En mi mente se repetía uno de los Rubáiyyat de Khayyam. Algo sobre la enmienda:
Una y otra vez prometí enmendarme,
¿estaría sobrio al hacer la promesa?
Una y otra vez fracasé, llevado de mi necedad juvenil;
mi frágil enmienda quedó en vaniloquio.
—Chiri, por favor —dije, levantando el vaso vacío.
El club estaba casi desierto. Era tarde y estaba muy cansado. Cerré los ojos y escuché la música, la misma música hispana, machacona y estridente, que Kandy ponía cada vez que subía a bailar. Empezaba a hartarme de oír las mismas canciones una y otra vez.
—¿Por qué no te vas a casa? —me preguntó Chiri—. Puedo llevar este local yo sola. ¿Cuál es el problema, no te fías de que haga bien las cuentas?
Abrí los ojos. Me puso un gimlet de vodka. Sentía una melancolía insondable, de esas que no alivia ningún licor. Puedes beber toda la noche y nunca te emborrachas. Acabas con el estómago destrozado y un agudo dolor de cabeza, pero el consuelo que esperabas nunca llega.
—Está bien —dije—, me quedo. Tú sigue con lo tuyo y cállate. Nadie recibirá su parte hasta dentro de una hora al menos.
—Lo que tú digas, jefe —dijo Chiri, dirigiéndome una mirada de preocupación.
No le había contado lo de Shaknahyi. No había hablado a nadie de él.
—Chiri, ¿conoces a alguien en quien pueda confiar para hacer un trabajito sucio?
No parecía muy impresionada. Ésa era una de las razones por las que me gustaba tanto.
—¿Con tus relaciones no puedes encontrar a nadie? ¿No tienes bastantes matones trabajando para ti en casa de Papa?
Negué con la cabeza.
—Alguien que sepa lo que hace, alguien con el que pueda contar y no llame la atención.
Chiri sonrió.
—Alguien como eras tú antes de que tu número saliese premiado. ¿Qué te parece Morgan? Es de confianza y seguro que no te traiciona.
—No sé.
Morgan era un enorme tipo rubio, un americano de la Nueva Inglaterra Federada. No nos movemos en los mismos círculos, pero si Chiri me lo recomendaba, seguro que era de fiar.
—¿Qué necesitas que haga?
Me froté la mejilla. Reflejada en el espejo de atrás, mi barba roja empezaba a volverse gris.
—Quiero que liquide a alguien por mí. A otro americano.
—Mira, Morgan es un buen tipo.
—Aja —dije con amargura—. Si se matan entre sí nadie los echará de menos. ¿Puedes llamarlo ahora mismo?
Parecía dudar.
—Son las dos de la madrugada.
—Dile que aquí hay cien kiams esperándole. Sólo por venir y hablar conmigo.
—Vendrá —dijo Chiri.
Sacó una agenda del bolso y cogió el teléfono del bar.
Tragué la mitad del gimlet de vodka y miré la puerta. Ahora esperaba a dos personas.
—¿Quieres pagarnos? —dijo Chiri un poco más tarde.
Había estado contemplando la puerta, sin percatarme de que la música había cesado y que las cinco bailarinas se habían vestido. Sacudí la cabeza para desenturbiar la niebla que había en ella, pero no dio resultado.
—¿Cómo ha ido hoy? —pregunté.
—Lo mismo que siempre —dijo Chiri—. Asqueroso.
Partí las ganancias con ella y empecé a contar el dinero de las bailarinas. Chiri tenía una lista de las bebidas que cada chica había sacado a sus clientes. Calculé las comisiones y añadí los salarios.
—Será mejor que nadie llegue tarde mañana —dije.
—Sí, de acuerdo —dijo Kandy, cogiendo el dinero y precipitándose hacia la salida.
Lily, Rani y Jámila la siguieron.
—¿Estás bien, Marîd? —preguntó Yasmin.
Levanté la vista hacia ella, agradecido por el interés.
—Muy bien. Ya te contaré más tarde.
—¿Quieres que vayamos a desayunar?
Habría sido maravilloso. Hacía meses que no salía con Yasmin. Entonces me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no salía con nadie. Pero esa noche tenía cosas que hacer.
—Es mejor que lo dejemos para otro rato —dije—. Mañana tal vez.
—Claro, Marîd —dijo.
Se dio la vuelta y se fue.
—Algo va mal, ¿no? —dijo Chiri.
Me limité a asentir con la cabeza y me guardé el resto del dinero de la noche. No importaba lo rápido que lo gastase, siempre se acumulaba.
—Y no quieres hablar de ello.
Negué con la cabeza.
—Vete a casa, Chiri.
—¿Vas a quedarte aquí solo en la oscuridad?
Hice el ademán de disparar con la mano. Chiri se encogió de hombros y me dejó solo. Terminé el gimlet de vodka, luego fui detrás de la barra y me preparé otro. Al cabo de unos veinte minutos el americano rubio entró en el club. Me hizo un gesto y me dijo algo en inglés.
Sacudí la cabeza. Abrí el maletín sobre la barra, saqué un daddy de inglés y me lo conecté. En sólo un instante mi mente dejó de esforzarse por traducir lo que había dicho: el daddy empezó a trabajar y fue como si siempre hubiera hablado inglés.
—Siento hacerte venir tan tarde, Morgan.
Se pasó una gran manaza por su largo pelo rubio.
—Oye, tío, ¿qué es lo que pasa?
—¿Quieres una copa?
—Si me invitas, dame una cerveza.
—Sírvete tú mismo.
Se agachó hacia la barra y colocó un vaso limpio bajo uno de los grifos.
—Chiri me habló de cien kiams, tío.
Saqué el dinero. El tamaño del fajo me sorprendió. Tendría que ir al banco con más frecuencia o tener a Kmuzu como guardaespaldas a jornada completa. Saqué cinco billetes de veinte kiams y se los largué a Morgan.
Se secó la boca con el dorso de la mano y agarró el dinero. Miró los billetes y luego me miró a mí.
—Ahora me puedo ir, ¿no?
—Seguro. A no ser que desees oír cómo puedes ganar mil kiams más.
Se acomodó las gafas de acero y volvió a sonreír. No sabía si necesitaba las gafas o era simple afectación. Si tenía los ojos mal, podía reconstruírselos por un precio bastante módico.
—De cualquier modo, esto es más interesante que lo que estaba haciendo.
—Muy bien. Quiero que encuentres a alguien.
Le hablé de Paul Jawarski.
Cuando mencioné la banda de los cabezas planas, Morgan asintió.
—¿Es el tipo que mató a un policía hoy? —preguntó.
—Se escapó.
—Bien, oye, tío, la ley lo atrapará tarde o temprano, apuesta a que sí.
No permití que mi expresión se alterara.
—No quiero oír hablar de tarde ni temprano, ¿vale? Quiero saber dónde se encuentra y hacerle un par de preguntas antes de que la policía lo atrape. Está escondido en algún agujero, probablemente herido por una pistola de agujas.
—¿Vas a pagar mil kiams por ponerle la mano encima a ese tipo?
Vertí un chorlito de lima en mi gimlet y bebí un trago.
—Aja.
—¿No quieres que le sacuda un poco de tu parte?
—Limítate a encontrarlo antes que Hajjar.
—Muy bien —dijo Morgan—. Ya te entiendo. Cuando el teniente ponga sus garras en él, Jawarski no volverá a estar en condiciones de hablar con nadie.
—Exacto. Y no queremos que eso suceda.
—Supongo que no, tío. ¿Cuánto vas a pagarme por adelantado?
—La mitad ahora y la mitad después. —Le solté otros quinientos kiams—. Quiero resultados mañana, ¿entendido?
Su manaza agarró el dinero mientras me dirigía una sonrisa de depredador.
—Vete a la cama, tío. Mañana te despertaré con la dirección y el teléfono de Jawarski.
Me levanté.
—Acaba tu cerveza y vámonos de aquí. Este lugar está empezando a romperme el corazón.
Morgan echó un vistazo al bar a oscuras.
—No es lo mismo sin las chicas y las bolas de espejos moviéndose.
Engulló de un trago el resto de su cerveza y dejó cuidadosamente el vaso sobre la barra.
Le seguí hasta la puerta de la entrada.
—Encuentra a Jawarski —le dije.
—Ya es tuyo, tío.
Saludó con la mano y se alejó Calle arriba. Volví dentro y me senté en mi sitio. La noche aún no había acabado.
Bebí un par de gimlets más antes de que apareciera Indihar. Sabía que iba a venir. La estaba esperando.
Se había puesto un abultado abrigo azul y un pañuelo marrón y dorado ceñido a la cabeza. Estaba pálida y ojerosa, y apretaba firmemente los labios. Vino hacia mí y se quedó mirándome. Sin embargo, sus ojos no estaban enrojecidos, no había llorado. No podía imaginarme a Indihar llorando.
—Quiero hablar contigo —dijo con voz fría y serena.
—Por eso estoy aquí.
Se dio la vuelta y se contempló en la pared de espejos de detrás del escenario.
—El sargento Catavina me dijo que no estabas en muy buena forma esta mañana, ¿es cierto?
Volvió a mirarme con la expresión totalmente ausente.
—¿Es cierto qué? ¿Que no me encontraba bien?
—Que estabas colgado o resacoso cuando saliste con mi marido.
—Me presenté a la comisaría con resaca. Pero eso no me incapacitaba.
Sus manos empezaron a crisparse. Podía ver la tensión de los músculos de su mandíbula.
—¿Crees que eso te hacía más lento?
—No, Indihar. No puedes culparme por lo que pasó.
Sentía un vacío asqueroso en el vientre porque llevaba todo el día pensando lo mismo. Me había ido sintiendo cada vez más culpable desde que dejé a Shaknahyi sobre una camilla del hospital con una maldita sábana cubriéndole el rostro.
—Sí te culpo. Si hubieras estado en forma para cubrirle, mi marido estaría vivo y mis hijos aún tendrían un padre. Ellos no lo saben. Todavía no se lo he dicho. No sé cómo decírselo. Para serte sincera, ni siquiera sé cómo decírmelo a mí misma. Quizás mañana caiga en la cuenta de que Jirji está muerto. Entonces tendré que buscar el modo de pasar el día sin él, de pasar la semana, el resto de mi vida.
De repente sentí náuseas y cerré los ojos. Era como si yo no estuviera realmente allí, como si aquello fuese una pesadilla. Pero cuando abrí los ojos Indihar aún me miraba. Todo era verdad y ambos teníamos que representar aquella terrible escena.
—Yo…
—No me digas que lo sientes, hijo de puta —dijo ella, sin siquiera levantar la voz—. No quiero escuchar a nadie diciendo que lo siente.
Me senté y dejé que ella dijera lo que necesitaba decir. No podía acusarme de nada que yo no hubiera confesado ya mentalmente. Si no me hubiera emborrachado tanto anoche, si no hubiera tomado todos esos sunnies esa mañana…
Me miraba con una expresión desesperada, me condenaba con su presencia y su silencio. Ella sabía y yo sabía, y eso era suficiente. Luego se dio la vuelta y se fue del club, con paso firme y postura perfecta.
Me sentí absolutamente destrozado. Encontré el teléfono donde Chiri lo había dejado y pronuncié el código de mi casa. Sonó tres veces y Kmuzu respondió.
—¿Quieres venir a recogerme? —dije, susurrando las palabras.
—¿Estás en el local de Chiriga? —preguntó.
—Sí. Ven antes de que me mate.
Arrojé el teléfono al suelo y me serví otra bebida mientras esperaba.
Cuando llegó, yo tenía un pequeño regalo para él.
—Extiende la mano.
—¿Qué es, yaa Sidil Vacié mi caja de píldoras en su palma, luego la cerré y me la guardé en el bolsillo.
—Deshazte de ellas.
Su expresión no se alteró mientras cerraba el puño.
—Es una sabia medida —me dijo.
—Un poco tarde.
Me levanté del taburete y le seguí en el fresco aire de la noche. Cerré la puerta del club de Chiri y dejé que Kmuzu me llevara a casa.
Me di una larga ducha y mantuve el chorro caliente aguijoneando mi piel hasta que empecé a relajarme. Me sequé y fui al dormitorio. Kmuzu me había preparado una taza de chocolate caliente. Lo tomé agradecido.
—¿Deseas algo más, yaa Sidil —me preguntó.
—Escucha, mañana no iré a la comisaría. Déjame dormir, ¿de acuerdo? No deseo que se me moleste. No quiero responder a ninguna llamada telefónica ni saber de los problemas de nadie.
—Excepto si el amo de la casa requiere tu presencia —dijo Kmuzu.
Suspiré.
—Eso no hace falta decirlo. Aparte de eso…
—Procuraré que nadie te moleste.
No me conecté el daddy despertador antes de irme a la cama y pasé una mala noche. Las pesadillas me despertaron una y otra vez hasta que al alba me sumí en un profundo sueño. Cerca del mediodía me levanté de la cama. Me puse mis viejos téjanos y una camisa, un atuendo que no solía llevar en la mansión de Friedlander Bey.
—¿Deseas algo de desayuno, yaa Sidil —me preguntó Kmuzu.
—No, hoy me tomaré todo el día libre.
Frunció el ceño.
Hay un problema que requiere tu atención, más tarde.
—Más tarde —asentí.
Fui al despacho donde había tirado mi maletín la noche anterior y cogí el Sabio Consejero de la ristra de moddies. Pensé que mi atormentada mente podía utilizar cierta terapia instantánea. Me senté en una cómoda butaca de cuero y me enchufé el moddy.
Érase una vez en Mauritania un famoso loco, embustero y bribón llamado María Audran, o quizá no lo fuera. Un día Miaran conducía su sedán westfaliano de color crema dispuesto a resolver un importante asunto, cuando chocó con otro coche. El segundo coche era viejo y destartalado, y aunque el accidente fue claramente culpa del otro conductor, el hombre saltó del demolido montón de chatarra y empezó a gritar a Audran.
—¡Mira lo que has hecho a mi magnífico vehículo! —gritó el conductor, que era el teniente de policía Hajjar.
Reda Abu Adil, Hassan el chiíta y Paul Jawarski salieron también del coche. Los cuatro amenazaron e insultaron a Audran, aunque él protestó diciendo que no había hecho nada malo.
Jawarski dio una patada al arrugado parachoques del coche de Hajjar.
—Ahora no sirve para nada —dijo—, y la única solución honrada por tu parte es darnos tu coche.
Audran estaba en inferioridad numérica, cuatro contra uno, y era evidente que no estaban dispuestos a entrar en razón, de modo que asintió.
—¿Y no nos recompensarás por mostrarte el camino honorable? —preguntó Hajjar.
—De no haber insistido —dijo Hassan—, tus acciones habrían puesto en peligro tu alma ante Alá.
—Tal vez —dijo Audran—. ¿Qué deseáis que os pague por ese servicio?
Reda Abu Adil separó sus manos como si eso importara poco.
—No es más que un símbolo entre hermanos musulmanes —dijo—. Nos darás a cada uno cien kiams.
De modo que Audran ofreció las llaves de su sedán westfaliano color crema al teniente Hajjar y pagó a cada uno cien kiams.
Toda la tarde Audran empujó el coche destrozado de Hajjar bajo el sol ardiente. Aparcó en medio del zoco y buscó a su amigo Saied Medio Hajj.
—Deberías ayudarme a desquitarme de Hajjar, Abu Adil, Hassan y Jawarski —dijo, y Saied estuvo de acuerdo.
Audran hizo un agujero en el suelo del automóvil destrozado y Saied se tumbó en él, tapado con una sábana para que nadie pudiera verlo, con una pequeña bolsa de monedas de oro. Entonces, Audran puso en marcha el motor del coche y esperó.
Poco después, aparecieron los cuatro villanos. Vieron a Audran sentado a la sombra del destruido vehículo y se echaron a reír.
—¡No avanzarás ni un metro! —se burló Jawarski—. ¿Para qué calientas el motor?
Audran levantó la vista hacia ellos.
—Tengo mis razones —dijo, y sonrió como si guardara un maravilloso secreto.
—¿Qué razones? —exigió Abu Adil—. ¿Te ha derretido el seso el sol del desierto?
Audran se levantó y bostezó.
—Me gustaría poder contároslas —dijo indiferente—. Después de todo, os debo a vosotros mi buena suerte.
—¿Buena suerte? —preguntó Hajjar, suspicaz.
—Ven. Mira —dijo Audran, conduciendo a los cuatro villanos hasta ¡aparte trasera del coche, donde la tapa de la batería había quedado abierta—. Mead en la batería.
—No hay duda de que te has vuelto loco —dijo Jawarski.
—Entonces lo haré yo mismo —dijo Audran. Y así lo hizo, orinó en la batería destruida—. ¡Ahora hemos de esperar un momento! ¡Ya está! ¿Lo oís?
—Yo no oigo nada —dijo Hassan.
—Escucha —dijo Audran. Y entonces se produjo un delicado «cling, cling» por debajo del coche—. Echad un vistazo —les ordenó.
Reda Abu Adil se puso a cuatro patas, ignorando el polvo y la indignidad, y miró debajo del coche.
—¡Maldita sea su fe! —gritó—. ¡Oro!
Se estiró en el suelo y alargó el brazo por debajo del coche; cuando se puso en pie tenía un puñado de monedas de oro. Las enseñó a sus compañeros asombrado.
—Escuchad —dijo Audran.
Y ellos oyeron el tintineo de más monedas de oro cayendo al suelo.
—Mea amarillo en el coche —murmuró Hassan— y de él manan monedas amarillas.
—Que Alá te conceda prosperidad si me permites recuperar mi coche —gritó el teniente Hajjar.
—Me temo que no —dijo Audran.
—Quédate tu maldito sedán westfaliano color crema y lo consideraremos un trato honrado —dijo Jawarski.
—Me temo que no —dijo Audran.
—También te daremos cien kiams —dijo Abu Adil.
—Me temo que no —dijo Audran.
Imploraron una y otra vez y Audran se negó. Por último se ofrecieron a devolverle el sedán más quinientos kiams de cada uno y él aceptó.
—Pero volveré dentro de una hora —dijo—. Todavía está mi orina en la batería.
Ellos aceptaron. Entonces Audran y Saied se largaron y se repartieron los beneficios.
Bostecé al quitarme el Sabio Consejero. Me gustó la visión, a no ser por la presencia de Hassan el chiíta, que estaba muerto y por mí podía seguir así. Reflexioné sobre el significado de la historia. Tal vez mi mente inconsciente se esforzaba en ingeniar sagaces modos de vencer a mis enemigos. Me alegraba de saberlo. Era consciente de que por la fuerza no conseguiría nada. Carecía de ella.
Me sentí sutilmente diferente después de la sesión de Sabio Consejero, más decidido, pero también maravillosamente lúcido y libre. Ahora mi rostro esbozaba una sonrisa y tenía la sensación de que nadie podría frenarme. La muerte de Shaknahyi me había cambiado, proyectado a un nivel de energía más alto. Me sentía como si viviera en oxígeno puro, brillante y limpio y peligrosamente explosivo.
—Yaa Sidi —dijo Kmuzu bajito.
—¿Qué ocurre?
—El amo de la casa está hoy enfermo y desea que atiendas un pequeño asunto de negocios.
Volví a bostezar.
—Sí, ¿qué clase de negocios?
—No lo sé.
Esa sensación liberadora había conseguido que me olvidara de lo que Friedlander Bey pensaría de mis ropas. Ya no iba a preocuparme nunca más de eso. Papa me tenía bajo el pulgar y tal vez yo no pudiera evitarlo, pero no iba a permanecer pasivo más tiempo. Intenté hacérselo saber, pero cuando lo vi, parecía tan enfermo que lo dejé para más tarde.
Estaba en la cama incorporado sobre una pequeña montaña de almohadas. Tenía una mesa bandeja sobre sus piernas y estaba llena de archivadores, informes, placas de memoria multicolores y un diminuto microordenador. Sostenía una taza de té aromático en una mano y uno de los dátiles rellenos en la otra. Umm Saad debió de creer que podía sobornar a Papa con ellos o que éste olvidaría el ultimátum que le dio. Para ser honesto, en aquel momento el problema de Friedlander Bey con Umm Saad parecía casi trivial, ni se lo menté.
—Rezo por tu bienestar —dije.
Papa alzó los ojos hacia mí e hizo una mueca.
—No es nada, hijo mío. Me siento un poco mareado y me duele el estómago.
Me incliné hacia Papa, le besé en la mejilla y murmuró algo que no pude oír con claridad.
Esperé a que me explicara el asunto de negocios del que deseaba que me ocupase.
—Youssef me dice que hay una mujer grande y enojada en la sala de espera —dijo, torciendo la boca hacia abajo—. Se llama Tema Akwete. Ella intenta ser paciente porque ha recorrido una gran distancia para pedir un favor.
—¿Qué clase de favor? —pregunté.
Papa se encogió de hombros.
—Representa al nuevo gobierno de la República de Songhay.
—Nunca he oído hablar de ella.
—El mes pasado el país se llamaba Reino Unificado Segu. Antes de eso era la Magistratura de Tombuctú y antes que eso Mali y antes formaba parte del África occidental francesa.
—Y la mujer Akwete ¿es una emisaria del nuevo régimen?
Friedlander Bey asintió. Empezaba a decir algo, pero se le cerraron los ojos y se le cayó la cabeza contra las almohadas. Se pasó la mano por la frente.
—Perdóname, hijo mío —dijo—. No me encuentro bien.
—Entonces no te preocupes por la mujer. ¿Cuál es su problema?
—Su problema es que el rey Segu estaba muy enfadado al descubrir que había perdido su trabajo. Antes de huir de su palacio saqueó el tesoro real, por supuesto, no hacía falta decirlo. Su banda también destruyó todas las terminales de ordenador más importantes de la capital. La República de Songhay ha abierto el tenderete sin la menor idea de sobre cuánta gente gobierna, ni siquiera de cuáles son los límites del país. Carecen de una base impositiva legítima, listas de los empleados del gobierno ni descripciones de sus obligaciones, y no existe información precisa sobre las fuerzas armadas. Songhay se encamina hacia la catástrofe.
Comprendía.
—De modo que han enviado a alguien. Te necesitan para restaurar el orden.
—Sin los ingresos de los impuestos, el nuevo gobierno no puede pagar a sus empleados ni continuar los servicios normales. Es probable que pronto Songhay se vea paralizada por huelgas generales. El ejército puede desertar y entonces el país estará a merced de las naciones vecinas mejor organizadas.
—¿Por eso la mujer está enfadada contigo?
Papa separó las manos.
—Los problemas de Songhay no son asunto mío —dijo—. Te expliqué que Reda Abu Adil y yo nos dividimos el mundo musulmán. Ese país es de su jurisdicción. No tengo nada que ver con los estados subsaharianos.
—Akwete debió acudir primero a Abu Adil.
—Exacto. Youssef le transmitió el mensaje, pero ella gritó y pegó al pobre hombre. Cree que intentamos extorsionar a su gobierno por un pago más sustancioso. —Papa dejó su taza de té y buscó entre las desordenadas pilas de papeles sobre sus mantas, escogió un grueso sobre y me lo ofreció con mano temblorosa—. Éstas son las condiciones materiales y el contrato que me ha ofrecido. Dile que se lo lleve a Abu Adil.
Respiré profundamente. No parecía que tratar con Akwete resultase divertido.
—Se lo diré.
Papa asintió ausente. Había arreglado una molestia de orden menor y ya volcaba su atención en otra cosa. Después de un momento murmuré unas palabras y abandoné la habitación. Ni siquiera notó que me había ido.
Kmuzu me esperaba en el pasillo que conducía a las dependencias privadas de Papa. Le conté lo que habíamos hablado Friedlander Bey y yo.
—Voy a ver a esa mujer —dije—, y luego tú y yo daremos un paseo hasta la casa de Abu Adil.
—Sí, yaa Sidi, pero será mejor que te espere en el coche. Sin duda, Reda Abu Adil me considera un traidor.
—Aja. ¿Porque fuiste contratado como guardaespaldas de su esposa y ahora te cuidas de mí?
—Porque dispuso que me convirtiera en un espía en la casa de Friedlander Bey y ya no me considero en ese empleo.
Sabía desde el principio que Kmuzu era un espía. Sólo que pensaba que era espía de Papa y no de Abu Adil.
—¿Ya no le informas de todo?
—¿Informar a quién, yaa Sidil —A Abu Adil.
Kmuzu me dedicó una breve y solemne sonrisa.
—Te aseguro que no. Ahora informo al amo de la casa.
—Bueno, está bien.
Bajamos la escalera y me detuve fuera de una de las salas de espera. Las dos Rocas Parlantes flanqueaban la puerta. Miraron amenazadoramente a Kmuzu. Kmuzu les devolvió la mirada. Yo hice caso omiso y entré.
La mujer negra se puso en pie tan pronto pisé el umbral.
—¡Exijo una explicación! —gritó—. Se lo advierto, como embajadora legítima de la República de Songhay…
La hice callar con una mirada incisiva.
—Señora Akwete —dije—, el mensaje que ha recibido antes era muy explícito. De verdad, ha venido al sitio equivocado. Sin embargo, puedo acelerar sus trámites. Transmitiré la información y el contrato que contiene este sobre al caíd Reda Abu Adil, que participo en la fundación del Reino Segu. Podrá ayudarla a usted del mismo modo.
—¿Y qué pago espera como mediador? —me preguntó agriamente Akwete.
—Ninguno en absoluto. Es un gesto de amistad por parte de nuestra casa hacia la nueva república islámica.
—Nuestro país es aún joven. Desconfiamos de semejante amistad.
—Están en su derecho —dije encogiéndome de hombros—. Sin duda al rey Segu le pasó lo mismo.
Le di la espalda y abandoné la sala de espera.
Kmuzu y yo cruzamos enérgicamente el vestíbulo hacia las grandes puertas de madera. Oía los zapatos de Akwete repicar en el parquet detrás de nosotros.
—Espere —gritó.
Me pareció distinguir un tono de excusa en su voz.
Me detuve y la miré.
—¿Sí, señora?
—Ese caíd… ¿puede hacer lo que usted dice? ¿O se trata de un complicado truco?
Le sonreí con frialdad.
—No creo que ni usted ni su país estén en condiciones de dudarlo. Su situación es desesperada y Abu Adil no la empeorará. No tiene nada que perder y todo que ganar.
—No somos ricos —dijo Akwete—. No después del modo en que el rey Olujimi sangró a nuestro pueblo y disipó nuestra escasa riqueza. Tenemos un poco de oro…
Kmuzu alzó una mano. Era muy raro que él interrumpiera.
—El caíd Reda no está tan interesado en su oro como en el poder —dijo.
—¿Poder? —preguntó Akwete—. ¿Qué clase de poder?
—Estudiará vuestra situación —dijo Kmuzu—, y luego se reservará cierta información para él.
Noté que la mujer negra vacilaba.
—Insisto en ir con ustedes a ver a ese hombre. Estoy en mi derecho.
Kmuzu y yo nos miramos. Ambos sabíamos que era una ingenua al creerse con derechos en tales circunstancias.
—Muy bien —dije—, pero dejará que yo hable con Abu Adil primero.
Parecía sospechar.
—¿Y eso por qué?
—Porque lo digo yo.
Salí al exterior con Kmuzu, donde esperé al sol mientras él iba a buscar el coche. La señora Akwete me siguió al cabo de un momento. Parecía furiosa, pero no dijo nada más.
En el asiento trasero del sedán, abrí mi maletín y cogí el moddy de tipo duro de Saied y me lo conecté. Me invadió una sensación de seguridad, de que nadie podía interponerse en mi camino, no a partir de ahora, ni Abu Adil, ni Hajjar, ni Kmuzu, ni Friedlander Bey.
Akwete se sentó tan lejos de mí como pudo, con las manos crispadamente cruzadas sobre su regazo y la cabeza hacia el lado contrario. No me importaba la opinión que tenía de mí. Miré la libreta de tapas de vinilo de Shaknahyi. En la primera página había escrito Archivo Fénix en letras grandes. Debajo de eso había varias entradas:
Ishaq Abdul-Hadi Bouhatta — Elwau Chami (Corazón, pulmones) Andreja Svobik — Fatima Hamdan (Estómago, intestino, hígado) Abbas Karami — Nabil Abu Khalifeh (Riñones, hígado) Blanca Mataro Shaknahyi estaba convencido de que los cuatro nombres de la izquierda tenían alguna relación, pero en palabras de Hajjar eran sólo «casos abiertos». Bajo los nombres, Shaknahyi había escrito tres letras árabes: alif, lam, mim, que corresponden a las letras latinas A.L.M.
¿Qué podían significar? ¿Se trataba de unas siglas? Podía encontrar cientos de organizaciones cuyas iniciales eran A.L.M. La A y la L podían formar el artículo definido y la M podía ser la primera letra de un nombre, alguien llamado al-Mansour o al-Magre-bi. O eran letras de la taquigrafía de Shaknahyi, una abreviación referente a un alemán (almání) o un diamante (almas) o a cualquier otra cosa. Me pregunté si alguna vez descubriría el significado de esas tres letras sin que Shaknahyi me explicara su código.
Coloqué un audiochip en el sistema holo del coche, luego guardé la agenda y el sobre de Tema Akwete en el maletín y lo cerré. Mientras Umm Khalthoum, la dama del siglo xx, cantaba sus lamentos, imaginé que era una canción fúnebre por Shaknahyi, que lloraba por Indihar y sus hijos. Akwete seguía mirando por la ventana, sin prestarme atención. Mientras tanto Kmuzu conducía el coche por las angostas, serpenteantes calles de Hámidiyya, los suburbios que encerraban los alrededores de la mansión de Reda Abu Adil.
Después de conducir durante casi media hora entramos en la finca. Kmuzu se quedó en el coche simulando dormitar. Akwete y yo salimos y subimos por el camino de baldosas hacia la casa. En la visita que hicimos Shaknahyi y yo, me impresionaron los lujosos jardines y la hermosa casa. Aquel día no noté nada de eso. Llamé a la puerta de madera tallada y un sirviente respondió de inmediato, mirándome con insolencia pero sin decir nada.
—Tenemos negocios con el caíd Reda —dije, empujándolo—. Vengo de parte de Friedlander Bey.
Gracias al moddy de Saied mis modales eran rudos y bruscos, pero al criado no pareció preocuparle demasiado. Cerró la puerta tras de mí, se alejó por un pasillo de alto techo esperando a que lo siguiéramos. Lo seguimos. Se detuvo ante una puerta cerrada al final de un corredor largo y fresco. En el aire flotaba una fragancia de rosas, olor que yo identificaba con la mansión de Abu Adil. El criado no dijo ni una palabra más. Se detuvo para mirarme con insolencia, luego se fue.
—Espere aquí —le dije a Akwete.
Empezó a discutir, pero lo pensó mejor.
—Esto no me gusta nada —dijo.
—Peor para usted.
No sabía lo que me aguardaba al otro lado de la puerta, pero no iba a llegar a ninguna parte esperando en medio del pasillo con Akwete, así que giré el picaporte y entré.
Ni Reda Abu Adil ni Umar Abdul-Qawy me oyeron entrar en el despacho. Abu Adil estaba en su cama de hospital, como la otra vez. Umar se inclinaba sobre él. No podría decir qué estaba haciendo.
—Que Alá te dé salud —dije tajante.
Umar se irguió y me miró.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —me preguntó.
—Tu criado me condujo hasta la puerta.
Umar asintió.
—Kamal. Tendré que hablar con él. —Me examinó con más detenimiento—. Lo siento. No recuerdo tu nombre.
—Marîd Audran. Trabajo para Friedlander Bey.
—Ah sí —dijo Umar. Su expresión se ablandó un poco—. La última vez que viniste eras policía.
—No soy un verdadero agente. Me ocupo de los intereses de Friedlander Bey con la policía.
Una ligera sonrisa deformó los labios de Umar.
—Como sea. ¿Y hoy te estás ocupando de ellos?
—De los suyos y también de los vuestros.
Abu Adil levantó una débil mano y tocó la manga de Umar. Umar se inclinó para oír las palabras que le susurraba el viejo, luego volvió a erguirse.
—El caíd Reda te invita a que te pongas cómodo —dijo Umar—. Te habríamos preparado un refrigerio apropiado si nos hubieras avisado de tu visita con antelación.
Busqué una silla y me senté.
—Hoy una mujer muy preocupada vino a casa de Friedlander Bey —dije—. Representa al gobierno revolucionario que acaba de socializar el Glorioso Reino Segu.
Abrí el maletín, saqué el sobre de la República de Songhay y se lo ofrecí a Umar.
Umar parecía interesado.
—¿Ya? De veras que pensé que Olujimi duraría más tiempo. Supongo que una vez has transferido la riqueza del país a un banco extranjero, no tiene ningún sentido seguir siendo rey.
—No he venido aquí para hablar de eso. —El moddy de Medio Hajj me ponía difícil ser educado con Umar—. Según los términos de vuestro acuerdo con Friedlander Bey, ese país está bajo vuestra jurisdicción. Encontraréis la información pertinente en ese paquete. He dejado a la mujer rabiando en el pasillo. Parece una puta despiadada. Me alegro de que seáis vosotros y no yo quienes tengáis que tratar con ella.
Umar sacudió la cabeza.
—Siempre intentan ordenarnos y reorganizarnos la vida. Olvidan lo mucho que nosotros podemos hacer por su causa si nos apetece.
Lo observé juguetear con el sobre, dándole vueltas sobre el escritorio. Abu Adil profirió un débil gruñido, pero había visto demasiado dolor en el mundo real como para compadecerme del sufrimiento de un caprichoso Infierno Sintético. Me dirigí a Umar.
—Si puedes hacer algo para que tu amo esté más consciente, la señora Akwete necesita hablar con él. Se cree que el destino del mundo islámico descansa únicamente sobre sus hombros.
Umar rió con ironía.
—La República de Songhay —dijo moviendo la cabeza con incredulidad—. Mañana volverá a ser un reino o una provincia conquistada o una dictadura fascista. Y a nadie le importará.
—A la señora Akwete sí.
Eso pareció divertirle.
—La señora Akwete será una de las primeras en entrar en la nueva oleada de purgas. Pero ya hemos hablado bastante de ella. Ahora debemos examinar el asunto de tu retribución.
Le miré fijamente.
—No había pensado en ninguna retribución.
—Por supuesto que no. No haces sino cumplir el acuerdo, el trato entre tu jefe y el mío. Sin embargo, es de sabios expresar gratitud hacia los amigos. Después de todo, alguien que te ha ayudado en el pasado es más probable que te ayude en el futuro. Tal vez pueda hacerte algún pequeño favor en la policía a cambio.
Ése era el único propósito de mi pequeña excursión a casa de Abu Adil. Separé las manos e intenté parecer indiferente.
—No, no se me ocurre nada —dije—. A no ser…
—¿A no ser qué, amigo mío?
Simulé examinar el talón gastado de mi bota.
—A no ser que estés dispuesto a explicarme por qué has instalado a Umm Saad en nuestra casa.
Umar simuló la misma indiferencia.
—Ya debes de saber que Umm Saad es una mujer muy inteligente, pero ni mucho menos todo lo inteligente que ella se cree. Sólo deseábamos que nos tuviera al corriente de los planes de Friedlander Bey. No hablamos de que se enfrentara con él personalmente ni que abusara de su hospitalidad. Ha provocado la hostilidad de tu amo y eso hace que carezca de valor para nosotros. Puedes hacer con ella lo que te plazca.
—Es lo que yo sospechaba —dije—. Friedlander Bey no os considera ni a ti ni al caíd Reda responsables de sus actos.
Umar levantó una mano en un gesto de arrepentimiento.
—Alá nos da herramientas para que las empleemos lo mejor que sepamos —dijo—. A veces una herramienta se rompe y debemos tirarla.
—Que Alá sea loado —murmuré.
—Alabado sea Alá —dijo Umar.
Parecía que empezábamos a progresar.
—Una última cosa —dije—. Ayer dispararon y mataron al policía que me acompañaba la otra vez, el agente Shaknahyi.
Umar no dejó de sonreír, pero frunció el ceño.
—Oímos las noticias. Nuestros corazones están con su viuda y sus hijos. Que Alá les conceda la paz.
—Sí. En cualquier caso, me gustaría mucho coger al hombre que lo mató. Se llama Paul Jawarski.
Miré a Abu Adil, que se retorcía sin descanso en su cama de hospital. El regordete viejo profirió unos sonidos muy bajitos e ininteligibles, pero Umar no le prestaba atención.
—Será un placer poner nuestros recursos a tu disposición. Si alguno de nuestros asociados sabe algo de ese tal Jawarski, te informaremos en seguida.
No me gustó el modo en que Umar dijo eso. Sonaba demasiado falso y parecía demasiado afectado. Le di las gracias y me levanté para marcharme.
—Un momento, caíd Marîd —dijo con voz serena. Se levantó y me cogió del brazo, guiándome hacia otra salida—. Me gustaría hablar contigo en privado. ¿Te importaría acompañarme a la biblioteca?
Sentí un escalofrío peculiar. Sabía que se trataba de una invitación particular de Umar Abdul-Qawy, que actuaba por su cuenta, no del Umar Abdul-Qawy secretario del caíd Reda Abu Adil.
—Muy bien —le respondí.
Se levantó y se desconectó el moddy que llevaba, sin quitarle ojo a Abu Adil.
Umar me abrió la puerta y entré en la biblioteca. Me senté a una gran mesa oval de brillante madera oscura. Sin embargo, Umar permaneció de pie. Paseaba ante una pared alta llena de estanterías, sosteniendo perezoso el moddy en una mano.
—Creo que comprendo tu postura —dijo por fin.
—¿Qué postura es ésa?
Gesticuló irritado.
—Ya sabes a qué me refiero. ¿Cuánto tardarás en hartarte de ser el perro de caza de Friedlander Bey, corriendo y cobrando presas para un loco que no tiene el entendimiento lo bastante lúcido como para percatarse de que es casi un cadáver?
—¿Te refieres a Papa o al caíd Reda?
Umar dejó de deambular y me miró.
—Hablo de ambos, y estoy seguro de que lo sabes muy bien.
Miré a Umar un instante mientras oía el trino de algún pájaro cantor, que estaban enjaulados por toda la casa y la propiedad de Abu Adil. Daba a la tarde una falsa sensación de paz y esperanza. El aire de la librería estaba viciado y estancado. Empecé a sentirme yo también en una jaula. Quizá había sido un error acudir allí ese día.
—¿Qué insinúas, Umar?
—Insinúo que empieces a pensar en el futuro. Algún día, no muy lejano, los imperios de los viejos estarán en nuestras manos. Mierda, yo ya dirijo los asuntos del caíd Reda ahora mismo. Él se pasa todo el día conectado a…, a…
—Ya sé qué se conecta.
Umar asintió.
—Muy bien, entonces. Este moddy que utilizo es una reciente grabación de su mente. Me lo dio porque su única diversión sexual es joderse a sí mismo, o a un duplicado exacto de sí mismo. ¿No te repugna?
—Bromeas. —Había oído cosas mucho peores.
—Pues olvídalo. No se da cuenta de que con este moddy soy su igual en lo que respecta al cuidado de los negocios. Yo soy Abu Adil, pero le añado las ventajas de mis habilidades innatas. Él es el caíd Reda, un gran hombre, pero con este moddy yo soy el caíd Reda y Umar Abdul-Qawy juntos. ¿Para qué lo necesito?
Lo encontré terriblemente cómico.
—¿Me propones la eliminación de Abu Adil y Friedlander Bey?
Umar miró a su alrededor con nerviosismo.
—No te propongo tal cosa —dijo en voz muy baja—. Muchas otras personas dependen de su juicio y su intuición. No obstante, llegará un día en que los viejos serán un obstáculo para sus propias empresas.
—Cuando llegue el momento de echarlos, la gente precisa lo sabrá. Y Friedlander Bey, al menos, no cederá su poder de mala gana.
—¿Y si hubiera llegado el momento? —preguntó Umar bruscamente.
—Quizás tú lo estés, pero yo no estoy preparado para encargarme de los asuntos de Papa.
—Ese problema tiene solución —insistió Umar.
—Es posible.
No permití que mi rostro revelara ninguna emoción. No sabía si me estaban observando y grabando, pero no deseaba enemistarme con Umar. Ahora sabía que era un hombre muy peligroso.
—Te convencerás de que tengo razón —dijo, sosteniendo el moddy en la mano y frunciendo el ceño pensativo—. Vuelve con Friedlander Bey y piensa en lo que te he dicho. Volveremos a hablar pronto. Si no compartes mi entusiasmo, me veré obligado a deshacerme de ti junto con nuestros amos. —Empezaba a levantarme de la silla. Alzó una mano para detenerme—. No es una amenaza, amigo —dijo tranquilamente—. Es sólo mi visión del futuro.
—Sólo Alá conoce el futuro.
Se rió con cinismo.
—Si crees que esa charla piadosa tiene algún significado real, acabaré con más poder del que jamás soñó el caíd Reda. —Me indicó otra puerta en el lado sur de la biblioteca—. Puedes salir por ahí. Sigue el pasillo a la izquierda y te llevará hasta la entrada. Debo volver y discutir este asunto de la República de Songhay con la mujer. No te preocupes por ella. La enviaré a su hotel con mi chófer.
—Gracias por tu amabilidad.
—Ve en paz.
Salí de la biblioteca y seguí las indicaciones de Umar. Kamal, el criado, me encontró a mitad de camino y me mostró la salida. Caminaba en silencio. Bajé la escalera hasta el coche y luego miré hacia atrás. Kamal estaba aún en la entrada, vigilándome como si fuera a ocultar objetos de plata entre mis ropas.
Subí al sedán. Kmuzu encendió el motor y giró el coche hacia la puerta principal. Pensé en lo que Umar me había dicho, en lo que me proponía. Seguro que en todo ese tiempo habían existido muchos jóvenes que hicieron el papel que ahora representaba Umar. Abu Adil había ejercido su poder durante casi dos siglos. Sin duda muchos de ellos concibieron las mismas ideas ambiciosas. Abu Adil seguía vivo y ¿qué había pasado con aquellos jóvenes? Quizá Umar no había considerado esa cuestión. Quizá Umar no era tan listo como se creía.