Cuando regresé a la ciudad, después del viaje a Argel y Mauritania, el primer lugar al que me dirigí fue al Budayén. Antes vivía en el mismo corazón del barrio amurallado, pero ahora las circunstancias, el destino y Friedlander Bey lo impedían. También tenía un montón de amigos en el Budayén y en todas partes era bien recibido; en cambio, ahora sólo dos personas se alegran de verdad al verme: Saied Medio Hajj y Chiriga, que dirige un club en la Calle a medio camino del gran arco de piedra y a medio camino del cementerio. El local de Chiri siempre ha sido mi hogar-lejos-del-hogar, donde podía sentarme y tomar unas copas en paz, escuchar los chismorreos sin que me intimidasen ni me importunasen las chicas que allí trabajan.
Hace algún tiempo me vi obligado a matar a unos cuantos tipos en defensa propia. El dueño de más de un club me comunicó que no volviera a poner un pie en su bar. Después de eso, ciertos amigos decidieron que se podían arreglar sin mi compañía, pero Chiri fue más sensata.
Esa alta negro africana de rostro cruzado por cicatrices rituales y afilados dientes de caníbal es una mujer que trabaja duro. Para ser franco, no sé si sus caninos son simple ornamento, como los dibujos de la frente y las mejillas, o un signo de que en su casa la comida se compone de exquisiteces prohibidas implícita y explícitamente en el noble Corán. Chiri es una moddy, pero se considera a sí misma una moddy lista. En el trabajo, siempre es ella. Se conecta sus fantasías en casa, donde no molesta a nadie. Respeto esa actitud.
Cuando crucé la puerta del club, me recibió una andanada de aire fresco. Su aparato de aire acondicionado, tan impredecible como un antiguo hardware de fabricación rusa, pedía a gritos un cambio. Ya me sentía mejor. Chiri estaba absorta en la conversación con un cliente, un tipo calvo con el pecho desnudo. Vestía pantalones de vinilo negro que parecían de cuero auténtico y su mano izquierda estaba esposada por la espalda a su cinturón. Tenía un implante corímbico en la cresta del cráneo y un moddy verde pálido le aportaba la personalidad de Dios sabe quién. Si Chiri le dedicaba parte de su tiempo, no debía de ser peligroso y seguramente ni siquiera era tan despreciable.
Chiri no tiene mucha paciencia con la chusma a la que sirve. Su filosofía es que alguien ha de venderles licor y drogas, pero eso no significa que tenga que confraternizar con ellos.
Yo era su viejo amigo y conocía a la mayoría de las chicas que trabajaban para ella. Claro que siempre había caras nuevas, y al decir nuevas me refiero a caras recién cinceladas a partir de caras vulgares y ordinarias, que, gracias a las técnicas quirúrgicas, se transformaban en seductoras bellezas artificiales. Las antiguas empleadas son despedidas o se largan tras un pique cada dos por tres, pero, después de trabajar para Frenchy Benoit o Jo-Mama durante un tiempo, vuelven a sus anteriores empleos. Me dejan bastante tranquilo, porque raras veces las invito a cócteles y no hago uso de sus encantos profesionales. Las nuevas intentan ligarme, pero Chiri suele espantarlas.
A sus ojos implacables me he convertido en «la criatura sin alma». Muchachas como Blanca, Fanya y Yasmin desvían la mirada cuando las observo. Algunas chicas no saben lo que hice o no les importa, y evitan que me sienta un completo paria. Sin embargo, para mí el Budayén es más tranquilo y solitario que antes. Intento que no me afecte.
—Jambo, Bwana Marîd —me dijo Chiriga cuando se percató de que me sentaba a su lado. Dejó al moddy esposado y se agachó despacio tras la barra, depositando un posavasos de corcho ante mí—. Has venido a compartir tu riqueza con esta pobre salvaje. En mi tierra natal mi gente se muere de hambre y recorre muchas millas en busca de agua. Aquí he hallado la paz y la abundancia. He aprendido lo que es la amistad. He encontrado hombres desagradables a quienes les habría gustado tocar las partes ocultas de mi cuerpo. Tú me comprarás bebidas y me dejarás una generosa propina. Hablarás de mi local a todos tus nuevos amigos y ellos vendrán y querrán tocar las partes ocultas de mi cuerpo. Poseeré muchas cosas brillantes y baratas. Todo es la voluntad de Dios.
La contemplé unos cuantos segundos. A veces es difícil adivinar de qué humor está Chin.
—La gran muchacha negra dice estupideces —dije por fin.
Se rió y abandonó su actitud de dinka ignorante.
—Sí, tienes razón. ¿Qué va a ser hoy?
—Ginebra —dije.
Suelo tornar una parte de ginebra y una parte de bingara con hielo y un poco de zumo de lima. Es una bebida de mi invención, pero nunca me he decidido a darle un nombre. Otras veces tomo gimlets de vodka, porque eso es lo que bebe Philip Marlowe en El largo adiós. Cuando deseo entonarme rápido bebo tende de la reserva privada de Chiri, un odioso licor africano del Sudán o del Congo o de donde sea, hecho, según creo, de ñames fermentados y de ancas de rana. Si alguna vez os ofrecen tende, no lo probéis. Os arrepentiríais. Alá sabe que yo lo hago.
La bailarina que acababa de finalizar su último número era una muchacha egipcia llamada Indihar. Hace años que la conozco, solía trabajar para Frenchy Benoit, pero ahora movía el culo en el club de Chiri. Me abordó cuando salió de bastidores, envuelta en un chal de color melocotón que intentaba, sin éxito, ocultar su voluptuoso cuerpo.
—¿Me das una propina por mi baile? —me preguntó.
—Sería para mí un placer indecible —le dije.
Saqué un billete de un kiam de mi cambio y lo deposité en su escote. Si me trataba como a un macarra, yo actuaría como tal, —No me sentiré culpable si voy a casa y sueño contigo toda la noche.
—Eso te costará un suplemento —dijo ella recorriendo la barra hacia el tipo de pecho desnudo y pantalones de vinilo.
La observé caminar.
—Me gusta esa chica —le dije a Chiriga.
—Ésa es nuestra Indihar, un espléndido montón de alegría bronceada —me contestó Chiri.
Indihar era una mujer auténtica con una personalidad auténtica, una rareza en ese club. Chiri parecía preferir en sus empleadas el atractivo rápido de un transexual. Chiri me dijo una vez que los transexuales cuidan más su aspecto. Su belleza prefabricada es toda su vida. Alá prohibe que un simple pelo de su entrecejo esté desarreglado.
Indihar era una buena musulmana, por principios. No se había operado el cerebro como la mayoría de las bailarinas. Los imanes más conservadores dicen que los implantes entran en la misma prohibición que las drogas, porque algunas personas se llenan de cables los centros del placer y pasan el resto de sus breves vidas como amperioadictos. Incluso cuando se deja en paz el centro del placer, como en mi caso, el uso de un moddy oculta tu propia personalidad y eso se considera indigno. Huelga decir que, aunque siento el más tierno afecto por Alá y su mensajero, disto mucho de ser un fanático. Me decanto hacia ese rey saudí del siglo xx que exigió a los líderes islámicos de su país que dejaran de inmiscuirse en lo referente al progreso tecnológico. No veo ningún conflicto esencial entre la ciencia moderna y un enfoque reflexivo de la religión.
Chiri miró bajo la barra.
—Está bien —dijo en voz alta—. ¿A qué mamona le toca el turno? ¿Janelle? No quiero volver a decirte que te levantes y bailes. Si tengo que recordarte que toques tu maldita música una vez más, te descontaré cincuenta kiams. Y ahora, mueve tu culo gordo.
Chiri me miró y suspiró.
—La vida es dura —dije.
Indihar regresó a la barra tras reunir lo que pudo arrancarles a unos pocos clientes displicentes. Se sentó en el taburete a mi lado. Lo mismo que a Chiri, hablar conmigo no parecía provocarle pesadillas.
—¿Cómo es trabajar para Friedlander Bey? —preguntó.
—Dímelo tú.
De una forma u otra todo el mundo en el Budayén trabaja para Papa.
Se encogió de hombros.
—No aceptaría su dinero aunque estuviera muerta de hambre, en la cárcel y tuviera cáncer.
Eso era una alusión, no muy velada, al hecho de que me hubiera vendido al someterme a los implantes. Di un trago de ginebra y bingara.
Quizá uno de los motivos por los que voy al local de Chiri siempre que necesito un poco de afecto es porque crecí en lugares similares. Siendo yo un bebé mi madre había sido bailarina, después de que mi padre nos abandonara. Cuando la situación se puso realmente fea, mi madre empezó a alternar con hombres. En los clubes unas chicas lo hacen, otras no. Mi madre no tuvo más remedio. Cuando las cosas se pusieron aún peor, vendió a mi hermano pequeño. Eso es algo de lo que a ella no le gustaba hablar. Ni a mí tampoco.
Mi madre hizo lo que pudo. El mundo árabe nunca ha valorado demasiado la educación de las mujeres. Todos sabemos cómo tratan a sus esposas y a sus hijas los árabes más tradicionales —es decir, los más regresivos y reaccionarios—. Respetan más a sus camellos. Ahora, en las grandes ciudades como Damasco y El Cairo, pueden verse mujeres modernas vistiendo ropas de estilo occidental, trabajando fuera de casa e incluso, a veces, fumando cigarrillos en plena calle.
En Mauritania, me he dado cuenta de que persiste la rigidez de costumbres. Las mujeres visten largas túnicas blancas y velos, y cubren su cabello con capuchas o pañuelos. Hace veinticinco años, no había lugar para mi madre en el mercado de trabajo legal. Pero siempre hay una pequeña población de almas descarriadas, gente que se burla de los dictados del santo Corán, hombres y mujeres que beben alcohol, juegan y disfrutan del sexo por placer. Siempre hay un hueco para una mujer joven cuya moral se ha venido abajo debido al hambre y la desesperación.
Cuando volví a verla en Argel, el aspecto de mi madre me conmovió. En mi imaginación la dibujaba como una respetable, moderadamente acomodada matrona, que habitaba en un próspero vecindario. Hacía años que no la veía ni hablaba con ella, pero me figuré que se las había ingeniado para salir de la pobreza y la degradación. Ahora creo que quizás vivía feliz tal como era, una harapienta y estrafalaria puta vieja. Pasé una hora con ella, esperando oír lo que había ido a escuchar, pensando cómo comportarme y avergonzándome de ella delante de Medio Hajj. Ella no deseaba que sus hijos la molestaran. Tuve la impresión de que se arrepintió de no haberme vendido a mí también cuando vendió a Hussain Adbul-Qahhar, mi hermano. No le gustó que me dejara caer en su vida después de todos aquellos años.
—Créeme —le dije—. A mí tampoco me ha gustado seguirte el rastro. Lo hice sólo porque debía hacerlo.
—Y ¿por qué debías hacerlo? —quiso saber ella.
Estaba reclinada en un viejo sofá rasgado, que olía a rancio, recubierto de piel de gato. Se sirvió otra copa, pero olvidó ofrecernos algo a nosotros.
—Para mí es importante —dije.
Le conté mi vida en la lejana ciudad, mi vida como camorrista infrasónico hasta que Friedlander Bey me eligió para ser el instrumento de su voluntad.
—¿Ahora vives en la ciudad? —dijo con un dejo nostálgico.
No sabía que ella hubiera vivido allí.
—Vivía en el Budayén, pero Friedlander Bey me llevó a su palacio.
—¿Trabajas para él?
—No tuve elección.
Me encogí de hombros. Ella asintió. Me sorprendió que supiera cómo era Papa.
—¿A qué has venido?
Eso iba a ser difícil de explicar.
—Quiero averiguar todo lo posible sobre mi padre.
Me miró desde el filo de su vaso de whisky.
—Ya lo has oído todo —dijo.
—No lo creo. ¿Por qué estás tan segura de que ese marinero francés era mi padre?
Respiró hondo y soltó el aire despacio.
—Se llamaba Bernard Audran. Nos conocimos en un café. Entonces yo vivía en Sidi-bel-Abbés. Me llevó a cenar, nos gustamos. Me mudé a su casa. Más tarde fuimos a vivir a Argel y pasamos juntos un año y medio. Un día, después de que tú nacieras, se marchó. Nunca volví a saber de él. No sé adonde fue.
—Yo sí. Al hoyo, allí es donde fue. Me costó mucho tiempo, pero rastreé los ficheros de un ordenador argelino. Existió un Bernard Audran en la marina de Provenza y estuvo en Mauritania cuando la Unión Confederada Francesa intentó recuperar el control sobre nosotros. Lo malo fue que un noraf no identificado le voló los sesos más de un año antes de que yo naciera. Quizá puedas recordar el pasado y sacar una imagen más clara de los acontecimientos.
Eso la enfureció. Se levantó y me arrojó su vaso medio vacío. Se hizo añicos en la pared ya manchada y arañada, a mi derecha. Percibía el olor penetrante y sin aguar del whisky irlandés. Oí a Saied murmurar algo junto a mí, tal vez una oración. Mi madre avanzó un par de pasos hacia mí, con la cara afeada por la ira.
—¿Me llamas mentirosa? —gritó.
Bueno, eso era lo que estaba haciendo.
—Sólo te digo que los archivos oficiales dicen algo muy distinto.
—¡A la mierda los archivos oficiales!
—Los archivos también dicen que te has casado siete veces en dos años. No mencionan los divorcios.
La ira de mi madre cedió algo.
—¿Cómo ha ido a parar eso a los ordenadores? Oficialmente nunca me he casado, ni obtenido licencia ni nada por el estilo.
—Creo que subestimas el talento del gobierno para seguir la pista de la gente. Está allí, todo el mundo puede verlo.
Ahora parecía asustada.
—¿Qué más has descubierto?
Dejé que mordiera el anzuelo.
—Nada más. No había nada más. Si quieres que algo se quede enterrado, no tienes por qué preocuparte.
Era una mentira, aprendí muchas más cosas sobre mi madre.
—Bien —dijo ella aliviada—. No quiero que metas las narices en mi pasado. No me parece respetuoso.
Tenía una respuesta para ello, pero no la empleé.
—Esta búsqueda nostálgica —dije con voz serena— empezó con cierto asunto del que me ocupé para Papa. —En el Budayén todo el mundo llama «Papa» a Friedlander Bey. Es un cariñoso signo de terror—. El teniente que manejaba los hilos del Budayén murió, de modo que Papa decidió que necesitábamos una especie de oficial de asuntos públicos, alguien que mantuviera el contacto entre él y el departamento de policía. Me pidió que aceptara el empleo.
Torció la boca.
—¿Ah sí? ¿Ahora usas pistola? ¿Tienes una placa?
Aprendí de mi madre a despreciar a los policías.
—Sí —dije—, tengo un arma y una placa.
—Tu placa no tiene ningún valor en Argel, salaud.
—Me depara cierta cortesía profesional allí donde voy. —No sabía si eso era cierto allí—. La cuestión es que, mientras me metí en el ordenador de la policía, tuve la oportunidad de leer mi archivo y algunos más. Lo divertido fue que mi nombre y el de Friedlander Bey aparecieron juntos. Y no sólo en la información de los últimos años. Conté al menos ocho entradas, insinuaciones, ya comprendes, pero nada concreto, las cuales me sugirieron que nos unía cierto parentesco de sangre.
Eso provocó una sonora reacción en Medio Hajj, quizá debí hablarle de todo esto antes.
—¿Y? —dijo mi madre.
—¿Qué mierda de respuesta es ésa? ¿Qué demonios significa? ¿Nunca te tiraste a Friedlander Bey en tus años dorados?
Pareció enloquecer de ira otra vez.
—Me tiré a un montón de tipos. ¿Esperas que me acuerde de todos? Ni siquiera recordaba cómo eran mientras me los estaba tirando.
—No querías comprometerte, ¿no es cierto? Sólo buscabas buenos amigos. ¿Eran lo bastante amigos como para fiarles o siempre les pedías el dinero en metálico?
—¡Magrebí, es tu madre! —gritó Saied.
Me parecía imposible que eso le conmoviera.
—Sí, es mi madre. Mírala.
Atravesó la habitación en tres zancadas y me cruzó la cara de una bofetada que me hizo trastabillar.
—¡Lárgate de aquí! —gritó.
Me llevé la mano a la mejilla y la miré.
—Primero contéstame a una cosa: ¿Friedlander Bey podría ser mi verdadero padre?
Su mano estaba preparada para otro tortazo.
—Sí, es posible, prácticamente cualquier hombre podría serlo. Vuelve a la ciudad y ponte de rodillas ante él, hijito. No quiero volver a verte nunca más por aquí.
Podía estar segura de ello. Le di la espalda y salí de ese repulsivo agujero en la pared. Al salir no me molesté en cerrar la puerta.
Medio Hajj la cerró y luego se apresuró a alcanzarme. Bajé la escalera como una furia.
—Escucha, Marîd —dijo. Hasta que abrió la boca no me percaté de lo rabioso que me sentía—. Adivino que todo esto es una sorpresa para ti…
—¿Ah sí? Hoy estás muy perspicaz, Saied.
—Pero no puedes actuar así con tu madre. Recuerda lo que dice…
—¿El Corán? Sí, ya lo sé. Bien, ¿qué dice el Camino Recto sobre la prostitución? ¿Qué dice sobre la especie de degenerada en que mi santa madre se ha convertido?
—Has ido demasiado lejos. Si hubo un camorrista más barato en el Budayén, nunca lo conocí.
Sonreí con frialdad.
—Muchas gracias, Saied, pero ya no vivo en el Budayén. ¿Lo has olvidado? Y no busco nada ni a nadie. Tengo un empleo seguro.
Saied escupió a mis pies.
—Hacías lo que fuera por ganar unos cuantos kiams.
—Qué mas da, que yo fuera la escoria de la tierra no quiere decir que esté bien que mi madre también lo sea.
—¿Por qué no dejas de hablar de ella? No quiero oír nada más.
—Tu sensiblería va en aumento, Saied. Tú no sabes todo lo que yo sé. Mi querida madrecita estuvo vendiéndose a los extraños mucho antes de que necesitara mantenernos a mi hermano y a mí. No fue la heroína abandonada que siempre decía que era. Ocultó parte de la verdad.
Medio Hajj me miró implacablemente a los ojos durante unos segundos.
—¿Sí? La mitad de las chicas, transexuales y travestís que conocemos hacen lo mismo, y no representa ningún problema para ti tratarlas como seres humanos.
Estuve a punto de decir: «Sí, pero ninguna de ellas es mi madre». Pero me contuve. Habría sacado partido de ese sentimiento y, además, a mí mismo empezaba a sonarme estúpido. Mi ira se desvanecía. Creo que lo que me irritaba más era saberlo después de tantos años. Quiero decir, ahora que había olvidado casi todo lo que creía saber sobre mí mismo. Siempre había estado orgulloso del hecho de ser medio beréber y medio francés. Casi siempre vestía a la europea, botas, téjanos y camisas. Supongo que siempre me he sentido un poco superior a los árabes entre los que vivía. Ahora debía acostumbrarme a la idea de que podía muy bien ser medio beréber y medio árabe.
El sonido penetrante y sordo de un rock hispano de mediados del siglo xxi interrumpió mis sueños. Cualquier olvidada banda murmuraba una horrible canción sobre no sé qué horrible cosa. Nunca he tenido ocasión de aprender ningún dialecto español y no poseo daddy de español. Si alguna vez me tropiezo con algún industrial colombiano, éste puede perfectamente hablar árabe. Tengo una mancha blanda en el hígado debido a su producción de narcóticos, pero, aparte de eso, no entiendo para qué sirve Sudamérica. El mundo no necesita una India de habla hispana, superpoblada, famélica en el hemisferio occidental. España, su madre patria, se aventuró en el Islam y respondió con un educado «no gracias», y su carácter nacional se sublimó en la nada. Ése fue el castigo de Alá.
—Odio esa canción —dijo Indihar.
Chiri le había ofrecido un vaso de Sharáb, la bebida floja que los clubes reservan a las chicas que no beben alcohol, como Indihar. Es exactamente del mismo color que el champaña. Chiri siempre llena de hielo un vaso de cóctel y vierte unas onzas de soda, lo cual podría poner sobre aviso al pavo: en el mundo real el champaña no se sirve con hielo. Pero el hielo ocupa un montón de espacio, espacio que debería llenar una bebida más cara. Eso le cuesta a un mamón ocho kiams y una propina para Chiri. El club da tres billetes a la chica que toma la bebida. Eso motiva a las empleadas a ingerir sus cócteles a velocidad supersónica. La excusa habitual es que girar como un derviche para satisfacer al público es un trabajo que produce mucha sed.
Chiri se volvió para mirar a Janelle, que estaba en su última canción. En realidad Janelle no baila, se contonea. Da cinco o seis pasos hacia un extremo del escenario, espera hasta que suene el próximo golpe de la batería y entonces hace una especie de movimiento tembloroso con la parte superior de su cuerpo que ella cree que es tórridamente provocativo. Se equivoca. Luego se contonea hacia el extremo opuesto del escenario y repite su número espasmódico. Todo el tiempo mueve los labios, no para vocalizar la letra sino la sollozante melodía del teclado. Janelle el sintetizador humano. Janelle la humana sintética está muy cerca de la verdad. Cada día lleva un moddy distinto y es necesario hablar con ella para descubrir cuál. Un día es tierna y erótica (Dulce Pilar), al día siguiente es fría y deslenguada (Brigitte Stahlhelm). Pero, sea cual sea la personalidad que se haya enchufado, está albergada en el mismo cuerpo de refugiada nigeriana, que siempre se cree sexy, y sobre lo cual se equivoca. Las otras chicas no se relacionan demasiado con ella. Están seguras de que les birla pasta del bolso en los vestuarios y no les gusta el modo en que aborda a sus clientes cuando les toca subir al escenario. Un día la pasma encontrará a Janelle en una oscura trastienda con la cara hecha trizas y la mitad de los huesos de su cuerpo rotos. Mientras tanto, se contonea al ritmo de los desgarrados lamentos de los teclados y las guitarras.
Me aburría como un demonio. Apuré el resto de mi bebida. Chiri me miró y enarcó las cejas.
—No, gracias, Chiri —le dije—. Tengo que irme.
Indihar se aproximó y me besó en la mejilla.
—Bueno, no te comportes como un extraño ahora que eres un cerdo fascista policía.
—Está bien —dije, y me levanté del taburete.
—Saluda a Papa de mi parte —dijo Chiri.
—¿Qué te hace pensar que voy allí?
Me dedicó su sonrisa de dientes afilados.
—Es hora de que los chicos buenos y las chicas buenas se reporten en la vieja kibanda.
—Sí —dije.
Dejé el resto de mi cambio para su hambrienta caja registradora y salí.
Caminé Calle abajo hasta la arcada de la puerta oriental. Más allá del Budayén, por el amplio bulevar il-Jameel, unos pocos taxis esperaban pasajeros. Vi a mi viejo amigo Bill y subí al asiento trasero de su taxi.
—Llévame a casa de Papa, Bill —le dije.
—¿Sí? Me suena tu forma de hablar. ¿Te conozco de algo?
Bill no me reconoció porque está permanentemente colocado. En vez de operarse el cráneo o hacerse un moddy corporal cosmético, tiene un gran saco en lugar de un pulmón que constantemente le vierte dosis específicas de un alucinógeno de rapidísimos efectos en su flujo sanguíneo. De vez en cuando, Bill atraviesa momentos de lucidez, pero ha aprendido a no prestarles atención, o al menos a seguir funcionando hasta que se pasan y vuelve a ver lagartos púrpura otra vez. He probado la droga que se chuta noche y día, se llama RPM y, a pesar de mi experiencia con drogas de todas las nacionalidades, no deseo tomarla nunca más. Por otro lado, Bill jura que le ha abierto los ojos a la verdadera naturaleza del mundo real. Así lo espero, él puede ver demonios flamígeros y yo no. El único fallo de la droga —y Bill es el primero en admitirlo— es que al cabo de un segundo no recuerda una mierda del segundo anterior.
De modo que no me extrañó que no me reconociera. He tenido que entablar la misma conversación con él cientos de veces.
—Bill, soy yo, Marîd. Quiero que me lleves a casa de Friedlander Bey.
Me miró de reojo.
—No puedo decir que te haya visto antes, colega.
—Pues me has visto, miles de veces.
—Para ti es fácil decirlo —murmuró. Puso el coche en marcha y quitó el freno. Tomamos la dirección equivocada—. ¿Dónde quieres ir?
—A casa de Papa.
—Sí, tienes razón. Hoy tengo a este afrit sentado a mi lado y lleva arrojando carbones encendidos sobre mi regazo toda la tarde. Es un gran fastidio. No puedes sacudir a un afrit. Les gusta hacerte mierda el coco. Estoy pensando en traer agua bendita de Lourdes. Quizás eso los espante. Aunque ¿dónde cono está Lourdes?
—En el califato de Gasconia —dije.
—Hay un buen trecho. ¿Aceptarán envíos por correo?
Le dije que no tenía ni la menor idea y me recosté contra la tapicería. Miré volar el paisaje —Bill conduce como un loco— y pensé en lo que le diría a Friedlander Bey. Meditaba sobre cómo insinuarle mi descubrimiento, lo que mi madre me había dicho y yo sospechaba. Decidí esperar. Cabía la posibilidad de que la información hubiera sido introducida en los ordenadores como un maquiavélico medio de ganar mi cooperación. En el pasado evité cuidadosamente cualquier transacción directa con Papa, porque, de alguna manera, aceptar su dinero significaba pertenecerle para siempre. Pero, cuando pagó mis implantes craneales, realizó una inversión que yo debería pagar el resto de mi vida. No quería trabajar para él, pero no había escapatoria. Aún no. Conservaba la esperanza de encontrar un modo de comprar mi salida u obligarle a devolverme la libertad. Mientras tanto, se complacía descargando responsabilidades en mis renuentes hombros y ofreciéndome recompensas cada vez mayores.
Bill abrió la puerta del gran muro blanco que rodeaba la finca de Friedlander Bey y enfiló el largo y serpenteante camino. Se detuvo a los pies de la gran escalera de mármol. El mayordomo de Papa abrió la brillante puerta principal. Pagué a Bill la carrera y le solté una propina de diez kiams. Sus ojos lunáticos se abrieron y volaron del dinero hacia mí.
—¿Qué es esto? —preguntó con suspicacia.
—Una propina. Se supone que debes aceptarla.
—¿Por qué?
—Por tu excelente manera de conducir.
—¿No estarás intentando comprarme?
Suspiré.
—No. Admiro tu modo de pilotar con todos esos carbones ardiendo en los pantalones. Sé que yo no podría hacerlo.
Se encogió de hombros.
—Es un don —dijo simplemente.
—También los diez kiams.
Sus ojos se abrieron de nuevo.
—Ah —dijo sonriendo—. ¡Ahora lo entiendo!
—Seguro que sí. Cuídate, Bill.
—Hasta la vista, colega.
Aceleró el taxi y los neumáticos hicieron saltar guijarros. Me di la vuelta y subí la escalera.
—Buenas tardes, yaa Sidi —dijo el mayordomo.
—Hola, Youssef. Quisiera ver a Friedlander Bey.
—Sí, por supuesto. Me alegro de que vuelva a casa, señor.
—Gracias.
Caminamos por un corredor alfombrado hasta el despacho de Papa. El aire era fresco y seco y sentí el beso amable de muchos ventiladores. En él flotaba una sutil y seductora fragancia a incienso. Pantallas hechas de finas tiras de madera atenuaban la luz. Desde algún lugar llegaba un tintineo de agua, una fuente en uno de los patios.
Antes de entrar en la sala de espera, una mujer alta y elegante atravesó el vestíbulo y subió un peldaño de la escalera. Me dedicó una breve y púdica sonrisa y luego volvió la cabeza. Llevaba el cabello, negro y brillante como la obsidiana, recogido en un moño. Tenía unas manos muy pálidas y dedos largos, finos y gráciles. Sólo le eché un rápido vistazo, sin embargo supe que esa mujer tenía clase e inteligencia, pero también supe que, llegado el caso, podía ser peligrosa y dura.
—¿Quién era, Youssef? —pregunté.
Se volvió hacia mí y frunció el ceño.
—Es Umm Saad.
De inmediato supe que la desaprobaba. Confiaba en el juicio de Youssef, de modo que mi primera impresión sobre ella había sido más o menos acertada.
Tomé asiento en el exterior del despacho y maté el tiempo buscando rostros en los dibujos de las grietas del techo. Al cabo de un rato, uno de los dos inmensos guardaespaldas de Papa abrió la puerta. A esos hombretones les llamo «las Rocas Parlantes». Creedme, sé lo que me digo.
—Pase —dijo la Roca; esos tipos no malgastan su aliento.
Entré en el despacho de Friedlander Bey. El hombre tendría unos doscientos años, pero un montón de modificaciones y trasplantes en el cuerpo. Estaba reclinado sobre almohadones y bebía café cargado en una taza dorada. Al entrar me sonrió.
—Mis ojos vuelven a la vida al verte, hijo mío —dijo Papa.
Puedo decir que se alegraba de verdad.
—Los días que he pasado lejos de ti han sido tristes, oh caíd —dije.
Se movió y se sentó junto a mí. Se inclinó para servirme café de una cafetera dorada. Di un sorbo y proseguí:
—Que tu mesa sea siempre próspera.
—Que Alá te dé salud —dijo él.
—Rezo por que te encuentres bien, oh caíd.
Me cogió la mano.
—Estoy tan sano y fuerte como un hombre de sesenta años, pero existe un cansancio que no puedo superar, hijo mío.
—Entonces quizás tu médico…
—Es un cansancio del alma. Mi apetito y mi ambición se están muriendo. Sigo vivo sólo porque la idea del suicidio es repulsiva.
—Quizá en el futuro la ciencia te los devuelva.
—¿Cómo, hijo mío, infundiendo un renovado gusto por la vida en mi espíritu exhausto?
—La técnica ya existe —le dije—. Puedes implantarte un daddy y un moddy como yo.
Sacudió la cabeza apesadumbrado.
—Alá me mandaría al infierno si lo hiciera —Parecía no importarle que yo fuera a parar al infierno. Puso fin a las suposiciones—. Habíame de tu viaje.
Salió la conversación, pero yo aún no estaba preparado. Todavía no sabía cómo preguntarle si figuraba en mi árbol genealógico, de modo que le corté:
—Primero debo oír lo que ha sucedido mientras estaba fuera, oh caíd. He visto a una mujer en el pasillo. Nunca antes había visto a una mujer en tu casa. ¿Puedo preguntarte quién es?
El rostro de Papa se ensombreció. Se detuvo por un momento, pensando su respuesta.
—Es una falsa y una impostora, y empieza a causarme gran pena.
—Entonces debes echarla —dije.
—Sí —contestó, con pétreo semblante.
Yo no lo veía como el dirigente de un gran imperio económico, el controlador de todo vicio y actividad ilícita de la ciudad, sino como algo mucho más terrible. Friedlander Bey podía ser el hijo de muchos reyes, porque ceñía el manto del poder y la autoridad como si hubiera nacido rey.
—Debo hacerte una pregunta, hijo mío —añadió—. ¿Me honrarías lo bastante como para llenarte los pulmones de fuego otra vez?
Parpadeé. Imaginé a qué se refería.
—¿Acaso no me he probado a mí mismo hace unos meses, oh caíd?
Hizo un gesto con la mano, así de fácil, convirtiendo en nada el dolor y el horror que sufrí.
—Entonces te defendiste del peligro —dijo, poniéndome una de sus viejas y huesudas manos sobre la rodilla—. Ahora necesito que me defiendas a mí del peligro. Desearía que averiguaras todo lo posible sobre esa mujer y luego quiero que la destruyas. Y también a su hijo. Debo saber si cuento con tu lealtad absoluta.
Sus ojos ardían. Había visto antes esa faceta. Me sentaba junto a un hombre que era cada vez más presa de la locura. Cogí la taza de café con mano temblorosa y di un largo trago. Hasta que no lo acabase, no le daría una respuesta.