a quien lo lograra, pero fracasaron pretendiente tras pretendiente. La muchacha se sentaba melancólica junto a la ventana y veía pasar el mundo.

»Eso es lo que hacía cuando pasé yo, llevando el asno a cuestas. Debía de tener un aspecto un tanto extraño, boca abajo moviendo las pezuñas en el aire. Más tarde me dijeron que la hermosa hija del caíd nos miró a mí y al asno unos segundos y rompió a reír en un estallido irrefrenable. También recuperó el habla, porque llamó en voz alta a su padre para que nos fuera a ver. El caíd estaba tan agradecido que corrió a buscarme al camino.

—¿Te dio a su hija? —preguntó Indihar.

—Qué te apuestas —dijo Fuad.

—Qué romántico —le respondió Indihar.

—Y cuando me casé con ella me convertí en el hombre más rico de la ciudad, después del propio caíd. Y mi madre estaba tan satisfecha que no le importó que no nos quedaran más gallinas. Vino a vivir conmigo y mi esposa al palacio del caíd.

Suspiré.

—¿Qué hay de cierto en todo eso, Fuad?

—Oh —dijo—. Olvidé una parte. Resulta que el caíd era en realidad el pollero que vendía en el zoco cada mañana. No recuerdo por qué. Y la chica del velo era tan hermosa como yo había imaginado.

Indihar se inclinó y cogió la jarra de cerveza medio vacía de Fuad. Se la llevó a los labios y acabó la cerveza.

—Creí que el pollero se estaba muriendo —dijo ella.

Fuad puso una cara pensativa y seria.

—Sí, bueno, lo estaba, pero cuando oyó a su hija reír y pronunciar su nombre, se curó milagrosamente.

—Aja —dijo Indihar—. Y tu mamá ¿de verdad cría gallinas?

—Oh, claro que sí —dijo, nervioso—, pero en este momento no tiene ninguna.

—¿Porque tú las vendiste?

—Le dije a mamá que debíamos empezar con gallinas más jóvenes que aún tuvieran dientes.

—Gracias a Dios tengo que ir a limpiar la cerveza derramada —dijo Indihar, regresando a la barra.

Apuré el último sorbo de mi Muerte Blanca. Después de la historia de Fuad me apetecían tres o cuatro copas.

—¿Otra cerveza? —le pregunté.

Se levantó.

—Gracias, Marîd, pero tengo que ganar algún dinero. Quiero comprarle una cadena de oro a esa muchacha.

—¿Por qué no le das una de esas que intentas vender a los turistas?

Se quedó horrorizado.

—¡Me sacaría los ojos! —Me daba la impresión de que había encontrado otro amorcito ardiente—. Por cierto, Medio Hajj me dijo que te enseñara esto.

Se sacó algo del bolsillo y me lo tiró.

Yo lo recogí. Era pesado, reluciente y de acero, tendría unos quince centímetros. Nunca había sostenido uno en la mano, pero sabía lo que era: un cargador vacío de pistola automática.

La gente ya no utilizaba las viejas armas de proyectiles, pero Paul Jawarski empleaba una pistola del calibre 45. Y de ahí era de donde procedía éste.

—¿Dónde lo encontraste, Fuad? —pregunté con indiferencia, girando el cargador en mis manos.

—Oh, en el callejón trasero de Gay Che. A veces encuentras dinero allí, se les cae de los bolsillos cuando salen al callejón. Primero se lo enseñé a Saied y me dijo que te gustaría verlo.

—Aja. Nunca he oído hablar de Gay Che.

—No te gustaría, es un lugar violento. Nunca he entrado, sólo merodeo por el callejón.

—Parece divertido, ¿dónde está?

Fuad cerró un ojo y lo pensó un poco.

—Hámidiyya. En la calle Aknouli.

Hámidiyya. El pequeño reino de Reda Abu Adil.

—¿Por qué creyó Saied que me gustaría verlo?

Fuad se encogió de hombros.

—No me lo dijo. ¿Te gusta? Verlo, me refiero.

—Sí, gracias, Fuad. Te debo una.

—¿De verdad? Entonces, quizá…

—En otra ocasión, Fuad.

Hice un movimiento distraído de desprecio con la mano. Supongo que captó la indirecta, porque un instante más tarde noté que se había largado. Tenía un montón de cosas en las que pensar.

¿Se trataba de una pista? ¿Se escondía Paul Jawarski en una de las empresas más miserables de Abu Adil? ¿O era una especie de trampa tendida por Saied Medio Hajj, en quien ya no podía confiar?

No tenía más remedio. Trampa o no, iba a seguirla. Pero todavía no.

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