George Alec Effinger Un fuego en el Sol

Los niños empiezan amando a sus padres. Después de un tiempo los juzgan. Raras veces los perdonan.

Óscar Wilde

El retrato de Dorian Gray

1

Durante varios días viajamos por la autopista de la costa hacia Mauritania, la parte de Argelia en la que nací. En aquella ocasión, a pesar de su letárgico ritmo, el destartalado y viejo autobús nos condujo desde la ciudad hasta un pueblo olvidado de Alá sin siquiera darme tiempo a aprender su nombre. Los siglos transcurren sin cesar, en el mundo árabe llegan y parten sobre el techo de traqueteantes autobuses que tienen más problemas para mantenerse en servicio que los que tenían las grandes recuas de camellos. Recordé cómo eran esos viajes en autobús cuando yo era niño, sentado o de pie en el pasillo con otros cincuenta muchachos y hombres, y unas dos docenas más apiñados sobre el techo. Los autobuses pasaban entonces ante mi casa. Veía cabezas con turbantes, feces o gorros de lana, cabezas con keffiyas blancas o a cuadros. Todos eran hombres. Pensaba preguntárselo a mi padre, cuando lo encontrase.

—Oh padre —le diría—, dime por qué sólo van hombres en el autobús. ¿Dónde están sus mujeres?

Siempre imaginaba que mi padre —yo lo concebía alto y delgado, con una feroz barba oscura, un hombre como un halcón o un águila, en mi fantasía, árabe, aunque mi madre me había dado su palabra de que era francés— se quedaría pensativo mirando hacia el sol radiante, meditando una estudiada respuesta a su joven hijo.

—Oh Marîd, querido —diría él, con una voz profunda y enérgica que nacería del fondo de su garganta como si no empleara los labios para hablar, aunque mi madre me decía que no era en absoluto así—. Marîd, las mujeres irán más tarde. Los hombres enviarán luego por ellas.

—Ah —exclamaría yo.

Mi padre podía penetrar en todos los misterios. Conocía la respuesta correcta a todas mis preguntas. Era más sabio que el caíd de nuestro pueblo, más culto que el hombre cuya cara llenaba los carteles de la pared donde meábamos.

—Padre —le preguntaría—, ¿por qué meamos en la cara de ese hombre?

—Porque es idolatría colocar su rostro en tal cartel, sólo es propio de un sucio callejón como éste y, por tanto, el Profeta, que la bendición de Alá y la paz sean con él, nos diría que lo que hacemos con estas imágenes es justo y honesto.

—Padre… —Yo siempre tendría una nueva pregunta y él la paciencia de un santo. Me sonreiría, me pondría la mano tiernamente sobre la cabeza—. Padre, siempre he deseado preguntarte qué harías si fueras a mear y tuvieras la vejiga tan llena que te explotase sin que pudieras evitarlo, y mientras estuvieras meando, precisamente entonces, el muecín…

Saied me propinó un fuerte golpe en la sien con la palma de la mano.

—¿Te duermes aquí?

Le miré. Todo me deslumbraba. No podía recordar dónde demonios estábamos.

—¿Dónde demonios estamos? —le pregunté.

—Tú eres el del Magreb, el grande y salvaje oeste —resopló—. Dímelo tú.

—¿Hemos llegado ya a Argelia? —No lo creía.

—No, estúpido. Llevo tres horas sentado en este maldito café contemplando las verrugas de ese gordo loco. Se llama Hisham.

—¿Dónde estamos?

—Acabamos de pasar Cartago. Estamos en las afueras del Antiguo Túnez. Escúchame. ¿Cómo se llama el viejo?

—¿Eh? No me acuerdo.

Me golpeó fuerte en la sien derecha con la palma de la otra mano. Llevaba dos noches sin dormir. Estaba algo aturdido. En cualquier caso, él hacía la parte fácil del trabajo: se sentaba en torno a las paradas de autobús, bebía té de menta con los cabecillas locales y maldecía a los bandidos de los cristianos, a los bandidos de los judíos, a los bandidos de los negros idólatras y todo en general, en maldita calma; mientras que para mí quedaban los callejones malolientes y llenos de moscas. No recordaba por qué nos repartimos así el trabajo. Después de todo, se suponía que yo era el jefe, yo había tenido la idea de buscar a esa mujer, era mi viaje y empleábamos mi dinero. Pero Saied se llevó el té de menta y la charla y yo, bueno, no voy a volver sobre lo mismo.

Esperamos el tiempo adecuado. El sol desaparecía tras la muralla occidental, era casi el momento de llamar a la oración del ocaso. Miré a Saied, que dormitaba. Bien, pensé, ahora le sacudiré en la cabeza. Apenas me levanté y di un pasito, cuando abrió los ojos.

—Creo que ya es la hora —dijo bostezando.

Asentí, no tenía nada que decir. Me puse cómodo y Saied Medio Hajj inició su representación.

Saied es un mentiroso por naturaleza, y es un placer verlo en plena actuación. Se había enchufado el módulo de personalidad que más le gustaba: su moddy de los trabajos difíciles, acorazado, el moddy de tipo duro hijo de mala madre. Nadie se metía con Medio Hajj cuando lo llevaba puesto.

De nuevo en casa, en la ciudad, Saied pensaba que ganar dinero era rebajarse. Le gustaba sentarse en los cafés conmigo, Mahmoud y Jacques, todo el día y toda la noche. Su pipiolo, el muchacho americano a quien todos llamaban Abdul-Hassan, salía con hombres maduros y era quien llevaba el dinero a casa para pagar el alquiler. A Saied le gustaba fanfarronear y ceñir su gallebeya con un ancho cinturón de cuero negro, adornado con delgadas tiras de acero y tachuelas. Medio Hajj cuidaba mucho su aspecto.

Consideraba una diversión lo que estaba haciendo en el borde del camino de ese suburbio piojoso. Esperé unos minutos y le seguí, doblé la esquina hasta el café. Me colé en él, desarreglado, sucio, y tomé asiento en un rincón sombrío. El propietario me miró, frunció el ceño y se volvió hacia Saied. Nadie se fijaba en mí. Saied terminaba la coletilla de un chiste que le había oído una docena de veces desde que salimos de la ciudad. Cuando llegó al desenlace, el encargado y los otros cuatro hombres del largo mostrador rompieron a reír. Les agradaba Saied. Sabía gustar a la gente allí donde iba. Ese talento estaba programado en un chip potenciador añadido a su moddy de tipo malo. Con el moddy y los daddy chips apropiados, no importaba dónde hubieras nacido ni dónde te hubieras criado. Podías hacerte con todo tipo de gente, hablar cualquier idioma, y dominar cualquier situación. Tu memoria a corto plazo recibía directamente la información. Podías convertirte literalmente en otra persona, Ramsés II o Buck Rogers en el siglo xxv, hasta que te desconectases el moddy y los daddies.

Saied se comportaba con rudeza y ferocidad, pero también con encanto, si podéis imaginar la mezcla. Observé al propietario agarrar la tetera. Sirvió té en el vaso de Medio Hajj y derramó un poco en el mostrador de madera. Nadie se movió para limpiarlo. Saied levantó el vaso para beber y lo volvió a dejar.

Yaa salaam! —rugió, dando un salto.

—¿Qué sucede, amigo? —preguntó Hisham, el propietario.

—¡Mi anillo! —gritó Saied.

Llevaba un gran anillo de oro, que había estado pasando por las narices del viejo durante dos horas. En el centro tenía un enorme diamante redondo.

—¿Qué pasa con tu anillo?

—¡Míralo tú mismo! ¡La piedra, el diamante, ha desaparecido!

Hisham cogió el nervioso brazo de Saied y vio que, en verdad, había perdido el diamante.

—Debe de haberse caído —dijo el viejo, con la sabiduría popular propia de estos fosilizados andurriales.

—Sí, caído —dijo Saied, sin tranquilizarse lo más mínimo—. Pero ¿dónde?

—¿Lo ves?

Saied realizó una brillante actuación, buscando por el suelo alrededor de su taburete.

—No, estoy seguro de que no está aquí —dijo por fin.

—Entonces, estará en el callejón. Debes de haberlo perdido la última vez que fuiste a mear.

Saied dio un puñetazo en la barra.

—Está oscureciendo y debo coger el autobús.

—Aún te da tiempo a buscarlo —dijo Hisham, sin demasiada convicción.

Medio Hajj se rió sin ganas.

—Una piedra como ésa, que vale cuatro mil dinares tunecinos, parece un fino guijarro entre un millón. Nunca la encontraré a la luz del crepúsculo. ¿Qué voy a hacer?

El viejo se mordió los labios y pensó un instante.

—¿Estás resuelto a tomar el autobús cuando pase? —le preguntó.

—Oh hermano, debo hacerlo. Tengo negocios urgentes.

—Te ayudaré si puedo. Tal vez encuentre tu piedra. Dame tu nombre y dirección, si encuentro el diamante te lo enviaré.

—¡Qué Alá te bendiga a ti y a tu familia! —dijo Saied—. Tengo pocas esperanzas de que lo logres, pero me consuela que hagas lo que puedas. Estoy en deuda contigo. Convendremos una recompensa apropiada.

Hisham miró a Saied entornando los ojos.

—No pido ninguna recompensa —dijo despacio.

—Por supuesto que no, pero insisto en ofrecértela.

—No es necesario que me recompenses. Considero mi deber ayudarte, como hermano musulmán.

—A pesar de todo —prosiguió Saied—, si encuentras la funesta piedra, te daré mil dinares tunecinos para la manutención de tus hijos y el consuelo de tus ancianos padres.

—Sea como desees —dijo Hisham con una pequeña reverencia.

—Vamos —dijo mi amigo—, déjame apuntarte mi dirección.

Mientras Saied apuntaba su nombre en el pedazo de papel, oí el traqueteo del autobús en la parada del exterior del edificio.

—¡Que Alá te conceda un buen viaje! —dijo el viejo.

—¡Y que él te conceda prosperidad y paz! —dijo Saied, apresurándose a subir al autobús.

Esperé unos tres minutos. Ahora era mi turno. Me levanté y di un par de pasos tambaleantes. Tenía grandes problemas para caminar en línea recta. Podía ver como el dueño me miraba con desprecio.

—¿Qué diablos quieres, asqueroso mendigo?

—Un poco de agua.

—¡Agua! ¡Compra algo o lárgate!

—Una vez un hombre preguntó al Mensajero de Dios, que Alá le bendiga, qué era lo más noble que podía hacer un hombre. La respuesta fue: «Dar de beber al sediento». Eso es lo que te pido.

—Pídeselo al Profeta. Estoy ocupado.

Asentí. No esperaba que ese mal bicho me diera de beber gratis.

Me apoyé contra el mostrador y contemplé la pared. El establecimiento no se estaba quieto.

—¿Qué quieres ahora? Te he dicho que te largues.

—Intentaba recordar —dije con obstinación—. Tenía algo que decirte. Ah sí, ya sé.

Busqué en el bolsillo de mis téjanos y saqué una resplandeciente piedra redonda.

—¿No es eso lo que andaba buscando ese hombre? La encontré fuera. ¿Es ésta…?

El viejo intentó arrebatármela de la mano.

—¿Dónde la encontraste? En el callejón, ¿no es cierto? En mi callejón. Luego es mía.

—No, yo la encontré. Es…

—Me dijo que quería que la buscara.

El tendero ya imaginaba en qué iba a gastar el dinero de la recompensa.

—Dijo que te daría dinero por ella.

—Es cierto. Escucha, tengo su dirección. De nada te sirve la piedra sin la dirección.

Lo pensé unos segundos.

—Sí, oh caíd.

—Y de nada me sirve a mí la dirección sin la piedra. Así que ésta es mi oferta: te daré doscientos dinares por ella.

—¿Doscientos? Pero él dijo…

—Dijo que me daría mil. A mí, estúpido borracho. Para ti no tiene ningún valor. Toma los doscientos. ¿Cuánto hace que no tienes doscientos dinares en el bolsillo?

—Mucho tiempo.

—Apuesto a que sí. ¿Entonces?

—Primero dame el dinero.

—Dame la piedra.

—El dinero.

El viejo murmuró algo y se dio media vuelta. Sacó una herrumbrosa lata de café de debajo del mostrador. Contenía un grueso fajo de billetes viejos y gastados. Sacó doscientos dinares.

—Aquí los tienes, y me cago en tu puta madre.

Cogí el dinero y me lo metí en el bolsillo. Luego le di la piedra a Hisham.

—Si te das prisa —dije, farfullando las palabras a pesar de que no había bebido nada, ni ingerido ninguna droga, en todo el día—, todavía lo pescas. El autobús aún no ha salido.

El hombre me sonrió.

—Voy a darte una lección de ingenio mercantil. El respetable caballero me ofreció mil dinares por una piedra que vale cuatro mil. ¿Debo aceptar la recompensa o vender la piedra por lo que vale?

—Vender la piedra te acarreará problemas —le dije.

—Ya me ocuparé yo de ellos. Ahora, vete al infierno. No quiero volver a verte por aquí nunca más.

No debía preocuparse por ello. Al salir del cochambroso café, me quité el moddy. No sabía de dónde lo había sacado Medio Hajj, tenía una etiqueta de Malacca, pero no creo que fuera una pieza de hardware legal. Era un moddy idiotizante, cuando me lo conectaba se comía la mitad de mi inteligencia y me volvía vacilante, estúpido y apenas capaz de llevar a cabo mi mitad del plan. Sin él, de repente volví a cobrar consciencia del mundo y fue como despertar de un vago sueño narcótico. Después de enchufarme ese moddy pasaba media hora enfadado. Me odiaba a mí mismo por haber aceptado llevarlo, odiaba a Saied por inducirme a hacerlo. No se lo iba a enchufar él, Medio Hajj, con su preciosa imagen. Así que yo lo llevaría, a pesar de estar dotado de dos modificaciones intracraneales como nadie y de la capacidad de daddy suficiente como para convertirme en el hijo de puta más inteligente de la creación. Y aun así, Saied me convenció para reducirme a mí mismo hasta casi un vegetal.

En el autobús me senté junto a él, pero no tenía ganas de hablarle ni de escucharle bravuconear.

—¿Qué hemos sacado por ese pedazo de cristal? —quería saber Saied.

Ya había restituido el verdadero diamante a su anillo.

Me limité a darle el dinero. Era su juego, era su puntuación. Nada podía importarme menos. Aún no sé por qué le seguía la corriente, sólo porque me dijo que si no lo hacía no me acompañaba a Argelia.

Contó los billetes.

—¿Doscientos? ¿Eso es todo? Las dos últimas veces sacamos más. Bueno, ¡qué demonios!, son doscientos dinares más que podemos gastar en Argel. «Ven conmigo a la Kasbah.» Poco se imaginan esos muchachos con ojos de gacela lo que les espera, durante la noche perfumada de limón.

—Este apestoso autobús, eso es lo que les espera, Saied.

Me miró con los ojos muy abiertos, luego se echó a reír.

—No eres nada romántico, Marîd —me dijo—. Desde que te llenaron el cerebro de cables, no resultas nada divertido.

—Y qué pasa.

No deseaba seguir hablando. Simulé dormir. Simplemente cerré los ojos y escuché el traqueteo del autobús sobre el pavimento roto, entre las risas y las incesantes disputas de los demás pasajeros. El apestoso autobús estaba lleno y hacía calor, pero hora tras hora me conducía hasta la solución de mi propio misterio. Había llegado a un punto en mi vida en que necesitaba averiguar quién era yo en realidad.

El autobús se detuvo en la ciudad beréber de Annaba y subió a bordo un viejo de barba entrecana que vendía néctar de albarico-que. Pedí uno para mí y otro para Medio Hajj. Los albaricoques son el orgullo de Mauritania, y el zumo era el primer signo patente de que nos acercábamos a casa. Cerré los ojos e inhalé ese delicado aroma de albaricoque, luego di un trago y saboreé la densa dulzura. Saied engulló el suyo sin un gruñido y me dio unas rudas «gracias», con la delicadeza de un murciélago muerto.

La carretera viró hacia el sur, alejándose de la oculta e invisible costa, hacia la ciudad de Constantino. Aunque era tarde, casi medianoche, le dije a Saied que deseaba bajar del autobús y pillar algo de cena. No había comido nada desde el mediodía. Constantino, construida sobre un elevado risco de piedra caliza, es la única ciudad antigua del este de Argelia que ha sobrevivido durante siglos a las invasiones extranjeras. Pero lo único que me preocupaba era la comida. Hay un plato típico de Constantino llamado chorba be’ida bel kefta, una sopa de albóndigas cocinada con cebollas, pimienta, guisantes, almendras y canela. Lo menos hacía quince años que no la probaba, me importaba un comino si perdíamos el autobús y teníamos que esperar otro hasta mañana, iba a tomarme la sopa. Saied pensó que estaba loco.

Tomé la sopa y fue maravilloso. Saied se limitó a mirarme sin mediar palabra y a beberse un vaso de té. Regresamos al autobús a tiempo. Me sentía bien, satisfecho, saciado, y templado por una nostálgica calidez. Tomé asiento al lado de la ventana, creyendo que divisaría un paisaje familiar al cruzar Jijel y Mansouria. Pero tras el cristal estaba tan oscuro como el interior de mi bolsillo, y no vi más que la luna y las estrellas destellando rabiosamente. Sin embargo, creí distinguir los mojones que indicaban que me acercaba a Argel, la ciudad donde había pasado buena parte de mi infancia.

Cuando por fin llegamos a Argel, en algún momento después del amanecer, Medio Hajj me despertó. No recordaba haberme dormido. Me encontraba fatal. Como si tuviera la cabeza llena de afilados cristales rotos, y sentía un pinzamiento en la nuca. Saqué mi caja de píldoras y la contemplé durante unos instantes. ¿Prefería entrar en Argel alucinado, narcotizado o sonámbulo? Era una decisión difícil. Me decidí por librarme del dolor pero conservar la consciencia, de modo que saqué ocho tabletas de soneína. Los sunnies eliminaron el dolor de cabeza —y cualquier otra sensación medianamente desagradable— y más o menos floté desde la estación de autobús de Mustafá hasta un taxi.

—Estás ñipado —dijo Saied cuando nos sentamos en el taxi.

Le dije al taxista que nos llevara a un banco de datos público.

—¿Yo? ¿Flipado? ¿Cuándo me has visto a mí estar flipado tan temprano?

—Ayer, anteayer y el día antes.

—Quiero decir aparte de estos días. Funciono mejor con una tonelada de opiáceos encima que la mayoría de la gente sin nada.

—Seguro que sí.

Miré por la ventanilla del taxi.

—De cualquier modo —dije—, tengo una ristra de daddies para compensar.

Ninguna otra mente privilegiada del mundo árabe posee mi equipo fabricado a medida. Daddies especiales controlan mis funciones hipotalámicas de modo que puedo ahuyentar el miedo y la fatiga, el hambre, la sed y el dolor. También incrementan mis percepciones sensoriales.

—Marîd Audran, supermán de silicona.

—Mira —dije enfadado por la actitud de Saied—, durante mucho tiempo sentí terror a modificarme el cerebro, pero ahora no sé cómo pude arreglármelas sin operarme.

—Entonces, ¿por qué sigues diezmando tus células cerebrales con drogas? —me preguntó Medio Hajj.

—Llámame anticuado. Cuando me desconecto los daddies, me encuentro fatal. Toda esa fatiga y ese dolor aplazados me acometen de golpe.

—¿Me vas a decir que los sunnies y los beauties no te dan resaca?

—Cállate, Saied. ¿Por qué demonios te preocupas tanto de repente?

Me miró de reojo y sonrió.

—La religión prohibe el licor y las drogas duras, ya lo sabes.

Y eso viniendo de Medio Hajj, que si había estado alguna vez en su vida en una mezquita había sido para echarles el ojo a los niños de la escuela.

En diez o quince minutos el taxista nos condujo hasta el banco de datos. Sentía un nerviosismo especial, aunque no comprendía por qué. Sólo estaba subiendo la escalera de granito de un edificio público. ¿Por qué estaba tan tenso? Intenté distraer mi mente con pensamientos más agradables.

En el interior había muchas terminales vacantes. Me senté ante la pantalla gris de un Bab el-Marifi hecho polvo. Me preguntó que tipo de investigación deseaba emprender. El sintetizador de voz del aparato había sido diseñado en las repúblicas norteamericanas y le costaba mucho la pronunciación árabe. Le dije: «Nombre», luego «enter». Cuando el cursor volvió a aparecer, le dije: «Monroe coma Ángel». La consola se lo pensó un rato, antes de que las letras blancas empezaran a parpadear en su rostro brillante:


Ángel Monroe 16, Rué du Sahara Kasbah (alta) Argel Mauritania 04-B-28


Ordené a la máquina que imprimiera la dirección. Medio Hajj arqueó las cejas y yo asentí.

—Parece que voy a hallar algunas respuestas.

Inshallah —murmuró Saied—. Si Dios quiere.

Salimos de nuevo a la cálida y húmeda mañana para buscar otro taxi. En seguida llegamos desde el banco de datos a la Kasbah. No había tanto tráfico como recordaba de mi infancia, apenas circulaban vehículos, pero subsistían las lentas e inevitables recuas de burros encajonados en las angostas callejas.

La Rué du Sahara es un error. Recuerdo que alguien me contó hace mucho tiempo que el verdadero nombre de la calle era Rué N’sara, calle de los cristianos. No sé cómo llegó a corromperse. Poco en Argel guarda relación con el Sahara. Después de todo, es un paseo endiabladamente largo ir desde el puerto del Mediterráneo hasta el desierto. En estos días no tiene demasiada importancia, todo el mundo usa el nuevo nombre. Incluso se ha colado en todos los mapas oficiales, lo cual zanja la cuestión.

El número 16 era una pobre y derruida pila de ladrillos con dos plantas superiores que sobresalían por encima de la calle empedrada. La casa de enfrente era parecida y los dos edificios casi se besaban por encima de mi cabeza, como dos desaliñadas matronas viejas apoyadas sobre una barandilla. En uno de los destartalados buzones figuraba una tarjeta con el nombre de Ángel Monroe escrito con tinta desvaída. Apreté el timbre del portero automático con el pulgar. La puerta principal no tenía cerradura, de modo que entré y subí la primera tanda de escalones. Saied me seguía.

Su casa resultó estar en el tercer piso, en la parte de atrás. El zaguán estaba alfombrado, si se lo puede llamar así, con un deslucido y granulado tejido que había sido marrón en otro tiempo. El paso de innumerables pies había desgastado por completo muchas zonas del tejido y a través de los agujeros se podía ver la reseca madera gris del suelo. Un papel raído, del que colgaban tiras despegadas por aquí y por allá, empapelaba las paredes. El aire encerraba un peculiar olor ácido, como si ocuparan el edificio personas que habían ido allí a morir, o lo bastante enfermas como para morir, pero que, en vez de hacerlo, se aferraban a una miseria solitaria. Detrás de una puerta se oía una disputa familiar, con berridos, amenazas y rotura de cacharros, mientras que de otro piso llegaban agudas risas enloquecidas y el sonido de la carne batiendo estrepitosamente contra la carne. No quise indagar.

Respiré hondo ante la miserable puerta de Ángel Monroe. Miré a Medio Hajj pero se limitó a encogerse de hombros, haciéndose significativamente el despistado. Vaya amigo. Estaba solo. Me dije a mí mismo que no iba a suceder nada raro —me mentí para obligarme a dar el siguiente paso— y acto seguido golpeé la puerta. No hubo respuesta. Esperé unos segundos y volví a llamar más fuerte. Esta vez oí el crujido de un somier y a alguien que arrastraba los pies despacio hacia la puerta. Ésta se abrió. Ángel Monroe me miró de arriba abajo, tratando a duras penas de enfocar su visión.

Era una cabeza más baja que yo, y recogía su pelo cano y rizado, teñido de rubio, en un peinado que yo calificaría de «andrajoso». Parecía como si nadie hubiera dedicado atención a las raíces negras desde el cumpleaños del Profeta. Maquillaje azul oscuro y negro ribeteaba sus ojos, de una manera que recordaba el más pintoresco pez mediterráneo. Se había aplicado colorete generosamente, pero no en los lugares adecuados, de modo que no resultaba perdidamente sexy sino febrilmente enferma. Su lápiz de labios, por razones que sólo Alá y Ángel Monroe conocían, era de color carne, como si primero hubiera comprado los labios y se hubiera olvidado de ponerlos en la nevera mientras compraba el resto de su cara.

Su cuerpo me hizo pensar que era demasiado vieja para vestir otra cosa que no fuera la larga hdik blanca argelina, con un velo conservador y afianzado en su sitio. El problema era que su cuerpo no había visto jamás el interior de una haik. Vestía unos pantalones cortos tan pequeños que su orondo vientre salía por encima de la cinturilla. Sus pechos colgantes no estaban del todo cubiertos por una especie de chaleco transparente. Estaba seguro de que si se sentaba en una silla, podías esconder la gema más valiosa del mundo en su ombligo y sería completamente invisible. Un dibujo de venas rotas, como los valles de la chebka seca del Mzab, recorría sus piernas. Calzaba sus anchos pies planos con unas zapatillas andrajosas cuyos restos de aterciopelados lazos rosa colgaban desatados.

A decir verdad, sentí cierta repulsión.

—¿Ángel Monroe? —pregunté.

Por supuesto ése no era su verdadero nombre. Al menos era medio beréber, como yo. Tenía la piel más oscura que la mía y los ojos tan negros y turbios como el asfalto gastado.

—Aja —dijo ella con voz aguda y estridente. Ya estaba muy borracha—. Un poco pronto, ¿no? Por cierto, ¿quién os envía? ¿Os envía Khalid? Le dije a ese maldito bastardo que estaba enferma. Se suponía que hoy no iba a trabajar, se lo dije anoche y me respondió que muy bien. Y ahora os envía a vosotros. Dos, por falta de uno. ¿Quién cono se cree que soy? No será porque le falten chicas. Os podía haber enviado a Efra, esa puta, con su talento enchufado. Cuando no me encuentro bien, no me importa que os mande a ella. Mierda, no me importa. ¿Cuánto le habéis dado?

Me quedé mirándola. Saied me dio un codazo.

—Bien, mm, señorita Monroe… —dije, pero entonces empezó a charlar de nuevo.

—Al infierno. Entrad. Ya imagino en qué usaré el dinero. Pero decidle a ese hijo de puta de Khalid que… —Se detuvo para dar un gran trago del largo vaso de whisky que sostenía en la mano—. Decidle que si no se preocupa por mi salud, me refiero a que si me hace trabajar cuando le acabo de decir que estoy enferma, entonces malo, decidle que hay un montón de tipos para los que puedo trabajar cuando me dé la gana, podéis creerlo.

Intenté interrumpirla dos veces, pero sin éxito. Esperé hasta que se calló para beber otro trago. Mientras tenía la boca llena de licor barato le dije:

—¿Madre?

Se limitó a mirarme un momento, con los ojos opacos muy abiertos.

—No —dijo por fin con un hilo de voz.

Me miró de cerca y dejó caer el vaso de whisky al suelo.

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