Mi madre me había traído pistachos e higos frescos, pero aún me costaba un poco tragar.
—Entonces toma un poco de esto —dijo ella—. Hasta te he traído una cucharita.
Destapó una fiambrera de plástico y la puso sobre la bandeja del hospital. Durante la visita estuvo muy cohibida.
Yo estaba sedado, aunque no todo lo que me habría gustado. Pero más vale una dosis inocua de soneína administrada por un dosificador que un golpe en el ojo con un palo afilado. Claro que si me hubiera enchufado el daddy experimental que bloquea el dolor habría tenido la cabeza totalmente despejada y lúcida. Simplemente no quería usarlo. No les había hablado a los doctores ni a las enfermeras de él, porque prefería la droga. Los hospitales son demasiado aburridos para soportarlos sobrio.
Levanté la cabeza de la almohada.
—¿Qué es? —pregunté con la voz ronca, inclinándome a coger la fiambrera de plástico.
—Leche de camello cuajada —dijo mi madre—. De pequeño te encantaba cuando estabas enfermo.
Me pareció detectar una ternura poco frecuente en su voz.
La leche cuajada de camello no parece algo como para saltar de la cama de gozo. No lo es y no lo fue. Sin embargo, agarré la cuchara e hice el número de que me gustaba sólo para complacerla. Tal vez si comía algo se quedaría satisfecha y se largaría. Entonces podría pedir otra soneína y echar un maravilloso sueñecito.
Eso era lo peor de estar en el hospital: consolar a las visitas y escuchar las historias de sus propias enfermedades y accidentes, que siempre eran de proporciones mucho más traumáticas que los tuyos.
—¿Estabas verdaderamente preocupado por mí, Marîd? —me preguntó.
—Claro que sí —dije dejando caer la cabeza sobre la almohada—. Por eso envié a Kmuzu para asegurarme de que estabas a salvo.
Sonrió con melancolía y sacudió la cabeza.
—Quizá hubieras sido más feliz si me hubiera abrasado en el incendio. Entonces no tendrías que molestarte más por mí.
—No te preocupes por eso, mamá.
—Muy bien, cariño —dijo. Me miró en silencio durante un buen rato—. ¿Cómo tienes las quemaduras?
Me encogí de hombros y eso me provocó una mueca de dolor.
—Todavía me duelen. Las enfermeras me untan con esa mugre blanca un par de veces al día.
—Debe de ser bueno para ti. Déjales que te hagan lo que quieran.
—De acuerdo, mamá.
Se produjo otro incómodo silencio.
—Supongo que debo contarte ciertas cosas —dijo ella por fin—. No he sido del todo sincera contigo.
—¿Oh?
No era ninguna sorpresa, imagino que me tragué los sarcásticos comentarios que afloraron a mi mente y dejé que me contara la historia a su manera.
Se miraba las manos, que retorcían en su regazo un pañuelo de lino deshilachado.
—Sé más de Friedlander Bey y Reda Abu Adil de lo que te he explicado.
—Ah.
Me miró.
—Los conozco a ambos de antes. Antes incluso de que tú nacieras, cuando era joven. Yo era mucho más guapa que ahora. Quería salir de Sidi-bel-Abbés, ir a algún lugar como El Cairo o Jerusalén y ser una estrella del espectáculo holo. Operarme el cerebro y hacer algunos moddies, no moddies de sexo como Dulce Pilar, sino algo con clase y respetable.
—Así que ¿Papa o Abu Adil te prometieron convertirte en una estrella?
Volvió a mirarse las manos.
—Vine aquí, a la ciudad. Cuando llegué no tenía dinero y estaba hambrienta. Entonces encontré a alguien que se ocupó de mí una temporada y me presentó a Abu Adil.
—¿Y qué hizo Abu Adil por ti?
Alzó de nuevo la vista, pero ahora las lágrimas le rodaban por las mejillas.
—¿Tú qué crees? —dijo con amargura.
—¿Te prometió casarse contigo?
Movió la cabeza.
—¿Te dejó embarazada?
—No. Al final, se rió de mí y me dio un billete de vuelta para Sidi-bel-Abbés. —Su expresión adquirió cierta ferocidad—. Lo odio, Marîd.
Asentí. Ahora que había iniciado su confesión, me daba pena.
—¿No irás a decirme que Abu Adil es mi padre? ¿Qué pasó con Friedlander Bey?
—Cuando llegué por primera vez a la ciudad Papa siempre fue bueno conmigo. Por eso, incluso cuando estaba tan furiosa en Argel, me alegré de oír que Papa cuidaba de ti.
—Mucha gente lo odia, ¿sabes?
Me miró y se encogió de hombros.
—Regresé a Sidi-bel-Abbés y después de diez años conocí a tu padre. Mi vida transcurrió tan rápido… Naciste tú, luego creciste y te marchaste de Argel. Pasaron veinte años. Y poco antes de que vinieras a verme recibo un mensaje de Abu Adil. Me decía que había estado pensando en mí y quería volverme a ver.
Se estaba poniendo cada vez más nerviosa y se detuvo hasta que se calmó un poco.
—Le creí —dijo—. No sé por qué. Quizá pensé que podía tener una segunda oportunidad para vivir mi vida, recuperar todos los años que perdí, enmendar todos los errores. De cualquier modo, maldita sea, ojalá no la hubiera vuelto a joder.
Cerré los ojos y me los froté. Luego observé la cara angustiada de mi madre.
—¿Qué hiciste?
—Volví a mudarme con Abu Adil. A esa gran casa que tiene en los suburbios. Por eso sé todo sobre él y sobre Umm Saad. Tendrás que vigilarla, querido. Trabaja para Abu Adil y planea arruinar a Papa.
—Lo sé.
Mi madre se sorprendió.
—¿Ya lo sabes? ¿Cómo?
Sonreí.
—Ese jodido capullo del ayudante de Abu Adil me lo dijo. Se quieren deshacer de Umm Saad, ya no se adapta a sus planes.
—Sin embargo —dijo mi madre levantando un dedo admonitorio—, debes vigilarla. Tiene su propio programa.
—Sí, eso creo.
—¿Sabes lo del moddy de Abu Adil? ¿El que se ha hecho de sí mismo?
—Aja. Ese hijo de puta de Umar me lo contó todo. Me gustaría ponerle la mano encima unos minutos.
Se mordió el labio pensativa.
—Quizá yo sepa el modo.
Epa, eso era lo que necesitaba.
—No es tan importante, mamá.
Empezó a llorar de nuevo.
—Lo siento mucho, Marîd. Siento todo lo que he hecho, siento no ser la clase de madre que tú necesitabas.
Jo, no me sentía bien del todo como para afrontar su repentino ataque de conciencia.
—Yo también lo siento, mamá —dije, sorprendido al darme cuenta de que lo sentía de veras—. Nunca te he demostrado respeto…
—Nunca me he ganado tu respeto…
Levanté las manos.
—¿Por qué no dejamos de pelearnos para ver quién hace más daño a quién? Llamémosle tregua.
—¿Tal vez pudiéramos volver a empezar? —dijo con una peculiar timidez.
Lo dudaba mucho. No sabía si era posible empezar de nuevo, sobre todo después de lo que había ocurrido entre nosotros, pero pensé que podía darle otra oportunidad.
—Por mí está bien —dije—. No tengo ningún aprecio por el pasado.
Sonrió torcidamente.
—Me gusta vivir en casa de Papa contigo, querido. Me hace creer que no tendré que regresar a Argel y… ya sabes.
Respiré hondo.
—Te lo prometo, mamá, no tendrás que volver a esa vida nunca. Deja que a partir de ahora sea yo quien se ocupe de ti.
Se levantó y se acercó a mi cama, con los brazos abiertos, pero yo no estaba preparado para un intercambio de afecto maternofilial. Creo que tenía ciertos problemas para expresar mis sentimientos, nunca he sido una persona muy afectiva. Dejé que se inclinara, me besara la mejilla y me diera un abrazo, mientras murmuraba algo que no pude entender. Yo le di unas palmaditas en la espalda. Era todo lo más que pude hacer. Luego volvió a sentarse y suspiró.
—Me has hecho muy feliz, Marîd. Más de lo que merezco. Lo único que he deseado siempre ha sido una oportunidad para llevar una vida normal.
Bueno, qué cono, ¿qué me costaba?
—¿Qué quieres hacer, mamá? —le pregunté.
Frunció el ceño.
—En realidad no lo sé. Algo útil. Algo auténtico.
Tuve una visión lúdica de Ángel Monroe como un pirulí de caramelo en el hospital. Inmediatamente rechacé la impresión.
—Abu Adil te trajo a la ciudad para espiar a Papa, ¿no?
—Sí, fui una imbécil pensando que me quería de veras.
—¿Y en qué condiciones le dejaste? ¿Estarías dispuesta a espiarle para nosotros?
Dudó.
—Le hice saber que no me gustaba que me utilizaran. Si regreso no sé si creerá que me he arrepentido. Quizá sí. Tiene un gran ego, sabes. Los hombres como él siempre creen que las mujeres se mueren por ellos. Supongo que podría hacérselo tragar. —Me miró con una sonrisa irónica—. Siempre he sido una buena actriz. Khalid solía decirme que era la mejor.
Khalid…, ya recordaba, debía de ser su chulo.
—Deja que lo piense, mamá. No quiero meterte en nada peligroso, pero me gustaría tener un arma secreta sin que Abu Adil se enterara.
—Bueno, de cualquier modo, me siento como si le debiera algo a Papa. Por dejar que Abu Adil me tratase de ese modo y por todo lo que Papa ha hecho por mí desde que fui a vivir a su casa.
No me gustaba la idea de mezclar a mi madre en la intriga, pero sabía que podía ser una maravillosa fuente de información.
—Mamá —dije con indiferencia—, ¿qué significan las letras A.L.M. para ti?
—¿A.L.M.? No lo sé. Creo que nada. ¿La Alianza Licenciosa de Modelos? Es un sindicato de putas, pero ni siquiera sé si tienen local en esta ciudad.
—No importa. ¿Y el archivo Fénix? ¿Te suena?
Hizo una mueca.
—No —dijo despacio—, nunca he oído hablar de él.
Algo en su modo de decirlo me convenció de que estaba mintiendo. Me pregunté qué escondía esta vez. Reanudé el tono optimista de nuestra conversación, albergando mis dudas sobre la posibilidad de confiar en ella. No era el momento oportuno para resolver ese asunto, ya encontraría el momento cuando saliera del hospital.
—Mamá —dije, bostezando—, tengo un poco de sueño.
—Oh, querido, entonces me marcho. —Se levantó y me arregló las mantas—. Te dejo la leche de camello cuajada.
—Estupendo, mamá.
Se inclinó y me besó otra vez.
—Volveré mañana. Ahora voy a ver cómo está Papa.
—Dale recuerdos y dile que rezo a Alá por su bienestar.
Fue hacia la puerta y antes de salir me dijo adiós con la mano.
La puerta apenas se había cerrado, cuando recordé algo: la única persona que sabía que había visitado a mi madre en Argel era Saied Medio Hajj. Él debió de localizar a mamá para Reda Abu Adil. Debió de ser Saied quien la trajo a la ciudad para que nos espiara a Papa y a mí. Saied había estado trabajando para Abu Adil. Me había vendido.
Me prometí tener otro momento de lucidez, algo que Saied no olvidaría en la vida.
Fuera cual fuese el objetivo de la conspiración, o el significado del archivo Fénix, debía de ser algo terriblemente crucial para Abu Adil. En los últimos meses, había enviado a Saied, a Kmuzu y a Umm Saad para fisgar en nuestros asuntos. Me preguntaba cuántos otros faltaban por descubrir.
Por la tarde, justo antes de la hora de cenar, Kmuzu vino a visitarme. Vestía una camisa blanca, sin corbata, y un traje negro. Parecía un empleado de la funeraria. Tenía el semblante sombrío, como si una de las enfermeras le hubiera dicho que mi situación era desesperada. Quizá nunca volvería a crecerme el pelo quemado o tendría que vivir el resto de mi vida con ese asqueroso y frío ungüento blanco en la piel.
—¿Cómo te encuentras, yaa Sidil —Sufriendo el síndrome del estrés posincendio. Acabo de percatarme de lo cerca que estuve de palmarla. Si no me llegas a despertar…
—El fuego te habría despertado si no usaras ese potenciador del sueño.
Ya tenía bastante.
—Supongo —dije—. Te debo la vida.
—Tú rescataste al amo de la casa, yaa Sidi. Él me protege de Reda Abu Adil. Estamos en paz.
—Aún me siento en deuda contigo. —¿En cuánto valoraba yo mi vida? ¿Tendría algo de valor equivalente que ofrecerle?—. ¿Te gustaría ser libre?
Kmuzu frunció el ceño.
—Sabes que mi mayor deseo es la libertad. También sabes que está en manos del amo de la casa. Le corresponde a él decidir.
Me encogí de hombros.
—Tengo cierta influencia con Papa. Veré lo que puedo hacer.
—Te estaré muy agradecido, yaa Sidi.
La expresión de Kmuzu era neutra, pero yo sabía que no era tan frío como pretendía.
Hablamos unos minutos y se levantó para marcharse. Me hizo saber que mi madre y los criados estaban sanos y salvos, inshallah. Teníamos dos docenas de guardias armados. Claro que no habían previsto que alguien prendiese fuego al ala oeste. Confabulación, espionaje, incendio premeditado, intento de asesinato…, hacía mucho que los enemigos de Papa no expresaban su descontento de manera tan ruidosa.
Cuando Kmuzu se marchó, me aburrí en seguida. Encendí el aparato holo que estaba fijo en el mobiliario frente a mi cama. No era un buen aparato y la proyección estaba bastante fuera de cuadro. La variable vertical necesitaba un ajuste y los actores de alguna obra contemporánea centroeuropea se perdían de rodilla para abajo en la cómoda. La compleja producción era subtitulada, pero por desgracia los letreros, junto con las piernas de los actores, estaban fuera de mi vista en el cajón de los calcetines. Cuando se trataba de un primer plano, sólo veía a la persona desde la cúspide de su cabeza hasta la base de la nariz.
No me importaba, porque en casa nunca veía mucho holo. Sin embargo, en el hospital, donde el aburrimiento estaba a la orden del día, me sorprendí a mí mismo encendiéndolo y apagándolo todo el rato. Supervisé cien canales del mundo y no encontré nada que valiera la pena. Eso podía deberse a mi estado semicatatónico y a mi falta de concentración, o podía ser culpa de los personajes amputados paseando en torno a la cómoda, hablando una docena de idiomas distintos.
Así que abandoné la tragedia turingia y le dije al aparato holo que se desconectase. Luego salí de la cama y me puse la bata. Era un poco incómoda a causa de mis quemaduras y el ungüento blanco. Odiaba encontrarme así, pegado a la bata de hospital. Metí los pies en las zapatillas verdes de papel que me habían dado en el hospital y me dirigí hacia la puerta.
En ese momento un enfermero traía mi comida. Tenía un poco de hambre y empecé a segregar jugos gástricos antes de descubrir el contenido de las bandejas. Decidí quedarme en la habitación hasta después de comer.
—¿Qué es?
El enfermero lo dejó en la bandeja.
—Un suculento hígado frito —dijo.
Su tono me indicó que no era nada apetecible.
—Lo comeré más tarde.
Salí de la habitación y caminé despacio por el pasillo. Dije mi nombre al ascensor y en pocos segundos llegó la cabina. No sabía de cuánta libertad de movimientos disponía.
Cuando el ascensor me preguntó a qué piso quería ir, le pregunté el número de habitación de Friedlander Bey.
—Habitación VIP número uno.
—¿En qué piso está?
—Veinte.
No podías subir más. Este hospital era uno de los tres de la ciudad que tenían habitaciones VIP. Era el mismo hospital en donde me operaron el cerebro, hacía menos de un año. Me gustaba tener una habitación privada, pero en realidad no necesitaba una suite. No la encontraría divertida.
—¿Desea ir al piso veinte? —me preguntó el ascensor.
—Sí.
Era un ascensor estúpido. Esperé encogido mientras viajaba despacio desde el piso quince hasta el veinte. Buscaba sin suerte una postura que no me marease. Empezaba a sentirme mal por el intenso olor a menta del ungüento blanco.
Salí en el piso veinte.
Lo primero que vi fue una mujer bovina de grueso cuello vestida de uniforme blanco en medio de una oficina de enfermeras circular. A su lado estaba un hombre musculoso, vestido como un guardia de seguridad euroamericano. Tenía un cañón largo colgando de una pistolera sobre su cadera y me miraba como si estuviera decidiendo si dejarme vivir o no.
—Es usted un paciente de este hospital —dijo la enfermera.
Era tan lista como el ascensor.
—Habitación quince cuarenta —dije.
—Éste es el piso veinte. ¿Qué hace aquí?
—Quiero visitar a Friedlander Bey.
—Un momento.
Frunció el ceño y consultó su terminal de ordenador. Por el tono de su voz era obvio que no creía que alguien tan zarrapastroso como yo pudiera estar en la lista de visitas permitidas.
—¿Su nombre? —preguntó.
—Marîd Audran.
—Bien, aquí está. —Levantó la vista hacia mí. Pensé que cuando viera mi nombre en la lista quizá me mostraría un poco de maldito respeto. No hubo suerte—. Zain, acompaña al señor Audran a la suite número uno —dijo al guardia.
Zain asintió.
—Recto por aquí, señor —dijo.
Le seguí por un salón lujosamente alfombrado, doblamos por un pasillo y nos detuvimos ante la puerta de la suite uno.
No me sorprendió ver a una de las Rocas de centinela en la puerta.
—¿Habib? —dije.
Me pareció notar que parpadeaba un poco. Le empujé, esperando que extendiese su musculoso brazo para detenerme, pero me franqueó el paso. Creo que ahora las dos Rocas me aceptaban como delegado de Friedlander Bey.
Dentro de la habitación las luces estaban apagadas y la luz de las ventanas recortaba las sombras. Había flores por todas partes, metidas en jarrones y en ostentosas macetas. La fragancia dulzona resultaba casi ofensiva; si se hubiera tratado de mi habitación le habría dicho a la enfermera que les regalara las flores a otros enfermos.
Papa yacía inmóvil en la cama. No tenía buen aspecto. Sabía que se había quemado tanto como yo, y tenía la cara y los brazos rociados de la misma pasta blanca. Llevaba el cabello pulcramente peinado pero hacía días que no se afeitaba, seguramente debido a que todavía le dolía la piel. Estaba despierto pero se le caían los párpados. La soneína le abatía, no tenía mi tolerancia.
Al lado había otra habitación, donde pude ver a Youssef, el mayordomo de Papa, y a Tariq, su valet, sentados a una mesa jugando a cartas. Hicieron ademán de levantarse pero les indiqué que siguieran con su juego. Me senté en una silla junto a la cama de Papa.
—¿Cómo te encuentras, oh caíd?
Abrió los ojos, y comprobé lo que le costaba permanecer despierto.
—Estoy bien atendido, hijo mío.
No era eso lo que preguntaba, pero lo dejé pasar.
—Rezo a todas horas para que recuperes la salud.
Intentó esbozar una débil sonrisa.
—Es bueno que reces. —Se detuvo para tomar aliento—. Arriesgaste tu vida para salvarme.
Separé las manos.
—Cumplí con mi deber.
—Y por mi culpa padeciste heridas y dolor.
—No ha sido nada. Lo importante es que estás vivo.
—Estoy en deuda contigo —dijo el viejo en una voz apenas audible.
Sacudí la cabeza.
—Todo fue la voluntad de Alá. Yo sólo fui su servidor.
Hizo un gesto de dolor. A pesar de la soneína aún tenía molestias.
—Cuando me recupere y estemos los dos en casa, debes permitir que te haga un regalo a la medida de tu hazaña.
«Oh no —pensé—, otro regalo de Papa.»
—Mientras tanto, ¿cómo puedo serte útil?
—Dime: ¿cómo empezó el incendio?
—Fue torpemente provocado, oh caíd. Inmediatamente antes de escapar, Kmuzu encontró cerillas y unos trapos medio quemados empapados en líquido inflamable.
La expresión de Papa era sombría, casi homicida.
—Me lo temía. ¿Tienes más pistas? ¿De quién sospechas, hijo mío?
—No sé nada más, pero investigaré el asunto sin cesar en cuanto salga del hospital.
Por el momento pareció satisfecho.
—Debes prometerme una cosa.
—Lo que desees, oh caíd.
—Cuando descubras la identidad del incendiario, debe morir. No podemos mostrarnos débiles ante nuestros enemigos.
De algún modo sabía que iba a decir eso. Iba a tener que comprarme una pequeña libreta de bolsillo para seguir la pista de todos aquellos que deseaban matarle.
—Sí —dije—, morirá.
No le prometí que yo personalmente matara a ese hijo de puta. Quise decir que alguien lo haría. Pensé que podía encargar el asunto a las Rocas Parlantes. Eran como cachorros de leopardo, no tenías más que quitarles la correa de vez en cuando y dejarlos que se buscaran su propia comida.
—Bien —dijo Friedlander Bey, y cerró los ojos.
—Quiero hablarte de dos cuestiones más, oh caíd —dije dudando.
Me volvió a mirar con expresión agonizante.
—Lo siento, hijo mío. No me encuentro bien. Antes del incendio ya estaba enfermo. El dolor de mi cabeza y mi vientre ha empeorado.
—¿Han descubierto algo los doctores?
—No, son unos ineptos. Me dicen que no encuentran nada malo.
Siempre quieren hacerme más pruebas. Estoy rodeado de incompetencia y torturado por el dolor.
—Debes ponerte en sus manos. A mí me trataron muy bien en este hospital.
—Sí, pero tú no eras un viejo débil, aferrándose desesperadamente a la vida. Cada uno de esos bárbaros procedimientos me roba un año de existencia.
Sonreí.
—No es tan malo como eso, oh caíd. Deja que descubran la causa de tu dolor y lo curen, y pronto estarás tan fuerte como antes.
Papa movió una mano con impaciencia, indicando que no deseaba hablar más.
—¿Cuáles son esas otras preocupaciones con las que insistes en afligirme?
Tenía que plantearlas del modo correcto. Eran asuntos muy delicados.
—La primera es sobre mi criado, Kmuzu. Igual que yo te rescaté del fuego, Kmuzu me rescató a mí. Le prometí que te pediría una recompensa.
—Desde luego, hijo mío. Sin duda se la ha ganado.
—Pensé que le podrías conceder la libertad.
Papa me miró en silencio, con la expresión en blanco.
—No —dijo despacio—, todavía no es el momento. Consideraré las circunstancias y decidiré otra compensación apropiada.
—Pero…
Me detuvo con un simple gesto. Incluso tan debilitado como estaba, la fuerza de su personalidad no me permitía presionarle cuando ya había tomado una decisión.
—Sí, oh caíd —dije humildemente—. La segunda cuestión es sobre la viuda y los hijos de Jirji Shaknahyi, el oficial de policía con el que patrullaba. Están en una situación económica desesperada y me gustaría hacer algo más que simplemente ofrecerles dinero. Solicito tu permiso para que se muden a nuestra casa, quizás sólo por poco tiempo.
La expresión de Papa me comunicaba que no deseaba seguir hablando.
—Te aprecio —dijo débilmente—. Tus decisiones son mis decisiones. Está bien.
Me incliné ante él.
—Ahora te dejaré descansar. Que Alá te conceda paz y bienestar.
—Echaré de menos tu presencia, hijo mío.
Me levanté de la silla y di un vistazo a la otra habitación. Youssef y Tariq parecían absortos en su juego de cartas, pero estaba seguro de que no se habían perdido una palabra de nuestra conversación. Mientras cruzaba la puerta, Friedlander Bey empezó a roncar. Intenté abandonar la suite sin hacer ruido.
Bajé en ascensor hasta mi habitación y me subí a la cama. Me alegraba de que se hubieran llevado el hígado. Acababa de encender el aparato holo, cuando vino el doctor Yeniknani a visitarme. El doctor Yeniknani ayudó al neurocirujano que me modificó el cerebro. Era un turco de piel oscura y aspecto feroz, que estudiaba mística sufí. Había llegado a conocerlo bien durante mi última estancia y me alegraba de volver a verlo. Miré el aparato holo y le dije:
—Apágate.
—¿Cómo se encuentra, señor Audran? —dijo el doctor Yeniknani. Se acercó a mi cama y me sonrió. Sus fuertes dientes resaltaban blancos contra su tez morena y su gran bigote negro—. ¿Puedo sentarme?
—Por favor, póngase cómodo. ¿Ha venido a decirme que el fuego me ha chamuscado los sesos o es sólo una visita amistosa?
—Su reputación indica que no quedaba mucho seso para freír. No, sólo deseaba ver cómo se encontraba y si podía hacer algo por usted.
—Muchas gracias. No necesito nada. Lo único que quiero es salir cuanto antes.
—Todo el mundo dice lo mismo. Usted cree que aquí torturamos a la gente.
—He pasado vacaciones más maravillosas.
—Tengo que hacerle una proposición, señor Audran. ¿Le gustaría evitar algunos de los efectos del proceso de envejecimiento? ¿Impedir la degeneración de su mente, el lento deterioro de su memoria?
—Uf, oh. Me está usted tendiendo una horrible trampa, lo noto.
—No es ninguna trampa. El doctor Lisan está experimentando una técnica que promete lograr todo lo que le acabo de mencionar. Imagine que a medida que se hace viejo no se tendrá que preocupar por la pérdida de sus facultades mentales. Sus procesos mentales serán tan eficaces y rápidos ahora como dentro de doscientos años.
—Parece formidable, doctor Yeniknani. Pero no se trata de suplementos vitamínicos, ¿no es cierto?
Me dedicó una sonrisa de pesar.
—Bueno, no exactamente. El doctor Lisan trabaja en un aumento plexiforme cortical. Envuelve el córtex cerebral en una trama de reticulaciones de alambre. Esa trama está hecha de filamentos de oro increíblemente finos, que están conectados a las mismas nervaciones orgánicas que unen el implante corímbico al sistema nervioso central.
—Aja.
Me parecía una demente jerga científica.
—Los filamentos transmiten a su cerebro impulsos eléctricos de su córtex cerebral a la trama de oro y luego en dirección opuesta. La trama sirve como un mecanismo de almacenamiento artificial. Nuestros primeros resultados demuestran que se puede triplicar o cuadruplicar el número de conexiones neuronales de su cerebro.
—Como una expansión de memoria en un ordenador.
—Es una analogía demasiado fácil —dijo el doctor Yeniknani. Podía asegurar que le excitaba explicarme sus descubrimientos—. La naturaleza de la memoria es holográfica, ya sabe, de modo que no le estoy ofreciendo sólo un gran número de slots vacíos en los que archivar sus ideas y recuerdos. Es más que eso, le dotamos de un mejor sistema de redundancia. Su cerebro almacena cada recuerdo en muchos lugares, pero como las células cerebrales envejecen y mueren, muchos de estos recuerdos y actividades aprendidas se olvidan. Sin embargo, con el aumento cortical existe la posibilidad de multiplicar la información almacenada en mucha mayor medida de lo normal. Su mente estará a salvo, protegida contra el fallo gradual, excepto en el caso de una herida traumática.
—Todo lo que debo hacer —dije con escepticismo— es dejar que usted y el doctor Lisan envuelvan mi cerebro en una redecilla como una col del mercado.
—Eso es. No sentirá nada. —Sonrió—. Y, además, puedo prometerle que el aumento acelerará su proceso cerebral. Tendrá los reflejos de un superhombre. Usted…
—¿A cuánta gente se lo han hecho antes y cómo se encuentran ahora?
Estudió sus largos y finos dedos.
—Aún no hemos practicado la operación a ningún sujeto humano. Pero nuestro trabajo de laboratorio con ratas es muy prometedor.
Vaya alivio.
—Creo que está intentando venderme la operación.
—Piénselo, señor Audran. En un par de años buscaremos valientes voluntarios para que nos ayuden a derribar las fronteras de la medicina.
Levanté el brazo y me di unos golpecitos en mis dos implantes corímbicos.
—A mí no me mire. Yo ya he cumplido mi parte.
El doctor Yeniknani se encogió de hombros. Se reclinó en la silla y me miró pensativo.
—Tengo entendido que salvó la vida de su patrón. Una vez le dije que la muerte es deseable como paso al paraíso, y que no debía temerla. También es cierto que la vida es más deseable, como medio de reconciliación con Alá, si seguimos el Camino Recto. Es usted un hombre valiente.
—No creo, en realidad no hice nada heroico. En ese momento no lo pensé.
—Usted no sigue estrictamente los mandamientos del Mensajero de Dios —dijo—, pero es usted un hombre practicante a su modo. Hace doscientos años un hombre dijo que las religiones del mundo son como una linterna con paneles de cristal de muchos colores y Dios era la única llama que alumbraba en ellas. —Me estrechó la mano y se levantó—. Con su permiso.
Cada vez que hablaba con el doctor Yeniknani me brindaba su sabiduría sufí para que meditase.
—La paz sea con usted.
—Y con usted —dijo, saliendo de mi habitación.
Comí la cena más tarde, una especie de cordero asado, guisantes y un guiso de judías con cebollas y tomates, que habría sido delicioso si el personal de la cocina conociera la existencia de la sal y quizá de un poco de zumo de limón. Volvía a aburrirme y encendí el aparato holo, lo apagué, contemplé las paredes, lo encendí de nuevo. Por fin, para mi alivio, sonó el teléfono junto a mi cama. Lo cogí y dije:
—Alabado sea Alá.
Oí la voz de Morgan al otro extremo. No tenía el daddy de inglés conmigo y Morgan no sabía ni preguntar dónde estaba el lavabo en árabe; las únicas palabras que entendí fueron: «Jawarski» y «Abu Adil». Le dije que hablaría con él cuando saliera del hospital; sabía que no me entendía más que yo a él, así que colgué.
Me recosté sobre la almohada y contemplé el techo. No me sorprendí de que existiera una relación entre Abu Adil y el loco asesino americano. Por el cariz que tomaban las cosas, no me sorprendería descubrir que Jawarski era en realidad mi hermano perdido.