8

Me acordaba de lo mucho que al teniente Okking, el predecesor de Hajjar, le gustaba atormentarme. Sin embargo, al margen de esto, Okking siempre acababa su trabajo. Fue un policía astuto, si no brillante, y le preocupaban de verdad las víctimas que veía en un día de trabajo. Hajjar era diferente. Para él todo era el trabajo de un día, pero nada más.

No me sorprendió saber que Hajjar era casi un inepto. Shaknahyi y yo le observamos proceder con la investigación. Frunció el ceño y miró a Blanca.

—Muerta, ¿no? —dijo.

Observé a Shaknahyi hacer una mueca.

—Todo parece indicar que así es, teniente —dijo con voz monótona.

—¿Alguna idea sobre quién quería matarla?

Shaknahyi me miró en busca de ayuda.

—Pudo ser cualquiera —dije—. Probablemente se puso el moddy equivocado con el cliente equivocado.

Hajjar parecía interesado.

—¿De verdad crees eso?

—Mira —dije—. Su enchufe está vacío.

El teniente Hajjar entornó los ojos.

—¿Y qué?

—Una moddy como Blanca nunca iba a ningún sitio sin algo conectado. Resulta sospechoso, eso es todo.

Hajjar se frotó el bigote ralo.

—Me gustaría que os enterarais de todo. Aunque no hay mucho por donde empezar.

—Los chicos de paisano a veces hacen milagros —dijo Shaknahyi.

Parecía muy sincero, pero me guiñó un ojo para indicarme el mal concepto que tenía de ellos.

—Sí, tienes razón —dijo Hajjar.

—Por cierto, teniente —dijo Shaknahyi—, me preguntaba si deseas que sigamos con Abu Adil. No hemos avanzado mucho con él esta última semana.

—¿Queréis volver allí? ¿A su casa?

—A su mayestático palacio, querrás decir —le respondí.

Hajjar me ignoró.

—No os dije que lo hostigarais. Tiene mucho peso en esta ciudad.

—Aja —dijo Shaknahyi—. De cualquier modo, no le estamos hostigando.

—¿Por qué queréis volver a molestarle?

Hajjar me miró, pero no obtuvo ninguna respuesta.

—Tengo la intuición de que Abu Adil tiene algo que ver con estos homicidios sin resolver —dijo Shaknahyi.

—¿Qué homicidios sin resolver? —exigió saber Hajjar.

Noté que Shaknahyi apretaba los dientes.

—Ha habido tres homicidios sin resolver en los últimos dos meses. Cuatro con éste —dijo señalando el cuerpo de Blanca, que el ayudante del forense había cubierto con una sábana—. Pueden estar relacionados entre sí y con Reda Abu Adil.

—Por el amor de Dios, no se trata de homicidios sin resolver —dijo Hajjar irritado—. Son simples casos abiertos. Eso es todo.

—Casos abiertos —exclamó Shaknahyi. Estaba verdaderamente enojado—. ¿Nos necesitas para algo más, teniente?

—Supongo que no. Vosotros dos podéis volver al trabajo.

Dejamos a Hajjar y a los detectives merodeando entre los restos de Blanca, sus ropas y el polvo de las roñosas ruinas de la casa. Una vez en la acera, Shaknahyi me cogió del brazo y me detuvo antes de entrar en el coche patrulla.

—¿Qué rollo era ese de que la puta había perdido el moddy? —me preguntó.

Me eché a reír.

—Sólo una fanfarronada, pero Hajjar no nota la diferencia. Eso le dará qué pensar.

—Es bueno que el teniente piense de vez en cuando. Su cerebro necesita ejercicio —me sonrió Shaknahyi.

Estábamos a punto de concluir el día. El cielo se había nublado y un fuerte aire caliente nos lanzaba basura y humo a la cara. Un trueno furioso y gruñón amenazaba a lo lejos. Shaknahyi quería volver a la comisaría, pero antes debía ocuparme de algo. Descolgué el teléfono y pronuncié el código de Chiri. Oí como sonaba ocho o nueve veces antes de que ella descolgara.

—Dígame.

Parecía furiosa.

—¿Chiri? Soy Marîd.

—¿Qué quieres, cabrón?

—Mira, no me has dado oportunidad de explicarme. No es culpa mía.

—Ya lo has dicho antes —dijo con una risa arrogante—. Las famosas últimas palabras, querido: «No es culpa mía». Eso es lo que mi tío dijo cuando vendió a mi madre a un maldito comerciante de esclavos árabe.

—No sabía…

—Olvídalo, ni siquiera es cierto. Querías la oportunidad de explicarte, pues explícate.

Bueno, había llegado el momento, pero de repente no sabía qué decirle.

—Lo siento de veras, Chiri.

Volvió a reírse. No era un sonido cordial.

—Una mañana me desperté —proseguí— y Papa me dijo: «Toma, ahora eres el propietario del club de Chiriga, ¿no es maravilloso?». ¿Qué esperabas que le dijera?

—Te conozco, cielo. No espero que le digas nada a Papa. No hace falta que te corte las pelotas, tú se las vendes.

Debí mencionarle que Friedlander Bey había pagado por controlar el centro de castigo de mi cerebro y que podía estimularlo siempre que le diera la gana. Así era como me tenía en el bolsillo. Pero Chiri no lo habría entendido. Podía haberle descrito el tormento que Papa me infligía con sólo apretar un botón. Pero nada de eso le importaba. Lo único que sabía era que la había traicionado.

—Chiri, hace tiempo que somos amigos. Trata de comprenderlo. A Papa se le ocurrió comprar ese club y regalármelo. No tenía ni la menor idea. No quería que me lo regalase. Intenté decírselo, pero…

—Apuesto a que sí. Apuesto a que se lo dijiste.

Cerré los ojos y respiré hondo. Creo que disfrutaba con esto.

—Se lo dije en la medida en que a Papa se le pueden decir las cosas.

—¿Por qué mi local, Marîd? El Budayén está lleno de bares cutres. ¿Por qué eligió el mío?

Yo sabía la respuesta: Friedlander Bey intentaba obligarme a romper los escasos contactos que me ligaban a mi vida anterior. Hacerme policía me separó de la mayoría de mis amigos. Obligar a Chiriga a vender el club la pondría en mi contra. Lo siguiente sería conseguir que Saied Medio Hajj también me odiara.

—Por su sentido del humor, Chiri —dije desesperado—. Sólo para demostrar que Papa siempre está a nuestro alrededor, siempre vigilante, dispuesto a golpearnos con sus flechas ígneas cuando menos lo esperemos.

Hubo un largo silencio.

—Tú no tienes huevos.

Abrí la boca y la volví a cerrar. No sabía de qué estaba hablando.

—¿Qué?

—He dicho que no tienes huevos, panya.

A mí siempre me decía cosas en suahili.

—¿Qué es panya, Chiri? —le pregunté.

—Es una rata grande, sólo que más estúpida y más fea. No te atreves a hacer esto en persona, cabrón. Prefieres llorarme por teléfono. Bien, vas a tener que verme. Hasta aquí hemos llegado.

Cerré los ojos e hice una mueca.

—Muy bien, Chiri, donde quieras. ¿Puedes venir al club?

—El club, ¿dices? Querrás decir mi club, el club que me pertenecía.

—Sí —dije—. Tu club.

—Ni lo sueñes, imbécil de mierda —gruñó—. No voy a poner un pie allí hasta que cambien las cosas. Pero te veré en cualquier otro sitio. Estaré en el local de Courane en media hora. No está en el Budayén, cielo, pero estoy segura de que lo encontrarás. Déjate ver si crees que podrás soportarlo.

Colgó bruscamente y luego escuché la señal de comunicar.

—Te está arrastrando, ¿no? —dijo Shaknahyi.

Shaknahyi disfrutaba de cada momento de mi mortificación. Me caía bien ese tipo, pero a veces era un bastardo.

Colgué el teléfono de mi cinturón.

—¿Has oído hablar de un bar llamado Courane?

Dio un bufido.

—Ese tronco cristiano se dejó caer por la ciudad hace unos años —dijo Shaknahyi mientras conducía el coche patrulla por Rasmiyya, un barrio al este del Budayén en el que no había estado nunca—. Se llama Courane. Se considera un poeta, pero nadie ha visto nunca una prueba de ello. Sea como fuere goza de gran influencia en la comunidad europea. Un día abrió lo que el llama un salón. Un bar tranquilo y oscuro donde todo está hecho de mimbre, cristal y acero inoxidable, lleno de tiestos con plantas de plástico. Ahora ya no atrae a las multitudes, pero rezuma esa melancolía de expatriado.

—Como Weinraub, en el patio de Gargotier —dije.

—Sí —me respondió Shaknahyi—, la diferencia es que Courane dispone de su propio medio de vida. Se queda allí y no molesta a nadie. Al menos concédele eso. ¿Es ahí donde vas a entrevistarte con Chiri?

Le miré y me encogí de hombros.

—Ha sido idea suya.

Me sonrió.

—¿Quieres llamar la atención al entrar?

—No, por favor —murmuré.

Ese Jirji era un guasón.

Veinte minutos más tarde estábamos en un distrito de clase media con casas de dos y tres pisos. Las calles eran más amplias que las del Budayén y los edificios encalados tenían parcelas de tierra a su alrededor, donde habían plantado matorrales y arbustos en flor. Altas palmeras se inclinaban ebriamente a lo largo de los márgenes de la acera. El vecindario parecía desierto, a no ser por los gritos de los niños luchando en las aceras o persiguiéndose unos a otros por las esquinas de las casas. Era una parte de la ciudad muy tranquila y pacífica, tanto que me hacía sentir incómodo.

—Courane está justo allí —dijo Shaknahyi.

Entró en una calle de aspecto más pobre, era poco más que un callejón. Un lado estaba flanqueado por las paredes negras de las mismas casas de tejado plano. Del segundo piso colgaban pequeños balcones y ventanas veladas por gruesas celosías de madera. En el otro lado del callejón se levantaban edificios de madera y unos pocos comercios: una tienda de curtidos, una panadería, un restaurante especializado en platos de judías y un puesto de libros.

Y también Courane, algo insólito en aquel exiguo pasadizo. El propietario había sacado unas pocas mesas fuera, pero nadie se sentaba en las sillas de mimbre pintadas de blanco, bajo las sombrillas de Cinzano. Shaknahyi detuvo el motor y salimos del coche patrulla. Supuse que Chiri no había llegado aún o que me esperaba dentro. Me dolía el estómago.

—¡Agente Shaknahyi!

Un hombre de mediana edad se acercó a nosotros con una sonrisa de bienvenida. Debía de ser de mi estatura, quizás unos ocho o nueve kilos más pesado, con el cabello castaño peinado hacia atrás. Se dieron las manos y luego se volvió hacia mí.

—Sandor —dijo Shaknahyi—, éste es mi compañero, Marîd Audran.

—Encantado de conocerte —dijo Courane.

—Que Alá incremente tu honor —le respondí.

El aspecto de Courane era divertido.

—Muy bien —dijo Courane—. ¿Puedo ofreceros algo de beber?

Miré a Shaknahyi.

—¿Estamos de servicio? —le pregunté.

—No —contestó.

Pedí lo habitual y Shaknahyi se tomó una bebida suave. Seguimos a Courane dentro del establecimiento. Era exacto a como lo había descrito: relucientes mesas de acero y cristal, sillas blancas de mimbre, una hermosa barra antigua de madera oscura barnizada, ventiladores de techo cromados y, tal como Shaknahyi había mencionado, montones de polvorientas plantas artificiales en cestas que colgaban del techo.

Chiriga estaba sentada a una mesa cerca del fondo.

—¿Como estáis, Jirji, Marîd? —dijo.

—Muy bien. ¿Puedo invitarte a una copa?

—Nunca en mi vida he rechazado una. —Levantó su vaso—. ¿Sandy?

Courane asintió y fue a preparar nuestras bebidas.

Me senté al lado de Chiri.

—Bueno —dije, incómodo—. Quiero proponerte que trabajes en el club.

—Yasmin me mencionó algo —dijo Chiri—. Tiene huevos que me lo pidas.

—Oye, mira, te conté cuál era la situación. ¿Cuánto tiempo vas a seguir con esto?

Chiri me sonrió.

—No lo sé —dijo—. Estoy divirtiéndome mucho.

Había llegado al límite. Me sentía tan culpable…

—Muy bien, busca trabajo en cualquier otro sitio. Estoy seguro de que a una kaffir grande y fuerte como tú no le costará encontrar a quien le interese.

A Chiri pareció afectarle de veras.

—Vale, Marîd —dijo en voz baja—, dejémoslo.

Abrió el bolso, sacó un gran sobre blanco y lo arrojó sobre la mesa.

—¿Qué es esto?

—Las ganancias de ayer de tu maldito club. Se supone que debes dejarte ver a la hora de cerrar, ya sabes, contar la caja y pagar a las chicas. ¿O es que no te importa?

—A decir verdad, no me importa —dije echando un vistazo al montón de dinero que contenía el sobre—. Por eso quiero contratarte.

—¿Para hacer qué?

Separé las manos.

—Quiero que controles a las chicas. Y necesito que despojes a los clientes de su dinero. Eres famosa por eso. Haz exactamente lo que solías hacer.

Frunció el ceño.

—Solía irme a casa cada noche con todo lo que hay aquí —dijo dando unos golpecitos en el sobre—. Ahora sólo voy a sacar unos pocos kiams de aquí y otros de allí, lo que tú decidas soltarme. No me hace gracia.

Courane llegó con nuestras bebidas y las pagué.

—Iba a ofrecerte mucho más de lo que sacan las chicas —le dije a Chiri.

—No esperaba menos —dijo asintiendo enfáticamente con la cabeza—. Apuéstate el culo, cielo, a que si quieres que dirija tu club por ti, tendrás que aflojar pasta en firme. El negocio es el negocio y la marcha es la marcha. Quiero el cincuenta por ciento.

—¿Has decidido convertirte en mi socia? —Debí esperar algo así. Chin sonrió lentamente, mostrando esos largos y afilados caninos suyos. Para mí valía más del cincuenta por ciento—. Está bien.

Se quedó perpleja, como si no esperase que se lo concediera con tanta facilidad.

—Debí pedirte más —dijo amargamente—. Y no bailaré si no me apetece.

—Perfecto.

—Y el nombre del club seguirá siendo Chiriga.

—Muy bien.

—Y dejarás que sea yo quien contrate y despida a las chicas. No quiero cargar con Fanya «espectáculo de suelo» si te hace cosquillas para que le des un empleo. La puta va muy cargada, vomita sobre los clientes.

—Tienes muchas exigencias, Chiri.

Me dirigió una sonrisa lobuna.

—Las deudas son muy putas.

Chiri estaba exprimiendo hasta la última gota de ventaja de esta situación.

—Vale, tú escoges tu equipo.

Se detuvo para beber.

—Por cierto —dijo—, me llevo el cincuenta por ciento de los beneficios, ¿no?

Chiri era fantástica.

—Oh, sí —dije riendo—. ¿Por qué no dejas que te acompañe hasta el Budayén? Puedes empezar a trabajar esta misma tarde.

—Ya he pasado por ahí. He dejado a Indihar como encargada. —Se dio cuenta de que su vaso estaba vacío y lo levantó, moviéndolo ante Courane—. ¿Quieres jugar a una cosa, Marîd?

Señaló con el pulgar hacia el fondo del bar, donde Courane tenía una unidad Transpex.

Se trata de un juego que permite a dos personas con implantes corímbicos sentarse frente a frente y conectarse a la unidad central de proceso de la máquina. El primer jugador imagina un escenario fantástico con todo lujo de detalles y se convierte en un entorno totalmente realista para el segundo jugador, que puntúa según lo bien que se adapte o sobreviva. A su vez, el segundo jugador hace lo mismo con el primero.

Es un juego estupendo para apostar. Al principio me asustaba bastante, porque mientras juegas te olvidas de que sólo es un juego. Parece absolutamente real. Los jugadores ejercen un poder demiúrgico sobre el otro. El modelo de Courane parecía una versión antigua cuyos dispositivos de seguridad podían ser evitados por un mecánico ingenioso. Corren rumores de que la gente puede sufrir graves parálisis y oclusiones coronarias conectados a un Transpex.

—Vamos, Audran —dijo Shaknahyi—, veamos cómo te lo montas.

—Está bien, Chiri —dije—, juguemos.

Se levantó y se acercó a la cabina del Transpex. La seguí y también Shaknahyi y Courane.

—¿Deseas apostar el otro cincuenta por ciento de mi club? —dijo.

Sus ojos centelleaban por encima del borde de su vaso de cóctel.

—No puedo hacerlo. A Papa no le gustaría.

Me sentía seguro porque había leído las mejores puntuaciones de la máquina. Un Transpex perfecto eran 1.000 puntos y mi promedio era superior a los 800. Las puntuaciones máximas de esa máquina estaban por debajo de los 700. Quizá las puntuaciones eran bajas porque el bar de Courane no atraía a muchos chalados de dudosa calaña como yo.

—Apostaré sólo el contenido de ese sobre.

Le pareció bien.

—Puedo cubrir la apuesta —dijo.

No dudaba de que Chiri podía conseguir un montón de dinero en metálico cuando se lo propusiera.

Courane nos sirvió bebidas a todos. Shaknahyi acercó una silla de mimbre para poder ver las imágenes que el ordenador construiría a partir de las fantasías que Chiri y yo íbamos a concebir. Metí cinco kiams en la máquina Transpex.

—Puedes empezar, si lo deseas —dije.

—Sí —respondió Chiri—. Será divertido hacerte sudar.

Cogió uno de los moddies que incorporaba la Transpex y se lo conectó en su enchufe corímbico; entonces apretó Primer Jugador en la consola. Cogí la segunda conexión, murmuré «Basmala» y me enchufé el Segundo Jugador.


Al principio todo era una especie de niebla cálida y luminosa, veteada de iridiscencias, como los destellos de una madreperla. Audran estaba perdido en una nube, pero no sentía miedo. Todo estaba absolutamente tranquilo y en silencio, ni siquiera se oía el suspiro de la brisa. Era consciente de que un delicado aroma le rodeaba, la fragancia del aire fresco del mar. Entonces las cosas empezaron a cambiar.

Ahora flotaba en la nube, ya no sentado ni de pie, sino a la deriva a través del espacio, relajada y pacíficamente. Audran aún no estaba preocupado, era una sensación perfectamente confortable. Poco a poco la niebla comenzó a disiparse. De repente Audran se dio cuenta de que no estaba flotando, sino nadando en medio de un cálido mar moteado por el sol.

Por debajo de él se agitaban largos zarcillos de algas que se adherían a los montículos de coral de vivos colores. Anémonas de diversos tamaños y formas alargaban sus ávidos tentáculos hacia él, pero él surcaba el agua manteniéndose inteligentemente fuera de su alcance.

La visión de Audran era deficiente, pero sus demás sentidos le informaban de lo que sucedía a su alrededor. El olor a brisa marina fue sustituido por infinidad de aromas sutiles que no podía describir, pero que le resultaban dolorosamente familiares. Llegaban hasta él sonidos sibilantes y fluidos que resonaban en tonos amortiguados.

Audran era un pez. Se sentía libre y fuerte y estaba hambriento. Se zambulló hasta el ondulante fondo del mar, cerca de las anémonas urticantes donde se reunían pequeños peces en busca de protección. Se abalanzó sobre ellos, tragando bocados de criaturas escarlata y amarillas. Había saciado el hambre, al menos por el momento. La corriente le traía el olor de otros de su especie y giró hacia ellos.

Nadó un buen rato hasta que se percató de que había perdido el rastro. Audran no podía decir cuánto tiempo había transcurrido. Ni le importaba. Nada le importaba en los mares resplandecientes y soleados. Atisbo por encima de un espléndido escollo, amenazando a los delicados plumeros, precipitando la fuga de gambas a franjas escarlata y cangrejos de porcelana.

De súbito el océano se oscureció por encima de él. Una sombra nadaba sobre él y Audran sintió un escalofrío de alarma. No podía mirar hacia arriba, pero la frecuencia de las olas le avisó de que algo enorme le acechaba. Audran recordó que no estaba solo en ese océano: había llegado el momento de huir. Se zambulló sobre el arrecife y describió un recorrido zigzagueante a pocos centímetros del suelo de arena.

La voraz sombra le perseguía de cerca. Audran buscó algún sitio para esconderse, pero no había dónde, ni restos de naufragios, ni rocas, ni cuevas ocultas. De un brusco y evasivo coletazo giró y volvió apresuradamente por donde había venido. La cosa que le perseguía continuó a la zaga, perezosa e indolente. De improviso, se lanzó sobre él una ávida y rabiosa máquina de matar, toda insensibles ojos negros y brillantes dientes de acero. Huyó del fondo del mar. Audran surcó el agua verde hacia la superficie, aunque sabía que allí no existía ningún refugio. La gran bestia le seguía de cerca. Audran cortó las olas dejando una estela de espuma, hasta el temible y denso aire, y… voló. Se deslizó sobre el agua vestida de blanco hasta que, por fin, se desplomó exhausto en el grato elemento.

Y ahí estaba la criatura de pesadilla, con la horrible boca abierta para devorarlo. La afilada mandíbula se cerró despacio, victoriosa, hasta que para Audran sólo hubo oscuridad y la certeza de la agonía venidera.


—Jo —murmuré, cuando el Transpex me devolvió la consciencia.

—Vaya juego —dijo Shaknahyi.

—¿Qué tal lo he hecho? —preguntó Chiri.

Parecía encantada.

—Muy bien —dijo Courane—, seiscientos veintitrés. Era un escenario prometedor, pero no llegaste a provocarle pánico.

—Pues juro que lo he intentado —dijo ella—. Quiero otra copa.

Me dedicó una sonrisa caprichosa.

Saqué mi caja de píldoras y me tragué ocho Paxium con un sorbo de ginebra. Puede que como pez no me hubiera paralizado el terror, pero ahora sentía una fuerte reacción nerviosa.

—Yo también quiero otra copa. Invito a todos a una ronda —dije.

—Pez gordo —bromeó Shaknahyi.

Tanto Chiri como yo esperamos a que nuestros latidos se ralentizaran hasta la normalidad. Courane trajo una bandeja con bebidas frescas y observé como Chiri se acababa la suya de dos largos tragos. Se estaba vacunando contra las maldades que yo me disponía a infligir a su mente. Lo necesitaría.

Chiri apretó Segundo Jugador en la consola del juego y vi como sus ojos se cerraban despacio. Parecía dormitar plácidamente. Terminaría en una huida infernal. En la pantalla holo apareció el mismo haz opalescente por el que yo vagaba hasta que Chiri decidió que era un océano. Alargué la mano y apreté el panel de Primer Jugador.


Audran miraba por encima de la bola de niebla, como Alá desde los cielos. Se concentró en construir una fantasía rica en detalles y le complacían sus progresos. En lugar de permitir que poco a poco tomara forma y realidad, Audran liberó una explosión de información sensorial. Mucho más abajo, la mujer se maravillaba de la pureza del color de ese mundo, la claridad del sonido, la intensidad del gusto, de la textura y el olor. Gritó y su voz reverberó como un carillón en el aire fresco y limpio. Cayó de rodillas, cerró fuertemente los ojos y se tapó los oídos con las manos.

Audran tenía paciencia. Deseaba que la mujer explorara su creación. No iba a esconderse tras un árbol, saltar y asustarla. Ya habría tiempo para el terror.

Después de un rato, la mujer bajó las manos y se levantó. Miró a su alrededor desconcertada.

—¿Marîd? —llamó.

Una vez más el sonido de su propia voz resonó con una estridencia artificial. Miró detrás de ella, hacia las montañas de niebla púrpura del oeste. Luego se volvió hacia el este, hacia la costa de un lago pantanoso que reflejaba el azul imposible del cielo. A Audran no le importaba la dirección que ella tomase, al final daría lo mismo.

La mujer decidió seguir la línea pantanosa hacia el sudeste. Caminó durante horas, escuchando el trino límpido de los pájaros cantores e inhalando el penetrante perfume de flores desconocidas. Después de un rato el sol descansó sobre los hombros de las colinas púrpura que había dejado atrás y luego se hundió, sumiendo la fantasía de Audran en la oscuridad. La dotó de una luna llena, enorme y brillante, plateada como una bandeja. La mujer empezaba a sentir cansancio y decidió acostarse sobre la hierba de olor dulce y dormir.

Audran la despertó por la mañana con una plácida lluvia.

—¿Marîd? —volvió a gritar, sin obtener respuesta alguna—, ¿cuánto tiempo piensas dejarme aquí? —dijo temblando.

El dorado sol se elevó aún más y, aunque entibiaba la mañana, el calor nunca era sofocante. Justo después del mediodía, cuando la mujer había recorrido casi la mitad del camino alrededor del lago, llegó hasta un pabellón hecho de seda carmín y azul zafiro.

—¿Qué demonios es todo esto, María? —gritó la mujer—. Termina de una vez, ¿quieres?

La mujer se acercó con desconfianza al pabellón.

—Hola —dijo.

Al cabo de un momento una joven vestida de blanco salió del pabellón. Andaba descalza y su rubísimo pelo caía descuidado sobre uno de sus hombros. Sonreía y llevaba una bandeja de madera.

—¿Tienes hambre? —le preguntó con voz cordial.

—Sí-dijo la mujer.

—Me llamo Maryam. Te estaba esperando. Lo siento, todo lo que tengo es pan y leche fresca.

Le sirvió leche de una jarrita de plata en un vaso de plata.

—Gracias.

La mujer comió y bebió con avidez.

Maryam ahuecó la mano para hacerse sombra en los ojos.

—¿Vas a la feria?

La mujer sacudió la cabeza.

—No sé nada de ninguna feria.

Maryam se echó a reír.

—Todo el mundo va a la feria. Vamos, te llevaré.

La mujer esperó mientras Maryam volvía a desaparecer dentro del pabellón con las cosas del desayuno. Regresó al cabo de un instante.

—Ahora ya nos hemos encontrado —dijo alegremente—. Podemos conocernos mejor mientras caminamos.

Continuaron bordeando el lago hasta que la mujer divisó unas cuantas tiendas altas de lona a rayas, con pendones flotando al viento. Oyó la risa y los gritos de mucha gente, el sonido de las hachas cortando la madera y el del metal golpeando contra el metal. Podía oler el pan en el horno, buñuelos de canela y el cordero asándose sobre ascuas de carbón. La boca se le hizo agua y su inquietud crecía sin remedio.

—No tengo dinero —dijo.

—¿Dinero? —preguntó Maryam riendo—. ¿Qué es el dinero?

La mujer pasó la tarde yendo de tienda en tienda, viendo extrañas exhibiciones y espectáculos milagrosos. Probó comidas exóticas y bebió mezclas de licores desconocidos. De vez en cuando recordaba su temor. Miraba por encima del hombro, preguntándose cuándo cambiaría el lado afable de su fantasía.

—¿Marîd? —llamó—, ¿qué estás haciendo?

—¿A quién llamas? —preguntó Maryam.

—No estoy segura —dijo la mujer.

Maryam volvió a reír.

—Mira esto —dijo, tirando de la manga de. la mujer, mostrándole una caseta donde una musculosa mujer formaba un turbador collage con uñas, dientes y ojos de lagarto.

Escucharon a unos niños tocar una curiosa música con instrumentos hechos de los esqueletos de pequeños animales, y vieron a varias viejas hilar su propio cabello blanco en una hebra y luego tejer con ella servilletas y bufandas.

Una de las viejas desdentadas vio a Maryam y a la mujer.

—Tomad —dijo con voz áspera.

—Gracias, abuela —dijo Maryam, eligiendo un par de pañuelos de pelo humano.

Las horas pasaban y por fin el sol empezó a ponerse. La luna salió tan llena como la noche anterior.

—¿Seguirá esto toda la noche? —preguntó la mujer.

—Toda la noche y todo el día de mañana —dijo Maryam—. Siempre.

La mujer se encogió de hombros.

Desde ese momento no pudo evitar un terror creciente, ni la sensación de que había sido encantada y abandonada en ese lugar. No recordaba quién era antes de despertar junto al lago, pero le parecía que la habían engañado horriblemente. Rezaba a alguien llamado María. Se preguntaba si sería Dios.

—María —murmuró temerosa—, me gustaría que pusieras fin a esto.

Pero Audran no estaba dispuesto a concluir ahí. Vio como la mujer y Maryam, soñolientas, encontraban una gran tienda llena de cómodos almohadones y sábanas de satén y fino lino. Se acostaron y se durmieron.

Por la mañana la mujer se levantó alarmada por estar aún en la feria eterna. Maryam consiguió un buen desayuno de salchichas, pan frito, tomates asados y té caliente. El entusiasmo de Maryam era ilimitado y condujo a la mujer a entretenimientos aún más inquietantes. Sin embargo, en la mujer crecía un temor malsano.

—Me has tenido aquí dos días, Marîd-imploró—. Por favor, mátame y déjame salir.

Audran no dio ninguna señal, ninguna respuesta.

Pasaron el tercer día examinando una cosa sorprendente tras otra: muchachas adolescentes que parecían tener rosas vivas en lugar de pechos, un candelero cuyas velas no alumbraban en presencia de un infiel, la representación de un combate entre un ciego y dos dragones enloquecidos, una familia que construía con hierro una maqueta a escala de la feria, proyecto que les había ocupado durante generaciones y que quizá nunca terminasen, una jaula de grillos a quienes habían enseñado a recitar el Shahada, el testamento de la fe islámica.

Pasó la tarde y volvió a caer la noche. Por toda la feria, los hombres colocaban antorchas encendidas en baluartes de hierro, sobre altos postes. Maryam seguía llevando a la mujer de tienda en tienda, pero la mujer ya no disfrutaba del espectáculo. Sentía la proximidad de la catástrofe. Sentía la urgente necesidad de escapar, pero sabía que jamás encontraría la salida del infinito territorio de la feria.

Y entonces sonó un grito de alarma.

—¿Qué es eso? —preguntó atónita.

La gente huía a su alrededor.

Yallah! —gritó Maryam, con el rostro lleno de horror—. ¡Corre! ¡Corre y salva tu vida!

—¿Qué es eso? —gritó la mujer —. ¡Dime qué es eso!

Maryam cayó al suelo, llorando y sollozando.

—¡En el nombre de Alá, el clemente, el misericordioso! —murmuraba una y otra vez.

La mujer no pudo obtener más información de ella.

La dejó allí y siguió al río de gente aterrorizada que corría entre las tiendas. Y entonces la mujer los vio: dos inmensos gigantes, de un tamaño utópico, cientos de metros de altura, aplastando el paisaje al aproximarse. Caminaron por las remotas montañas y el estruendo de sus impresionantes pisadas agitaba las aguas del lago. La tierra palpitaba a medida que se acercaban. La mujer se llevó una mano al pecho, luego retrocedió unos pasos, temblorosa.

Uno de los gigantes volvió la cabeza y la miró directamente. Era espantoso y horrible, con una gran cicatriz que le surcaba la cuenca vacía de un ojo y un puñado de colmillos podridos y rotos. Extendió el brazo y señaló hacia ella.

—No —dijo ella, con la voz enronquecida por el miedo—, ¡a mí no!

Quiso correr pero no podía moverse. El gigante se detuvo ante ella, feroz y amenazador. Se inclinó para cogerla en su enorme mano.

—¡María! —sollozó la mujer—. ¡Por favor!

No ocurrió nada. El puño del gigante la atenazó.

La mujer intentó desconectarse el moddy, pero sus brazos estaban paralizados.

El gigante desfigurado la levantó del suelo y se la acercó a su único ojo. Esbozó una horrible sonrisa y se echó a reír del terror de la mujer. Su apestoso aliento le producía náuseas. Luchó por levantar las manos y quitarse el moddy. Pero sus manos estaban rígidas. Lloraba y lloraba y, por fin, se desmayó.


Se me nublaron los ojos por un instante y pude oír a Chiri recuperando el aliento a mi lado. No creí que estuviera tan alterada. Después de todo sólo era un juego Transpex, no era la primera vez que lo hacía. Sabía lo que le esperaba.

—Eres un cabrón morboso, Marîd —dijo por fin.

—Oye, Chiri, sólo estaba…

Movió la mano ante mí.

—Lo sé, lo sé. Has ganado el juego y la apuesta. Aún estoy un poco aturdida, eso es todo. Te daré el dinero esta noche.

—Olvídate del dinero, Chiri, yo…

No debí decir eso.

—Hey, hijo de puta, cuando pierdo una apuesta, pago. Cogerás el dinero o te lo haré tragar. Pero, Dios, tienes una imaginación retorcida.

—Esa última parte —dijo Courane con aprobación—, cuando no podía levantar las manos para desenchufarse el moddy, fue realmente desalmada.

—Algo endiabladamente sádico, por tu parte —dijo Chiri, temblando aún—. Es la última vez que toco un Transpex contigo.

—Unos cuantos puntos adicionales, eso es todo, Chiri. No sabía cuál era mi puntuación. Podía haber necesitado dos puntos más.

—Has terminado con novecientos cuarenta y uno —dijo Shaknahyi. Me miraba con extrañeza, impresionado por mi puntuación y al mismo tiempo con repugnancia—. Tenemos que irnos.

Se levantó y echó el último trago de su bebida floja.

Yo también me levanté.

—¿Estás bien ya, Chiri? —dije, poniéndole la mano en el hombro.

—Estoy perfectamente. Aún tiemblo por el juego. Fue como una pesadilla —dijo mientras respiraba hondo—. Tengo que regresar al club para que Indihar pueda irse a casa.

—¿Te acercarnos? —dijo Shaknahyi.

—Gracias —dijo Chiri—, pero tengo mi propio vehículo.

—Entonces, nos vemos luego —le dije.

Kwa herí, bastardo.

Al menos se rió al decirlo. Pensé que quizás las cosas se habían arreglado entre nosotros. Me alegraba mucho de eso.

Una vez afuera, Shaknahyi sacudió la cabeza y sonrió.

—Ella tenía razón, sabes. Fue algo muy sádico. Como una tortura innecesaria. Eres un degenerado hijo de puta.

—Tal vez.

—Y tengo que circular por la ciudad contigo.

Ya estaba harto de hablar de eso.

—¿Es hora de fichar? —pregunté.

—Casi. Vayamos a la comisaría y luego ¿por qué no vienes a cenar a mi casa? ¿Tienes algún plan? ¿Crees que Friedlander Bey se las arreglará sin ti por una noche?

No soy una persona muy sociable y siempre me siento incómodo en las casas de los demás. Sin embargo, la idea de pasar una noche lejos de Papa y su circo de emociones me resultó extraordinariamente atractiva.

—Seguro —dije.

—Déjame llamar a mi esposa y preguntarle si le va bien esta noche.

—No sabía que estuvieras casado, Jirji.

Se limitó a levantar las cejas y dictar su código al teléfono. Mantuvo una breve conversación con su esposa y luego volvió a colgarse el teléfono en el cinturón.

—Dice que perfecto. Ahora se dedicará a limpiar y a cocinar. Se vuelve loca cuando llevo a alguien a casa.

—No tiene que molestarse por mí —le dije.

Shaknahyi sacudió la cabeza.

No es por ti, créeme. Procede de una familia anticuada y se pasa todo el tiempo demostrando que es la perfecta esposa musulmana.

Nos detuvimos en la comisaría, cedimos el coche patrulla a los muchachos del turno de noche y nos reportamos brevemente a Hajjar. Luego fichamos y bajamos la escalera hacia la calle.

—Normalmente voy a casa caminando a no ser que llueva —dijo Shaknahyi.

—¿A cuánto queda? —pregunté.

Era una tarde agradable pero no deseaba dar una larga caminata.

—A unos cinco kilómetros o cinco y medio.

—Olvídalo —dije—. Buscaré un taxi.

Siempre había siete u ocho taxis esperando pasajeros en el bulevar il-Jameel, cerca de la puerta este del Budayén. Busqué a mi amigo Bill, pero no lo vi. Tomamos otro taxi y Shaknahyi indicó la dirección al taxista.

Era una casa de apartamentos en una zona de la ciudad llamada Haffe al-Khala, el umbral del desierto. Shaknahyi y su familia vivían tan al sur como se extendía la ciudad, tan cerca del desierto que montañas de arena, que parecían pequeñas dunas, reptaban hasta las paredes de los edificios. En estas calles no había ni árboles ni flores. Estaban desiertas, silenciosas y muertas, era el lugar más triste que había visto en mi vida.

Shaknahyi debió de adivinar lo que estaba pensando.

—Es todo lo que puedo pagar —dijo amargamente—. Vamos, es mejor por dentro.

Lo seguí hasta el zaguán de la casa y luego escalera arriba hasta su piso de la tercera planta. Abrió la puerta de la entrada y de inmediato fue atajado por dos niños pequeños. Se colgaron de sus piernas mientras entraba en el recibidor. Shaknahyi se inclinó riendo y puso las manos en las cabezas de los niños.

—Mis hijos —dijo con orgullo—. Éste es el pequeño Jirji, tiene ocho años, y Hakim de cuatro. Zahra tiene seis. Seguramente está ayudando a su madre en la cocina.

Bueno, no tengo demasiada paciencia con los niños. Supongo que a los demás les gustan, pero yo nunca he comprendido para qué son. Sin embargo, cuando se tercia puedo ser educado con ellos.

—Tienes unos hijos muy guapos —dije—. Te hacen honor.

—Es la voluntad de Alá —dijo Shaknahyi, encendido de orgullo como una maldita linterna.

Dijo al pequeño Jirji y a Hakim que fueran a jugar y, para mi desilusión, me dejó a solas con ellos mientras iba a comprobar los progresos de la cena. A los niños no les deseo ningún mal, pero mi filosofía sobre la crianza de los niños es algo excesiva. Creo que se debe conservar al niño unos pocos días después de su nacimiento —hasta que la sensación de novedad se extingue— y entonces meterlo en una gran caja de cartón con los mejores libros de las civilizaciones oriental y occidental. Luego enterrar la caja y abrirla cuando el niño tenga dieciocho años.

Miré con aprensión primero al pequeño Jirji y luego a Hakim, que me controlaban mientras me sentaba en el sofá. Hakim se me acercó con un muñeco de juguete de color encarnado intenso y otro en su boca.

—¿Y ahora qué hago? —murmuré.

—¿Muchachos, cómo lo estáis pasando ahí fuera? —dijo Shaknahyi.

Estaba salvado. Shaknahyi regresó al salón y se sentó a mi lado en un viejo y ruinoso sillón.

—Fantástico —dije.

Elevé una pequeña oración a Alá. Parecía que iba a ser una noche muy larga.

Una niña muy guapa, con una cara muy seria, entró en la habitación, llevando una bandeja de porcelana con hummus y pan. Shaknahyi le cogió la bandeja y la besó en ambas mejillas.

—Ésta es Zahra, mi pequeña princesa —dijo—. Zahra, éste es el tío Marîd.

¡Tío Marîd! Nunca había oído algo tan grotesco.

Zahra me miró, se sonrojó violentamente y corrió a la cocina mientras su padre reía. Siempre he causado ese efecto en las mujeres.

Shaknahyi señaló la bandeja de hummus.

Por favor —dijo—, sírvete tú mismo.

—Que crezca tu prosperidad, Jirji.

—Que Dios prolongue tu vida. Voy a buscar un poco de té —dijo, levantándose y entrando en la cocina.

Deseaba que cesara de preocuparse. Me ponía nervioso y además me dejaba en inferioridad numérica con los niños. Corté un trozo de pan y lo mojé en el hummus, sin perder de vista al pequeño Jirji y a Hakim. Parecían jugar entre ellos sin, en apariencia, prestarme atención, pero no iban a concederme una tregua tan fácilmente.

Shaknahyi regresó al cabo de unos minutos.

—Creo que conoces a mi esposa.

Alcé la vista. Allí estaba Indihar. Esbozando una sonrisa, aunque parecía absolutamente enojada.

Me levanté azorado.

—Indihar, ¿cómo estás? —dije, sintiéndome un idiota—. No sabía que estuvieras casada.

—Se supone que nadie lo sabe —dijo ella, mirando a su marido y luego mirándome a mí.

—Está bien, cariño —dijo Shaknahyi—. Marîd no se lo dirá a nadie, ¿verdad?

—Marîd es un… —empezó Indihar, pero entonces se acordó de que yo era un huésped en su hogar. Humilló los ojos con pudor—. Tu visita es un honor para nuestra familia, Marîd.

Yo no sabía qué decir. Vaya sorpresa: Indihar, durante el día hermosa bailarina del Budayén, púdica esposa musulmana por la noche.

—Por favor —dije, un poco incómodo—, no os molestéis por mí.

Indihar me miró fijamente antes de echar a Zahra de la habitación. No pude leer lo que estaba pensando.

—Toma un poco de té —dijo Shaknahyi—. Y un poco más de hummus.

Por fin Hakim encontró el valor para acercarse. Se cogió de mi pierna y me tiró del pantalón.

Iba a ser peor de lo que me temía.

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