11

Asesinaron a Jirji Shaknahyi el martes y hasta el viernes no tuve coraje para aparecer por la comisaría. Era día de culto y acariciaba la idea de pasar por una mezquita de camino, pero me pareció una hipocresía. Me creía una persona tan detestable que Alá no me vería con buenos ojos por mucho que rezase. Sé que no era más que huera especulación —después de todo, son los pecadores y no los santos quienes más necesitan de la oración—, pero me sentía demasiado inmundo y culpable como para entrar en la casa de Dios. Además, Shaknahyi era un ejemplo de fe verdadera y yo le había fallado. Debía redimirme primero ante mí mismo antes de hacer lo mismo ante Alá.

Mi vida había sido como un océano, agitado por olas de comodidad y placidez, y olas de adversidad. No importaba lo pacíficas que fueran las cosas, sabía que pronto me asediarían los problemas. Siempre me jactaba de mi independencia, de ser un detective solitario que sólo debía responder ante sí mismo. Sólo con que se hubieran cumplido la mitad de mis pretensiones me habría sentido satisfecho.

Necesitaba hasta mi último resquicio de aplomo y fuerza interior para enfrentarme con las fuerzas hostiles que me acechaban. Ni el teniente Hajjar, ni Friedlander Bey, ni ninguna otra persona me ayudaría. Nadie en la comisaría parecía particularmente interesado en hablar conmigo ese viernes por la mañana. El día de culto un montón de oficinistas de jornada partida, en su mayoría cristianos, suplían a los musulmanes religiosos. Por supuesto estaba el teniente Hajjar, pues en su lista de pasatiempos favoritos, la religión estaba a continuación de la cirugía oral y el pago de los impuestos. Inmediatamente fui a su oficina acristalada.

Alzó la vista para comprobar quién aparecía por su despacho.

—¿Qué ocurre ahora, Audran? —dijo bruscamente.

Hacía tres días que no me veía, pero por su pregunta parecía como si lo estuviera incordiando constantemente.

—Sólo quería saber qué planes tienes ahora para mí.

Hajjar me miraba por encima de su ordenador. Me contempló un rato, torciendo la boca como si masticara un dátil podrido.

—Estás muy equivocado —dijo en voz queda—. No entras en absoluto en mis planes.

—Me presento voluntario para colaborar en la investigación por la muerte de Jirji Shaknahyi.

Hajjar enarcó las cejas. Se reclinó contra su silla.

—¿De qué investigación me hablas? —preguntó con incredulidad—. Paul Jawarski le disparó. Eso es todo lo que necesitamos saber.

Esperé hasta poder hablarle sin gritar.

—¿Hemos cogido a Jawarski?

—¿Hemos? —preguntó Hajjar—. ¿Quiénes hemos? ¿Quieres decir si el departamento de policía tiene a Jawarski? Aún no. Pero no te preocupes, Audran, no se escapará. Le seguimos la pista.

—¿Cómo esperáis encontrarle? Esta ciudad es grande. ¿Crees que está sentado en una habitación esperando a que aparezcáis con una orden de detención? Probablemente en estos momentos ya esté en América.

—Lo encontraremos gracias al buen trabajo de la policía, Audran. Tú nunca has confiado demasiado en el buen trabajo de la policía. Sé que no ha abandonado la ciudad. Está en algún lugar y estamos estrechando el cerco a su alrededor. Es sólo cuestión de tiempo.

Sus palabras no me gustaron.

—Eso díselo a su viuda —dije—. Le enternecerá tu confianza.

Hajjar se levantó. Le había puesto furioso.

—¿Me estás acusando de algo, Audran? —preguntó, empujándome en el pecho con su índice extendido—. ¿Insinúas que quizá no llevo esta investigación lo bastante lejos?

—No he dicho nada de eso, Hajjar. Sólo deseo saber cuáles son tus planes.

Me sonrió con malicia.

—¿Qué? ¿Crees que no tengo otra cosa que hacer que sentarme a pensar cómo utilizar tus talentos especiales? Mierda, Audran, nos las hemos arreglado muy bien sin ti estos últimos días. Pero supongo que, ahora que estás aquí, debes hacer algo. —Volvió a sentarse tras su escritorio y hojeó una pila de papeles—. Ah sí, aquí están. Quiero que continúes la investigación que tú y Shaknahyi iniciasteis.

Eso no me hacía feliz. Quería participar directamente en la persecución de Jawarski.

—Creía que habías dicho que dejáramos en paz a Abu Adil.

Hajjar entornó los ojos.

—No he dicho nada de Abu Adil. Es mejor que te mantengas alejado de él. Hablo de ese asqueroso vietnamita de On Cheung. El vendedor de bebés. No podemos permitir que su rastro se enfríe.

Noté un escalofrío.

—¿Es que no puede seguir la pista de On Cheung otro? —dije—. Tengo especial interés en encontrar a Paul Jawarski.

—Marîd Audran. Un hombre y un destino. Olvídalo. No queremos que aúlles por toda la ciudad manifestando tu rencor. Además todavía no me has demostrado saber lo que estás haciendo. De modo que te asigno a un nuevo compañero, alguien con mucha experiencia. Esto no es un club de damas del voluntariado, Audran. Haz lo que te diga. ¿O es que consideras que quitar a On Cheung de la circulación es perder tu valioso tiempo?

Apreté los dientes. No me gustaba el trabajo, pero Hajjar tenía razón en el sentido de que era tan importante como cazar a Jawarski.

—Lo que tú digas, teniente.

Me miró con la misma sonrisa. Me habría gustado partirle la cara.

—A partir de ahora patrullarás con el sargento Catavina. Aprenderás mucho con él.

Se me puso el corazón en los pies. De todos los policías de la comisaría, Catavina era con el que menos deseaba pasar el rato. Era un pendenciero y un perezoso hijo de puta. Sabía que si llegamos a atrapar a On Cheung no sería por la contribución de Catavina.

El teniente debió de intuir mi reacción por la expresión de mi rostro.

—¿Algún problema, Audran? —preguntó.

—Si lo tuviera ¿existe alguna posibilidad de que cambies de opinión?

—Ni la más mínima —dijo Hajjar.

—Ya lo sabía.

Hajjar volvió a dirigir la mirada hacia su ordenador.

—Preséntate a Catavina. Quiero oír buenas noticias muy pronto. Pararle los pies a esa mierda, habrá recompensas para ambos.

—Me pondré manos a la obra ahora mismo, teniente.

Me impresionó la astucia de Hajjar. Arteramente me había alejado de Abu Adil y Jawarski encomendándome una investigación que llevaría un montón de tiempo pero perfectamente válida. Debía encontrar el modo de cumplir mis misiones oficiales y mis propósitos particulares.

Hajjar ya no me prestó más atención, así que salí de su despacho. Busqué al sargento Catavina. Prefería pasar de él, pero eso no sería posible.

Tampoco a Catavina le emocionaba ser mi compañero.

—Ya he hablado con Hajjar —me dijo, mientras bajábamos al garaje a buscar el coche patrulla de Catavina.

Catavina intentaba brindarme la ayuda de su experiencia de todos esos años en un discurso inconexo.

—No eres un buen policía —dijo con voz sombría—. Nunca lo serás. No quiero que me jodas como jodiste a Shaknahyi.

—¿Qué significa eso, Catavina? —le pregunté.

Se volvió hacia mí y me miró con los ojos muy abiertos.

—Imagínatelo. Si hubieras sabido lo que hacías, Shaknahyi aún estaría vivo y yo no tendría que llevarte de la mano. Aléjate de mi camino y haz lo que yo te diga.

Era una maldita locura, pero no dije nada. Planeaba apartarme de su camino. Pensé que tenía que deshacerme de Catavina si quería hacer algún progreso.

Subimos al coche patrulla y no me dijo nada en un buen rato. Por mi encantado. Pensé que se dirigía al barrio donde On Cheung fue visto por última vez. Quizás pudiéramos averiguar algo útil entrevistando a esa gente otra vez, aunque hubieran sido tan reacios a cooperar.

Sin embargo, ése no era su plan. Nos dirigimos hacia el oeste, en dirección contraria. Circulamos casi dos kilómetros y medio por una zona de angostas y serpenteantes calles y callejas. Por fin, Catavina aparcó frente a un edificio de aspecto ruinoso, el edificio más alto de la manzana. Las ventanas de la planta baja habían sido tapadas con madera contrachapada y la puerta principal del zaguán había sido arrancada de las bisagras. Por dentro y por fuera las paredes estaban llenas de nombres y divisas pintadas con spray. El vestíbulo apestaba, llevaba mucho tiempo sirviendo de water. Mientras caminábamos hacia el ascensor, los cristales crujían bajo nuestras botas. Una gruesa capa de polvo y arena cubría todo.

—¿Qué estamos haciendo aquí? —pregunté.

—Ya lo verás —respondió Catavina.

Apretó el botón del ascensor. Cuando llegó, yo dudaba en subir. Las condiciones del edificio no me inspiraban ninguna confianza de que los cables sostuvieran nuestro peso. Cuando el ascensor preguntó a qué piso deseábamos ir, Catavina murmuró: «Octavo».

Nos miramos mientras la puerta se cerraba. Subimos en silencio, el único ruido procedía del roce del ascensor abriéndose paso hacia lo alto.

Bajamos en el octavo y Catavina me guió por el oscuro pasillo hasta la habitación 814. Sacó una llave de su bolsillo y abrió la puerta.

—¿Qué es esto? —pregunté, siguiéndole al interior.

—Una salita de recreo para oficiales de policía —repuso.

Había una gran sala de estar, una pequeña cocina y un baño. No tenía muchos muebles, una mesa barata y seis sillas en la sala de estar junto a un sofá roñoso de vinilo negro, un pequeño aparato holo y cuatro catres plegables. En dos de los catres dormían policías uniformados. Reconocí a dos de ellos pero no conocía sus nombres. Catavina se dejó caer pesadamente sobre el sofá y me miró.

—¿Quieres una copa? —me preguntó.

—No.

—Entonces tráeme un whiskey. El hielo está en la cocina.

Fui a la cocina y encontré una colección de botellas de licor.

Metí unos cuantos cubitos de hielo en un vaso y serví tres dedos del fuerte licor japonés.

—¿Qué estamos haciendo aquí? —pregunté, pensando en el lema del departamento—, ¿proteger o servir?

Llevé la bebida a la sala de estar y se la ofrecí a Catavina.

—Tú estás sirviendo —dijo con un gruñido—. Yo estoy protegiendo.

Me senté en una de las sillas plegables y le miré; vi como se tragaba la mitad del whiskey japonés de un trago.

—¿Protegiendo qué?

Catavina me sonrió con desdén.

—Protegiéndome el culo, eso es. Mientras estoy aquí seguro que no me disparan.

Eché una ojeada a los dos policías dormidos.

—¿Se van a quedar aquí mucho rato?

—Hasta que acabe el turno —me dijo.

—¿Te importa si me llevo el coche y hago algún trabajo mientras tanto?

El sargento me miró por encima del borde de su vaso.

—¿Por qué demonios quieres hacerlo?

Me encogí de hombros.

—Shaknahyi nunca me dejaba conducir.

Catavina me miró como si estuviera loco.

—Claro que sí, pero no lo estrelles. —Hurgó en su bolsillo, pilló las llaves del coche y me las arrojó—. Será mejor que vuelvas a buscarme a las cinco en punto.

—De acuerdo, sargento.

Le dejé mirando el aparato de holo que ni siquiera estaba encendido. Bajé en ascensor hasta el cochambroso zaguán, preguntándome qué iba a hacer a continuación. Me sentía en la obligación de encontrar algo que me condujera hasta On Cheung, pero en cambio era Jirji Shaknahyi quien ocupaba mi mente.

Su funeral había sido el día antes y por un momento pensé en quedarme en casa. Por un lado no sabía si estaba emocionalmente preparado para afrontarlo, por otro aún me sentía algo responsable de su muerte y no me creía con derecho a asistir. No quería encontrarme cara a cara con Indihar y los niños en esas circunstancias. Sin embargo, el miércoles por la mañana acudí a la pequeña mezquita cercana a la comisaría donde tenía lugar el funeral.

En el servicio fúnebre sólo se permite participar a los hombres. Me quité los zapatos y realicé las abluciones rituales, luego entré en la mezquita y me senté cerca de la salida. Me dio la impresión de que un montón de policías entre la multitud me miraban con semblantes vengativos. Aún era un extraño para ellos y a sus ojos bien podía haber apretado el gatillo del arma que mató a Shaknahyi.

Rezamos y luego un anciano imán de barba gris pronunció un sermón y un panegírico, incluyendo algunas vacuas trivialidades sobre el esfuerzo y el valor. Nada de eso hizo que me sintiera mejor. Me arrepentí de haber asistido al servicio religioso.

Entonces nos levantamos y salimos de la mezquita. A no ser por el canto de algunos pájaros y el ladrido de unos perros, todo estaba sobrenaturalmente silencioso. El sol ardía en lo alto de un cielo sin nubes. Una ligera y trémula brisa agitaba las polvorientas hojas de los árboles, pero el aire era demasiado cálido para respirar. El olor a leche agria fluía como una neblina ácida sobre los callejones empedrados. El día era demasiado opresivo como para prolongar mucho cualquier asunto. Estoy seguro de que Shaknahyi tenía muchos amigos, pero en aquel momento no deseaban más que acompañarlo a la tumba y darle sepultura cuanto antes.

Indihar presidía la procesión desde la mezquita hasta el cementerio. Llevaba un vestido negro con el rostro velado y el cabello cubierto por un pañuelo negro. Debía de contenerse. Los tres niños caminaban a su lado, con expresiones de perplejidad y desolación. Chiri me había contado que Indihar no tenía bastante dinero para pagar una tumba en el cementerio de Haffe al-Khala, donde los padres de Shaknahyi estaban enterrados, y no quiso aceptar un préstamo. Shaknahyi descansaría en una pobre sepultura en el cementerio del extremo oeste del Budayén. Seguí a Indihar, a mucha distancia, mientras cruzaba el bulevar il-Jameel y atravesaba la puerta este. La gente del barrio y los turistas extranjeros salieron a la Calle y miraban desde las aceras el paso del cortejo fúnebre. La gente lloraba y susurraba plegarias. No había modo de decir si esa gente conocía al difunto. Probablemente para ellos eso no cambiaba nada.

Todos los antiguos camaradas de Shaknahyi querían ayudar a transportar el ataúd por las calles, de modo que en lugar de seis portadores, una apretujada multitud de hombres uniformados se esforzaba por alcanzar la pobre caja. Los que no lograban acercarse lo suficiente para tocarla caminaban a los lados y detrás formando una gran procesión fúnebre, golpeándose el pecho y gritando el testamento de su fe. Se oían las oraciones y el manoseo de muchos rosarios musulmanes. Yo mismo me vi arrastrado por la muchedumbre y recitaba antiguas oraciones que se habían inscrito en mi memoria durante la infancia. Al cabo de un rato, también a mí me absorbió la peculiar mezcla de desesperación y ritual. Me encontraba rezando a Alá por infligir tanta injusticia y horror a nuestras almas desvalidas.

En el cementerio, guardé las distancias mientras el ataúd desnudo era depositado en la tierra. Varios de los amigos más íntimos de Shaknahyi en la policía se turnaron para echar una paletada de tierra. El cortejo fúnebre elevó más plegarias al unísono, aunque el imán había declinado acompañar al funeral hasta su fin. Indihar permanecía valientemente de pie, apretando las manos de Hakim y Zahra, y el pequeño Jirji de ocho años cogía la otra mano de Hakim. Algunos representantes de la ciudad se acercaron a Indihar, murmuraron algo y ella asintió con circunspección. Luego desfilaron todos los oficiales de policía uniformados y le ofrecieron sus condolencias personales. Ahí fue cuando los hombros de Indihar empezaron a flaquear, sabía que estaba llorando. Mientras tanto el pequeño Jirji miraba las destartaladas tumbas y las lápidas cubiertas de hierba con la expresión completamente en blanco.

Cuando el funeral concluyó, todo el mundo se fue, excepto yo. El departamento de policía había preparado un pequeño refrigerio en la comisaría, porque Indihar tampoco tenía dinero para eso. Vi lo humillante que la situación era para ella. Además de la pena por su marido, Indihar sufría también el dolor de revelar su pobreza a todos sus amigos y conocidos. Para muchos musulmanes, un funeral indigno es una calamidad tan grande para los supervivientes como la muerte del ser querido.

Preferí no asistir a la recepción en la comisaría. Me quedé atrás, contemplando la tumba sin nada escrito de Jirji, con la mente llena de confusión y dolor. Recé unas oraciones y recité algunos pasajes del Corán.

—Te prometo, Jirji —susurré—, que Jawarski no se librará de ésta.

No me hacía ilusiones pensando que si conseguía que Jawarski pagara por su crimen, Shaknahyi descansaría en paz o la pena de Indihar sería menor o eso facilitaría las cosas al pequeño Jirji, a Hakim o a Zahra. No sabía qué más decir. Cuando acabé, me alejé de la tumba maldiciéndome a mí mismo por mi vacilación y rezando por que eso no acarreara sufrimientos a nadie más.

Mientas conducía desde el escondrijo de Catavina hasta la comisaría pensé en el funeral. Oí el retumbar del trueno y me sorprendí, porque no se presenciaban muchas tormentas con truenos en la ciudad. Miré al cielo a través del parabrisas, pero no se divisaba ninguna nube. Sentí un extraño escalofrío, al pensar que el trueno había sido un modesto signo divino que recalcaba mis recuerdos del entierro de Shaknahyi. Por primera vez desde su muerte, sentí una gran pérdida emocional.

También empezaba a pensar que mi idea de venganza no sería suficiente. Encontrar a Paul Jawarski y llevarlo ante la justicia no me devolvería a Shaknahyi, ni me libraría de la intriga en la que Jawarski, Reda Abu Adil, Friedlander Bey y el teniente Hajjar estaban de algún modo implicados. En una repentina intuición, me percaté de que había llegado el momento de dejar de pensar en el enigma como un gran problema con una solución sencilla. Ninguno de los jugadores sabía la historia completa, estaba seguro. Tenía que investigarlos por separado y reunir todas las pistas que pudiera, con la esperanza de que al final conducirían a algo encausable. Si las sospechas de Shaknahyi eran infundadas y me perdía en una absurda misión, acabaría peor que mal. Con toda probabilidad acabaría muerto.

Aparqué el coche patrulla en el garaje y subí hasta mi cubículo del tercer piso de la comisaría. Hajjar rara vez salía de su cuarto de cristal, de modo que no era probable que me pescase. ¡Que me pescase! Demonios, todo lo que quería era hacer cierto trabajo.

Hacía dos semanas que no realizaba ningún trabajo serio en el ordenador. Me senté en el despacho y coloqué una célula de memoria de aleación de cobalto nueva en uno de los puertos de entrada del ordenador.

—Crear archivo —le dije.

—Nombre del archivo —precisó la voz apática del ordenador.

—Archivo Fénix —dije.

En realidad no tenía demasiada información para entrar. Primero leí los nombres de la libreta de Shaknahyi. Luego miré la pantalla del monitor. Quizá era el momento de proseguir la investigación de Shaknahyi.

Todos los ordenadores de la red de la comisaría estaban conectados a la base de datos de la central de policía. El problema era que el teniente Hajjar nunca confió del todo en mí y me había concedido la autorización mínima. Con mi contraseña sólo podía obtener información a la que tenía acceso cualquier civil que entrase por la puerta de la comisaría y preguntase algo en la oficina de información. Sin embargo, en los meses que llevaba trabajando para la policía, accidentalmente había averiguado todos los códigos de otros plumíferos con graduaciones más altas. Existía una extensa y activa circulación clandestina de material confidencial entre el personal no uniformado. Técnicamente era del todo ilegal, pero en realidad era el único modo de poder hacer nuestros trabajos.

—Busca —le dije.

—Entra la secuencia a buscar —dijo el aparato Annamese en su peculiar acento americano.

—Bouhatta.

Ishaq Abdul-Hadi Bouhatta era la primera anotación de la libreta de Shaknahyi, víctima de asesinato, cuyo asesino no había sido capturado aún.

—Entra contraseña —dijo el ordenador.

Tenía la lista de códigos de seguridad escrita en un pedazo de papel que escondía en un manual técnico. Sin embargo hacía tiempo que había memorizado la contraseña de máximo nivel. Era una mezcla de veintidós caracteres alfanuméricos y de los símbolos del Código Ordinario Árabe para Intercambio de Información. Debía teclearlos manualmente.

—Aceptado —dijo el ordenador—. Buscando.

En treinta segundos apareció en mi monitor el archivo completo de Bouhatta. Me salté la biografía personal y los detalles de su muerte, de los que sólo me fijé en que había sido asesinado por una descarga de una pistola estática a corta distancia, al igual que Blanca. Quería saber dónde habían llevado el cadáver. Encontré la información en el informe del forense, que figuraba en la última página del archivo. No le habían practicado autopsia, sino que el cuerpo de Bouhatta había sido entregado al Hospital Abu Emir de la plaza Al-Islam.

—¿Busco algo más? —preguntó el ordenador.

—No —dije—. Captura datos.

—¿Base de datos?

—Hospital Abu Emir —dije.

El ordenador pensó un instante.

—El actual código de seguridad es suficiente —decidió.

Hubo una larga pausa mientras accedía a los archivos del ordenador del hospital.

Cuando apareció el menú principal del hospital en mi pantalla, ordené que buscara los ficheros de Bouhatta. No le costó mucho y yo encontré lo que necesitaba. Tal como sugerían las notas de Shaknahyi, a Bouhatta le habían extirpado el corazón y los pulmones casi inmediatamente después de su muerte y los habían trasplantado al cuerpo de Elwau Chami. Supuse que el resto de la información de Shaknahyi sobre las víctimas de otros asesinatos sin resolver también era cierta.

Ahora quería llevar la investigación un importante paso más allá.

—¿Busco algo más? —preguntó la base de datos del hospital.

—Sí.

—Entra la secuencia a buscar.

—Chami.

Pocos segundos más tarde apareció una lista de cinco nombres, desde Chami, Ali Masoud, hasta Chami, Zayd.

—Selecciona entrada —dijo el ordenador.

—Chami, Elwau.

Cuando el archivo apareció en la pantalla, lo leí con calma. Chami era un individuo anónimo, ni tan pobre como algunos ni tan rico como otros. Estaba casado y tenía siete hijos, cinco niños y dos niñas. Vivía en un vecindario de clase media al noreste del Budayén. Claro que los historiales médicos no decían nada de tropiezos con la ley, pero había un hecho importante oculto en el estilo redundante de los informes: Elwau Chami dirigía una pequeña tienda del Budayén, en la calle Once al norte de la Calle. Era una tienda que conocía muy bien. Chami vendía alfombras orientales baratas en la parte delantera y alquilaba la trastienda a una pareja de ancianos paquistaníes que vendían objetos de bronce a los turistas. Lo interesante era que Friedlander Bey era el propietario del edificio. Era probable que Chami también trabajara como portero del salón de juego del piso superior, donde se cruzaban elevadas apuestas.

Seguidamente investigué sobre Blanca Mataro, el transexual cuyo cadáver había descubierto con Jirji Shaknahyi. Su cuerpo había sido trasladado a otro hospital y había proporcionado los riñones y el hígado que necesitaba con urgencia una joven enferma a la que nunca conoció. En sí no era nada extraño, mucha gente donaba sus órganos en caso de muerte repentina o accidental. Me pareció demasiada coincidencia que el receptor resultara ser el sobrino de Umar Abdul-Qawy.

Me pasé hora y media repasando los archivos de todos los nombres de la agenda de Shaknahyi. Junto con Chami dos de las víctimas de asesinato —Blanca y Andreja Svobic— estaban relacionadas con Papa. Podía demostrar que de los otros cuatro nombres, dos guardaban clara relación con Reda Abu Adil. Estaba dispuesto a apostar una gran suma de dinero a que el resto también, pero no era necesario proseguir con el asunto. Nada de esto se sometería jamás a ningún tribunal. Ni Abu Adil ni Friedlander Bey se verían nunca ante un juez.

Así que, después de todo, ¿qué sabía? Uno: En las últimas semanas, en la ciudad se habían producido al menos cuatro asesinatos sin resolver. Dos: Las cuatro víctimas habían sido asesinadas del mismo modo, de un disparo a quemarropa con una pistola estática. Tres: Después de muertas a las cuatro víctimas se les había extraído los órganos sanos, porque las cuatro estaban en la lista de donantes voluntarios de la ciudad. Cuatro: Las cuatro víctimas y los cuatro receptores tenían vínculos directos o con Abu Adil o con Papa.

Había demostrado que la sospecha de Shaknahyi iba más allá de la casualidad o la coincidencia, pero sabía que Hajjar negaría que los asesinatos estuvieran relacionados. Podía decir que los asesinos habían empleado una pistola estática para que ninguno de los órganos internos sufriese ningún daño, pero a Hajjar le importaría un comino. Tenía la endiablada certeza de que Hajjar ya estaba al corriente de todo y por eso me había asignado la investigación de On Cheung en lugar de la muerte de Shaknahyi. Un montón de hombres poderosos se aliaban contra mí. Era bueno tener a Dios de mi parte.

—¿Busco algo más? —preguntó mi ordenador.

Titubeé. Tenía un nombre más para comprobar, pero en realidad no quería saber los detalles. Después de que le disparasen, Shaknahyi me dijo que descubriera adonde iban a parar sus restos. A esas alturas ya creía saberlo, aunque no sabía el nombre exacto. Estaba seguro de que una parte de Jirji Shaknahyi vivía aún en algún empleado de baja categoría de Abu Adil o Friedlander Bey, o en uno de sus amigos o parientes. Estaba totalmente asqueado, de modo que dije:

—Salir.

Miré oscurecerse la pantalla del ordenador y pensé en lo que iba a hacer.

Estaba luchando contra la tentación de buscar a alguien en la comisaría que me vendiese unos cuantos sunnies, cuando sonó el teléfono de mi cinturón. Lo descolgué y me recliné en la silla.

—Hola —dije.

—Marhaba —dijo Morgan con voz tosca.

Eso era todo el árabe que sabía. Cogí mi daddy de inglés de la ristra y me lo conecté.

—¿Cómo estás, tío? —me dijo.

—Muy bien, gracias a Dios. ¿Qué ocurre?

—¿Recuerdas que te prometí revelarte el miércoles dónde se esconde Jawarski?

—Sí, me preguntaba cuándo me informarías.

—Bueno, quizá fui demasiado optimista.

Parecía dolido.

—Me daba la impresión de que Jawarski se cubriría las espaldas muy bien.

—Pues yo tengo la impresión de que alguien le ayuda, tío.

Me enderecé en la silla.

—¿Qué quieres decir?

Hubo una pausa y Morgan siguió hablando.

—El asesinato de Shaknahyi ha dado que hablar. A la mayoría de la gente no le importa que se carguen a un policía, pero no he encontrado a nadie que odiara a Shaknahyi. Y Jawarski es un loco y una escoria, así que nadie de cuantos conozco movería un dedo por ayudarle a escapar.

Cerré los ojos y me di masajes en la frente.

—Entonces, ¿por qué no lo has localizado aún?

—Ahora te lo explico. Parece como si la policía estuviera ocultando a ese hijo de puta.

—¿Dónde? ¿Por qué?

Chiri aseguraba que Morgan era de fiar, pero esa historia parecía increíble.

—Pregúntale a tu teniente Hajjar. Hace un par de semanas él y Jawarski se tomaron unas copas juntos en el Silver Palm.

En palabras del gran humorista cristiano Mark Twain, eso era demasiado variopinto para mí.

—¿Por qué Hajjar, un oficial de policía de alto rango, vendería a uno de sus propios agentes a un lunático y buscado asesino?

Casi pude oír como Morgan se encogía de hombros.

—¿No crees que Hajjar podría estar implicado en algo sucio, tío?

Me reí con amargura y Morgan se rió también.

—No es divertido. Todo el tiempo he creído que Hajjar estaba mezclado en algo, pero no lo imaginaba dando órdenes a Jawarski. No obstante, eso responde a algunas de mis preguntas.

—¿De qué va todo esto?

—Va de algo llamado archivo Fénix. No sé qué cojones significa. Limítate a pescar a Jawarski, ¿vale? ¿Sabes ya algo útil de él?

—Algo —dijo Morgan—, Estaba en una celda de la cárcel de Khartoum esperando ser ejecutado. Alguien le pasó un arma. Una tarde Jawarski caminaba por un pasillo y se encontró con dos guardias desarmados. Mató a los tipos, luego entró en la oficina de la cárcel y empezó a disparar por todas partes como un loco hasta que alguien le dio las llaves. Abrió las grandes puertas de la entrada y salió tranquilamente a la calle. Había un montón de gente fuera a causa de los disparos y se abrió paso gracias a ellos hasta la mitad de la manzana, donde le esperaba un coche. Jawarski se largó y no dio señales de vida hasta que apareció aquí en la ciudad.

—¿Cuándo fue eso? —pregunté.

—Hará un mes o seis semanas. Realizó un par de atracos y mató a otras dos personas. El otro día alguien reconoció a Jawarski en el restaurante de Meloul y llamó a la policía. Hajjar os envió a Shaknahyi y a ti, ya conoces el resto.

—Me pregunto…, me pregunto si de verdad lo reconoció alguien en el restaurante. Shaknahyi pensó que Hajjar nos la había jugado, metió a Jawarski en el restaurante de Meloul y nos envió a Jirji y a mí para que nos sorprendiesen.

—Es posible, tío. Se lo preguntaremos a Jawarski cuando lo cojamos.

—Sí, tienes razón —dije sombríamente—. Gracias, Morgan, sigue husmeando.

—Lo tendrás, tío. Quiero ganarme el resto del dinero. Ten cuidado.

—Apuesta a que sí —dije colgando otra vez el teléfono en mi cinturón.

Era una suerte saber más que mis enemigos. Disponía de la ventaja de tener los ojos bien abiertos. No sabía adonde me conduciría todo eso, pero al menos adivinaba la magnitud de la conspiración que intentaba descubrir. No sería tan idiota como para confiar en alguien por completo. En nadie en absoluto.

Cuando acabé el turno, llevé el coche patrulla hasta «la salita de recreo para oficiales de policía» y recogí al sargento Catavina, que para entonces ya estaba muy borracho. Lo tiré en la comisaría, devolví el coche a los del turno de noche y esperé a que llegara Kmuzu. La jornada laboral había acabado, pero aún tenía mucho que investigar antes de irme a dormir.

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