15

Esperé hasta la mañana siguiente para comprobar la información de Fuad. Tenía la desconcertante sensación de que me estaban tendiendo una trampa, pero al mismo tiempo me sentía capaz de vivir peligrosamente. No iba a encontrar a Jawarski utilizando métodos más convencionales. Quizá asomando la cabeza por la manzana tentaría al ejecutor a dejarse ver.

Después de todo el cargador podía no pertenecer a Jawarski y en Gay Che no encontraría más que a un montón de chicos vestidos con caftanes de un corte exquisito.

Caminaba por la Calle pensando en ello, dejando atrás el club de Frenchy Benoit, camino del cementerio. Tenía la impresión de que los acontecimientos se precipitaban hacia su fin, aunque aún no podía decir si para mí sería un final trágico o feliz. Me hubiera gustado que Shaknahyi estuviera allí para aconsejarme y haber hecho mejor uso de su experiencia mientras aún estaba vivo. Antes que nada quería visitar su tumba.

Había mucha gente a la entrada del cementerio, sentada o acuclillada sobre las irregulares y quebradas losas de cemento. Al verme, todos se pusieron en pie, los viejos que vendían Coca-Cola y sharáb en ruinosos carricoches y triciclos, las viejas desdentadas que sonreían, robaban los ramos a los muertos y me arrojaban flores a la cara, mientras los niños gritaban: «¡Oh generoso! ¡Oh compasivo!» y me bloqueaban el paso. A veces no reacciono ante la mendicidad organizada y clamorosa. Perdí muchas simpatías. Me abrí paso a empellones a través de la multitud, sólo me detuve para cambiar un par de kiams por un mustio ramo. Luego entré en el cementerio, por debajo del arco de ladrillo.

La tumba de Shaknahyi estaba enfrente, cerca de la pared del lado occidental. La sepultura estaba aún desnuda, aunque empezaba a brotar un poco de hierba. Me agaché para colocar el pequeño ramo en la cabecera de la tumba, que, de acuerdo con la tradición musulmana, apuntaba hacia la Meca.

Luego me incorporé y miré hacia la calle Dieciséis, por encima de las diversas tumbas dispersas al azar. Las tumbas musulmanas estaban señaladas por un creciente lunar y una estrella, pero también había unas pocas cruces cristianas, unas pocas estrellas de David y muchas sin ninguna señal. La morada de Shaknahyi tenía sólo una piedra plana sin fijar, con su nombre y la fecha de su muerte. Algún día no muy lejano la piedra desaparecería, robada sin duda por alguien demasiado pobre para comprar una. Borrarían el nombre de Shaknahyi con papel de lija o un estropajo metálico y la roca serviría como piedra sepulcral de otro, hasta que la volvieran a robar. Pensé en pagar por una piedra sepulcral permanente. Era lo mínimo que merecía.

Un joven con túnica y turbante me tiró de la manga.

—Oh padre de tristeza —dijo con voz aguda—. Puedo recitar.

Era uno de los jóvenes caíds que se sabían el Corán entero de memoria. Seguramente mantenía a su familia recitando versos en el cementerio.

—Te daré diez kiams si rezas por mi amigo —dije.

Me pescó en un momento de debilidad.

—¡Diez kiams, effendi! ¿Quieres que recite todo el Libro?

Le puse la mano en su hombro huesudo.

—No. Sólo algo consolador sobre Dios y el cielo.

El chico frunció el ceño.

—Hay mucho más sobre el infierno y las llamas eternas.

—Lo sé, no quiero oír eso.

—Muy bien, effendi.

Y empezó a murmurar las antiguas frases canturreando. Le dejé junto a la tumba de Shaknahyi y me fui hacia la entrada.

Nikki, mi amiga y amante en ocasiones, descansaba en una humilde tumba encalada que ya se estaba desmoronando. Sin duda la familia de Nikki podía permitirse el lujo de repatriar su cadáver para enterrarlo en casa, pero habían preferido dejarla aquí. Nikki se había sometido a una operación de cambio de sexo y su familia no quería sufrir esa vergüenza. En cualquier caso, esa solitaria tumba parecía estar en consonancia con la vida dura y desamparada de Nikki. En mi despacho de la comisaría aún guardaba un pequeño escarabajo de bronce de Nikki. No pasaba una semana en la que no pensara en ella.

Paseé entre las tumbas de Tamiko, Devi y Selima, las Viudas Negras, y de Hassan el chiíta, el hijo de puta que casi me mata. Me lamentaba sombrío a lo largo de los angostos caminos de ladrillo y decidí que no era así como deseaba pasar el resto de la tarde. Me deshice de la incipiente depresión y me dirigí de nuevo hacia la Calle. Cuando miré por encima del hombro, el joven caíd aún estaba junto a la tumba de Shaknahyi, recitando las sagradas palabras. Sabía a ciencia cierta que se quedaría allí por el valor de los diez kiams, incluso después de que me hubiera ido.

Tuve que abrirme paso entre la muchedumbre de pordioseros, pero esta vez les arrojé un puñado de monedas. Al pelearse por mi dinero me facilitaron la escapada. Descolgué el teléfono del cinturón y pronuncié el código de Saied Medio Hajj. Dejé que sonara unas veces y cuando ya estaba a punto de colgar, Saied respondió.

Marhaba —dijo.

—Soy Marîd, ¿Cómo estás?

—Muy bien. ¿Qué pasa?

—Oh, nada del otro mundo. Ya he salido del hospital.

—¡Ah! Me alegro de oírlo.

—Sí, ya estaba harto de ese sitio. ¿Estás con Jacques y Mahmoud?

—Sí. Estamos tomando unas copas en Courane. ¿Por qué no te pasas?

—Creo que sí. Necesito que me hagas un favor.

—¿Sí?

—Ya te lo diré más tarde. Hasta dentro de media hora. Ma’assalaama.

—Allah yisallimak.

Volví a guardar el teléfono en mi cinturón. Caminaba en dirección al local de Chiriga y de repente me abordó la terrible necesidad de entrar a ver si Indihar o alguna de las chicas tenían sunnies o trifets para venderme. No era que me retractase, era un deseo que había ido alimentando durante muchos días. Se necesita gran fuerza de voluntad para vencer el mono. Habría sido más fácil admitir mi verdadera naturaleza y ceder. Estuve a punto, pero sabía que más tarde necesitaría tener el cerebro despejado.

Seguí andando hasta llegar a la calle Cinco, donde me detuve sorprendido por una de las imágenes más raras que he visto en mi vida. Laila, la vieja negra propietaria de la tienda de moddies, estaba en medio de la Calle, maldiciendo a gritos a Saffiya, la dama del cordero, que se encontraba a una manzana de distancia profiriendo alaridos. Parecían dos pistoleros de una película holo americana, chillándose, gruñéndose y amenazándose mutuamente. Vi a algunos turistas que pasaban por la calle pararse y observar nerviosos a las viejas y luego volver hacia la puerta este. Yo también me detuve. No quería entrometerme entre esas dos brujas. Casi se veían los rayos verdes saliendo por sus ojos.

No podía oír lo que se decían. Sus voces eran forzadas y roncas, y quizá no se gritasen en árabe. No sabía si la dama del cordero tenía el cráneo operado, pero Laila nunca iba a ninguna parte sin un moddy y un puñado de daddies. Por lo que yo sabía podía estar desgañitándose en etrusco.

Al cabo de un rato ambas se cansaron. Saffiya se fue la primera, haciendo un gesto obsceno en dirección a Laila y encaminándose calle abajo hacia el bulevar il-Jameel. Laila la miró, soltando unas últimas inconveniencias. Luego se calló y se marchó hacia la calle Cuatro. La seguí. Pensé que podía encontrar un moddy útil en su tienda.

Cuando entré, Laila estaba detrás de su caja registradora, murmurando para sí y clasificando una colección de facturas. Al acercarme, levantó la cabeza y sonrió.

—Marîd —dijo con tristeza—, ¿sabes lo aburrido que es ser la esposa de un médico rural?

—Para ser sincero, Laila, no.

Era evidente que se había enchufado otro moddy nada más regresar a la tienda y era como si ni siquiera hubiera visto a la dama del cordero.

—Bien —dijo tímidamente, sonriéndome con malicia—, si lo supieras no me culparías por pensar en tener un amante.

—¿Madame Bovary? —le pregunté.

Se limitó a hacer una mueca. El efecto era moderadamente repugnante.

Empecé a inspeccionar sus polvorientos cubos. No sabía con exactitud lo que buscaba.

—Laila —dije por encima de mi hombro—, ¿significan algo para ti las letras A.L.M.?

L’Association des Larves Maboules. Eso quería decir la Asociación de las Larvas Turulatas.

—¿Quiénes son? —le pregunté.

—Ya sabes, personas como Fuad.

—Nunca había oído hablar de ellos.

—Me lo acabo de inventar, chéri.

Aja.

Cogí un paquete de moddies que me llamó la atención. Era una antología de personajes de ficción, la mayoría defensores euro-americanos de la ley, aunque también estaba un rey poeta chino, un semidiós bantú y un tramposo nórdico. El único nombre que reconocí fue Mike Hammer. Aún conservaba el moddy de Nero Wolfe, aunque el hardware del compañero, Archie Goodwin, había muerto horriblemente bajo las suelas de Saied Medio Hajj.

Decidí quedarme la antología. Imaginé que me daría una amplia variedad de habilidades y personalidades. Se lo llevé a Laila.

—Hoy sólo éste —le dije.

—Tengo un especial de…

—Envuélvelo, Laila.

Le solté un billete de diez kiams. Cogió el dinero, parecía dolida. Pensé en lo que me conectaría para visitar Gay Che. Tenía a Rex, el moddy de malaspulgas de Saied. Decidí llevarlo y también ese nuevo, por si acaso.

—Tu cambio, Marîd.

Cogí el paquete pero le dejé el cambio a la vieja.

—Cómprate algo bonito, Laila —le dije.

Volvió a sonreír.

—Sabes, espero que León me traiga una romántica sorpresa esta noche.

—Sí.

Al salir de la tienda sentí el mismo hormigueo de siempre.

Di tres pasos hacia la Calle y justo en ese momento oí ¡blaam!, ¡blaam!, ¡blaam! Una esquirla de cemento me cruzó la cara por debajo del ojo derecho. Me arrojé dentro de la portería de un local de juego vecino a Laila. ¡Blaam!, ¡blaam!, ¡blaam! Oí como los ladrillos se hacían pedazos y vi nubes de polvillo rojo procedentes de una esquina del portal. Me agaché todo lo que pude. ¡Blaam!, ¡blaam! Dos más, alguien me había disparado ocho tiros con una pistola de gran calibre.

Nadie se acercó corriendo. Nadie sintió la curiosidad de ver si me encontraba bien o necesitaba atención médica. Esperé, preguntándome cuánto tiempo sería prudencial aguardar antes de asomar la cabeza. ¿Estaría aún Jawarski escondido al otro lado de la calle con un cargador nuevo en su 45? ¿O era sólo una advertencia? Si hubiera querido matarme podía haber hecho un trabajo mejor.

Al cabo de unos minutos me harté de estar asustado y abandoné la protección del portal. Debo admitir que tuve una peculiar sensación de vulnerabilidad entre los hombros mientras doblaba corriendo la esquina. Decidí que era la manera que Jawarski tenía de enviarme una invitación. No tenía intención de declinarla, sólo deseaba estar preparado.

A pesar de eso, tenía aún otros asuntos que atender antes de volcar toda mi atención en el americano. Entré en el coche y tiré el moddy nuevo en el asiento de atrás donde había dejado el maletín. Conduje despacio y con tranquilidad por el barrio de Rasmiyya hacia Courane. Al llegar, aparqué el coche en el estrecho callejón y saqué el moddy de Saied del maletín. Lo miré concienzudamente un momento y me lo conecté junto con los daddies que bloqueaban el dolor y el cansancio. Luego bajé del coche y entré en el sombrío bar de Courane.

—¡Señor Audrani —dijo el expatriado, acercándose a mí con los brazos abiertos—. Sus amigos me dijeron que vendría. Me alegro de volver a verle.

—Sí —dije.

Vi a Medio Hajj, Mahmoud y Jacques en una mesa cerca del fondo.

Courane siguió hablándome en voz baja.

—Fue terrible lo del agente Shaknahyi.

Me volví para mirarlo.

—Eso es lo que fue, Courane, terrible.

—Lo sentí mucho —dijo, acompañándose con la cabeza para que comprobase lo sincero que era.

—Un gimlet de vodka —dije.

Eso lo alejó.

Acerqué una silla y me senté a la mesa con los demás. Los miré sin decir una palabra. La última vez que estuve con ellos, no fui bien acogido. Me preguntaba si había cambiado algo.

Jacques era el cristiano que siempre se jactaba de que tenía mucha más sangre europea que yo. Esa tarde me guiñó un ojo y me hizo un gesto con la cabeza.

—He oído que sacaste a Papa de un edificio en llamas.

Courane llegó con mi bebida. En lugar de responder, cogí el vaso y bebí.

—Una vez estuve en un incendio —dijo Medio Hajj—. Bueno, en realidad estuve en un edificio que se quemó una hora después de que yo me fuera. Podía haber muerto.

Mahmoud, la transexual, se rió.

—Marîd, estoy impresionado —dijo.

—Sí, lo único que quería era impresionaros, bastardos.

Exprimí la raja de lima. Vitamina C, sabéis.

—No, de verdad —insistió Mahmoud—, todo el mundo habla de ello. Fue muy valiente por tu parte.

Jacques se encogió de hombros.

—Sobre todo si piensas que podías haberte quedado todo el poder de Friedlander Bey para ti. Sólo con dejar que el jodido viejo se friese.

—¿Lo pensaste? —preguntó Mahmoud—. ¿Mientras sucedía, quiero decir?

Era el momento de dar un largo trago de vodka, porque me estaba poniendo realmente furioso. Cuando volví a dejar mi vaso, los miré de uno en uno.

—Conocéis a Indihar, ¿no? Bueno, desde la muerte de Jirji lo está pasando bastante mal para pagar las facturas. No quiere aceptar un préstamo ni de mí ni de Chiri, y atender la barra en el club no le saca de ningún apuro.

Mahmoud levantó las cejas.

—¿Quiere trabajar conmigo? Tiene un bonito culo. Podría ganar un montón de pasta.

Sacudí la cabeza.

—No, no es eso lo que le interesa. Quiere que le encuentre un nuevo hogar para uno de sus hijos. Tiene dos niños y una niña. Le dije que podía deshacerse de uno de los niños.

Eso les cerró la boca un instante.

—Quizás —dijo Jacques, al fin—. Puedo preguntar por ahí.

—Hazlo —le dije—. Indihar dice que estaría dispuesta a dar a la niña también. Si van juntos y el precio es sustancioso.

—¿Cuándo necesitas saberlo? —dijo Mahmoud.

—Lo antes posible. Ahora tengo que marcharme. Saied, ¿te importa dar un paseo conmigo?

Medio Hajj miró primero a Mahmoud, luego a Jacques, pero ninguno de los dos puso ninguna objeción.

—Supongo que no.

Saqué veinte kiams de mi bolsillo y los dejé sobre la mesa.

—Las bebidas las pago yo —dije.

Mahmoud me miró con diplomacia.

—Hemos sido un poco duros contigo últimamente.

—No me había dado cuenta.

—Bueno, nos alegramos de que las cosas se hayan arreglado entre nosotros. No hay razón para que no vuelvan a ser como antes.

—Claro —dije—, muy bien.

Le di un empujoncito en el hombro a Saied y salimos hacia la luz del sol. Le detuve antes de que entrase en el coche.

—Necesito que me digas cómo llegar a Gay Che.

De repente palideció.

—¿Por qué demonios quieres ir allí?

—He oído hablar de él, eso es todo.

—Bueno, yo no quiero ir. Ni siquiera estoy seguro de que te pueda guiar.

—Claro que sí, colega —dije con voz lúgubre y amenazadora—. Tú lo sabes todo.

A Saied no le gustó ser presionado. Se levantó enseguida, intentando ganar un poco de ventaja.

—¿Crees que puedes obligarme a ir contigo?

Me limité a mirarlo, sin ninguna expresión en el rostro. Luego, muy despacio, me llevé la mano derecha hasta los labios. Abrí la boca y me mordí brutalmente. Me arranqué un pequeño pedazo de carne del interior de mi puño y se la escupí a Medio Hajj. La sangre me resbalaba por la comisura de los labios.

—Mira, cabrón —gruñí rudamente—, eso es lo que me hago a mí mismo. ¿Quieres ver lo que te hago a ti?

Saied se encogió de hombros y se apartó de mi lado.

—Estás loco, Marîd. Te has vuelto jodidamente loco.

—Al coche.

Saied dudaba.

—Llevas a Rex, ¿no? No deberías llevar ese moddy. No me gusta lo que te hace.

Eché atrás la cabeza y sonreí. Sólo me comportaba del modo en que él actuaba cuando llevaba el mismo moddy. Y lo llevaba a menudo. Comprendía por qué…, empezaba a gustarme mucho.

Esperé hasta que ocupó el asiento del pasajero, luego di la vuelta y me puse al volante.

—¿Hacia dónde? —pregunté.

—Hacia el sur —dijo con voz cansina y pesimista.

Conduje un rato, dejando que se preguntara hasta dónde sabía yo.

—¿Qué clase de lugar es? —dije por fin.

—Nada del otro mundo. —Medio Hajj estaba resentido—. Una madriguera para toda esa banda de maricones, los Jaish.

¿Sí?

Por el nombre imaginé que la clientela de Gay Che sería como ese chico que había visto en el local de Chiri hacía unas semanas, el de pantalones de vinilo con la mano encadenada a la espalda.

—El Ejército de Ciudadanos. Llevan esos uniformes grises, realizan desfiles y reparten un montón de panfletos. Creo que quieren deshacerse de los forasteros de la ciudad. Abajo con los infieles franchutes. Ya conoces toda esa mierda.

—Aja. Por lo que me dijo il-Manhous tú pasas un montón de tiempo allí.

A Saied no le gustaba nada aquella conversación.

—Mira, Marîd —empezó, pero luego se detuvo—. ¿Vas a creer todo lo que te diga Fuad?

Me eché a reír.

—¿Qué crees que me dijo?

—No lo sé.

Se alejó de mí, hacia la puerta. Casi me dio lástima. No volvió a hablar excepto para darme indicaciones.

Al llegar, busqué bajo el asiento mi pistola escondida. Tenía una pequeña pistola que me había dado hacía mucho tiempo el teniente Okking y la pistola estática que me dio Shaknahyi. Miré las armas concienzudamente.

—¿Es éste el plan? ¿Se supone que debes traerme hasta aquí para que los esbirros de Abu Adil me frían?

Medio Hajj parecía asustado.

—¿De qué va todo esto, Marîd?

—Dime por qué demonios le dijiste a Fuad que me enseñara ese cargador del calibre cuarenta y cinco.

Se desplomó abatido en el asiento.

—Acudí al caíd Reda porque estaba confuso, Marîd, eso es todo. Puede que sea demasiado tarde, pero lo siento de veras. No me gustaba vagar por ahí mientras tú te convertías en el gran héroe, en el favorito de Friedlander Bey. Me sentí excluido.

Torcí el labio.

—¿Quieres decir que me tendiste un plan para matarme porque tenías celos?

—Nunca he dicho nada de eso.

Saqué un cargador vacío de mi bolsillo y se lo puse ante sus ojos.

—Hace una hora, Jawarski ha vaciado uno de éstos contra mí, a plena luz del día en la calle Cuatro.

Saied se frotó los ojos y murmuró algo.

—No creí que eso sucediera —dijo en voz baja.

—¿Qué creías que sucedería?

—Creí que Abu Adil me trataría tal como Papa te trata a ti.

Lo miré sorprendido.

—Te vendiste a Abu Adil, ¿no es cierto? Sé que le hablaste de mi madre. Eres una de sus herramientas, ¿no es así?

—Te he dicho que estaba dolido —dijo con voz angustiada—. Te resarciré.

—Por Dios que lo harás. —Le di una pistola—. Toma esto. Vamos a entrar y a coger a Jawarski.

Medio Hajj cogió el arma con renuencia.

—Me gustaría tener a Rex —dijo tristemente.

—No, no confío en ti cuando llevas a Rex. Lo llevaré yo. —Bajé del coche y esperé a Saied—. Guarda esa pistola. Mantenía fuera de la vista a no ser que sea necesaria. ¿Hay alguna contraseña o algo así?

—No, recuerda simplemente que nadie es amigo de los extranjeros.

—Aja. Vamos.

Me encaminé hacia el bar. Estaba lleno y había mucho alboroto; todo lo que vi eran hombres, la mayoría vestidos con lo que me pareció que era el uniforme gris del ala conservadora del Ejército de Ciudadanos. No estaba tenebrosamente iluminado y tampoco sonaba música, Gay Che no era ese tipo de bar. Era un punto de encuentro para el tipo de hombres a quienes les gustaba vestir como valientes soldados y desfilar por las calles, pero sin exponerse a los disparos. Esos payasos me recordaban a las SS de Hitler, cuyos principales atributos fueron la perversión y una brutalidad sin sentido.

Saied y yo nos abrimos paso entre la muchedumbre de hombres hacia la barra.

—¿Sí? —dijo el camarero con hostilidad.

Tuve que gritar para que me oyera.

—Dos cervezas —dije.

No parecía el lugar indicado para pedir bebidas complicadas.

—De acuerdo.

—Estamos buscando a un tipo.

El camarero nos miró por encima del grifo.

—Aquí no lo encontraréis.

—¿Ah, no? —Nos puso las bebidas delante y pagué—. Un americano, puede que se esté recuperando…

El camarero agarró el billete de diez kiams que le entregué. No me devolvió cambio.

—Mira, tío, no respondo a preguntas, sirvo cervezas. Y si hubiera entrado algún americano, probablemente estos tipos lo habrían hecho pedazos.

Di un trago de la fría cerveza y eché un vistazo a la sala. Quizá Jawarski no estuviera en aquel bar. Quizá se escondiera en el piso superior del edificio, o en los aledaños.

—Vale —dije, dirigiéndome al camarero—, no ha estado aquí, pero ¿has visto a algún americano por el barrio últimamente?

—¿No me has oído? No respondo a preguntas.

Era el momento de sacar el persuasor oculto. Extraje un billete 249 de cien kiams y se lo pasé por las narices al camarero. No hizo falta decir más.

Me miró a los ojos. Era claro que le carcomía la indecisión. Al fin dijo:

—Dame el dinero.

Le miré con una sonrisa tensa.

—Míralo un poco más. Quizá te refresque la memoria.

—Bueno, para de exhibirlo, tío. ¿Quieres que acabemos los dos hechos trizas?

Puse la mano sobre la barra y lo tapé con la mano. Esperé. El camarero se alejó un momento. Cuando regresó me dio un pedazo de cartón.

Lo cogí, tenía escrita una dirección. Le enseñé el cartón a Saied.

—¿Sabes dónde está? —le pregunté.

—Sí —dijo con voz sombría—, está a dos manzanas de la casa de Abu Adil.

—Parece correcto. —Le di los cien kiams al camarero, que los hizo desaparecer. Saqué la pistola estática para que la viera—. Si me has tomado el pelo, regresaré y usaré esto contigo. ¿Lo entiendes?

—Está en esa dirección —dijo el camarero—. Lárgate de aquí y no vuelvas.

Guardé la pistola y me abrí paso a empujones hacia la puerta. Cuando estábamos en la acera, miré a Medio Hajj.

—¿Lo ves? No ha sido tan malo.

Me miró con desesperación.

—Quieres que te acompañe a buscar a Jawarski, ¿no?

Me encogí de hombros.

—No, ya he pagado a alguien para que lo haga. No quiero acercarme a Jawarski si lo puedo evitar.

Saied estaba furioso.

—¿Quieres decir que me has hecho pasar toda esa angustia y me has arrastrado hasta este lugar para nada?

Abrí la puerta del coche.

—Hey, no ha sido para nada —dije sonriendo—. Seguro que Alá piensa que fue bueno para nuestra alma.

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