5

El lunes por la mañana, cuando mi fabuloso potenciador me despertó, me quedé unos instantes en la cama, pensando. Estaba dispuesto a admitir que quizás había cometido algunos errores la noche anterior. No estaba seguro de cómo podía haber arreglado la situación con Chiri, pero al menos podía haberlo intentado. Se lo debía, a ella y a nuestra amistad. Más tarde, tampoco me llenó de alegría ver a mi madre en la puerta. Resolví la situación soltándole cincuenta kiams y devolviéndola a la noche. Hice que Kmuzu la acompañara a buscar habitación en un hotel. Durante el desayuno, Friedlander Bey me brindó una crítica constructiva sobre dicha decisión.

Estaba furioso. Un matiz tosco y áspero en su voz me indicaba que se contenía para no gritarme. Me puso la mano en el hombro y le noté temblar de emoción. Percibí el perfume a menta de su aliento mientras recitaba el noble Corán.

—Si uno de tus progenitores o ambos llegan a la vejez, no te avergüences de ellos ni los rechaces, habíales con palabras amables. Inclínate ante ellos con sumisión y benevolencia y di: «¡Señor! Ten misericordia de ellos, tal como cuidaron de mí cuando yo era pequeño».

Me estremecí. Que te inunde la ira de Friedlander Bey es una especie de práctica para el día del juicio final. Él habría considerado sacrílega la comparación, pero nunca había sido el blanco de su propia furia.

No pude evitar tartamudear.

—Te refieres a Ángel Monroe.

Jo, fue una tontería decirlo, pero Papa me había sorprendido con su diatriba. Aún no podía pensar con claridad.

—Hablo de tu madre. Vino a ti en la necesidad y tú le diste la espalda.

—Hice lo que pude por ella.

Me preguntaba cómo se había enterado Papa del incidente.

—¡No rechaces a tu madre para que viva con extraños! Ahora debes implorar el perdón de Alá.

Eso me hizo sentir un poco mejor. Era una de esas ocasiones en las que «Alá» quería decir «Friedlander Bey». Había pecado contra su código personal, pero si encontraba las palabras y las acciones adecuadas volvería a la buena senda.

—Oh caíd —dije despacio, midiendo mis palabras—, conozco tus sentimientos sobre alojar mujeres en casa. Dudé en invitarla a quedarse a pasar la noche bajo tu techo y era demasiado tarde para consultarte. Valoré la necesidad de mi madre y tus costumbres e hice lo que creí conveniente.

Bueno, era casi cierto.

Me miró, pero podía ver que su ira se había desvanecido.

—Tu acción fue para mí peor afrenta que albergar a tu madre como huésped en mi casa.

—Lo comprendo, oh caíd, y te ruego que me perdones. No quiero ofenderte ni pasar por alto las enseñanzas del Profeta.

—Que la bendición de Alá y la paz sean con él —murmuró Papa automáticamente. Movió la cabeza apesadumbrado, pero su expresión se iluminaba a cada segundo—. Eres aún muy joven, hijo mío. No es el último error de apreciación que cometerás. Si quieres convertirte en un hombre justo y un líder clemente, debes aprender de mi ejemplo. Cuando tengas dudas, nunca temas buscar mi consejo, a la hora que sea y en el lugar que sea.

—Sí, oh caíd —dije bajito.

La tormenta había pasado.

—Ahora debes encontrar a tu madre, traerla aquí y alojarla en los aposentos adecuados. Tenemos muchas habitaciones vacías, esta casa es tan tuya como mía.

Por su tono supe que la conversación había concluido y me alegré. Había sido como pasar entre los minaretes de la mezquita Shimaal sobre la cuerda floja.

—Eres el padre de la amabilidad, oh caíd.

—Ve en paz, hijo mío.

Regresé a mi habitación, olvidando el desayuno. Kmuzu, como siempre, me siguió.

—Oye, ¿le dijiste a Friedlander Bey lo que sucedió anoche? —le pregunté como si se me acabara de ocurrir.

Yaa Sidi —dijo con una expresión vacua—, es voluntad del amo de la casa que le cuente estas cosas.

Me mordí el labio, pensativo. Hablar con Kmuzu era como dirigirse a un oráculo mítico: debía asegurarme de plantear mis preguntas con absoluta precisión, u obtendría una respuesta absurda. Simplemente le dije:

—Kmuzu, tú eres mi esclavo, ¿no es así?

—Sí.

—¿Y me obedeces a mí?

—Te obedezco a ti y al amo de la casa, yaa Sidi.

Aunque no necesariamente en ese orden.

—No necesariamente —admitió.

—Bien, voy a darte una orden sencilla, sin ambages. No tienes que aclararlo con Papa porque ha sido él quien me lo ha insinuado. Quiero que encuentres una habitación vacía en algún lugar de la casa, preferiblemente alejada de aquí, e instales a mi madre con toda comodidad. Quiero que dediques todo el día a velar por sus necesidades. Cuando vuelva del trabajo, hablaré con ella sobre sus planes para el futuro, eso significa que no debe ingerir ni drogas ni alcohol.

Kmuzu asintió.

—No puede conseguir esas cosas en esta casa, yaa Sidi.

Yo no tenía ningún problema en agenciarme mis fármacos y supuse que Ángel Monroe también tendría su propia reserva de emergencia oculta en algún lugar.

—Ayúdala a deshacer sus maletas y aprovecha la oportunidad para asegurarte de que deja todos sus productos tóxicos en la puerta.

Kmuzu me dirigió una mirada ceñuda.

—La mides por un rasero más estricto que a ti mismo —dijo con calma.

—Sí, tal vez —le respondí, molesto—. En cualquier caso, tú no eres quién para decirlo.

—Perdóname, yaa Sidi.

Olvídalo. Hoy yo mismo conduciré el coche para ir a trabajar.

A Kmuzu no le gustó la idea.

—Si te llevas el coche, ¿cómo traeré a tu madre desde el hotel?

Sonreí despacio.

—En una litera, en una carreta de bueyes, alquila una recua de camellos, no me importa. Tú eres el esclavo, arréglatelas como puedas. Te veré esta noche.

Sobre mi escritorio había otro grueso sobre repleto de billetes. Uno de los pequeños ayudantes de Friedlander Bey lo había dejado en mi habitación mientras yo estaba abajo. Cogí el sobre y el maletín, y me largué antes de que Kmuzu pusiera alguna otra pega.

Mi maletín todavía contenía el fichero sobre Abu Adil en la célula de memoria. Se suponía que debía haberlo leído la noche anterior, pero ni lo había mirado. Seguramente Hajjar y Shaknahyi se iban a enfadar, pero no me importaba. ¿Qué podían hacerme? ¿Despedirme?

Primero conduje hasta el Budayén, dejé mi coche en el bulevar y caminé desde allí hasta la tienda de moddies de Laila en la calle Cuatro. La tienda de Laila era pequeña, pero tenía estilo, encajonada entre un oscuro antro y un bullicioso bar que hacía las delicias de los transexuales adolescentes. Los moddies y los daddies, almacenados en cubos, estaban cubiertos de polvo y de una fina arenilla, y generaciones de pequeños insectos se habían reunido con su creador entre sus mercancías. No era elegante, pero lo que te daba, la mayoría de las veces, era bueno y a un precio honrado. El resto de las veces te llevabas mercancía defectuosa, sin valor e incluso peligrosa. Enchufarme uno de esos antiguos y carcomidos moddies de Laila directamente en el cerebro, solía producirme una pequeña descarga de adrenalina.

Siempre llevaba un moddy conectado y nunca dejaba de sollozar. Sollozaba un «hola», sollozaba un «adiós», sollozaba de placer y de dolor. Cuando rezaba, sollozaba a Alá. Tenía una piel negra y curtida, tan arrugada como una uva pasa, y un despoblado pelo blanco. Laila no era alguien con quien deseases pasar un montón de tiempo. Esa mañana llevaba un moddy, pero aún no podía decir cuál. A veces era una famosa actriz de película euroamericana o de holo, o un personaje de una novela olvidada o la propia Dulce Pilar. Fuera quien fuese, estaba lloriqueando. Eso era todo lo que podía apreciar.

—¿Qué tal, Laila?

Esa mañana la tienda despedía un olor acre a amoníaco. Laila vertía el asqueroso líquido rosa de una botella de plástico por los rincones de la tienda. No me preguntéis por qué.

Me miró y me ofreció una sonrisa lenta y encantadora. Era la expresión que se te pone después de la completa satisfacción sexual o de una gran dosis de soneína.

—Marîd —dijo con serenidad.

Aún sollozaba, pero ahora era un sollozo sereno.

—Hoy voy a salir a patrullar y pensé que tal vez tú tendrías…

—Marîd, esta mañana ha venido una muchachita y me ha dicho: «Madre, los ojos de los narcisos están abiertos y las mejillas de las rosas arreboladas. ¿Por qué no sales y ves lo maravillosamente que la naturaleza ha adornado el mundo?».

—Laila, si me concedes sólo un minuto…

—Y yo le dije: «Hija, eso que hace tus delicias se esfumará en una hora y ¿qué provecho le habrás sacado? En lugar de eso, ven dentro y busca conmigo la belleza superior de Alá, que creó la primavera».

Laila terminó su pequeña homilía y me miró expectante como si esperara que yo aplaudiera o me desmayara de la iluminación.

Había olvidado el éxtasis religioso. Sexo, drogas y éxtasis religioso. Ésas eran las grandes ventas de la tienda de Laila y ella las comprobaba todas personalmente. Cada moddy llevaba su Sello de Aprobación personal.

—¿Puedo hablar ahora? ¿Laila?

Me miró, balanceándose precariamente. Levantó despacio uno de sus huesudos brazos y se desenchufó el moddy. Parpadeó unas cuantas veces y su sonrisa amable desapareció.

—¿Quieres algo, Marîd? —dijo en su estridente voz.

Laila era gata vieja, corría el rumor de que de niña había visto a los imanes poner los cimientos de los muros del Budayén. Pero conocía sus moddies. No conozco a nadie que sepa más sobre viejos moddies fuera de circulación. Creo que Laila debe de haber sido uno de los primeros implantes experimentales del mundo, porque su cerebro nunca ha funcionado bien desde entonces. El modo en que abusa de la tecnología debe de haber quemado sus células grises hace tiempo. Ha soportado torturas cerebrales que habrían convertido a cualquiera en un zombie errante. Probablemente a Laila se le había hecho un callo en el cerebro que evitaba que nada se filtrase. Nada en absoluto.

Volví a empezar desde el principio:

—Hoy voy a salir de patrulla y me preguntaba si tendrías un moddy básico de polizonte.

—Seguro, tengo de todo.

Renqueó hasta un cubo próximo a la trastienda y hurgó en él un momento. En el cubo un rótulo decía: «Prusia/Polonia/Breulandia». No tenía nada que ver con los moddies que se fabrican actualmente allí. Laila había comprado restos de serie destrozados y etiquetas arañadas de otro negocio que había cerrado.

Al cabo de unos segundos se irguió con dos moddies precintados en la mano.

—Esto es lo que buscas.

Uno era el moddy azul celeste de Guardián Completo que había visto utilizar a otros polis novatos. Era un buen e indispensable programa procesador que cubría casi todas las situaciones imaginables. Pensé que con el moddy de hijo puta de Medio Hajj y el Guardián estaba servido.

—¿Qué es ese otro? —le pregunté.

—Un regalo para ti a mitad de precio. Relámpago Oscuro. Sólo que esta versión se llama Sabio Consejero. Es lo que llevaba puesto cuando entraste.

Lo encontré interesante. Relámpago Oscuro era una idea nipona que fue muy popular hace cincuenta o sesenta años. Te sentabas en una confortable silla y Relámpago Oscuro te sumía instantáneamente en un trance receptivo. Entonces te presentaba una lúcida visión terapéutica. Según el análisis que Relámpago Oscuro hacía de tu presente situación emocional, podía ser una advertencia, algún consejo o un rompecabezas místico para que trabajase tu mente consciente.

El elevado precio del artefacto lo convirtió en una curiosidad para ricos. Sus fantasías del Lejano Oriente —Relámpago Oscuro te transformaba en un arrogante emperador nipón en busca de la sabiduría o en un anciano monje zen levitando sobre la nieve— limitaron su éxito. Sin embargo, últimamente, la idea de Relámpago Oscuro ha sido revitalizada por el crecimiento del mercado del módulo de personalidad. Y ahora al parecer existía una versión árabe llamada Sabio Consejero.

Compré los dos moddies, pensando que no estaba en situación de rechazar ningún tipo de ayuda, amistosa o fantástica. Para ser alguien que una vez detestó la idea de modificarse el cráneo, estaba reuniendo una buena colección de psiques de otras personas.

Laila se había enchufado el Sabio Consejero otra vez. Me dedicó una apacible sonrisa. No tenía dientes y eso me produjo escalofríos.

—Ve en paz —dijo con su sollozo nasal.

—Que la paz sea contigo.

Me apresuré a salir de su tienda, caminé Calle abajo y atravesé la puerta hacia donde había aparcado el coche. No estaba lejos de la comisaría. De nuevo en mi oficina de la tercera planta abrí el maletín. Puse mis dos compras, el Guardián Completo y el Sabio Consejero, en la ristra con los otros. Cogí la placa de cobalto verde y la introduje en el ordenador, pero entonces dudé. No me sentía como para leer el informe sobre Abu Adil. En cambio, cogí el Sabio Consejero, lo desenvolví y me lo conecté.

Tras un momento de confusión, Audran se vio reclinado sobre un cojín, bebiendo un vaso de granizado de limón. Un atractivo hombre de mediana edad estaba sentado ante él en otro cojín. Con un shock reconoció al hombre como el Apóstol de Dios. Rápidamente, Audran se desconectó el moddy.

Me senté en mi escritorio, sosteniendo el Sabio Consejero, temblando. Eso no era lo que esperaba. La experiencia me pareció totalmente turbadora. La calidad de la visión era perfectamente realista, no como un sueño o una alucinación. No eran simples imaginaciones, era como si de verdad te encontraras en la misma habitación que el profeta Mahoma, que las bendiciones y la paz sean con él.

Es evidente que no soy una persona especialmente religiosa. Me han educado en la fe y siento un profundo respeto por sus preceptos y tradiciones, pero supongo que no me parece conveniente practicarlas. Lo cual, seguramente, condenará a mi alma por toda la eternidad y tendré cantidad de tiempo en el infierno para arrepentirme de mi pereza. A pesar de eso, me chocó la increíble audacia del creador de ese moddy, al aventurarse a describir al Profeta de tal modo. Hasta las ilustraciones de los textos religiosos se consideran idólatras. ¿Qué haría un tribunal islámico con la experiencia por la que acababa de atravesar?

Otro motivo de turbación fue que en ese breve instante, antes de que me desconectara el moddy, me dio la impresión de que el Profeta tenía algo de suma importancia que decirme.

Cuando ya guardaba el moddy en el maletín tuve un destello de intuición: después de todo el creador del moddy no había descrito al Profeta. Las visiones del Sabio Consejero, o el Relámpago Oscuro, no eran viñetas preprogramadas escritas por algún cínico programador de vídeo. El moddy era psicoactivo. Evaluaba mis estados emocionales y mentales, y me permitía crear la ilusión.

En ese sentido, decidí que no era una burla profana de la experiencia religiosa. Era sólo un medio de acceder a mis sentimientos ocultos. Me di cuenta de que era una generalización como la copa de un pino, pero me hizo sentirme mucho mejor. Volví a conectarme el moddy.


Tras un momento de confusión, Audran se vio reclinado sobre un cojín, bebiendo un vaso de granizado de limón. Un atractivo hombre de mediana edad estaba sentado ante él en otro cojín. Con un shock reconoció al hombre como el Apóstol de Dios.


As-salaam alaykum —dijo el Profeta.

Wa alaykum as-salaam, yaa Hazrat —respondió Audran.

Le pareció extraño sentirse cómodo en presencia del Mensajero.

—Sabes —dijo el Profeta—, existe una fuente de alegría que te hace olvidar la muerte, eso te guía de acuerdo con la voluntad de Alá.

—No sé exactamente a lo que te refieres —dijo Audran.

El profeta Mahoma sonrió.

—Has oído que en mi vida atravesé por muchos problemas, muchos peligros.

—Los hombres conspiraron muchas veces para matarte a causa de tus enseñanzas, oh Apóstol de Alá. Libraste muchas batallas.

—Sí, pero ¿sabes cuál fue el mayor peligro al que me enfrenté?

Audran lo pensó un momento, perplejo.

—Perdiste a tu padre antes de nacer.

—Igual que tú perdiste al tuyo —dijo el Profeta.

—Perdiste a tu madre siendo un niño.

—Igual que tú te las arreglaste sin una madre.

—Te enfrentaste al mundo sin ninguna herencia.

El profeta asintió.

—Una condición que también a ti te ha sido impuesta. No, ninguna de esas cosas fueron lo peor, ni los esfuerzos de mis enemigos por destrozarme, por lapidarme, por quemar mi tienda o envenenar mi comida.

—Entonces, yaa Hazrat —preguntó Audran—, ¿cuál fue el mayor peligro?

—Al principio de mi prédica, los habitantes de la Meca no escuchaban mis palabras. Acudí a Sardar de Tayef y le pedí permiso para predicar allí. Sardar me concedió el permiso, pero yo no sabía que planeaba en secreto atacarme con sus villanos mercenarios. Me hirieron y caí al suelo inconsciente. Un amigo mío me sacó de Tayef y me tumbó a la sombra de un árbol. Luego volvió al pueblo para pedir agua, pero nadie en Tayef se la dio.

—¿Estuviste en peligro de muerte?

El profeta Mahoma alzó una mano.

—Quizá, pero ¿acaso no está un hombre siempre en peligro de muerte? Cuando recobré la consciencia, levanté mi rostro hacia el cielo y oré: «Oh misericordioso, tú me has ordenado que transmita tu mensaje a los demás, pero no desean escucharme. Tal vez mis defectos impiden que ellos reciban tu bendición. ¡Oh Señor, dame el valor para volver a intentarlo!».

»Entonces vi que el arcángel Gabriel volaba sobre Tayef, esperando un gesto por mi parte para convertir el pueblo en un erial desierto. Clamé horrorizado: “¡No, ésa no es manera! Alá me ha elegido entre los hombres para que sea una bendición para la humanidad y no deseo su castigo. Déjalos vivir. Si no aceptan mi mensaje, quizás sus hijos o los hijos de sus hijos lo acepten”.

»Ese horrible momento de poder, cuando con un dedo pude destruir Tayefy a sus habitantes, fue el mayor peligro de mi vida. Audran estaba abatido. —Alá es el más grande —dijo, y se desenchufó el moddy.


¡Yepa! El Sabio Consejero se había filtrado entre mis impulsos subcraneales y confeccionado una visión que interpretaba mi conflicto interior e insinuaba soluciones. Pero ¿qué era lo que el Sabio Consejero intentaba decirme? Yo era demasiado obtuso y prosaico para comprender el significado de todo eso. Creí que me aconsejaba que acudiera a Friedlander Bey y le dijera: «Tengo poder para destruirte, pero detengo mi mano por caridad». Entonces a Papa le remordería la conciencia y me libraría de mis obligaciones para con él.

Pero me di cuenta de que no podía ser así de simple. En primer lugar, no tenía el poder para destruirle. Friedlander Bey estaba protegido de las criaturas inferiores como yo por el baraka, la casi mágica presencia que ciertos grandes hombres poseen. Haría falta una persona mucho mejor que yo para levantar un dedo contra él, incluso para colarse subrepticiamente en su habitación y derramar veneno en su oído mientras duerme.

Okay, eso significaba que interpretaba mal la lección, pero no debía preocuparme por ello. La próxima vez que me topase con un imán o con un santo por la calle, le pediría que me explicase la visión. Mientras tanto, tenía cosas más importantes que hacer. Volví a meter el moddy en el maletín.

Luego cargué el fichero sobre Abu Adil y pasé diez minutos contemplándolo. Era tan aburrido como había imaginado. Abu Adil llegó a la ciudad cuando era joven, hacía más de siglo y medio. Sus padres habían vagado durante muchos meses después del desastre de la Guerra del Sábado. De niño, Abu Adil ayudaba a su padre, que vendía limonada y sorbetes en el zoco de los curtidores. Abu Adil jugaba en los angostos e intrincados callejones de la medina, la parte vieja de la ciudad. Cuando su padre murió, Abu Adil tuvo que mendigar para mantener a su madre. A base de fuerza de voluntad y riqueza interior se libró de la pobreza y se convirtió en un hombre respetado e influyente en la medina. El informe no detallaba su notable transformación, pero si Abu Adil era un rival serio para Friedlander Bey, no me costaba imaginarme lo ocurrido. Seguía viviendo en una casa en el extremo oeste de la ciudad, no lejos de la Puerta del Ocaso. Según los informes era una mansión tan grande como la de Papa, rodeada de horribles suburbios. Abu Adil tenía un ejército de amigos y asociados en las guaridas de la medina, al igual que Friedlander Bey tenía los suyos en el Budayén.

Eso era todo lo que sabía cuando el oficial Shaknahyi asomó la cabeza por mi cubículo.

—Es hora de largarse —dijo.

No me molestó lo más mínimo salir del ordenador. Me preguntaba por qué el teniente Hajjar estaba tan obsesionado con Reda Abu Adil. Nada en el fichero sugería que fuera algo más que otro Friedlander Bey, sólo un hombre rico y poderoso cuyos negocios adquirían un tono gris e incluso negro de vez en cuando. Si era como Papa —y las pruebas que había visto indicaban que sí lo era-no le interesaba demasiado molestar a gente inocente. Friedlander Bey no tenía mente de criminal y dudaba que Abu Adil la tuviera. A los hombres como él sólo los provocas traspasando su territorio o amenazando a sus amigos o su familia.

Seguí a Shaknahyi escalera abajo hasta el garaje.

—Ése es el mío —dijo señalando un coche patrulla que llegaba del turno anterior.

Saludó a dos policías de aspecto cansino que salían de él y se sentó al volante.

—¿Y bien? —dijo, mirándome.

No tenía ninguna prisa por empezar. En primer lugar, debía pasar el resto de mi turno en los exiguos confines del coche patrulla junto a Shaknahyi y la perspectiva no me atraía en absoluto. En segundo lugar, de verdad que prefería sentarme arriba y leer aburridos ficheros, absolutamente seguro, que seguir a ese veterano endurecido por la batalla por calles llenas de violencia. Al fin subí al asiento del copiloto. A veces lo único que puedes hacer es despacharte a gusto.

—¿Qué llevas ahí? —me preguntó sin desviar la vista del parabrisas mientras conducía, con una gran masa de chicle albergada en su carrillo derecho.

—¿Te refieres a esto?

Levanté el moddy del Guardián Completo, que aún no me había enchufado.

Me echó una ojeada y murmuró algo entre dientes.

—Me refiero a lo que vas a emplear para salvarme de los chicos malos —dijo, mirándome de nuevo.

Bajo la cazadora llevaba mi arma. La saqué de la cartuchera y se la mostré.

—Me la dio el año pasado el teniente Okking.

Shaknahyi mascó chicle durante unos segundos.

—El teniente siempre fue legal conmigo —dijo, y sus ojos volvieron a la calzada.

—Sí —respondí.

No se me ocurrió ninguna inconveniencia para añadir. Fui el responsable de la muerte de Okking y sabía que Shaknahyi lo sabía. Eso era otra cosa que debería superar si quería que hiciésemos algo juntos. Después de eso, en el coche se produjera un largo silencio.

—Oye, esa arma tuya no sirve más que para cazar ratones y pájaros a quemarropa. Mira en el suelo.

Metí la mano bajo mi asiento y saqué un pequeño arsenal: un cañón largo, una pistola estática y otra de agujas, cuyos dardos parecía que pudieran separar la carne de los huesos de un rinoceronte adulto.

—¿Qué me sugieres? —le pregunté.

—¿Cómo te sienta mancharlo todo de sangre?

—Tuve suficiente el año pasado.

—Entonces olvida la pistola de agujas, aunque es un arma excelente. Alterna tres barbitúricos sedantes, tres impregnados con una nervotoxina y tres dardos explosivos. El cañón quizás sea demasiado pesado para ti. Tiene cuatro veces la potencia de tu pequeña pistola silbante. Detendría a todo aquel al que apuntases desde medio kilómetro de distancia y mataría a un tipo a cien metros. Quizá debieras coger la pistola estática.

Deposité la pistola de agujas y el cañón bajo el asiento, y eché un vistazo a la pistola estática.

—¿Qué daño hace ésta?

Shaknahyi se encogió de hombros.

—Si les das en la cabeza con ella dos o tres veces los dejas tarados para el resto de su vida. Aunque la cabeza es un blanco pequeño. Dispárales al pecho y les dará un ataque al corazón. En cualquier otro sitio no podrán controlar sus músculos. Estarán indefensos durante media hora. Eso es lo que necesitas.

Asentí y me metí la pistola estática en el bolsillo de la cazadora.

—No crees que yo vaya a… —Mi teléfono empezó a sonar y me lo descolgué del cinturón. Me figuré que era otro de mis múltiples problemas—. ¿Diga?

—¿Marîd? Soy Indihar.

Creí que no volvería a recibir buenas noticias en mi vida. Cerré los ojos.

—Sí, ¿cómo estás? ¿Qué ocurre?

—¿Sabes qué hora es? Ahora eres el propietario de un club, magrebí. Tienes una responsabilidad con las chicas del turno de día. ¿Quieres hacer el favor de pasarte por aquí y abrir?

No me acordaba del maldito club. Era algo de lo que no deseaba preocuparme, pero Indihar estaba dispuesta a recordarme mis responsabilidades.

—Iré lo antes que pueda. ¿Ha venido todo el mundo hoy?

—Yo estoy aquí, Pualani está aquí, Janelle se ha largado, no sé donde está Kandy y Yasmin busca trabajo.

Ahora también Yasmin, jo.

—En seguida nos vemos.

Inshallah, Marîd.

—Sí —respondí, volviendo a colgarme el teléfono del cinturón.

—¿Dónde quieres ir ahora? No tenemos tiempo para recados personales.

Intenté explicarle.

—Friedlander Bey pensó que me hacía un gran favor y me compró un club en el Budayén. No tengo ni la más puñetera idea de cómo dirigir un club. Lo había olvidado hasta ahora. Tengo que pasarme por allí y abrir el local.

Shaknahyi se rió.

—Cuídate de los obsequios de un rey mafioso de doscientos años —dijo—. ¿Dónde está el club?

—En la Calle. El local de Chiriga. ¿Sabes cuál digo?

Se volvió y me estudió durante un momento sin hablar. Luego me dijo:

—Sí, sé cuál dices.

Viró violentamente el coche patrulla y nos dirigimos hacia el Budayén.

Debéis de pensar que melaría atravesar la puerta este en un coche oficial y conducir Calle arriba estando prohibido cualquier tráfico rodado. Pero mi reacción fue la contraria. Me arrebujé contra el asiento, esperando no encontrarme a nadie conocido. Toda mi vida había odiado a los polizontes y ahora yo era uno de ellos. Mis antiguos amigos ya me dispensaban el mismo trato que yo solía dar a Hajjar y los demás policías del Budayén. Me alegré de que Shaknahyi tuviera el buen sentido de no activar la sirena.

Shaknahyi detuvo el coche justo enfrente del club de Chiriga y vi a Indihar de pie en la acera con Pualani y Yasmin. Me disgustó que Yasmin se hubiera cortado su largo y hermoso cabello negro, que yo adoraba. Puede que desde que rompimos tuviera ganas de cambiar un poco. Respiré hondo, abrí la portezuela y salí.

—¿Cómo estáis? —dije.

Indihar me dirigió una furiosa mirada.

—Ya hemos perdido una hora de propinas —me respondió.

—¿Vas a dirigir este club o no, Marîd? —dijo Pualani—. Puedo trabajar con Jo-Mama si quiero.

—Frenchy me volvería a contratar en un minuto de Marrakech —dijo Yasmin.

Su expresión era fría y distante. Dar vueltas en un coche de policía no había mejorado mi situación con ella, ni mucho menos.

—No os preocupéis —dije—. Es que esta mañana tenía un montón de cosas en la cabeza. Indihar, ¿puedo contratarte para que dirijas el club por mí? Tú sabes cómo funciona el club mejor que yo.

Me miró durante unos segundos.

—Sólo si me garantizas un horario regular. No quiero tener que estar aquí a primera hora después de haberme quedado hasta tarde durante el turno de noche. Chiri siempre nos obligaba a hacerlo.

—Está bien, de acuerdo. Si tienes cualquier otra idea, cuéntamela.

—Vas a tener que pagarme como a los demás encargados. Y sólo saldré a bailar si me da la gana.

Fruncí el ceño, pero me tenía contra las cuerdas.

—Está bien. ¿Quién sugieres que dirija esto por la noche?

Indihar se encogió de hombros.

—No confío en ninguna de esas putas. Habla con Chiri. Vuelve a contratarla.

—¿Contratar a Chiri? ¿Para que trabaje en su propio club?

—Ya no es su club —señaló Yasmin.

—Sí, tenéis razón —respondí—. ¿Creéis que estará dispuesta?

Indihar se echó a reír.

—Te costará tres veces lo que cualquier otro encargado de la Calle. Te atormentará y te robará a escondidas la caja registradora si le das media oportunidad, pero vale la pena. Nadie hace dinero como Chiri. Sin ella, en seis meses no tendrás más remedio que alquilar tu propiedad a cualquier vendedor de alfombras.

—Has herido sus sentimientos, Marîd —dijo Pualani.

—Lo sé, pero no fue culpa mía. Friedlander Bey lo organizó todo sin consultarme antes. Me soltó el club como una sorpresa.

—Eso Chiri no lo sabe —dijo Yasmin.

Oí cerrarse la portezuela del coche a mis espaldas. Me volví y vi que Shaknahyi caminaba hacia mí con una gran sonrisa en el rostro. Sólo me faltaba que ahora se nos uniera él. Shaknahyi disfrutaba de lo lindo.

Indihar y las demás me odiaban por haberme metido a policía y los policías hacían lo mismo porque sabían que yo seguía siendo un buscavidas. Los árabes dicen: «Si te quitas la ropa, cogerás frío». Es una advertencia para que no te separes de tu grupo. No ofrece ninguna ayuda cuando tus amigos aparecen en tromba y te desnudan contra tu voluntad.

Shaknahyi no me dijo ni una palabra. Se dirigió a Indihar, se inclinó y le susurró algo al oído. Bueno, muchas chicas de la Calle sienten fascinación por los policías. Nunca lo he entendido. Y a ciertos policías no les importa aprovecharse de la situación. Me sorprendió descubrir que Indihar era una de esas chicas y Shaknahyi uno de esos polis.

No se me ocurrió añadirlo a la reciente lista de casualidades anómalas: mi nuevo compañero acababa de enrollarse a la nueva encargada del club que Friedlander Bey me había regalado.

—¿Ya lo has arreglado todo, Audran? —preguntó Shaknahyi.

—Sí —dije—. Tengo que hablar con Chiriga en algún momento del día.

—Indihar tiene razón —dijo Yasmin—. Chiri te lo va a hacer pasar muy mal.

Asentí.

—Creo que está en su derecho, pero no lo espero con ilusión.

—Venga, vámonos ya —dijo Shaknahyi.

—Si más tarde tengo un rato me dejaré caer por aquí y veré qué tal estáis.

—Estaremos bien —dijo Pualani—. Sabemos hacer nuestro trabajo. Tú mueve el culo y ocúpate de buscar a Chiri.

—Protégete las partes vitales —dijo Indihar—. Ya sabes a lo que me refiero.

Les dije adiós y volví al coche patrulla. Shaknahyi le dio un beso en la mejilla a Indihar y me siguió. Se sentó al volante.

—¿Preparado para trabajar, ahora? —me preguntó; aún estábamos tensos.

—¿Cuánto hace que conoces a Indihar? Nunca te he visto en el club de Chiri.

Me brindó su mirada inocente.

—La conozco desde hace mucho tiempo.

—Muy bien —dije.

Lo dejé en ese punto. No parecía que deseara hablar de ella.

Sonó una escandalosa alarma y la voz sintetizada del ordenador del coche balbuceó:

—Agente número tres siete cuatro, ocúpese inmediatamente de una amenaza de bomba con rehenes. Café de la Fée Blanche, calle Nueve norte.

—El local de Gargotier —dijo Shaknahyi—. Nos ocuparemos de ello.

El ordenador del coche enmudeció.

Y Hajjar me había prometido que no tendría que ocuparme de cosas como ésta.

Basmala —murmuré; en el nombre de Alá el clemente, el misericordioso.

Esta vez, mientras circulábamos por la Calle, Shaknahyi hizo sonar la sirena.

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